Artículo de
Pierre Daye, publicado en “Dinámica
Social” en la década del ’50…, que, por sus revelaciones, podría haberse subtitulado:
“EUROPA:
NECRÓPOLIS DE
El autor, optimista, le desea bienaventuranza en la
tierra…; yo, malévolo le aconsejaría a este estadista glorificado, que integró el
triangulo d la perfidia aliada, con Stalin y Roosevelt, que la aproveche pues
después de muerto quizá no la pase muy bien… (aunque Dios es quien decide). (recordar lo que escribí en este blog: “Los
Borrachos Gobiernan el Mundo”). A
continuación el texto:
CHURCHILL: NECROLOGÍA
N |
ecrología anticipada, naturalmente.
Porque se le desea al eminente hombre de
Estado inglés largos y apacibles días todavía, afirmado en su gloria, venerado
por el Reino Unido, el Imperio y algunos otros pueblos menos británicos, pero
igualmente respetuosos y reconocidos.
Entre tanto, en la hora en
que los males de la edad parecen incitar al reposo al descendiente de
Marlborough, es el momento de echar una ojeada a los aspectos que este
personaje tan fuera de serie presentará ante
Como Clemenceau antes de la
primera guerra mundial, sir W. Churchill no había sido tomado muy enserio en su
propio país, hasta que trágicos sucesos, precisamente cuando para él se
anunciaban los signos de un próximo retiro por vejez, le dieron la ocasión de
tomar el primer puesto e imponerse a la atención de las gentes del mundo
entero. Porque llegó a ser uno de los dueños del mundo por algunos años.
Churchill, sin
Orgullosísimo de descender de
una gran familia inglesa, sir W. Churchill es una mitad yanqui, dado que su madre
era de nacionalidad estadounidense. Esta particularidad explica muchas cosas,
entre otras, ciertos aspectos de su carácter que le permiten ser comprendido
con facilidad en los Estados Unidos y, a su vez, comprender bien ese país. Un
hombre de severo aspecto como, por ejemplo, Chamberlain o Stafford Cripps, que
en Europa representan la rígida apariencia del inglés clásico, no podrá gustar
jamás en Nueva York o en Chicago. Pero Winston poseía un carácter “atractivo”,
propio para seducir a los norteamericanos, Su porte físico, redondo, graso, lento,
con una máscara de bulldog sonriente que lo hace tan perfectamente fácil de ser
identificado como el John Bull de las
caricaturas o el Mr. Pickwick de Dickens, tanto como el grande y eterno cigarro
en la boca o el además de sus dos dedos abiertos en firma de “V” (¡Victory!) o, todavía, por su sombrero a la moda de los que se usaban
en los tiempos de Gladstone, son todos rasgos hechos para divertir, para
prestarse a la broma y, por ende, para seducir.
Sir Winston manifestó siempre
una especie de bonhomía teatral. La comedia satírica debió estar entre sus
gustos. ¿La hija del primer ministro, Sarah, no es acaso una actriz de los
teatros de Londres, y de la cual, quienes la han visto trabajar aseguran que el
talento que tanto le atribuyen no es solamente debido al nombre ilustre de su
padre, como el talento de la cantante
miss Truman, en este caso sí, era debido al hecho de que ella hacía valer en
sus anuncios el nombre del presidente?
[mota del blog: recordar, además el adefesio sacrílego
que esculpió una hija de Churchill representando a N. S. Jesucristo en
El primer ministro británico consiguió
admirablemente hacer lugar de esas particularidades en ocasión de la guerra
número 2, para concentrar sobre él la simpatía de los yanquis. Aunque poseía, a
la verdad, dones –por dentro—más profundos, que le asignaron un lugar
excepcional como hombre de Estado en la “Gran Alianza”. La principal diferencia
con sus adláteres –Roosevelt sobre todo--, es que Churchill conocía los pueblos
del mundo, visitados por él en otros tiempos. Joven, al final del siglo pasado
tuvo heroica actuación durante la guerra del Transvaal; prisionero de los
boers, pero hábil jinete, llevó a cabo una evasión de lo más aventurada y
escribió luego sobre el episodio un brillante relato que fué, si no me
equivoco, el primero de sus numerosos libros que publicó el reciente premio
Nóbel.
Pues Churchill es algo así
como el Macaulay del siglo XX. Ha publicado escritos políticos, memorias,
discursos, ensayos y muchas otras obras.
Hombre hábil, supo sobre todo
conducir sus asuntos con un sentido de “Business” heredado de sus antepasados
de los Estados Unidos. Se asegura que los derechos de autor que le
correspondieron por la edición mundial de sus memorias de guerra –bastante
débiles de texto y demasiado prudentes para provocar gran interés—han tenido al
menos la ventaja de agregar algunos millones de dólares a lo que sin duda ya
poseía. ¿Porqué un hombre de Estado, que es al propio tiempo un héroe nacional,
ha de morir en la miseria?
Pronto se nos aparece la
debilidad del ilustre primer ministro británico: teniendo necesidad de la ayuda
norteamericana, del socorro norteamericano, él se inclinó siempre ante los
deseos de su poderoso asociado, al cual sin embargo aventajaba intelectualmente con todos sus
conocimientos y toda su experiencia. Esta falta de energía acarreará un gran
perjuicio a su memoria, ante la posteridad.
(nota del blog: ¿sería desmedido suponer que esa debilidad fuese obligada por la obligación de cumplir órdenes
de la logia que los unía fraternalmente?¡Estimulado con profusión de alcohol!.)
Churchill mismo en sus memorias
de guerra, o sea sus últimos libros publicados, nos muestra como durante el
conflicto su opinión era la reefectuar el desembarco de los ejércitos aliados,
con el fin de proteger una gran parte del continente europeo ocupado por los
alemanes, no al oeste o sudoeste de Francia o Italia, sino más al este, del
lado de los Balcanes, lo cual, cortando al enemigo habría evitado en una amplia
medida la horrible destrucción que asoló a los países de más alta civilización.
De se modo hubiérase, sin duda, también impedido que los bolcheviques se
instalaran en el corazón de Alemania.
Hubiese querido también –dijo
entonces—que no fuese aplicado el estúpido principio de la “rendición
incondicional”, que tuvo por resultado el destrozo total del Tercer Reich, la
destrucción de la barrera contra el comunismo, el derrumbe de todo el viejo
sistema europeo y la atroz desgracia de millones de seres inocentes. Pero, cada
vez, luego de algunos tímidos esfuerzos de resistencia, se plegó, delante de la
fuerza, más grande y más brutal, del presidente Roosevelt.
Bastaría leer los recuerdos
del simple de Elliot Roosevelt, hijo del Jefe de Estado nortemericano, que ha
narrado con una desarmante ingenuidad, en su libro As he saw it, las entrevistas de su padre con el Primer Ministro
britanico y algunos entretelones de las conferencias del Atlántico, de
Casablanca, Yalta Teherán, para darse cuenta cómo Churchill fue aceptando sin cesar –a pesar de que captaba muy bien
las realidades de la tragedia que se desarrollaba-- , todos los proyectos
imaginados por el astutísimo representante del capitalismo norteamericano. En
este libro, publicado en 1946 (cuyo autor, si hoy lo comprendiera, lo cual no
es muy probable, debiera morderse los dedos por haberlo librado al público),
queda a la vista, cómo en Yalta, el presidente Roosevelt, confiando enteramente
en Stalin se entendía con él, a espaldas de Churchill, para ceder al dictado
soviético todo cuanto éste exigía, hasta el extremo de comprometer el porvenir
de la mitad de Europa.
Sir Winston Churchill, pese a
su mandíbula de bulldog y su actitud heroica cuando la amenaza de desembarco de
Hitler en Gran Bretaña al principio de la guerra, se portó en esas ocasiones como
un pobre hombre inclinado ante su patrón, cediendo, luego de algunas veleidades
de resistencia a tantos premios locos,
que debían acarrear a
Desde este punto de vista,
Franklin Roosevelt, a pesar de todos los reproches que se puedan dirigir a su
catastrófica política en Europa y Asia, es para su propio país, al menos, un
hombre de Estado que le procuró el primer puesto, habiéndole dado un poderío
sin par y apresurando su expansión a través de la tierra entera. Churchill, en
cambio, tendrá que pasar por el alegre enterrador de aquella Inglaterra tan
grande hace cincuenta años.
S |
ir W. Churchill habrá quizá
comprendido que la guerra, aunque victoriosa para su patria, terminaría en un desastre para la
civilización y que a fin de salvar lo esencial hubiera valido más entenderse
con Alemania, con Italia. Su correspondencia secreta con Mussolini, sin
publicar aún, lo probará algún día. Pero él no quiso decir lo que pensaba, y
contrariamente sus palabras enérgicas
sobre la cruel necesidad para los
ingleses de aceptar los sacrificios de “sangre, lágrimas y sudor”, se mostró
poco digno de la gloriosa Inglaterra del pasado: aceptó dejarla deslizarse a un
segundo plano. Ahora, parece demasiado tarde para reparar el desastre. El fin de los días del triunfante primer
ministro será ensombrecido por este pensamiento y por el del juicio que el porvenir se formará de
su obra.
No obstante las habilidades
desplegadas para reconstruir una “comunidad” frágil y provisional bajo el cetro
de una joven reina, no obstante los subterfugios empleados para realizar una federación de naciones que no son todas
anglosajonas, a pesar de la idea imperial que no es sino económica pero cuyo
cemento en tanto Commonwealth se esteriliza, pese a los fastos simbólicos de
una coronación que el presente admira sobre todo por sus gracias de otro siglo,
Los viejos hombres de Estado
son como la viejas actrices de París: no aciertan nunca cuando les ha llegado
la hora de abandonar la escena, sobre cuando el mundo nuevo ha de pasar por
encima de ellos y no se dan cuenta de que es mucho mejor no dejar aparecer sus
memorias sino a título de publicaciones póstumas.*
No hay comentarios:
Publicar un comentario