lunes, 27 de julio de 2020


GLOBALIZACIÓN,

SI SE CONCRETA, LA GLOBALIZACIÓN SE INSPIRARÁ EN EL EVANGELIO, O EN EL TALMUD. (EL QUE DUDE ANTE LA OPCIÓN SE DEBERÍA ASESORAR CON LOS PALESTINOS).

Transcribo a continuación un artículo del señor Guillermo Gueydan de Roussel titulado: “Los conceptos de sociedad y de justicia en relación con las naciones”; publicado en ‘Verbo’ nº 151, de abril 1975).

Las expresiones “sociedad de naciones” y “tribunal de las naciones” hicieron su aparición en el lenguaje corriente a la manera de hijos naturales, cuyo origen nadie conoce. Trataré de reparar esta laguna y de penetrar en el misterio de las ideas que engendran palabras y de las palabras que a su vez engendran hechos. Pues así han nacido la Sociedad de Naciones y la Corte Internacional de Justicia: una larga preparación ideológica dio luz a palabras, y con el transcurso de varias décadas, estas palabras han engendrado instituciones. Tal proceso caracteriza una época filosófica. Donde las sociedades de pensamiento han agitado ideas, las expresaron después por medio de palabras nuevas y lograron al fin dar cuerpo a esas ideas.

LAS PALABRAS.

Karl Christian Krause utilizó por primera vez las expresiones “sociedad de los Estados” y “tribunal de los pueblos” en un libro publicado en 1814 bajo el título “Proyecto de una Confederación europea de Estado como base de la paz general”. Antes Nicolás Bonneville había expresado la idea de un “tribunal supremo de las naciones, que juzgará la causa de los reyes” (1). Por otra parte Delisle de Sales, en un libro titulado “De la paz de Europa y de sus bases” (París, 1800), había propuesto un tribunal de equilibrio”, compuesto con todos los Estados independientes que lo presidirían cada uno a su turno, y cuya sede sería una ciudad extraterritorial ubicada en el centro de la “Confederación General”, y sometida a la soberanía del “Consejo de los Plenipotenciarios”. Este tribunal debía “expulsar de Europa al Estado desorganizador”.

“Sociedad de las naciones” aparece por primera vez en 1821, José de Maistre, en las Veladas de San Petersburgo pone esta expresión en boca del Senador: “¿Cómo Dios –dice, que es el autor de la sociedad de los individuos, no habrá permitido que el hombre… haya tratado de elevarse hasta la sociedad de las  naciones?”. Según el Senador, esta sociedad de las naciones, había de ser “una sociedad general para poner fin a las disputas de las naciones”. Este Senador ruso fue realmente profeta. En efecto 78 años más tarde, el Zar Nicolás II “deseando hacer triunfar la magna idea de la paz universal sobre los elementos de disturbio y de discordia” –son sus propias palabras- convocó la primera Conferencia de Paz de La Haya, en 1879, que reunió a 26 naciones.

LAS DOS INTERNACIONALES.

Es importante observar que todos los que han contribuido a crear las expresiones “sociedad de naciones” y “tribunal de naciones”, Krause, Bonneville,  Delisle de Sales y José de Maistre, habían sido iniciados en los misterios de la Franc-masonería (2). Para conocer el espíritu que presidió la formación de estas expresiones, es menester saber lo que fueron, en el siglo XVIII, las sociedades secretas y, sobre todo, la de los iluminados. Las logias que desde la fundación de la franc-masonería, en 1717, reunían hombres “de todas las razas, de todas las naciones y de todas las lenguas” (Constitución de Anderson, 1723), trabajaban en la creación de una república federal, humanitaria y universal, cuyo símbolo era la construcción del Templo de Salomón. Este sueño de reunir todos los pueblos de la tierra en un mismo recinto, que caracteriza los escritos masónicos, es el origen de lo que llamamos hoy “el internacionalismo, el cual es susceptible de recibir una interpretación cristiana en el Sacro Imperio, pero puede también ser esfera demoníaca y convertirse en el reino del Anticristo” (3).


Estas dos interpretaciones del internacionalismo son de suma importancia para los cristianos del siglo XX. Cuando el Consejo de la Sociedad de Naciones tuvo su reunión en Roma, en mayo 1920, el Papa Benedicto XV, en su Encíclica Pacem Dei, recordó a los cristianos lo que había sido la internacional cristiana. “La historia, decía, demuestra que los pueblos bárbaros de la antigua Europa, desde que comenzaron a recibir el penetrante influjo del espíritu de la Iglesia, fueron apagando poco a poco las múltiples y profundas diferencias y discordias que los dividían, y construyendo, finalmente, una única sociedad dieron origen a la Europa cristiana la cual, bajo la guía segura de la Iglesia, respetó y conservó las características propias de cada nación y logró establecer, sin embargo una sociedad creadora de una gloriosa prosperidad”. En cuanto a la internacional del Anticristo, Gougenot Des Mousseaux  la describió hace un siglo con asombrosa perspicacia:” De un extremo de la tierra al otro, el mundo político, el mundo económico y comercial, son inducidos o arrastrados por las sociedades del mundo oculto, de las cuales los judíos son los príncipes, y estas sociedades fomentan simultáneamente por todos lados y con un ardor infatigable la gran unidad cosmopolita. Así se nombran en el lenguaje de moda el sistema que realizará la abolición de todas las fronteras, de todas las patrias, o si uno prefiere, el reemplazo de la patria particular de cada pueblo, por una patria grande y universal, que sería la de todos los hombres. Ahora bien, esta unidad que precisa una cabeza ¿no prepara acaso el prodigioso advenimiento de un único y supremo dominador en el cual los judíos podrían ver el Mesías, mientras los cristianos reconocerían en él al Anticristo” (4). Esta visión de Gougenot Des Mousseaux puede ser mañana una realidad. Ben Gurión declaró: “Nuestro pueblo vuelve a Palestina para preparar la venida de su Mesías”. (5).

Entre la internacional cristiana y la del Anticristo, existe hoy gran confusión. Es un hecho histórico que francmasones y judíos fueron los pioneros del moderno cosmopolitismo. Por otra parte los animadores del internacionalismo han logrado adornar su ídolo con conceptos cristianos tales como universalismo, paz, fraternidad y justicia.  Son las más bellas flores que nuestra civilización cristiana había hecho descender del cielo sobre la tierra. Ahora bien, el ‘trabajo’ que las sociedades de pensamiento, como dice Agustín Cochin, consiste precisamente en cortar esas flores y plantarlas sobre un montón de arena: se desata de su causa los resultados adquiridos por varios siglos de fe y de formación cristiana, y se trata de mantenerlos en vida, sin el fundamento teológico que los produjo. Se trata de realizar la unión sin el Cuerpo de Cristo Rey que juzga, y se presenta la unión, la paz y la justicia como el resultado de supuestas leyes universales llamadas evolución, progreso o perfectibilidad. Este ‘trabajo’ de los constructores del Templo de la humanidad ha sido también descripto por Sor Ana Catalina Emmerich: “Algunos de ellos volvían a edificar; ellos destruían lo que era santo y magno, y lo que construían era puro, vacío, hueco, superfluo. Ellos llevaban las piedras del altar, y con ellas, hacían una escalinata en la entrada” (6). Henos aquí la nueva ciudad del hombre; por supuesto no es la realización temporal del reino de Cristo, pero sí, podría ser su parodia satánica.

LA BALANZA.

Entre 1800 y 1821, las palabras son forjadas: sociedad de las naciones, tribunal de las naciones. Sin embargo ellas no han sido forjadas por alguna casualidad. Las ideas que las engendraron obraban ya en las mente más de un siglo. La idea del equilibrio entre las naciones, de balanza de los poderes, nació con el Tratado de Westfalia (1648). El autor de un folleto satírico contra Mazarino (7) prestaba al primer ministro de la Reina Ana de Austria el concepto siguiente: “Francia y la Casa de Austria son los dos polos sobre los cuales reposa toda la tranquilidad de Europa, mientras sus potencias sean iguales. Y es en este contrapeso que los otros pequeños Estados encuentran su seguridad; por esta razón que los otros pequeños Estados encuentran su seguridad; por esta razón ellos se ponen siempre del lado del más débil”.

El equilibrio internacional era la nueva fórmula de justicia, en una Europa que había dejado de ser católica. “El Tratado de Westfalia, ha dicho de Bonald, mientras quería establecer el equilibrio, aumentó el indiferentismo religioso”. El equilibrio entre las naciones era, en derecho público, lo que la igualdad entre los ciudadanos –otra expresión falsa de la justicia- significaba en derecho privado. Era una especie de maniqueísmo político y la aplicación del nivel masónico a las naciones. En el siglo XVIII, varios tratados han sido consagrados a este equilibrio. Los principales fueron el Ensayo sobre la balanza del Poder, de Carlos Davenant (Londres 1701) y La Balanza de Europa, de Ludovico Guillermo Kahle (Londres 1756). “La balanza del comercio y la balanza de poder son una sola”. Era una visión del papel político que iban a jugar pronto los mercaderes internacionales, “los más viles actores del teatro de la vida humana”, como los llamaba todavía Erasmo. El equilibrio internacional, como la balanza del poder, era en efecto una noción comercial aplicada a la política, o como decía de Bonald en 1807 “una idea transportada de la dinámica  en lo político, y digna de un siglo consecuente en sus errores, que quiso hacer la sociedad máquina, como había hecho el hombre máquina” (8).

Se han necesitado varios siglos de deformación religiosa y política para que los pueblos lleguen a ver en la balanza el símbolo de la justicia. Cristo, Rey de Justicia, no tiene en la mano una balanza. La balanza es un atributo del dios de los masones, “personificación del equilibrio universal”, como decía Proudhon. En un Catecismo de los Arquitectos en el siglo XVIII, se hacía la pregunta; ¿Dónde reside el Gran Arquitecto?; y el neófito debía contestar: “En la balanza que se encuentra en él mismo”. En el manual de iniciación masónica de José López Rega, escrito en forma de novela bajo el título Aloha y Omega, el “Mensajero de la Estrella” se presenta ante el “Cónclave universal de las religiones” con una balanza en la mano: “Tomó en sus manos una gran balanza” (9). Este anhelo de nuestros contemporáneos hacia una justicia simbolizada por la balanza debería llenar de espanto a los que tienen presenta la Revolución secreta de San Juan: “Y vi un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano…”. Ahora bien, esta balanza simboliza el encarecimiento de la vida, la escasez de alimentos y el hambre, que preceden el fin del reino de los mercaderes internacionales, antes de la caída de Babilonia (Apoc. XVIII, 11-19). “Ni su plata, ni su oro podrán salvarlos en aquel día del furor del Señor”. (Ezeq. VII, 19).

Durante más de un siglo Inglaterra ja tenido en sus manos la balanza de Europa. Basta recordar el discurso del ministro de Asuntos Exteriores Canning a la Cámara de los Comunes, en el cual explica cómo él provocó la emancipación de las naciones del Sur a fin de contrabalancear los efectos de la ocupación de España por napoleón: “He visto España y las Indias occidentales, decía. En estas últimas he dado luz a un mundo nuevo, y de este modo he reglado la balanza”. Pero, con la primera guerra mundial y la creación de la Sociedad de Naciones, la balanza ha pasado de las manos de Inglaterra a las de los Estados Unidos. El 8 de enero de 1918 el presidente Wilson presentaba al Congreso sus 14 puntos. El último pedía la creación de una “asociación general de las naciones”. Era la adopción del plan votado por unanimidad por los representantes de las Grandes Logias de los países aliados y neutrales, reunidos en Congreso, en París, del 28 al 30 de junio de 1917, y según el cual: “La humanidad es una gran familia… del mismo modo que en 1789 ha consagrado los derechos del hombre, así la Sociedad de Naciones deberá redactar las Tablas de la Ley de los derechos de los pueblos. Ninguna nación tiene el derecho de declarar la guerra a otra, pues la guerra es un crimen contra la humanidad. Toda disputa entre Estados deberá ser llevada ante el Parlamento Internacional. La nación que no se someta se colocará por sí misma fuera de la Sociedad de Naciones” (10). En 1919, la Sociedad de Naciones fue creada, y su primera reunión tuvo lugar en 1920, en Ginebra, que José de Maistre llamaba “la metrópoli del sistema que sostiene la soberanía del pueblo y su derecho de juzgar a los reyes” (11). Después de la segunda guerra mundial, trasladó simbólicamente su sede a Nueva York, bajo el nombre de Organización de  las Naciones Unidas, El actual secretario de Estado norteamericano, Kissinger, hijo de rabino y campeón del equilibrio de los poderes, declaró en un discurso pronunciado el 8 de octubre de 1973, en Washington, durante  las conferencias Pacem un terris: Quizá hayamos mejorado nuestra maestría del equilibrio, pero todavía no hemos alcanzado la justicia” (12).

LA JUSTICIA.

El equilibrio entre las naciones. que la S. de N. y la O.N.U. han sucesivamente han tratado de realizar, no podía ser lograda sin una autoridad superior a la cual las naciones tenían que obedecer. La idea de un “tribunal supremo de las naciones” debía nacer al mismo tiempo que la idea de una sociedad de naciones. Pero, como lo observaba de Bonald en 1802: “Los que han querido establecer un tribunal para juzgar las disputas entre las naciones,  y realizar así, entre ellas una paz perpetua han propuesto una cosa contra la naturaleza pues su tribunal supone una fuerza superior a la de las partes que pueda someterlas al juicio  pronunciado contra ellas, y ese tribunal compuesto de naciones no tendría ninguna fuerza contra las naciones” Veamos ahora como esta idea ha podido germinar en la cabeza del Senador de Las Veladas de San Petesburgo. “Si el hombre –decía- h pasado del estado de naturaleza al de civilización ¿Porqué las naciones no han tenido tanto espíritu o tanta suerte como los individuos? Y ¿Cómo nunca han imaginado una sociedad general para poner fin a las disputas entre las naciones, del mismo modo que  han admitido el principio de una soberanía nacional para poner fin a la de los individuos? Esta comparación entre la sociedad de los hombres en el seno de una nación y la sociedad de las naciones reunidas en una “sociedad general” presentaba una laguna: ¿A quién pertenecería en efecto la soberanía de una sociedad general de las naciones? La soberanía nacional ha sido fundada sobre el principio protestante de la soberanía del pueblo, y una soberanía internacional exigiría lógicamente el previo reconocimiento de la soberanía de la humanidad, la cual es incompatible con el cristianismo (13). La objeción formulada por de Bonald contra la creación de un tribunal de las naciones conservaba entonces su vigencia. Pero, como dice el refrán, las ideas tienen una cabeza. Medio siglo más tarde, en 1864, un judío, Levy Bing, ofreció la solución del problema en un artículo publicado en los Archives Israelites, órgano oficial de la Alianza Israelita Universal. “Si `poco a poco, escribía, las venganzas personales han desaparecido, si del prejuicio bárbaro y estúpido del duelo, no queda más  que un recuerdo, al fin y al cabo uno no puede ejercer más su propia justicia y debe entregarse a jueces generalmente aceptados y desinteresados, ¿No es natural, necesario y mucho más importante, tener pronto otro tribunal, un tribunal supremo, encargado de las grandes disputas internacionales, de las quejas entre naciones, juzgando como último resorte y cuya palabra tenga fe?”. Y esta palabra es la palabra de Dios pronunciada por sus hijos mayores (los Hebreos)” (14). En una palabra, Levy Bing reivindicaba, a favor de los judíos, el principio de una realiza de derecho divino para gobernar y juzgar a las naciones. Esta importante declaración marca el advenimiento de un nuevo concepto mundial de justicia, que no será más la justicia de Cristo, Rey de Justicia, sino la justicia judía, que el siglo XX se muestre dispuesto a aceptar por las razones que voy a exponer.

De Levy Bing y Kissinger, numerosos judíos han tratado la idea de justicia, pero de una justicia terrenal, que no emana de Cristo, sino de los hombres. Erik Petersón ha sentido el carácter particular de la justicia judía cuando escribía: “El judío celoso de Dios trabajará siempre –por esencia- en la edificación de la propia justicia… Él no entiende que la justicia de Dios sea la condición primaria de todo celo por la justicia” (15). Ahora bien, nuestro mundo materialista, únicamente preocupado por organizar la familia, la sociedad, la paz, y la justicia sobre bases exclusivamente humanas y terrenales va al encuentro del judaísmo: “Los tiempos nuevos reclaman lo que él reclama: el reino terrenal de la verdad y de la virtud” (16). La “judaización de los pueblos cristianos”, presentida por Gougenot Des Mousseaux, su acercamiento del Israel carnal con el propósito de crear un paraíso y una justicia terrenales, han sido acogidos con beneplácito por varios autores judíos: “La Revolución, escribía James Darmesteter, no es más que el eco, en el mundo político, de un movimiento mucho más vasto y profundo, que transforma el pensamiento entero y culmina, en el orden especulativo, con la sustitución del concepto mítico por el concepto científico, y en el orden práctico, con la noción de justicia y de progreso… Suprimen todos estos milagros y todas estas prácticas, detrás de todas estas supresiones y de todas estas ruinas, subsistirán  los dos grandes dogmas, que desde los profetas, constituyen el judaísmo: unidad divina y mesianismo, es decir unidad de ley en el mundo y triunfo terrenal de la justicia en la humanidad”. Y, ya que se recomienda el diálogo con los Hebreos, citaré otro escritor judío contemporáneo, Elie Faure, que escribía en El alma judía: “Quedará siempre admirable que la idea única de Israel, su única patria, su único Dios se hayan al fin confundidos con la universal y creciente aspiración de los pueblos hacia la conquista de la justicia en este mundo” (17). así el concepto judío de la justicia terrenal vino a coronar el gran sueño universalista de la franc-masonería: la sociedad de las naciones. “la humanidad está esperando un árbitro” escribía todavía James Darnesteter, en 1891, en Les Prophétes d’Israel. En 1891 se constituía en La Haya la Corte Permanente de Arbitraje. “Pero todavía no hemos alcanzado la justicia”, decía hace dos años, el Secretario del Estado Kissinger.

A LA LUZ DE LA REVELACIÓN:

La aspiración general de nuestros contemporáneos hacia una justicia terrenal y la amenazante declaración de Kissinger toman verdadero y profundo sentido a la luz de la Revelación. Quizá, jamás, desde la fundación del Cristianismo las palabras eternas del Nuevo Testamento hayan tenido tanta actualidad como hoy: el mundo cristiano parece en efecto acercarse de sus orígenes a medida que se derrumban sus instituciones seculares. San Pablo, que no creía haber alcanzado todavía la justicia hacia la cual él tendía, habla de los judíos “no conociendo la justicia de Dios, y esforzándose a establecer la suya propia” (Rom. 10-3). Es el espectáculo que tenemos ante nuestros ojos. Por otra parte, los pueblos privados de la justicia cristiana de sus reyes, y movidos por un misterioso presentimiento de la próxima llegada del Señor, “tienen hambre y ser de justicia” (Mat. 5-6). Sin embargo muchos de ellos ponen su   esperanza en una justicia popular y terrenal. Ellos creen que la internacional, de la cual no conocen ni el proceso de formación, ni los promotores ocultos, pues les aparece como una fatalidad histórica, hará descender el reino de los cielos sobre la tierra.  Por eso los judíos, cuyas iniquidades han sido sobrepasadas por los paganos se levantarán contra ellos. Sin embargo Nuestro Señor habla al pueblo reunido alrededor de Él, sobre la montaña: “Si vuestra justicia no es más perfecta que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mat. V-20).

Esta justicia más perfecta que la de los judíos y de los paganos tuvo su principio cuando Nuestro Redentor, después de su Ascensión sometió a su poder “todo principado y potestad, virtud y dominación” (F, 1-21) y ella iluminará el mundo cristiano hasta la consumación del misterio de iniquidad o de injusticia, que se está formando desde el principio de nuestra era. El Imperio romano, la realeza cristiana, el Sacro Imperio romano germánico han sido los “obstáculos” a la formación de este misterio de iniquidad. ¿Qué decir de las naciones? En la medida que tomaron parte en la disolución y liquidación de las realezas católicas y del Sacro Imperio, ellas han contribuido sin ninguna duda a la formación del misterio de iniquidad. Sin el renacimiento de las naciones en los años 1800, no hubiera habido una internacional. Las naciones llevaban en su seno el germen de esta parodia de la República cristiana. El franc-masón Fichte, por ejemplo, fue a su vez el agitador de la nación alemana, que dormitó durante siglos, y el profeta del cosmopolitismo y del gobierno mundial, al igual que su contemporáneo y correligionario Krause.

Pero las naciones católicas pueden ser también el “obstáculo”, el “katéjon”. Más aún ellas son hoy, sobre el plano político, el único obstáculo que se opone a la internacional atea, y podemos comparar su papel histórico al del Imperio romano, el cual, después de haber perseguido a la Iglesia y a sus santos, fue considerada en el siglo IV, por Lactancio y San Ambrosio, como el sostén del mundo cuya defección precedería a la aparición del Anticristo. Podemos también concebir una sociedad católica de las naciones. Era la gran idea de Benedicto XV. René Johannet, el perspicaz historiador de la formación de las naciones, estimaba que la Sociedad de Naciones debía ser católica o no ser, y el futuro le dio la razón. ¿Cómo hubiera sido posible una ‘sociedad’ entre fieles e infieles, habría dicho San Cipriano? Sin embargo la ‘organización’ está tratando hoy en día lo que la ‘sociedad’ no pudo alcanzar: un gobierno mundial puramente científico. Y el nuevo Herodes, jefe oculto de los servicios secretos y venerable maestre en el ‘Real Arte’ lleva astutamente las masas a juzgar y criticar a las naciones católicas, del mismo modo que el primer Herodes empujaba secretamente al populacho judío a pedir la condenación de Cristo. Pero “todavía no hemos alcanzado la justicia…”

GUILLERMO GUEYDAN DE ROUSSELL.

Notas:
(1): De l’Esprit des Reliogions, 1792. La expresión ‘Tribunal Supremo’ aparece ya en el Almacach des Franc-Masons pour l’année,  1767 en el cual dice que “la Gran Logia es un Tribunal Supremo para todas la logias sus hijas en los asuntos que se refieren al Arte Real.”. El masón Bonneville aplica esta expresión al derecho internacional.
(2): Paul Le Cour, director de la revista esotérica Atlantis escribía en la víspera de la segunda guerra mundial: “Sera la cruz templaria, y no la  cruz gamada , la que deberá irradiar un día sobre los Estados Unidos de Europa en vías de desarrollo”. (21 de mayo de 1939).
(3): Jean Danielou: Los Ángeles y su misión. 1953.
(4): Le Juif le Judaísme et la Judaisation del peuples Chrétiens, 1869.
(5): Petrus Huigens: Israel, Land del Bibel,,,, 1959.
(6): Vie de la pieuse  Anne Catherine Emmerich,  por el Padre Schmoeger, 1870.
(7): Apologie pour Mgr le Card. Mazarin. 1649.
(8): De l’equilibre politique de l’Europe.
(9): Buenos Aires, 1964.
(10): Internationales Freimaurel…, 1656.
(11): Carta del 25/3/1817.
(12):Servicio Cultural … de EEUU, 1973.
(13): Los esfuerzos perseverantes de la franc-masonería para establecer un orden internacional fundado sobre el mito ‘humanidad’ tendrán tal vez por efecto providencial obligar a la futura generación a tomar definitivamente posición, sea en favor de la divo-humanidad, sea en favor de Cristo Rey. La segunda alternativa ha sido desarrollada por Álvaro D’Ors en Crisis del nacionalismo y Regionalismo funcional, 1959.
(14): Le Mystere des Juifs et des Gentils sans l’Eglise, 1935.
(15): D. Hirsch, La Réforme du Judaisme, 1850.
(16):  Coup dóeil sur l´histoire du people juif, 1881.
(17): Elie Faure dice también que uno se puede preguntar su San Pablo no habrá predicado a  los Gentiles la resignación, porque ellos “no estaban maduros para aceptar el justo reino de Israel”, y si él no reculó momentáneamente frente al espíritu griego para reparar en el futuro, el desquite del espíoritu judío” 1934.
(18): Se Principe des Nationalités, 1923.
(19): “Los Herodianos formaban una sociedad secreta que temía sobre todo la publicidad, y ellos palidecieron, cuando Él (Jesús) reveló los secretos de la secta y habló de los crímenes de Herodes delante del pueblo”. (Visions d’Anne Catherine Emmerich, por el P. Duley.*



                                                      


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