El ABC de
la política del Régimen destructor.
TRES MANERAS EMPLEAN LOS GOBIERNOS DEMO/LIBERALES, AMEDRENTADOS
POR EL IMPERIALISMO –CON O SIN ‘PANDEMIA’-, PARA DISGREGAR NUESTRA NACIÓN, REMATANDO
AL MEJOR SOBORNADOR NUESTROS TERRITORIOS SOBERANOS.
CONSPIRA A FAVOR DEL IMPERIALISMO EL
CONTUBERNIO MAFIOSO DE LOS POLÍTICOS UNITARIOS/LIBERALES/PROGRESISTAS DEL
RÉGIMEN, QUE JAMÁS IMAGINARON NI IMAGINAN NI ACEPTARÍAN LA IDEA DE LA GLORIOSA MISIÓN
DE LA ARGENTINA SOBERANA EN LA HISTORIA UNIVERSAL.
Y CON ELLOS LOS PARTIDOS
POLÍTICOS. Y LOS SINDICATOS INCITANDO A LA LUCHA DE CLASES; Y El PERIODISMO COMERCIAL, POR SU PARTE,
DESINFORMA, ENGAÑANDO AL PUEBLO, Y
DEFENESTRANDO A LOS REBELDES.
SIMULTÁNEAMENTE IMPONEN AL
PUEBLO LA FALSA CONVICCIÓN QUE ESTAS TRES LACRAS DEL RÉGIMEN QUE ENFERMAN AL
PAÍS DE RESENTIMIENTO Y DE FRUSTRACIÓN, SON EL VERDADERO Y EL ÚNICO CAMINO
“DEMOCRÁTICO” AL BIEN COMÚN. AUNQUE EN REALIDAD CONDUCEN AL PAÍS POR UN CAMINO
QUE LLEVA AL HEDONISMO INDIGNO, LA
COBARDÍA Y LA MISERIA.
ASÍ ACONTECIÓ EN LA
ESPAÑA DEL ’36, COMO CONTINÚA SUCEDIENDO EN LA ARGENTINA DE HOY.
José Antonio Primo de Rivera.
Párrafos del discurso pronunciado
por el inolvidable Jefe falangista en el Teatro Calderón, de Valladolid, el 4
de marzo 1934, donde expresa su
indignación patriótica ante la República.
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orque si nosotros nos hemos lanzado
por los campos y por las ciudades de España con mucho trabajo y con algún
peligro, que esto no importa, a predicar esta buena nueva, es porque, como os
han dicho ya todos los camaradas que hablaron antes que yo, estamos sin España.
Tenemos a España partida en tres clases de secesiones: los separatismos
locales, la lucha entre los partidos y la división entre las clases.
El separatismo local es signo de decadencia, que surge cabalmente cuando se
olvida que una Patria no es aquello inmediato, físico, que podemos percibir
hasta en el estado más primitivo de la espontaneidad. Que una Patria no es el
sabor del agua de esta fuente, no es el color de la tierra de estos sotos; que
una Patria es una misión en la historia, UNA MISIÓN EN LO UNIVERSAL. La vida de
todos los pueblos es una lucha trágica entre lo espontáneo y lo histórico. Los
pueblos en estado primitivo saben percibir casi vegetalmente las
características de la tierra. Los pueblos, cuando superan este estado
primitivo, saben ya que lo que los configura no son las características
terrenas, sino la misión que en lo universal lo diferencia de los demás
pueblos. Cuando se produce la época de decadencia de ese sentido de la misión
universal, empiezan a florecer otra vez los separatismos, empieza otra vez la
gente a volverse a su suelo, a su tierra, a su música, a su habla, y otra vez
se pone en peligro esta gloriosa integridad, que fue la España de los grandes
tiempos.
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Pero, además, estamos divididos en partidos políticos. Los partidos están
llenos de inmundicias; pero por encima y por debajo de esas inmundicias hay una
honda explicación de los partidos políticos, que es la que debiera bastar para
hacerlos odiosos.
Los partidos políticos nacen el día en que se pierde el sentido de que
existe sobre los hombres una verdad, bajo cuyo signo los pueblos y los hombres
cumplen su misión de la vida. Estos pueblos y estos hombres, antes de nacer los
partidos políticos, sabían que sobre su cabeza estaba la eterna verdad, y en
antítesis con la eterna verdad, la absoluta mentira. Pero llega un momento en
que se les dice a los hombres que ni la mentira ni la verdad son categorías
absolutas, que todo puede discutirse, que todo puede resolverse por los votos,
y entonces se puede decidir a votos si la Patria debe seguir unida o debe
suicidarse, y hasta si existe o no existe Dios. Los hombres se dividen en
bandos, hacen propaganda, se insultan, se agitan y, al fin, un domingo colocan
una caja de cristal sobre una mesa, y empiezan a echar pedacitos de papel en
los cuales se dice si Dios existe o no existe, y si la Patria se debe o no se
debe suicidar.
Y así se produce eso que culmina en el Congreso de los Diputados.
Yo he venido aquí, entre otras razones, para respirar este ambiente puro,
pues tengo en mis pulmones demasiados miasmas del Congreso de los Diputados.
¡Si vierais vosotros, en esta época de tantas angustias; si vosotros, los que
vivís en el campo, los que labráis el campo, vierais lo que es aquello! ¡Si
vierais, en aquellos pasillos, los corros formados por lo más conocido y viejo haciendo
chistes! ¡Si vierais que el otro día, cuando se discutía si un trozo de España se desmembraba, todo
eran discursos de retórica leguleya sobre si el artículo tantos o el artículo
cuantos de la Constitución, sobre si el tanto o el cuanto por ciento del
plebiscito autorizaba el corte!¡Y si hubierais visto que cuando un vasco, muy
español y muy vasco, enumeraba las glorias españolas de su tierra, hubo un
sujeto, sentado en los bancos que respaldaban al Gobierno del señor Lerroux,
que se permitió tomar la cosa a broma y agregar irónicamente el nombre de
Uzcudum a los nombres de Loyola y Elcano.
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Y por si nos faltara algo, ese siglo
que nos legó el liberalismo y con él los partidos del Parlamento, nos dejó
también esa herencia de la lucha de clases. Porque el liberalismo económico
dijo que todos los hombres estaban en condiciones de trabajar como quisieran:
se había terminado la esclavitud: ya a los obreros no se los manejaba a palos:
pero como los obreros no tenían para comer sino lo que se les diera, como lo
obreros estaban desasistidos, inermes frente al poder del capitalismo, era el
capitalismo el que señalaba las condiciones, y los obreros tenían que aceptar
estas condiciones o resignarse a morir de hambre. Así se vio como el
liberalismo, mientras escribía maravillosas declaraciones de derechos en un
papel que apenas leía nadie, entre otras causas porque al pueblo ni siquiera se
le enseñaba a leer; mientras el liberalismo escribía estas declaraciones, nos
hizo asistir al espectáculo más inhumano que se haya presenciado nunca: en las
mejores ciudades de Europa, en la capitales de Estados con instituciones
liberales más finas, se hacinaban seres humanos, hermanos nuestros, en casas informes,
negras, rojas, horripilantes, aprisionados entre la miseria y la tuberculosis y
la anemia de los niños hambrientos, y recibiendo de cuando en cuando el
sarcasmo de que se les dijera cómo eran
libres y, además, soberanos.
Claro está que los obreros tuvieron que revolverse un día contra esa burla,
y tuvo que estallar la lucha de clases. La lucha de clases tuvo un móvil justo,
al principio, una razón justa, y nosotros no tenemos para que negar esto. Lo
que pasa es que el socialismo, en vez de seguir su primera ruta de aspiración a
la justicia social entre los hombres, se ha convertido en una pura doctrina de
escalofriante frialdad y no piensa, ni poco ni mucho, en la liberación de los
obreros. Por ahí andan los obreros orgullosos de sí mismos, diciendo que son
marxistas. A Carlos Marx le han dedicado ya muchas calles en muchos pueblos de
España, pero Carlos Marx era un judío alemán que desde su gabinete observaba
con impasibilidad terrible los más dramáticos acontecimientos de su época. Era
un judío alemán que, frente a las factorías inglesas de Manchester, y mientras
formulaba leyes implacables sobre la acumulación del capital; mientras
formulaba leyes implacables sobre la producción y los intereses de los patronos
y de los obreros, escribía cartas a su amigo Federico Engels diciéndole que los
obreros son una plebe y una canalla, de la que no había de ocuparse sino en
cuanto sirviera para la comprobación de sus doctrinas.
El socialismo dejó de ser un movimiento de redención de los hombres, y pasó
a ser, como os digo, una doctrina implacable, y el socialismo, en vez de querer
establecer una justicia, quiso llegar en la injusticia, como represalia, a
donde había llegado la injusticia burguesa en su organización. Pero, además estableció que la lucha de clases
no cesaría nunca, y además afirmó que la Historia ha de interpretarse materialistamente;
es decir, que para explicar la Historia no cuentan sino los factores
económicos. Así cuando el marxismo culmina en una organización como la rusa, se
les dice a los niños, desde las escuelas, que la Religión es un opio del
pueblo; que la Patria es una palabra inventada para oprimir, y que hasta el
pudor y el amor de los padres a los hijos son prejuicios burgueses que hay que
desterrar a todo trance.
El socialismo ha llegado a ser eso. ¿Creéis que si los obreros lo supieran
sentirían simpatía por una cosa como esa, tremenda, escalofriante, inhumana,
que concibió en su cabeza aquel judío que se llamaba Carlos Marx?
(Obras Completas de José Antonio
Primo de Rivera, pg.191/3, Madrid, 1952).
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