lunes, 20 de marzo de 2023

 


OTRA VERDAD HISTÓRICA OCULTADA.

CUANDO CAYÓ EL FASCISMO, Y SU OBRA RELIGIOSA, ARRASTRÓ AL VATICANO, POCOS AÑOS DESPUÉS, HACIA EL LIBERALISMO, IMPUESTO POR LA PRESION IMPERIALISTA DE LOS “LIBERTADORES” ALIADOS.

 

Artículo firmado por “Sempronio”, publicado en Dinámica Social”

 

PARA LOS QUE QUIEREN OLVIDAR

 

Bajo el mismo título que encabeza estas páginas, la revista Histonium recuerda el aniversario de la firma de los Pactos de Letrán, con un editorial de Sempronio del cual reproducimos las partes más salientes.

 

El 11 de febrero de 1929 fueron firmados en Roma –entre la Santa Sede e Italia los Pactos de Letrán—un Tratado y un Concordato.Han pasado 25 años.

 

Esta nota está dedicada en particular a los muy jóvenes que ignoran y no se preocupan de enterarse, y a los que, animados con espíritu sectario, quieren olvidar y hacer olvidar. Los insignes actores del histórico acontecimiento hace tiempo que duermen en paz; paz lograda  por algunos de ellos a través de tragedias y tempestades de odio.

 

Muchos de los errores cometidos por aquellos que se erigen en críticos y jueces frente a los hechos de su época, no siempre se deben a mala  fe o ignorancia. Según nosotros, dependen en gran parte de una natural  miopía que impide colocar ideas, acontecimientos y personas en la indispensable perspectiva histórica.

 

Esta es indudablemente la razón por la cual inclusive muchos de los que pertenecen a la generación de la  “Conciliación” siguen sin medir plenamente su extraordinaria trascendencia.

 

Los Pactos de Letrán resuelven dos series de cuestiones que por ser paralelas desde cierto punto de vista, no dejan de coincidir en un solo hecho: las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Lo que significa la armoniosa coexistencia en el hombre  y en las naciones, de dos autoridades y de dos libertades confluyendo en una sola unidad: la del individuo como espíritu y materia, la de la nación como entidad religiosa y entidad política.

 

Con el paganismo, el problema no existía, porque los poderes estatal y religioso se identificaban co solamente en las instituciones, sino también en las personas. Tampoco existió durante los tres primeros siglos del Cristianismo.

 

Era preciso llegar a Constantino y al Edicto de Milán para que el problema se impusiera en todo su dramatismo .Al injertarse la religión católica en la vida pública, se enfrentan la autoridad religiosa y la autoridad laica, Papa y Emperador, Iglesia y Estado.

 

Y junto a este problema de orden teológico, filosófico, jurídico, el otro: el político, del poder temporal. Es imposible establecer una línea de demarcación  entre los dos, aun cuando el primero irá resolviéndose en las etapas del pensamiento humano, mientras que el segundo deberá esperar mil seiscientos años para su solución definitiva.

 

Esta separación no se advierte en Constantino, y menos aún en Pipino y Carlomagno. Las relaciones de estos soberanos con la Iglesia representan un conjunto invisible de vínculos religiosos, políticos y territoriales. Sin la amenaza de los lombardos, la Iglesia no habría acudido a  los francos; no hubiera tenido lugar esa famosa donación de Pipino, confirmada veinte años después por su hijo Carlomagno.

 

El emperador, que ya había asumido el título de rey por “gracia de Dios”—encabeza sus actas con la fórmula “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Carlos coronado por Dios, grande y pacífico emperador…”. Independencia y soberanía frente a la Iglesia. El Imperio de Occidente había surgido. El de la Iglesia había que esperar unos siglos más. Con Carlomagno, la jerarquía eclesiástica se fundió con la jerarquía estatal.

 

Cambiaron los tiempos. Desapareció el imperio carolingio; naciones surgieron y se afirmaron. La Iglesia, ampliado y consolidado su poderío universal, tuvo la suerte de ser dirigida por pontífices comparables por su talento político con los más grandes emperadores. Gregorio VI, al obligar a  Enrique IV a doblar sus rodillas fuera de las murallas de Canosa, recordaba quizá la humillación sufrida por León III al jurar de hinojos su inocencia frente a Carlomagno.

 

Papa y emperador. Iglesia y Estado. ¿Quién manda a quién? El emperador lo es por gracia de Dios; el Papa nace soberano por la misma gracia. Los jerarcas de la Iglesia –obispos y abates—son tan poderosos como los del imperio ¿A quién corresponde elegirlos y otorgarles autoridad? Lucha por las investiduras.

 

Esta lucha dura siglos. Concluye en Worms, con el Concordato de 1122: el emperador renuncia al derecho de la investidura espiritual, dejando a la Iglesia la libertad de proceder a la elección de sus rectores mayores y menores.

 

Pero nunca se pronuncia la palabra “fin”. En cada etapa importante de la historia el dualismo estalla en forma de alta tragedia. Federico Barbarroja y Alejandro III; Federico II e Inocencio III; la Reforma y el Concilio de Trento. Desfile de gigantes en torno a principios universales.

 

Finalmente, la solución francesa que pretende negarlo y borrarlo todo. Luego Napoleón: el cauce en el cual la creciente se disciplina y se organiza; la  síntesis del Estado después de la pulverización de todos los sistemas. Otra vez el imperio, pero con distinto empuje interior, puesto que sobre las herencias de Carlomagno, Otón, Carlos V, habían pasado Francisco de Asís , los Comunes y el descubrimiento de las  Américas, cismas y herejías, la invención de la imprenta, Humanismo y Renacimiento la formación de los grandes estados nacionales, el triunfo de las ciencias; Bacon, Descartes, Galileo, la Enciclopedia, Kant; otra vez el choque de colosos. Napoleón –que en Tolentino rompe el principio de la inalienabilidad del Estado Pontificio—no se atreve a entrar en Roma. Pero un paso más, y ordena  que el milenario Estado sea incorporado a su imperio. Talleyrand afirmará que “la destrucción del poder temporal del Papa era, políticamente hablando, un error gravísimo”. Pero el hecho estaba ya cumplido y comprobaba que aún sin poder temporal, la Iglesia católica podía continuar desarrollando su divina misión. El Concordato de 1801 ponía fin a  la lucha desencadenada por la revolución, llevando un dato muy peligroso: renunciando al nombramiento de los Obispos a favor del Primer Cónsul, la Iglesia retrocedía a aquellas posiciones de las cuales fuera liberada por el gran Gregorio VI.

 

El imperio napoleónico pasó más rápidamente aún que el de los carolingios. La Santa Alianza estableció el poder temporal. Una interesante observación: este poder le era otorgado y garantizado al Pontífice Católico por el Emperador ortodoxo; por los herederos del gran Otón –el primero en rechazar como falso el documento que atestiguaba la donación de Constantino—y por Talleyrand, autorizado ministro de la revolución, quien quiso junto con el rey destronar y decapitar al Papa.

 

La Santa Alianza restablecida; el poder temporal confirmado. Las revoluciones nacionales marchando.

 

En Italia, revolución del 21, del 31, del 48. En el 49 la República Romana. Desde lo alto del Capitolio se proclama: “El Papa ha decaído, de derecho y de hecho en el gobierno temporal del estado romano”. Francia, España, Austria y Nápoles acuden y sofocan a la república. El Estado Pontificio está reconstituido  una vez más: en el Tirreno, custodiado por las armas francesas, y en el Adriático, por las armas austriacas.

 

Y la revolución sigue marchando. Francia aliada de Piamonte se arroja contra Austria, la otra defensora del Poder temporal. Garibaldi ocupa el reino de los Borbones que constituía su defensa meridional; los plebiscitos de 1860 le quitan a la Santa Sede las provincias de Emilia y de Romaña. Queda Roma.

 

Cavour el 10 de octubre de 1860, dice: “Nuestra estrella solar es la que nos permite hacer que la Ciudad Eterna se convierta en una espléndida capital del reino itálico”. El problema es  así planteado definitivamente frente a la conciencia católica de Italia y del  mundo.

 

Para el conde Cavour, Roma capital de Italia representaba la realización de un ideal ético-religioso, mientras que, desde el punto de vista más estrictamente histórico, constituía el fin de las rivalidades regionales.

 

Para los más altos exponentes del pensamiento y de la política italiana del siglo XIX, Roma capital y la solución definitiva de las relaciones entre la Santa Sede e Italia, representaban la conclusión del ciclo del Resurgimiento.

 

Entre tanto: clamorosas intervenciones de Napoleón III, solemnes declaraciones de cardenales y obispos , intransigencias de partidos, llamados de poetas y de escritores. Insurrección de Garibaldi, herido y derrotado en Aspromonte por las tropas nacionales. Humillación del “convenio” de 1864 entre Francia e Italia, mediante el cual ésta se compromete  a no ocupar el territorio pontificio y a consentir la formación de ejércitos extranjeros para la defensa de aquel Estado. El grito: “Roma o muerte” repetido por Garibaldi en Mentana, ahogado esta vez por las tropas francesas. Insurrecciones, represiones, lutos, intrigas.

 

Roma ocupada finalmente   por el ejército italiano, presenta esta absurda  situación: el Papa prisionero en su  Palacio; el Rey de Italia y su gobierno considerados como ilegítimos y usurpadores. 

 

Frente a la intransigencia de la Iglesia el  gobierno italiano careció de prudencia y sagacidad. Derrotadas las derechas, el poder quedó en manos de las izquierdas, la cuales quisieron ver en Roma capital el medio más adecuado para llevar adelante  su radicalismo ideológico y político: el aniquilamiento de la Iglesia y el triunfo de la “razón”.

 

Posiciones extremas de las dos partes; disgustos y equivocaciones de consecuencias gravísimas en la política exterior e interna.

 

Y esto, durante sesenta años. En ese lapso, pasaron sobre Italia las tempestades de las guerras de África; de los movimientos revolucionarios de Sicilia, Lombardia y Lunigiana; los extremismos políticos religiosos del primer decenio del siglo; la guerra de Libia. Pasó la primera guerra mundial, con la desaparición de los herederos de la tradición occidental –los imperios arustríacos y germánicos--, mientras que en Oriente se derrumbaba el imperio Ortodoxo. Lenín recogía el testamento de Robespierre y de Marx, proyectándolos hacia los polos del absolutismo dialécticos.

 

Y el problema seguía mas vivo y actual que nunca.

 

La subversión se adueñaba prácticamente de media Europa católica, en tanto que minaba la otra mitad. En Italia –ya decaído el prestigio y la autoridad estatal—el marxismo dominaba con sus promesas y violencias arrolladoras. En vano se le oponían una burguesía desorganizada y sin fe y una formación política que afirmaba ser católica por inspirarse en los principios de la  “Rerum Novarum”.

 

El clero debía permanecer encerrado en los templos que se  iban vaciándose de fieles. En alguna región, muchas iglesias se clausuraban. Crecía el porcentaje de matrimonios solamente civiles, de uniones libres, de niños sin bautizar. La cultura acometía directamente al dogma desde cátedras, diarios, libros, asambleas públicas.

 

Y el problema de las relaciones entre Italia y la Santa sede seguía como en los antiguos tiempos.

 

Llegó el fascismo. Antes aún de adueñarse del poder, impuso el respeto por las Iglesias, defendió a los fieles en la práctica del culto permitió con su presencia el desarrollo de las grandes festividades religiosas. Al mismo tiempo, iba estableciendo los principios morales del individuo, de la unidad familiar y de la sociedad.

 

En el año 1921 –cuando nadie creía en el triunfo del fascismo--, se oyó en la Cámara de Diputados una palabra clara y solemne:

 

“Afirmamos aquí que la tradición latina e imperial de Roma está representada en la actualidad por el Catolicismo. Si, como lo afirmara Momsen, no se puede permanecer en Roma sin una idea universal, yo pienso y declaro que la única idea universal que hoy existe en Roma es la que irradia el Vaticano”.

 

Y tres años después –en pleno triunfo de la revolución fascista—la misma voz proclamaba; “La unidad religiosa es  una de las más grandes fuerza de un pueblo. Ponerla en peligro, o tan sólo rebajarla, es un crimen de lesa nación”

 

Sobre la base de estos principios religiosos e históricos, las dos altas potestades se encontraron, reconocieron y conciliaron. Y fueron sellados los Pactos de Letrán.

 

En el Tratado, art. 1º, “Italia reconoce que la religión católica, apostólica  romana es la única del Estado”. Art 20º: “La Santa Sede declara que quiere quedar y quedará extraña a toda competición temporal entre los Estados”.

 

En el Concordato, art.34º: “Italia reconoce al sacramento del matrimonio arreglado al derecho canónico, todos los efectos civiles”. Art. 36º “Italia considera como fundamento y coronamiento de  la instrucción pública, la enseñanza de la doctrina católica según la forma legada por la tradición católica”.

 

El gran Papa  Pío XI,  --heredero y custodio de dos mil años de gloriosa tradición—daba pleno crédito a la lealtad y a la firmeza de un régimen revolucionario de apenas diez años. Benito Mussolini cumplía el ciclo del Resurgimiento y restablecía la unidad religiosa de la nación. La exaltación de los católicos italianos fué total y conmovedora.

 

Y esta es la gran Historia.

 

Diez años más tarde… pero esta es ya otra historia. * 

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