jueves, 6 de junio de 2019



Ataque religioso y político de los judeo/protestantes yanquis,  “predestinados” para gobernar el mundo, contra la Tradición de la  Iglesia fundada por Cristo, y contra lo poco que resta de la Civilización católica, para instaurar  la globalización atea e inhumana.

TOMADO DE LA REVISTA: “sí sí no no”
EL NEOCONSERVADURISMO.

UNA IDEOLOGÍA ATEO-REVOLUCIONARIA CAPAZ DE SEDUCIR A LOS CATÓLICOS.

“CHOQUE DE CIVILIZACIONES” Y NEOCONSERVADURISMO.
S
e impuso a la atención  de la opinión pública, a consecuencia de los sucesos internacionales que marcaron los comienzos del milenio presente, una corriente de pensamiento, el denominado “neoconservadurismo”, cuyos intelectuales punteros son los elaboradores directo o indirectos de las estrategias políticas y económicas de los EEUU.

No obstante, y a despecho del nombre que se da a sí mismo tal círculo intelectual, la verdad es que constituye éste una escuela de pensamiento portadora tanto de una ideología “ateo-mesiánica” como de un programa de tipo “revolucionario-conservador” que tienta hoy, engañándolos,  a muchos católicos,  a demasiados.

La insurrección armada del terrorismo islámico-fundamentalista (o conservador, en todo caso: los dos ámbitos no coinciden perfectamente), un abroquelamiento en defensa de “Occidente” ante el inminente “choque de civilizaciones” que auguraba Samuel Hungtington, pues se confundía a aquel con la extinta Cristiandad, o con lo que se pensaba que quedaba de ella y era, por lo tanto, digno de ser defendido a toda costa.
               
Lo que no comprenden estos sectores del catolicismo tradicionalista o conservador es la carencia de fundamento de la tesis hungtingtiana, al decir de la cual la civilización “euro[norte]americana” constituye un unicum, esto es, la “civilización occidental”, entre las diversas civilizaciones que se enfrentan actualmente en el escenario mundial, pues, puestos a hablar de choque, lo cierto es que éste que estamos asistiendo es, por el contrario, una confrontación absolutamente ajena interna en el seno del “mundo occidental”, como ya veremos. Se trata de la coalición entre “la religión del Dios que se hizo hombre y la religión del hombre que pretende hacerse dios”. Desde un punto de vista católico y coherente, en efecto, el decurso de los siglos que nos ha traído al Occidente global de hoy desde la Cristiandad medieval, pasando por el interludio de la Europa cristiana de los siglos XVI y XVII no puede interpretarse correctamente si se pasa por alto la gran fractura protestante, que es la verdadera raíz del Occidente [norte]américocéntrico.

 LA FRACTURA PROTESTANTE Y LA APOSTASÍA DE OCCIDENTE.

El desarrollo histórico de la Europa católica durante los siglos XVI y XVII mostraba todos los signos de la que habría podido ser una modernidad diferente sin cesuras espirituales ni históricas con la Cristiandad medieval: una posibilidad histórica que no pudo llegar a cuajar debido a la fractura protestante. En efecto, el escenario de la época se centraba, políticamente, en la hegemonía de España (de la cual habría podido nacer una “universalización” de signo católico harto distinta de la angloprotestante actual); culturalmente, en la segunda escolástica, la de la escuela teológica-jurídica de Salamanca (a la cual se debe la definitiva clasificación de la doctrina católica sobre la naturaleza de la comunidad política y sobre el derecho internacional eurocristiano elaborado por Vitoria, Suárez y Belarmino); y, religiosamente, en la reforma católica del concilio tridentino.

Hay que tener siempre bien presente el viraje histórico que se verificó en el siglo XVI para poder comprender que no se da la menor continuidad entre la Cristandad y Occidente, porque, en aquella alborada crucial de la modernidad, Europa eligió, por desgracia, darle la espalda a la Iglesia católica y repudiarse como Cristiandad, con lo que impidió el nacimiento de una modernidad distinta y se transformó a sí propia en el actual Occidente apóstata, destinado inevitablemente a la implosión nihilista.

Todavía existían una Cristiandad y una comunidad cultural eurocristiana  en el período comprendido 
entre el año 1550 y el 1640, pero tanto una como otra fueron arrolladas por la reforma protestante, por la aparición de las “iglesias” nacionales como efecto de la cerrazón de los Estados absolutistas ante la autoridad espiritual de la Iglesia, y, por último, por la propagación, en línea con la teología luterana y la filosofía cartesiana, del subjetivismo y del individualismo.

Este momento crucial, que hizo época, comprendido entre la mitad del siglo XVI y la del siglo XVII, transformó la identidad cristiano-católica de Europa precisamente en el momento en que el viejo continente había iniciado, en los cincuenta años precedentes, su expansión planetaria.

La concepción masónica-liberal, por el contrario, que en el ámbito católico-liberal  se troca en “humanismo cristiano” (o sea en la ideología que subyace en el rosacruciano, “porque es imposible que no nos denominemos cristianos”) y que hasta los denominados “ateos cristianos” como Giuliano Ferrara y la difunta Oriana Fallaci, recuperan actualmente en función filo-occidental para justificar el “choque de civilizaciones”, no ven en la historia europea soluciones de continuidad, por lo que concibe al Occidente [norte]americanocéntrico (es decir lo que hoy se define como “globalización”) cual filiación legítima de la Cristiandad premoderna. Ahora bien, esta filiación es, a decir verdad, un puro mito ideológico, porque a lo largo del proceso histórico que condujo al ocaso de la antigua Cristiandad y al surgimiento paralelo de la hegemonía occidentalista se verificó precisamente la profunda fractura de la reforma protestante.

LA HERENCIA DE MARX.


La pretensión última y esencial del occidentalismo, de indudable sabor “anticrístico”, es la de la realización mundana de la promesa cristiana de redención y liberación de la humanidad. No fue sólo el marxismo el que transpuso al más acá de la promesa del reino del más allá. Dicha transposición indebida constituye asimismo la esencia del liberalismo, una esencia que se manifiesta con mayor evidencia precisamente hoy, en que, en nombre de la globalización, se promete mendazmente a la humanidad un porvenir de pacificación y de bienestar planetario.
Se puso en marcha desde Lutero en adelante, un proceso de  ”deshelenización” del cristianismo.  En tal proceso estribó el ruinoso viraje de la historia europea y occidental. La ruptura protestante con la teología católica produjo la falsificación liberal del derecho natural, al que se pervirtió mediante la concepción del presunto fundamento contractualista (que es como decir subjetivista y utilitarista) del derecho y de las formas político- sociales. Pero precisamente ahora, en estos albores del nuevo milenio, en la hora en que el Occidente [norte]americanomorfo conoce su momento de triunfo, su filosofía humanitaria se está sumiendo en el nihilismo global.

Un ejemplo típico de la discontinuidad que media entre la extinta Cristiandad europea y el Occidente actual nos lo brinda precisamente la doctrina Wolfowitz-Rumsfeld-Rice de la guerra preventiva, en la cual muchos católicos creen poder vislumbrar la puesta al día de la doctrina patrística sobre la ”guerra justa”, aunque, por el contrario,  la doctrina católica tradicional del bellum justum, de la guerra justa, que apela en un primer tiempo al ius, es decir al derecho, y sólo después, en última instancia, se remite también a la justicia en sentido ético, presupone algunas condiciones, como la de la extrema ratio, la del “mal menor” y la de la autoridad reconocida internacionalmente que la sancione y delimite para negarle a cada uno de los Estados contendientes la posibilidad de proclamarse juez in causa sua, las cuales faltan por completo en la doctrina de la  guerra preventiva, el documento The National Securitiy Strategy of United States proclamó el derecho histórico de los Estados Unidos a usar preventivamente su superioridad militar sin ninguna limitación legal y contra cualquier Estado u organización que amenazara sus intereses y su supremacía mundial. La doctrina católica de la guerra justa prevé, sí, la posibilidad de hacer la guerra en defensa de los derechos de otros, pero más allá de este caso particular, concibe la guerra, por lo común, como legítima defensa contra una agresión injusta. La doctrina neoconservadora de la guerra preventiva, en cambio, afirma sencillamente el derecho del más fuerte en detrimento de la fuerza del derecho.

La doctrina neoconservadora sobre la guerra preventiva y unilateral posee una carga eversiva radical análoga a la de la doctrina internacionalista soviética, la cual declara que la Unión Soviética, en cuanto representante de todos los trabajadores del mundo, único Estado legítimo frente a todos los demás, ilegítimos de suyo por ser “Estados burgueses”. Esta analogía se explica por el hecho de que, según decíamos, es la neoconservadora una ideología revolucionaria antes que  “conservadora” en el sentido clásico de la palabra. En efecto, la etiqueta “conservadora” se compadece muy poco con la que constituye más bien una nueva derecha ágil, desprejuiciada, proyectada hacia adelante, “nostálgica del futuro”, y que debe a su esencia izquierdista la voluntad que posee de cambiar el mundo en lugar de limitarse a contemplarlo. Los neoconservadores no son comunistas, ciertamente, pero son, sin duda, intelectuales formados en la escuela de Marx. Provienen del círculo de los New York Intelectuals, un grupo que formó en la década de los años treinta el teórico trotskysta Marx Schachtman. El viraje del comunismo al liberalismo se verificó en el momento en que tales intelectuales empezaron a denunciar el antisemitismo en auge en los años cincuenta en la Unión Soviética. Todas las figuras claves de la escuela “neocom” vienen de la izquierda radical. Desilusionados por la izquierda, su principal preocupación fue, desde los años cincuenta, el desarrollo y la defensa de Israel, aun cuando ello entrañara gobernar contra los propios intereses estadounidenses o poner en peligro la paz mundial en su totalidad.

La herencia de Marx es patente en los “neocom”. Es la filosofía de Marx la que sostiene que el mundo no hay que interpretarlo sino cambiarlo (Trotsky agregaba que por la “revolución permanente”). Puro y blasfemo prometeísmo: es el hombre, no Dios, el que crea el mundo y hace la historia. Los neoconservadores [norte]americanos son, pues, “liberales que han chocado con la realidad”, o sea, intelectuales que han pasado de la utopía democrático-pacifista al cinismo decisionista-belicista, y en cuya aspiración a cambiar el mundo mediante la exportación universal del presunto “mejor sistema de los posibles”, esto es, de la democracia elitista [norte]americana, se echa de ver no sólo un delirio jacobino, como observó Sergio Romano (un conservador inteligente y no “neo”), sino, además, una profunda asonancia filosófica con el viejo sistema de Marx, que atribuía justamente a la filosofía el cometido de transformar el mundo renunciando a las preguntas fundamentales sobre el ser y la existencia.

Los neoconservadores [norte]americanos, afines en esto a los “libertarians” (libertarios) o “anarcolibrecambistas”, toman asimismo de la filosofía de Marx la aversión absoluta hacia el Estado, pero no hacia el librecambismo autoritario, como diremos. Entienden ellos el Estado, en efecto, como una ”superestructura hegemónica”, y lo condenan porque  con sus límites territoriales constituye un obstáculo para un orden económico transnacional que entregue a la humanidad, bajo la hegemonía [norte]americana, no a una modernización justa y equilibrada, que aporte condiciones de vida dignas en un honesto aunque modesto bienestar, sino el sueño prometeico y milenarista del “fin de la historia” y de la “pacífica prosperidad global”. Este sueño, que otrora fue propio del internacionalismo marxista, reaparece hoy en la forma de la utopía librecambista del mercado mundial, y constituye, para los que tienen ojos para ver y oídos para oir, la nueva versión de la antigua promesa luciferina de la autodivinización de la humanidad (eritis sicut Dei, Gen. 3,4). La ideología neoconservadora es el alma del capitalismo hiperconcurrencional y global, hoy hegemónico, que deslumbra al hombre con el brillo de sus vitrinas resplandecientes, haciéndolo olvidar las realidades eternas y su destino final de salvación o condenación.

No obstante, el antiestatismo neoconservador no es una mera negación anárquica del poder político en general.   Los “neocom”, en efecto, se oponen sobre todo a la forma moderna del Estado, es decir, al Estado social que, históricamente –por lo menos en parte y debido también al influjo del magisterio social católico-, al redistribuir entre las diversas clases, siquiera parcialmente, la riqueza producida, logró refrenar la conflictividad alimentada por el moderno proceso de descristianización de los antiguos modos cristianos –comunitarios y corporativos- de vida y trabajo, los cuales se inspiraban en el principio de solidaridad y en el respeto al bien común, cosas ambas de que el liberalismo no hace el menor caso.

En línea con la desestructuración del Estado nacional y social promovida por el pensamiento neoconservador, emergió una economía “nihilista”, que se expresa en la destrucción del trabajo estable y en el dominio global de la finanza anónima y especuladora, que ha crecido, a su vez con base en la moneda creada ex nihilo por los bancos centrales, en un ímpetu simulatorio del poder de Dios.

EL USO INSTRUMENTAL DE LA RELIGIÓN Y DEL TRABAJO.

Es típico de la ideología neoconservadora el uso instrumental de los “valores religiosos” y de las “raíces identitarias”. Valores y raíces los usa el neoconservadurismo para encender el fuego planetario del “choque de civilizaciones”.

Los mayores exponentes de la escuela neoconservadora provienen, como se dijo, de la izquierda [norte]americana. Abandonaron las utopías humanitarias y pacifistas, descubrieron el pensamiento conservador estadounidense, pusieron al día sus contenidos con los aportes de la antropología negativa y del decisionismo, que habían tomado del pensamiento de Carl Schmitt en su fase post-católica, en la cual el gran decano de la ciencia jurídica europea del siglo XX secundó, como “epimeteo cristiano”, según el mismo reconoció en la postguerra, el movimiento y el régimen nazi.

A una izquierda liberal , proyectada hacia la disolución libertaria, los “neocom” oponen la necesidad de una nueva fundación conservadora de la sociedad que reactualice sus raíces tradicionales. Ahora bien, si en el catolicismo tradicional eso significa conjugar ética y socialidad en un conjunto en el cual tout se tient (todo está íntimamente ligado), desde la familia natural a la caridad, desde la sacralidad del matrimonio a la justicia social, desde la  dignidad humana (a  partir de la concepción, inclusive) al amor para con los pobres, en el mundo estadounidense, por el contrario, “tradición” es el más rígido puritanismo (el arcaico  y veterotestamentario “ojo por ojo y diente por diente”  el ascetismo profesional intramundano, el éxito social como signo de elección, la pobreza como signo de condenación, etc.).

Los “neocom” parten de un análisis parcialmente justo de la crisis del mundo moderno. Este análisis toma cabo del evidente fracaso histórico del progresismo y de la utopía del mundo nuevo que, hasta hace algunos decenios, eran el credo gnóstico, en versión progresista, de la modernidad. Sin embargo, el punto débil y contradictorio del pensamiento “neocom” estriba en que pasa en claro capciosamente el nexo al liberalismo con la crisis nihilista en que se debate Occidente. Según Peter Steinfels, los “neocom” “son liberales. Sin duda ninguna”. Más a decir verdad son más bien, los sepultureros del liberalismo, porque su pensamiento constituye la inevitable desembocadura nihilista de éste.

En una época como la actual, en la que la democracia liberal es un ídolo que se exporta a todo el mundo y en la que hasta los dictadores se definen como demócratas, es evidente que los “neocom” no pueden presentarse abiertamente como liberales o antiliberales. De ahí que asuman el filón “conservador” del liberalismo y reduzcan al acto todas las potencialidades nihilistas de éste que aún estaban latentes. La calificación de “neo” denota tan sólo el esfuerzo de reelaboración, en clave postmoderna, del liberalismo conservador, cuyas raíces se hunden en el pensamiento religioso y filosófico anglosajón de los siglos XVI y XVII:

Como lo notó Shelton Wolin, el liberalismo conservador [norte]americano nace y se alimenta de las ideas de John Locke. La doctrina lockiana es un conservadurismo social que se desposa con el liberalismo político conjugando los valores tradicionales con el individualismo mercantil. De esta unión de tradicionalismo e individualismo nace un liberalismo de tipo conservador.  El catalizador de esta unión fue el protestantismo, particularmente en su forma puritana. El pensamiento “neocom” si bien se muestra crítico con las resultas críticas de Occidente, tiene la mira puesta, con todo, en conciliar la ética tradicional, que en los Estados Unidos no es la católica, sino la del rigorismo puritano, con el librecambismo mercantil, sin advertir el estrecho nexo que se da entre el librecambismo y el subjetivismo teológico, filosófico y ético que, desde Lutero y Descartes en adelante, envenena la cultura occidental. El librecambismo, que en cuanto individualismo económico manifiesta su naturaleza de subjetivismo social, tiene por presupuesto el subjetivismo teológico protestante, de suerte que la ceguera de los neoconservadores sobre la relación causa-efecto entre uno y otro denota la aporía esencial de dicha escuela de pensamiento.

Los “neocom”, en efecto, deploran la deriva nihilista de la sociedad occidental en el momento mismo en que proclaman  que quieren restaurar el mercado en su pureza liberal y expurgarlo de todos los límites y los condicionamientos que le había impuesto el Estado por necesidades políticas y/o sociales.  Esta pretensión suya, según la cual la “pureza” restaurada del mercado se identifica con el antinihilismo, o mejor dicho, constituye casi una premisa de ésta, hace uso puramente instrumental de la tradición nacional y religiosa, porque, en realidad, ellos, los “neocom”, no creen en nada que sea sobrenatural.

Este connubio entre “Dios y el mercado”, de suerte que el primero se vuelve un ídolo teológico que se usa para justificar el segundo, si bien es natural en el ámbito puritano, con todo, no es posible que se de en el ámbito católico sin profanar la Tradición. Los “neocom” por un lado, imitando en esto al conservadurismo clásico, condenan el economicismo de Marx, que hace de los “valores tradicionales” una función de la economía; más, por el otro restringen el nihilismo a un fenómeno atinente sólo a la esfera ética, y no lo reconocen como la manifestación última del subjetivismo teológico y filosófico que es la esencia también del librecambismo. Los “neocom” piensan que la “civilización occidental”, a la que identifican sic et simpliciter [pura y simplemente] con los Estados Unidos de América está hoy amenazada por el nihilismo ético, pero niegan que la raíz primera de dicho nihilismo haya de buscarse en el subjetivismo teológico protestante, que constituye la esencia de la religión [norte]americana. Los “neocom” no se dan cuenta que al relativismo ético en el plano moral le corresponde el relativismo social en el plano sociológico. No fue una casualidad en absoluto que el relativismo social explotara en la forma de la precarización del trabajo precisamente cuando triunfó el librecambismo a la caída del comunismo. A la flexibilidad de las decisiones morales, que disuelve todos los lazos familiares volviéndolos absolutamente revocables y temporales, le corresponde simétricamente, en la sociedad occidental liberal, la flexibilidad de las opciones sociales, que disuelve todo lazo comunitario al volver todas las relaciones humanas, incluso las políticas de la ciudadanía y las productivas del trabajo, meras relaciones por tiempo determinado. Y si es verdad que el relativismo ético precedió al social, eso sólo significa que el primero, fruto de la protesta del sesenta y ocho, le abrió el camino al segundo. Augusto del Noce, el filósofo italiano más conocido del siglo XX, al que se definió, con toda razón, como el “antiBobby”, se refería ni más ni menos que a la ideología librecambista que asumen hoy los neoconservadores cuando criticaba el permisivismo moral de la sociedad neoburguesa “postsesentaiochesca”, de la que veía surgir el “totalitarismo de la disolución”, cuya capacidad de dominio temía sobrepasara la de sus antecedentes hitlerianos y estalinianos. Augusto del Noce no era en modo alguno un católico liberal, pues no vaciló en identificar en el librecambismo la esencia de la fase profana de la secularización, o sea, de la postmodernidad. El filósofo turinés no albergaba dudas sobre el hecho de que el relativismo ético y el relativismo social fuesen dos manifestaciones paralelas y contextuales del nihilismo anticristiano, que es la verdadera enfermedad del Occidente liberal.

EL PADRE ESOTÉRICO” DEL NEOCONSERVADURISMO Y SUS ANTECEDENTES EN LUTERO.

“El engaño perpetuo de los ciudadanos por parte de los dirigentes en el poder es indispensable, ya que los primeros necesitan ser dirigidos y precisan de autoridades fuertes que les señalen lo que es mejor para ellos… son idóneos para la dirección los que se han dado cuenta de que la moral no existe y de que sólo hay un derecho natural, el del superior a guiar al inferior… Es menester una población maleable, que se pueda modelar como la almáciga”.  Así sintetizó Shadia B. Drury, la mayor experta en la materia, profesora de la Universidad de Calgary, en Canadá, y autora de notables estudios sobre el tema, el pensamiento de Leo Strauss (1899-1973), el filósofo judeo-alemán-[norte]americano padre “espiritual” de los neoconservadores [norte]americanos.

Conocido sólo de los adeptos a los trabajos porque pasó su vida “tras los bastidores” preparando filosóficos alumnos de porvenir asegurado para que ocuparan puestos de preeminencia política, económica y universitaria, Leo Strauss adquirió cierta notoriedad también entre un público más vasto a consecuencia de la preeminencia de la “secta” neoconservadora, cuyos principales exponentes, casi todos de origen judío, fueron alumnos suyos, incluso más allá de sus años universitarios. Nacido en Alemania, Leo Strauss vivió el clima incandescente de la República de Weimar y se vio forzado a dejar su país natal, al advenimiento del nazismo, para refugiarse en los Estados Unidos de América. En el período “weimariano” había sido alumno de dos de los principales exponentes de la Revolución Conservadora Alemana: Carl Schmitt y Martin Heidegger. Inmerso en el mismo ambiente espiritual y político en el que Carl Schmitt se inspiró para la teorización del decisionismo y de la esencial conflictividad de la política, la internacional inclusive, Leo Strauss terminó por hacer suyas las teorías del maestro. Exactamente igual que el Carl Schmitt en versión no ya católica, sino hobbessiana, Strauss opta por una antropología negativa y hace de ella la base para la interpretación de la realidad humana y social. Lo que fascina a Strauss es, sin duda, la dicotomía “amigo-enemigo” que Carl Schmitt pone como fundamento de lo político. O mejor dicho: es la antropología negativa, el pesimismo antropológico que se cela tras la dicotomía, lo que fascina al joven Leo Strauss.

Comenzando por Samuel Hungtington, con su teorización del crash of civilization, también los neoconservadores hicieron suya la idea de un “enemigo absoluto”, “metafísico”, con el cual no es posible coexistencia alguna, sino sólo una guerra perpetua que acabará con la implacable aniquilación del enemigo. Esta idea se funda en el pesimismo antropológico que Carl Schmitt tomaba de Hobbes (homo homini lupus- el hombre es un lobo para el hombre), pero que antes había sido propio de Lutero. Esta concepción de lo político como ámbito del conflicto perenne está en las antípodas  de la concepción tradicional católica, de derivación aristotélico-agustiniana-tomista, que identifica, por el contrario, en el principio del bien común y, por ende, en la amistad y la natural sociabilidad del hombre el fundamento verdadero y auténtico de la comunidad política,  en un cuadro en  el que la conflictividad es sólo la consecuencia, siempre presente pero inauténtica, del pecado original, que el amor de Cristo cancela a despecho de la permanencia de las tensiones consiguientes a la culpa de origen.

La antropología negativa, es decir, pesimista, tiene siempre, como inevitable corolario suyo, el absolutismo político. Strauss asume, por conducto de Carl Schmitt, la convicción hobbesiana según la cual la Auctoritas, non veritas, facit legem (no es la verdad la que hace la ley, sino la autoridad).  Más antes de Hobbes fue Lutero quien redujo la política a un mero ejercicio de fuerza bruta partiendo del principio de la metafísica gnóstica, que había acogido, de la “doble verdad”, la teológica y la filosófica (un principio diametralmente opuesto a la patrística y la escolástica). Lutero había concluido, con base en tal principio erróneo, que era necesario tomar nota de la incolmable separación que media entre el orden espiritual, o sea, el mundo interior del hombre (al cual, sin embargo, le hace corresponder, reduccionísticamente, no el “alma espiritual” de la Revelación, sino la “psique” en sentido subjetivista), y el orden político exterior. Una oposición radical que Lutero toma como premisa para afirmar que la moralidad nada puede en el orden político, aun menos cuando se trata de hacer prevalecer un principio ético de justicia. Lo político no deja de estar dominado en Lutero, siempre en todo caso, por el brutal juego de la fuerza y de los poderes materiales. Para Lutero, que se anticipa en esto a Nietzsche, Marx y Darwin, puesto que el mundo es tan sólo caos y lucha por la supremacía, se hace necesario por fuerza entregarse al poder absoluto del príncipe que sepa usar la fuerza con la maldad más cruel para frenar los instintos bestiales de la corrompida naturaleza humana (para Lutero, el pecado original corrompió irremediablemente al hombre; la Tradición católica, en cambio, asegura que sólo hirió la naturaleza humana, no la corrompió).

Hay en Lutero más de una anticipación del pensamiento de Leo Strauss; reléase la cita de Shadia Drury. El concepto, originariamente luterano, de la ley como instrumento de que usan los dirigentes para imponer el orden mientras que ellos, conscientes de su falaz instrumentalidad, permanecen completamente “desligados” de ella, es fundamental en la concepción política-filosófica de Leo Strauss, para quien, nihilísticamente lo creado y la exitencia humana están privados de sentido por completo. En efecto, Strauss llego asimismo, mediante las enseñanzas de Nietzsche y en sintonía con la filosofía gnóstica de Heidegger, al desprecio no sólo de todo optimismo metafísico, sino, además, de todo realismo y, por ende, también del realismo católico; el cual, aunque no niegue la realidad del mal y del pecado, afirma, no obstante la bondad de las criaturas (“vio Dios lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno” Gen.. 1,31) y la redención del pecador. Pero, por el contrario, la exaltación de todo lo que en el hombre es tiránico, moral y bestial, así como de la guerra en tanto que base y fin de la existencia, es exactamente lo que Strauss admira en el pensamiento de Nietzsche y en todo el filón del pesimismo metafísico hasta Lutero, Hobbes y Maquiavelo. Para el filósofo judeo-alemán la concepción cristiana según la cual “es mejor el ser que la nada” es falsa e ilusoria. Strauss pervierte también, echando mano de la filosofía nietzschiana, la filosofía platónica, para afirmar la instrumentalidad, en función de los fines del poder, de los “valores”, que él reduce a meros “mitos” buenos para las masas ignaras y beocias.

LA “DOBLE VERDAD”.

Para Strauss, seguidor también de la filosofía de Maimónides, la doctrina de la “doble verdad” asume una importancia crucial. La verdad esotérica (escondida) consiste en el secreto escondido desde siempre, esto es, que “la única verdad es la nada”, la cual debe reservarse sólo para quienes son capaces de soportar su peso. La verdad exotérica (pública) consiste en la religión y en los “valores morales naturales” (Dios, patria, familia), y debe ser consentida a las masas, necesitadas de mitos y creencias religiosas. El auténtico filósofo, iniciado en la verdad “nihilista”, debe despreciar, a la manera de Maimónides, las creencias oficiales, aunque simulando una adhesión formal y pública a ellas; mejor dicho, el auténtico filósofo sabrá usar religión y “valores morales” para movilizar a las masas en torno a un proyecto político de orden interno y de prestigio nacional en el mundo. En resumidas cuentas, Strauss propone el uso instrumental de la fe, de la religión, reducida realmente a un “opio de los pueblos”.

La apelación straussiana a los “valores morales naturales”, “no debe engañar a nadie –escribe Matteo D’Amico- porque Strauss es un nietzschiano desde el punto de vista metafísico, un nihilista radical; también las matrices judías de su pensamiento (Maimónides, Spinosa) inclinan a una “visión atea de la fe” (he aquí porque no es raro encontrar “neocom” que se definen como “ateos devotos” o “ateos cristianos”: este era el secreto bien guardado del maestro). La religión, los valores morales, las grandes categorías políticas, el valor originario de la vida humana se venden por “absolutos” para uso del vulgo de los no iniciados, de la masa de los súbditos hilicos, incapaces de un uso responsable de la libertad, al revés de los pocos guardianes, de los pocos pneumáticos que han visto el lado nocturno de la historia y saben que nada tiene sentido, que todo es mito y producto del azar, y que un velo sutil esconde las tinieblas y la violencia que arde en el corazón del mundo. Coherentemente, pues, con la trama pseudoplatónica de su concepción de la política y de la historia, Strauss lee a fondo La República y Las leyes… y recoge del primer diálogo citado el terrible pasaje de la “doble mentira”, uno de los lugares más controvertidos de la filosofía política del gran filósofo ateniense, reactualizándolo. En efecto, puesto que en la concepción de Strauss sólo unos pocos elegidos, los ”aristoi”, los mejores por naturaleza, tienen la capacidad de ver el rostro secreto del ser y su negatividad originaria… a ellos, a los “guardianes”, corre el deber de ostentar (o de simular muy convincentemente, en todo caso), si no la fe, al menos una viva simpatía por ella y sus valores, porque sólo la religión es capaz de  estabilizar el marco político y de obrar como eficaz instrumentum regni al frenar, por un lado, el relativismo inmanente al democratismo de matriz jacobina y al liberalismo moderno, y al suministrar, por el otro, la materia prima para una theologia civilis anclada en los valores que se pretende que son transtemporales”.

Strauss es consciente de que Occidente no es otra cosa que la secularización humanitarista del cristianismo y que, por tanto, un proyecto político de ”restauración nihilista de la vida en sociedad”, de “reembelesamiento ideológico del mundo”, esto es, un proyecto volcado por entero en simular la fe en una trascendencia en la cual no creen realmente los dirigentes nacionales, sólo es viable mediante la manipulación mediática del cristianismo mismo, el control y la manipulación de las masas y de la opinión pública por obra de un restringido grupo intelectual e iniciático. Propone la misma “demonía de lo sagrado” que vio a la obra, cuando era joven, en la Alemania nacionalsocialista, con sus masas entusiásticamente movilizadas por las paraliturgias políticas del régimen. Se trata, pues, de un proyecto blasfemo a todas luces, que remeda el cristianismo anticrísticamente y erige aquel “Estado civil y eclesiástico” que Hobbes identificaba con el Leviatán.  
Ahora bien, el verdadero rostro de la ideología neoconservadora lo mostró Michael Leeden al arrancarse la máscara de la hipocresía moral-humanitaria, en el número de diciembre del 2001 de American Enterprise, la conocida revista neoconservadora: “Destrucción creativa es nuestro segundo nombre, dentro y fuera de nuestra sociedad. Demolemos a diario el orden viejo, desde los negocios a la ciencia, la literatura, el arte, la arquitectura, el cine, la política y la ley. Nuestros enemigos han detestado siempre este torbellino de energía y creatividad, que amenaza sus tradiciones (cuando las tienen) y constituye un reproche para ellos por su incapacidad para llevar el paso. Al mirar a [norte]América, que destruye las sociedades tradicionales, nos temen porque no quieren ser destruidos. No pueden sentirse seguros mientras nosotros sigamos ahí […]. Deben atacarnos para sobrevivir, igual que nosotros debemos destruirlos para hacer avanzar nuestra histórica misión”.

El peligro de la ideología neoconservadora estriba en su capacidad de seducir a los buenos católico por la defensa simulada que hace de los “valores” de la “ética natural”, de la fe y de la presunta identidad cristiana del Occidente moderno. Precisamente este aparente “antirrelativismo” es lo que seduce a los católicos, en especial si son de tendencia tradicional o conservadora.
Los buenos católicos, fascinados por la denuncia neoconservadora del relativismo ético y oír las políticas pro-life, terminan por no advertir la instrumentalización que sufren según el designio político straussiano en que se inspiran los “neocom” [norte]americanos. Los católicos necesitan a toda costa separar con fuerza y claridad cristalina la denuncia sinceramente católica del “relativismo” de la que hacen los conservadores [norte]americanos y sus imitadores italianos como Marcello Pera, Giulano Ferrara y la finada Oriana Fallaci, por ser la de éstos atea e instrumental.*

CATHOLICUS FIDELIS.
Sisinono

Nota del blog: Mi modesta contribución al excelente artículo consistió en anteponer entre corchetes [norte] cuando se refiere a “América”. Doctor Catholicus Fidelis, ¡respete, por favor, a la América católica ”

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