¡Gloria a Dios en las alturas!
¡Feliz y Santa Navidad!
Demos albergue al Niño en nuestras
almas, como mesoneros cristianos.
El Mesonero
Trataré de recordar. No es fácil conservar memoria de todos los clientes ¡Y
menos aún de los de aquellos días de confusión!
Mi posada estaba a las puertas de Belén, frente al camino que viene de
Nazaret.
Puedo decir, sin exageración, que era la primera posada en la ciudad.
Tenía un amplio patio cuadrado, con su pórtico. Los viandantes entraban en
el patio y se acomodaban bajo el pórtico, después de atar sus caballos o sus
asnos a un poste.
En tanto, yo daba voces a los criados, quienes venían con un buen haz de
heno fragante para las caballerías y un manojo de paja bien seca para los
hombres ¡Y qué paja escogida, dorada, sin usar!
En medio del patio había un pozo: de él sacaban los criados el agua para
que los viajeros pudieran lavarse los pies.
De noche, especialmente en invierno, no faltaba en el patio una buena
fogata. ¿Podría desearse mayor comodidad?
Una parte de la galería, donde el espacio entre las columnas se cerraba con
delgadas paredes o con unos lienzos, formaba algunos “aposentos privados”. Por
supuesto, éstos eran reservados para las personas de viso que acaso llegaren.
A la hora de la comida, los huéspedes consumían sus propias provisiones,
sentados en la paja y puestos en rueda bajo la galería.
Yo les proveía de buen vino y de excelente pan. Belén era famosa por su
pan. Alrededor de la villa se extendían grandes campos de cebada, y en mi horno
se cocían sabrosos panes: panes de cebada, de primera calidad.
Si, ahora recuerdo; pero, os lo repito, no es fácil conservar memoria de
todos los clientes. ¡Y tan luego recordar a todos los clientes de aquello días
agitados!
¡Qué alboroto! ¡Qué vaivén! Augusto, el gran emperador romano, había
dispuesto por edicto que se realizara el Censo. Quería saber cuántos ciudadanos
poblaban su inmenso imperio. La Palestina, también, se hallaba bajo su dominación.
Nosotros, los hebreos, teníamos, en verdad, un rey propio. Llamábase
Herodes y residía en Jerusalén, la capital del reino. Pero por sobre él estaba
el Emperador de Roma, que podía más. Era
menester obedecerle. Por eso, todos regresaban al pueblo natal, con el fin de
inscribirse en las lístas de las tribus respectivas.
Ya lo he dicho: fueron días de grande afluencia, de mucha confusión, y, he
de admitirlo, de bastante provecho para mí.
El patio rebosaba de animales y de gente. Los criados a duras penas
bastaban para atenderlos. Estábamos en las últimas horconadas de heno, y, en
cuanto a la paja, lo confieso con vergüenza, más de una vez me vi en la
necesidad de distribuir de nuevo la ya usada. Era como obrar indebidamente, lo
sé: ¿pero qué otra cosa podía hacer?
Fue una tarde, al anochecer. Los criados vinieron a decirme que a la puerta
estaban dos nuevos clientes. Eché una mirada en torno: en la galería la gente
se apretujaba. Pregunté a los criados: ¿Quiénes son? ¿Personas de importancia?
Menearon la cabeza.
Son unos pobres, -me respondieron-. Un obrero y una mujer en un asno.
Si quieren echarse en un rincón –dije señalando las galerías desbordantes.
-Piden un aposento- me contestaron.
-Entonces ¡Que se vayan con Dios! ¡Mira que pretender una habitación en
estos momentos y siendo gente pobre!
-La mujer parece cansada del viaje –díjome un viejo criado.
-¿Qué quieres que le haga? Yo también estoy cansado. Me caigo de fatiga. Si
se tratara de buenos parroquianos… Pero con ciertos huéspedes se pierde a
menudo hasta el importa de la paja.
Los criados se mostraban indecisos. Entonces yo mismo me asomé a la puerta.
-Lo siento –les dije en el modo más cortés-. Lo siento mucho, pero no queda
lugar. ¡Con este bendito Censo! ¿Vosotros también vendrán por lo del edicto?
-Si- me respondió el hombre, que tenía aspecto de obrero.
-¿De qué familia sois?
-De la familia de David.
Lo miré sorprendido. La familia del antiguo profeta era familia real.
-¿Y no tenéis parientes en la ciudad?
El hombre bajó la mirada. Yo contemplé a la mujer sentada en el asno. ¡Qué
pálido y hermoso rostro el suyo! Bajo el manto que le caía sobre los hombros,
parecía irradiar luz en la penumbra del anochecer.
-Lo lamento- agregué-, pero no hay sitio para vosotros. No lo hay en el
patio, y en cuanto a una habitación privada, no es posible.
-Esta mujer está cansada –dijo sumisamente el hombre.
La miré otra vez. Ella bajó los párpados..
-Oídme- les dije-. Si queréis estar solos y pasar la noche a cubierto, os
aconsejo una cosa: en la cuesta de la colina hay algunas grutas que sirven de
establo. A falta de cosa mejor, pueden utilizarse como alojamiento. No os
ofendáis. Además os ahorraréis el gasto.
Ninguno de los dos dijo nada. El hombre tiró del cabestro al asno, que echó
a andar cojeando. La luz de aquel rostro de mujer sufriente se apagó en la
oscuridad.
Permanecí en la puerta, escuchando el rumor de las pisadas cansinas del
asno que se alejaba. Me invadió una gran tristeza. Hubiera querido llamarlos.
Pero ¿Dónde iba a darles ubicación? Os aseguro que no quedaba el más pequeño
lugar en la galería, y no había que pensar siquiera en aposentos privados. Con
todo me sentía triste. Entré. Parecíame
que una piedra me oprimía el corazón. +
Piero Bargellini
“Jesús y María”, Emecé. 1952.
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