Eugenio Montes.
“El Viajero y su
Sombra”.
Un aire
de Cuaresma
“Estas crónicas de caminos fueron
escritas en las posadas, sin vocación de eternidad, en 1931, 32, 33 y 34. Hace
seis y siete años. Es decir, dada la andadura de la vida y la muerte en España
hace seis y siete siglos. Pero no pido disculpas, pues las ideas y las pasiones
que anticipan han contribuido a mover la gloria de nuestra guerra. Profecía de
huesos ha sido siempre la Historia” .- E.M.
El
republicanismo liberal, izquierdista y marxista, desde añares, fue sumergiendo
a los españoles en el mundo de las cosas y del dinero, objetos de lujo, placer
y ostentación, generalmente superfluas. Esas cosas, deslumbrantes a los
sentidos domesticados que difunde el “americanismo”, para achanchar y
amortiguar la resistencia patriótica de los pueblos; y para que, al fin,
acepten como palabra sagrada los principios de la política rastrera y
materialista de la democracia liberal y burguesa. Pues el liberalismo necesita
difundir el libertinaje moral para imponerse.
Pero
la juventud española, inspirada en la gran Tradición, se sobrepuso heroicamente
y arrebatadas de amor patrio se lanzó con espíritu enjuto de cruzados a
restaurar la Patria, cuando ya inexorablemente hubiera caído rusificada.
Considerando
que los argentinos estamos actualmente enviciados por semejantes costumbres y agobiados
por la misma política absolutista, ante el ejemplo expuesto por Eugenio Montes
en su libro, ¿Conservará actualmente nuestra juventud, agraviada, engañada y
enviciada, las fuerzas suficientes para restaurar el honor, la dignidad y la
soberanía patria? ¿Resurgirá en la juventud argentina el amor a Dios y a la
Patria, para instaurar el Reinado de Cristo?
Cuaresma.
ientras las cosas ocuparon, indebidamente, el rango
supremo en la escala de la estimación y el anhelo, los españoles no teníamos
nada que hacer, porque nuestra civilización se funda en la reverencia a los
valores personales por encima de los valores de las cosas u objetos
mercantiles. La persona se distingue de la cosa en eso: en que la persona no se
vende ni se puede adquirir en un mercado. Y ¿qué fue hasta hace unos años el
mundo sino un enorme bazar, emporio de riqueza material y de espiritual
miseria?
En un tiempo de abundancia mercantil y de miseria
metafísica cuando todos se disputaban la posesión de las cosas, el español, por
hombría, se dedicó a matar el tiempo, a matar o ver morir un mundo dejado de la
mano de Dios. Sentado a la puerta de su casa, mudo, ensimismado y triste,
espera el paso del cadáver de su enemigo. Así estuvo el español durante siglos,
inmóvil, sin despegar los labios, metido en la caverna del sentido y en lo
profundo de su soledad sonora. De vez en vez, un ¡ay!, y luego vuelta a callar.
De vez en vez, un ¡ay! y una copla muy ronca por lo bajo, un cante triste y
hondo. Y es que el español. Si lo es, es profundo. Lo epidérmico, lo frívolo
nos es extraño, extranjero. Pero por eso mismo los extranjerizantes se
dedicaron a frivolizar nuestro pobre pueblo, exaltando la hermosura de las
sensaciones lujosas. El político de modales europeos, con la barbita en punta y
la legión de honor en la solapa, da una vuelta por el boulevard o por el Strand
londinense y retorna, preguntándose en medio del silencio sagrado de Castilla: ¿A
qué se debe la superioridad de los anglosajones? Y tanto y tanto oyó el español
esta pregunta que, al fin, concluyó de dudar de sí, por inquietarse. Estaba en
lo firme desde hacía siglos, resistiendo en su Tebaida ascética el asalto de
las sensaciones, pero políticos y escritorzuelos se empeñaron en sacarle de quicio,
sacándolo de la puerta de la casa donde esperaba, inmóvil, el paso del cadáver
del enemigo. Y concluyeron en estos años por conseguirlo, por sacarle de sí y
enfurecerle, justamente cuando asomaba por la frontera el cadáver del enemigo,
el ataúd de Europa. Frontera de España es Biarritz. A Biarritz iba entonces, y
quizá sigan yendo, los cronistas de periódicos amigos de Sánchez Román, de la civilización y del progreso. Y había que ver sus crónicas civilizadas poniéndole a las mujeres españolas, tan dignas y
elegantes bajo sus mantos raídos, los modelos de las casas de modas, con sus
escotes impúdicos y sus piernas al aire. Y había que ver su estupor de
papanatas ante los maridos distraídos, las ruletas en libertad y Stavinsky en
automóvil. Había que ver lo que no vieron, la agonía de todo eso, la muerte de
una civilización industrial y burguesa, ausente de valores humanos,
civilización de los derechos del hombre, o sea el derecho del hombre a dejar de
ser hombre, a perder hombría, y los derechos de la mujer, o sea el derecho a
dejar de ser madre o virgen.
España virgen. Pura e intacta de los pecados europeos, la Antigüedad española sintió siempre en el fondo un aristocrático
desdén por ese mundo burgués y desalmado, mundo sin alma, bazar de tonterías,
con frigoríficos, aspiradores, masajes y masajistas. En 1914, cuando una
disputa de feria hizo reñir a Europa, nosotros no fuimos a la riña porque no
habíamos ido a la feria. De un modo más o menos oscuro sintió entonces el
corazón español que allí no se disputaban más que mercados, ni reñían más que
mercaderes.
A un emigrante vasco, perdido –o encontrado- en la ancha soledad
de la pampa argentina, le hablaron una vez del Marne y de Verdún. Le preguntaron
entonces que pensaba de esas batallas y a cuál de los ejércitos beligerantes
otorgaba su simpatía. Y el vasco, liando su cigarrillo, con la hopa del Rey de
España en la mano, yesca, lumbre y pedernal, en alto los hombros displicentes,
respondió: Bah, cosas de maquetos.
Cosas de gente sin estirpe. Cosas, mercaderías, competencia y trifulca de mostrador
y mercaderes.
La guerra de 1914-1918 y su triste engendro, el Contrato
de Versalles, no son sino los últimos y acongojantes episodios de esa
competencia de egoísmos y hedonismos a que se entregó el mundo tras la rota
española de Rocroy y el contrato de Westfalia ¡Locura de Europa!, dijo entonces
nuestro D. Diego Saavedra Fajardo. Esa locura europea –burguesa y
marxista- de concebir la existencia como
una puja de apetitos lujosos, ha contagiado en los últimos tiempos nuestro
país. Hace falta que España se haya vuelto loca para que las gentes se peleen por
gozar un mundo que, en el fondo, no le interesa al español; el mundo de las
cosas, de los bienes epicúreos, de los objetos cómodos, del dinero a todo
trance. El mundo de lo que se llama la buena vida, que es el único a que
aspiran las mujeres de mala vida. Un mundo sin moral, sin ethos, sin honor y sin grandeza.
Lo más trágico de ese contagio póstumo es su anacronismo.
El obrero reclama en España jornales crecientes, cuando en Inglaterra y
Alemania comienza a persuadirse de que sólo con jornales sobrios podrá tener
trabajo. El hidalgo antiguo de nuestras viejas ciudades se siente burgués,
cuando en Europa la burguesía se dispone a vivir con la alta y enjuta dignidad
de un castellano viejo. La mujer española corre desalada de piscina en piscina,
cuando las mujeres europeas ya se avergüenzan de su impudor inelegante.
Anda por toda Europa un aire de cuaresma. Y es que han
venido, tras siglos de frivolidad, tiempos serios y duros. A ellos sólo
sobrevivirá el país que sepa resistir, soportando rigores. El mundo se dispone
a aprender un arte en el que hemos sido siempre maestros: el del aguante.
¡Si España hubiese aguantado un poco más! ¡Todavía hoy, si
volviese a su ser! Lo primero, el temor de Dios: lo segundo, la gravedad, solía
decir un jesuita hispano a un príncipe que adoctrinaba en Nápoles. Cuando nadie
le temía a Dios, ni a la muerte, ni quería ser grave, nosotros renunciamos a
intervenir en el mundo ¡A coger, a coger los bienes de la vida, que es corta!,
cantaba el epicureísmo de corto vuelo. No. Don Francisco de Quevedo, con polvo
y asco en los labios replica bien:
Y pues la humana vida es larga, y nada.
24/6/1934.