Ignacio B. Anzoátegui en:
Elogio del Héroe
Nació de padre prócer en mujer principal. Era hijo de la
tierra, blanco por los cuatro costados y criollo de punta a punta, sin mezcla
de melatos democráticos ni de economistas ingleses, como se llamaba entonces a
los rufianes del librecambio.
Niño, galopó los caminos de la estancia paterna, y
caballero de su primer petizo ya era un príncipe: quizá el príncipe Baltazar
Carlos, pintado por Velázquez. Niño corrió después la pampa al azar del viento,
y se adentró en el misterio de las madrugadas rumorosas de tambos somnolientos,
y desveló a las siestas hipnotizadas de soles, y a la noche bordadora de
estrellas le pidió, más que sueño, sueños.
Así aprendió a querer a la Patria eternamente niño; a
quererla eternamente niña, en un noviazgo infantil, como de primo a prima. Así
aprendió a quererla para siempre y a jugarse por ella en el recuerdo de unos
ojos divinamente claros, claros como los ojos de
una prima ocultamente preferida. Así aprendió a ganarla, queriéndola por
privilegio de amor, porque también la Patria sabe aquello de que nobleza de amor
obliga. Así aprendió a jurarse su caballero eternamente en la musical empresa
de ganarla.
Por eso el niño-caballero acudió alborozado a la defensa
de la Patria que, asustadiza y valiente, se debatía frente a la
prepotencia del pirata inglés.
Por eso, por caballero, volvió a sus campos y siguió
cabalgándolos, ya hombre, haciéndose el desentendido mientras en la metrópolis
del Estado nuevo unos pocos abogados borbónicos se disputaban la dirección del
movimiento libertador, reservado por Dios para los reconquistadores.
Vientos, más que de guerra, de corrillos y chismes,
saltaban de vereda en vereda las calles de la cuidad dormida. Ni refucilos de
sables ni de estrellas brillaban bajo su cielo, sino de amenazas gitanas y de
puñales cobardes, hechos para clavarlos de reojo.
Por eso permaneció en sus campos: no para esperar desde
la inmune indiferencia de su asilo la decisión de las armas empuñadas por
realistas y patriotas, sino porque no podía – porque físicamente no podía- pronunciarse con alma y vida, como él
necesitaba hacerlo, por un bando sospechado de liberalismo, contra un bando
convicto del mismo pecado.
Por eso permaneció en sus campos, hasta que la ciudad,
harta ya de aventuras con letras y de manosantas metidos a taumaturgos, volvió
los ojos a la realidad y enfrentándose con ella descubrió al hombre que enseñoreado
de la llanura, de puro señor acudiría al llamado de la Patria necesitada.
Por señor, saliéndose casi de la vaina, se había
aguantado las ganas de meterse en la guerra contra la corte metropolitana; pero la Patria lo
necesitaría luego, porque, segregada del imperio carecía de imperio para
restablecer el orden perdido; necesitaba restaurar las leyes del estilo imperial,
que era nuestro propio estilo nacional: necesitaba liberarse de la tiranía liberal
y centralista, que inventaron para nosotros los maniquíes de la inteligencia.
Por eso, por señor, el señor de la campaña desposó a la
ciudad y la hizo suya y señora. No la conquistó como guerrero, sino como
amante; no como tutor sino como marido; no como vencedor sino como servidor.
Como señor, en fin, que es la única manera de entregarse por entero.
Y gobernándola la hizo cabeza –cabeza con la cabeza bien
puesta- del nuevo imperio del Sur.
Por eso, porque Inglaterra y Francia –la Inglaterra
hereje y la Francia masónica- eran las eternas enemigas de nuestro imperio, por
eso enderezó sus cañones contra ellas, y a falta de otras balas, las cargó de piedras
para oponerles una respuesta de piedra. Por eso, por señor argentino, menudeó
azotes y prisiones contra los conspiradores que pretendían poner a la Patria
bajo el protectorado del Rey Guardachanchos.
Por señor, fue para los altivos azote y padre para los
humildes, porque señor de su señorío de amor, tenía esa fina conciencia, ese
fino orgullo propio de los verdaderos señores que practican una sana demagogia
aristocrática; la demagogia indispensable para gobernar caritativamente, con un
claro sentido paternal del poder. Porque el buen gobernante sabe –como el buen
padre lo sabe- que para gobernar honradamente es menester gobernar un poco
demagógicamente, ya apelando al honor nacional, ya a la necesidad del salario
honorable.
Por señor, impuso su señorío y fue caudillo de caudillos;
no el dominador, sino el primero entre sus iguales; no por el derecho de la
fuerza sino por derecho de primero, porque nació para primogénito en todo.
Por señor, no por pelear, sino por no discutir, prefirió,
abandonado de los más, antes que comprometer a sus leales, acogerse al
destierro y, derrotado, pero no vencido, entregar sus últimos años a la
tristeza del asilo inglés.
Por señor, el señor de la Campaña, así lo hizo, muriendo
en la más enemiga isla, dueño de su soledad, como aquel otro capitán que le
legó su sable para que nadie se atreviera a discutirle héroe.
Sus hombres le llamaban don Juan Manuel, con nombre de
señor rural hecho a domar potros en la pampa absoluta, y de infante hecho a
cazar estrellas con halcones.+
Publicado en el Boletín
del Instituto de Investigaciones
Históricas Juan Manuel de Rosas, XII/1954- VII/1955.
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