La democracia virtuosa
Alberto Falcionelli
Del libro: “El camino de la Revolución”; ed. Nuevo Orden,
pg. 205 sgs., copio el primer capítulo del estudio: “Liberalismo y Marxismo en
la sociedad industrial”, donde el profesor Alberto Falcionelli ridiculiza
acertadamente las palabras de Montesquieu: “la
virtud es el resorte y la fuerza de la democracia”. La democracia liberal
ha fracasado en el mundo, aunque los liberales, que la usufructúan, la pinten
dorada. Es el gobierno de una secta que
no representa realmente ni a pueblos ni a naciones; sino a sus mismos
dirigentes y a los intereses de las fuerzas ocultas poseedoras del oro del
mundo. Porque la “virtud”, tanto personal como política, solo se vive y se
mantiene mediante la ayuda de la gracia sacramental, mal que les pese a los Rousseau
y a los Montesquieu. Pero como ni estos sofistas ni sus descendientes invocan
la Gracia sacramental, la virtud no está en la base del sistema democrático;
antes bien, están la corrupción de sus dirigentes y la masificación del pueblo deliberadamente
estafado y corrompido; o sea el libertinaje generalizado. Afirmando, por lo
tanto, que la democracia es filosófica e históricamente, un régimen corrupto y
corruptor.
A continuación expresó el profesor Falcionelli:
(los subrayados son del blog).
P
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ese a su constante disposición para insultar a quienquiera se atreviese a
atribuir a otros que a él el descubrimiento de una idea nueva, Rousseau tuvo
que reconocer a Montesquieu –que lo despreciaba- el mérito de haber sido el
primero en sostener que la virtud es el resorte y la fuerza de la democracia,
aun cuando, contrariamente al ginebrino, el autor del Espíritu de las Leyes se sintiera muy poco inclinado al gobierno
popular por nutrir una fe más que escasa en la virtud de los
hombres.
Como se sabe, Rousseau creía en el hombre y en las virtudes ciudadanas. Lo
de Montesquieu le parecía, pues, un regalo del cielo, que el Presidente no
había sabido apreciar, pero del que él sacaría incontables frutos.
Es tan cierto, en efecto, que, sólo para ejercerse “correctamente”, el
sistema democrático de gobierno exige una suma tal de virtudes –que la fórmula
dinástica y la aristocrática no hacen necesarias- que puede pretender que
existe únicamente cuando claudica cínicamente ante sí mismo. Pues esto de
establecer en axioma que “en el Estado popular es necesario el resorte de la
virtud” constituye, en verdad, la condena más cruel que jamás se haya expresado
contra una fórmula política y las distintas apariencias de su representación.
La historia de estos dos últimos
siglos, que es la de esta fórmula bajo todas sus formas imaginables, revela,
sin la mínima excepción en los hechos, que toda
democracia tiende a la degradación de los ciudadanos y al desmembramiento de la
sociedad, a través dela corrupción de sus dirigentes visibles, por obra de los
dueños, casi siempre invisibles, del dinero, en cuyas manos el sistema acaba siempre
por caer. Este sistema es el que Juan Jacobo había dictaminado que, por
tener que ampararse necesariamente en
la virtud, es el único que permite “encontrar una forma de asociación que
defienda y proteja, por la totalidad de la fuerza común, la persona y los
bienes de cada asociado, y por la que, al unirse con todos los demás, cada
individuo obedezca solamente a sí mismo, quedando tan libre como antes de
asociarse”.
Para el padre común de todas las democracias existentes en este mundo –de
la plutocrática norteamericana y francesa, a la popular soviética y china,
pasando por las mencheviques de América latina- todo el problema consiste en
hacer del individuo un ciudadano, que sea a la vez sujeto y soberano.
(Nota
del profesor: En marzo de 1963, el Correo de la Unesco, consagraba su entrega
al ginebrino para celebrar el doscientosquincuagésimo aniversario de su
nacimiento. Lo único que faltó en esa publicación fue la colaboración del
“pensador” soviético de turno que hubiera podido oficializare la filiación del
sistema democrático popular con el pensamiento de Rousseau. De todos modos,
esta laguna fue colmada porque, en la misma oportunidad, Mao Tsë-Tung hizo leer
por radio Peiping, una larga oda escrita por él a la gloria del “padre de su
espíritu”, inmediatamente imitado por el presidente Liu Shao-chi).
Ello se logra cuando este individuo remite sus derechos a la entidad
colectiva llamada “cuerpo político”, sometiéndose de este modo a la “voluntad
general”, de la que es elemento insustituible. Así, sujeto y soberano a un
tiempo, el ciudadano obedece, pero sólo a sí mismo. Más siempre puede sucederé
que, en una sociedad, por organizada que esté en los marcos de la voluntad
general, surjan elementos asociales que, a la par que aceptan ser soberanos se
nieguen a ser sujetos, esto es, hablando en términos más corrientes, individuos
que no piensan como el mayor número y
que, al agruparse, podrían constituir una minoría suficientemente extensa como
para poner en tela de juicio las normas básicas del contrato en que se funda la
asociación. A estos individuos, dictamina el filósofo, hay que condicionarlos
de modo que “quienquiera se niegue a obedecer a la voluntad general sea
constreñido a acatarla por todo el cuerpo, lo que no significa otra cosa sino
que se le forzará a ser libre”. De
inmediato, empero, Rousseau intenta eliminar las aristas singularmente
antidemocráticas de esta sentencia, apuntando que, mediante la educación
proporcionada por la “religión civil” –codificación dogmática de la voluntad
general- todos los ciudadanos, unidos en la práctica de la virtud ciudadana,
acatarán las normas del contrato social cuando comprueben que dicha voluntad general es infalible.
Porque, “para entender correctamente qué es lo que significa voluntad general,
importa que no exista sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine
únicamente conforme al enunciado de dicha voluntad”.