jueves, 8 de junio de 2017

TEXTOS  DE  DOCTRINA  POLÍTICA.
PRÓXIMA LA  ‘PREMIER’  DEL GRAN  SAINETE  ELECTORAL  ARGENTINO, LOS  MISMOS ACTORES DE SIEMPRE ENSAYAN PRESUROSOS LOS MISMOS PAPELES DE SIEMPRE, Y  TAMBIÉN SUS SONRISAS CAUTIVANTES DE SIEMPRE,  FRE NTE AL ESPEJO, BUSCANDO ENCANDILAR AL SOBERANO.
José Antonio Primo de Rivera
ESCRIBIÓ  SARCÁSTICAMENTE, CON SU MAESTRÍA HABITUAL,  UNAS  PALABRAS  SIEMPRE  VIGENTES.
(A continuación el artículo, publicado en ARRIBA, 28/XI/1935, cuando ya la Cruzada maduraba. Obras Completas, pg. 737)

EN VÍSPERAS DEL BAILE DE MÁSCARAS.
U
no de los más curiosos fenómenos de la política es aquel –tantas veces señalado- que obliga a los profesionales a tener dos caras: la que lucen en público y la que ocultan en la intimidad. Es frecuentísimo ver a quienes se increpan en el hemiciclo saludarse afablemente en el salón de conferencias y reprimir –por cierto resto de pudor, no por falta de gusto ni de apetito- los deseos de merendar juntos en el bar.
      Esta disciplina de los movimientos espontáneos es, desde cierto punto de vista, plausible. La exhibición en público de toda  espontaneidad resultaría indecente. Así, la educación es un triunfo sobre el humor nativo. Pero estas correcciones de lo elemental son dignas de alabanza cuando obedecen a un principio superior –religioso, moral, estético- acatado en la convivencia. La sujeción impuesta a la sinceridad salvaje por una razón moral no es compatible con la insinceridad que no tiene justificación o que la busca en razones menos respetables: insinceridad misma.
Tal es exactamente el caso de los políticos: deponen sus luchas, ocultan las verdades, deforman la expresión de su espíritu, no por servir con sacrificio un alto deber, sino por mantener vivo el juego en que la política medra, sin el cual la mayor parte de sus actores tendrían que replegarse al oscuro medio familiar de donde no debió salir nunca. Porque esta es la cuestión: quizá el disimulo pudiera tener disculpa si se encaminara a no comprometer algún grave interés del Estado; pero no es eso lo que ocurre; los políticos, al observar sus pactos de silencio, no se han propuesto una gran tarea colectiva, sino sólo pueden asegurar  la perduración del juego mismo.
De ahí que quienes están fuera del juego se miren con estupor entre sí, y a menudo con cólera, cuando observan como se volatizan las grandes palabras por las cuales ellos, los de fuera, acaso se sintieron  enardecidos hasta comprometer su paz, mientras que los dicentes que las lanzan a voz en cuello por todos los ámbitos ya han pasado tranquilamente a hablar de otra cosa. Es decir, han recogido la baraja, y se disponen a dar de nuevo.
Cuando se barrunta vecindad de elecciones, las componendas llegan a lo inverosímil. Al gusto habitual por el fingimiento se une, en tales trances, una fuerte dosis de terror. Todos empiezan a temer quedarse sin los puestos, y para conservarlos se sienten capaces de vender el alma al demonio. Los que se insultaron hasta la víspera empiezan a decirse cosas tiernas. Otros alaban sin regateo a personas a quien hubo que desmontar de lugares de mando por graves sospechas de inmoralidad. Aquellos a quienes se acusó de ladrones empiezan a ser llamados personas honorables, cuya lealtad y patriotismo no se pueden poner en duda. Se cambia hasta el tono de voz, como en Carnaval. La política se convierte en un baile de máscaras.
Y así se va estrangulando el alma popular, elemental y fuerte, inclinada a decidir por razones claras. Las gentes sufridas del pueblo, las que labran y callan, las que huellan con sus pies los agrios caminos de la tierra, tienen que ceder una vez y otra en su manera llana de entender para plegarse a explicaciones sutiles. De esta manera no suben a la política las cualidades de la entraña popular, sino que se van introduciendo en el pueblo los malos usos de la política como un contrabando de estupefacientes. En cada villorrio se monta como un remedo del gran baile de máscaras nacional.
Y si alguien, de pronto, pusiera fin al baile y empezara a llamar las cosas por sus nombres, ¿Qué pasaría? ¿Qué se hundiría quien mereciera permanecer? ¿Y si no pasaba nada? ¿Y si sencillamente entraba un aire nuevo, incontaminado, a depararnos una atmósfera respirable? Quizá estemos envenenados de sabiduría y necesitemos una recia cura de espontaneidad. Tirar las caretas y salir a los campos  con las verdaderas caras y con las palabras verdaderas. Nosotros lo hacemos y lo haremos más cada día. No nos concederemos descanso en ir de tierra en tierra, con el oído despierto para las viejas venas sepultadas y vivas. Los bailes de máscaras no son para nosotros.  Quizá falte muy poco para que, cuando los demás apresten  sus disfraces, nosotros, junto a las hogueras campesinas, celebremos la austera alegría de una libertad recobrada.+





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