jueves, 16 de marzo de 2023

 

Artículo  de Pierre Daye, publicado en  “Dinámica Social” en la década del ’50…, que, por sus revelaciones, podría haberse subtitulado:

 “EUROPA: NECRÓPOLIS DE LA PERFIDIA ALIADA

El autor, optimista, le desea bienaventuranza en la tierra…; yo, malévolo le aconsejaría a este estadista glorificado, que integró el triangulo d la perfidia aliada, con Stalin y Roosevelt, que la aproveche pues después de muerto quizá no la pase muy bien… (aunque Dios es quien decide).  (recordar lo que escribí en este blog: “Los Borrachos Gobiernan el Mundo”).  A continuación el texto:

 

CHURCHILL: NECROLOGÍA

 

N

ecrología anticipada, naturalmente. Porque se le desea al eminente  hombre de Estado inglés largos y apacibles días todavía, afirmado en su gloria, venerado por el Reino Unido, el Imperio y algunos otros pueblos menos británicos, pero igualmente respetuosos y reconocidos.

 

Entre tanto, en la hora en que los males de la edad parecen incitar al reposo al descendiente de Marlborough, es el momento de echar una ojeada a los aspectos que este personaje tan fuera de serie presentará ante la Historia. En efecto, muchos rasgos curiosos y aún contradictorios jalonan la carrera y el carácter de sir Winston Churchill que, desbordante de imaginación, y de amor por la paradoja, habrá sido a la vez el salvador de Inglaterra en el período más grave –hasta el presente—de su historia y el ordenador de las exequias de su Imperio.

 

Como Clemenceau antes de la primera guerra mundial, sir W. Churchill no había sido tomado muy enserio en su propio país, hasta que trágicos sucesos, precisamente cuando para él se anunciaban los signos de un próximo retiro por vejez, le dieron la ocasión de tomar el primer puesto e imponerse a la atención de las gentes del mundo entero. Porque llegó a ser uno de los dueños del mundo por algunos años. Churchill, sin la Segunda Guerra, como Clemenceau sin la Primera, no habría figurado en los anales del siglo más que como un político de principios poco severos, hábil, brillante, divertido, y muy preocupado de tener buena prensa. La guerra puso a estos dos hombres bajo el fuego de los proyectores luminosos y con su talento, ayudados por una suerte inaudita se levantaron rápidamente por sobre sus colegas parlamentarios de los tiempos normales.

 

Orgullosísimo de descender de una gran familia inglesa, sir W. Churchill es una mitad yanqui, dado que su madre era de nacionalidad estadounidense. Esta particularidad explica muchas cosas, entre otras, ciertos aspectos de su carácter que le permiten ser comprendido con facilidad en los Estados Unidos y, a su vez, comprender bien ese país. Un hombre de severo aspecto como, por ejemplo, Chamberlain o Stafford Cripps, que en Europa representan la rígida apariencia del inglés clásico, no podrá gustar jamás en Nueva York o en Chicago. Pero Winston poseía un carácter “atractivo”, propio para seducir a los norteamericanos, Su porte físico, redondo, graso, lento, con una máscara de bulldog sonriente que lo hace tan perfectamente fácil de ser identificado como el John Bull  de las caricaturas o el Mr. Pickwick de Dickens, tanto como el grande y eterno cigarro en la boca o el además de sus dos dedos abiertos en firma de “V” (¡Victory!) o, todavía,  por su sombrero a la moda de los que se usaban en los tiempos de Gladstone, son todos rasgos hechos para divertir, para prestarse a la broma y, por ende, para seducir.

 

Sir Winston manifestó siempre una especie de bonhomía teatral. La comedia satírica debió estar entre sus gustos. ¿La hija del primer ministro, Sarah, no es acaso una actriz de los teatros de Londres, y de la cual, quienes la han visto trabajar aseguran que el talento que tanto le atribuyen no es solamente debido al nombre ilustre de su padre, como el talento de la  cantante miss Truman, en este caso sí, era debido al hecho de que ella hacía valer en sus anuncios el nombre del presidente?

 

[mota del blog: recordar, además el adefesio sacrílego que esculpió una hija de Churchill representando a N. S. Jesucristo en la Cruz, considerado por los medios una obra maestra).

 

El primer ministro británico consiguió admirablemente hacer lugar de esas particularidades en ocasión de la guerra número 2, para concentrar sobre él la simpatía de los yanquis. Aunque poseía, a la verdad, dones –por dentro—más profundos, que le asignaron un lugar excepcional como hombre de Estado en la “Gran Alianza”. La principal diferencia con sus adláteres –Roosevelt sobre todo--, es que Churchill conocía los pueblos del mundo, visitados por él en otros tiempos. Joven, al final del siglo pasado tuvo heroica actuación durante la guerra del Transvaal; prisionero de los boers, pero hábil jinete, llevó a cabo una evasión de lo más aventurada y escribió luego sobre el episodio un brillante relato que fué, si no me equivoco, el primero de sus numerosos libros que publicó el reciente premio Nóbel.

 

Pues Churchill es algo así como el Macaulay del siglo XX. Ha publicado escritos políticos, memorias, discursos, ensayos y muchas otras obras. 

 

Hombre hábil, supo sobre todo conducir sus asuntos con un sentido de “Business” heredado de sus antepasados de los Estados Unidos. Se asegura que los derechos de autor que le correspondieron por la edición mundial de sus memorias de guerra –bastante débiles de texto y demasiado prudentes para provocar gran interés—han tenido al menos la ventaja de agregar algunos millones de dólares a lo que sin duda ya poseía. ¿Porqué un hombre de Estado, que es al propio tiempo un héroe nacional, ha de morir en la miseria?

 

Pronto se nos aparece la debilidad del ilustre primer ministro británico: teniendo necesidad de la ayuda norteamericana, del socorro norteamericano, él se inclinó siempre ante los deseos de su poderoso asociado, al cual sin embargo  aventajaba intelectualmente con todos sus conocimientos y toda su experiencia. Esta falta de energía acarreará un gran perjuicio a su memoria, ante la posteridad.

 

(nota del blog: ¿sería desmedido suponer que esa debilidad  fuese obligada por la obligación de cumplir órdenes de la logia que los unía fraternalmente?¡Estimulado con profusión de alcohol!.)

 

Churchill mismo en sus memorias de guerra, o sea sus últimos libros publicados, nos muestra como durante el conflicto su opinión era la reefectuar el desembarco de los ejércitos aliados, con el fin de proteger una gran parte del continente europeo ocupado por los alemanes, no al oeste o sudoeste de Francia o Italia, sino más al este, del lado de los Balcanes, lo cual, cortando al enemigo habría evitado en una amplia medida la horrible destrucción que asoló a los países de más alta civilización. De se modo hubiérase, sin duda, también impedido que los bolcheviques se instalaran en el corazón de Alemania.

 

Hubiese querido también –dijo entonces—que no fuese aplicado el estúpido principio de la “rendición incondicional”, que tuvo por resultado el destrozo total del Tercer Reich, la destrucción de la barrera contra el comunismo, el derrumbe de todo el viejo sistema europeo y la atroz desgracia de millones de seres inocentes. Pero, cada vez, luego de algunos tímidos esfuerzos de resistencia, se plegó, delante de la fuerza, más grande y más brutal, del presidente Roosevelt.

 

Bastaría leer los recuerdos del simple de Elliot Roosevelt, hijo del Jefe de Estado nortemericano, que ha narrado con una desarmante ingenuidad, en su libro As he saw it, las entrevistas de su padre con el Primer Ministro britanico y algunos entretelones de las conferencias del Atlántico, de Casablanca, Yalta Teherán, para darse cuenta cómo Churchill fue aceptando  sin cesar –a pesar de que captaba muy bien las realidades de la tragedia que se desarrollaba-- , todos los proyectos imaginados por el astutísimo representante del capitalismo norteamericano. En este libro, publicado en 1946 (cuyo autor, si hoy lo comprendiera, lo cual no es muy probable, debiera morderse los dedos por haberlo librado al público), queda a la vista, cómo en Yalta, el presidente Roosevelt, confiando enteramente en Stalin se entendía con él, a espaldas de Churchill, para ceder al dictado soviético todo cuanto éste exigía, hasta el extremo de comprometer el porvenir de la mitad de Europa.

 

Sir Winston Churchill, pese a su mandíbula de bulldog y su actitud heroica cuando la amenaza de desembarco de Hitler en Gran Bretaña al principio de la guerra, se portó en esas ocasiones como un pobre hombre inclinado ante su patrón, cediendo, luego de algunas veleidades de resistencia  a tantos premios locos, que debían acarrear a la Inglaterra que se veía victoriosa los resultados más lamentables: la pérdida del Imperio de Indias; la pérdida de Ceylan, de Birmania y del prestigio secular en el Extremo Oriente; la pérdida de la intangible prosperidad interior y de esa superioridad que hacía  ayer del Reino Unido la primera potencia del orbe. Sin que olvidemos el derrumbamiento de la libra esterlina, el empobrecimiento relativo y otros males que los ingleses han soportado, por lo demás, con una firmeza cívica digna de la más grande admiración.

 

Desde este punto de vista, Franklin Roosevelt, a pesar de todos los reproches que se puedan dirigir a su catastrófica política en Europa y Asia, es para su propio país, al menos, un hombre de Estado que le procuró el primer puesto, habiéndole dado un poderío sin par y apresurando su expansión a través de la tierra entera. Churchill, en cambio, tendrá que pasar por el alegre enterrador de aquella Inglaterra tan grande hace cincuenta años.

 

S

ir W. Churchill habrá quizá comprendido que la guerra, aunque victoriosa para su  patria, terminaría en un desastre para la civilización y que a fin de salvar lo esencial hubiera valido más entenderse con Alemania, con Italia. Su correspondencia secreta con Mussolini, sin publicar aún, lo probará algún día. Pero él no quiso decir lo que pensaba, y contrariamente  sus palabras enérgicas sobre la cruel necesidad para  los ingleses de aceptar los sacrificios de “sangre, lágrimas y sudor”, se mostró poco digno de la gloriosa Inglaterra del pasado: aceptó dejarla deslizarse a un segundo plano. Ahora, parece demasiado tarde para reparar el desastre.  El fin de los días del triunfante primer ministro será ensombrecido por este pensamiento y por  el del juicio que el porvenir se formará de su obra.

 

No obstante las habilidades desplegadas para reconstruir una “comunidad” frágil y provisional bajo el cetro de una joven reina, no obstante los subterfugios empleados para realizar  una federación de naciones que no son todas anglosajonas, a pesar de la idea imperial que no es sino económica pero cuyo cemento en tanto Commonwealth se esteriliza, pese a los fastos simbólicos de una coronación que el presente admira sobre todo por sus gracias de otro siglo, la Inglaterra de Winston Churchill ha visto abrirse bajo sus pies los abismos de la rampa descendente… Y eso solamente será tenido en cuenta en el momento de la sentencia definitiva, cuando los dedos en forma de “V” vuelvan a caer inertes y cuando el fuego del gran cigarro se extinga para siempre jamás…

 

Los viejos hombres de Estado son como la viejas actrices de París: no aciertan nunca cuando les ha llegado la hora de abandonar la escena, sobre cuando el mundo nuevo ha de pasar por encima de ellos y no se dan cuenta de que es mucho mejor no dejar aparecer sus memorias sino a título de publicaciones póstumas.*

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