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Ataque
religioso y político de los judeo/protestantes yanquis, “predestinados” para gobernar el mundo, contra
la Tradición de la Iglesia fundada por
Cristo, y contra lo poco que resta de la Civilización católica, para instaurar la globalización atea e inhumana.
TOMADO DE
LA REVISTA: “sí sí no no”
EL NEOCONSERVADURISMO.
UNA IDEOLOGÍA
ATEO-REVOLUCIONARIA CAPAZ DE SEDUCIR A LOS CATÓLICOS.
“CHOQUE DE
CIVILIZACIONES” Y NEOCONSERVADURISMO.
S
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e impuso a la atención de la opinión
pública, a consecuencia de los sucesos internacionales que marcaron los
comienzos del milenio presente, una corriente de pensamiento, el denominado
“neoconservadurismo”, cuyos intelectuales punteros son los elaboradores directo
o indirectos de las estrategias políticas y económicas de los EEUU.
No obstante, y a despecho del nombre que se da a sí mismo tal círculo
intelectual, la verdad es que constituye éste una escuela de pensamiento
portadora tanto de una ideología “ateo-mesiánica” como de un programa de tipo
“revolucionario-conservador” que tienta hoy, engañándolos, a muchos católicos, a demasiados.
La insurrección armada del terrorismo islámico-fundamentalista (o
conservador, en todo caso: los dos ámbitos no coinciden perfectamente), un
abroquelamiento en defensa de “Occidente” ante el inminente “choque de
civilizaciones” que auguraba Samuel Hungtington, pues se confundía a aquel con
la extinta Cristiandad, o con lo que se pensaba que quedaba de ella y era, por
lo tanto, digno de ser defendido a toda costa.
Lo que no comprenden estos sectores del catolicismo tradicionalista o
conservador es la carencia de fundamento de la tesis hungtingtiana, al decir de
la cual la civilización “euro[norte]americana” constituye un unicum, esto es, la “civilización
occidental”, entre las diversas civilizaciones que se enfrentan actualmente en
el escenario mundial, pues, puestos a hablar de choque, lo cierto es que éste
que estamos asistiendo es, por el contrario, una confrontación absolutamente
ajena interna en el seno del “mundo occidental”, como ya veremos. Se trata de
la coalición entre “la religión del Dios que se hizo hombre y la religión del
hombre que pretende hacerse dios”. Desde un punto de vista católico y
coherente, en efecto, el decurso de los siglos que nos ha traído al Occidente
global de hoy desde la Cristiandad medieval, pasando por el interludio de la Europa
cristiana de los siglos XVI y XVII no puede interpretarse correctamente si se pasa
por alto la gran fractura protestante, que es la verdadera raíz del Occidente [norte]américocéntrico.
LA FRACTURA
PROTESTANTE Y LA APOSTASÍA DE OCCIDENTE.
El desarrollo histórico de la Europa católica durante los siglos XVI y XVII
mostraba todos los signos de la que habría podido ser una modernidad diferente
sin cesuras espirituales ni históricas con la Cristiandad medieval: una posibilidad
histórica que no pudo llegar a cuajar debido a la fractura protestante. En
efecto, el escenario de la época se centraba, políticamente, en la hegemonía de
España (de la cual habría podido nacer una “universalización” de signo católico
harto distinta de la angloprotestante actual); culturalmente, en la segunda
escolástica, la de la escuela teológica-jurídica de Salamanca (a la cual se
debe la definitiva clasificación de la doctrina católica sobre la naturaleza de
la comunidad política y sobre el derecho internacional eurocristiano elaborado
por Vitoria, Suárez y Belarmino); y, religiosamente, en la reforma católica del
concilio tridentino.
Hay que tener siempre bien presente el viraje histórico que se verificó en
el siglo XVI para poder comprender que no se da la menor continuidad entre la
Cristandad y Occidente, porque, en aquella alborada crucial de la modernidad,
Europa eligió, por desgracia, darle la espalda a la Iglesia católica y
repudiarse como Cristiandad, con lo que impidió el nacimiento de una modernidad
distinta y se transformó a sí propia en el actual Occidente apóstata, destinado
inevitablemente a la implosión nihilista.
Todavía existían una Cristiandad y una comunidad cultural eurocristiana en el período comprendido
entre el año 1550 y
el 1640, pero tanto una como otra fueron arrolladas por la reforma protestante,
por la aparición de las “iglesias” nacionales como efecto de la cerrazón de los
Estados absolutistas ante la autoridad espiritual de la Iglesia, y, por último,
por la propagación, en línea con la teología luterana y la filosofía
cartesiana, del subjetivismo y del individualismo.
Este momento crucial, que hizo
época, comprendido entre la mitad del siglo XVI y la del siglo XVII, transformó
la identidad cristiano-católica de Europa precisamente en el momento en que el
viejo continente había iniciado, en los cincuenta años precedentes, su
expansión planetaria.
La concepción masónica-liberal, por el contrario, que en el ámbito católico-liberal se troca en “humanismo cristiano” (o sea en
la ideología que subyace en el rosacruciano, “porque es imposible que no nos
denominemos cristianos”) y que hasta los denominados “ateos cristianos” como
Giuliano Ferrara y la difunta Oriana Fallaci, recuperan actualmente en función
filo-occidental para justificar el “choque de civilizaciones”, no ven en la
historia europea soluciones de continuidad, por lo que concibe al Occidente
[norte]americanocéntrico (es decir lo que hoy se define como “globalización”)
cual filiación legítima de la Cristiandad premoderna. Ahora bien, esta
filiación es, a decir verdad, un puro mito ideológico, porque a lo largo del
proceso histórico que condujo al ocaso de la antigua Cristiandad y al
surgimiento paralelo de la hegemonía occidentalista se verificó precisamente la
profunda fractura de la reforma protestante.
LA HERENCIA DE
MARX.
La pretensión última y esencial del occidentalismo, de indudable sabor
“anticrístico”, es la de la realización mundana de la promesa cristiana de
redención y liberación de la humanidad. No fue sólo el marxismo el que
transpuso al más acá de la promesa del reino del más allá. Dicha transposición
indebida constituye asimismo la esencia del liberalismo, una esencia que se
manifiesta con mayor evidencia precisamente hoy, en que, en nombre de la
globalización, se promete mendazmente a la humanidad un porvenir de
pacificación y de bienestar planetario.
Se puso en marcha desde Lutero en adelante, un proceso de ”deshelenización” del cristianismo. En tal proceso estribó el ruinoso viraje de la
historia europea y occidental. La ruptura protestante con la teología católica
produjo la falsificación liberal del derecho natural, al que se pervirtió
mediante la concepción del presunto fundamento contractualista (que es como
decir subjetivista y utilitarista) del derecho y de las formas político-
sociales. Pero precisamente ahora, en estos albores del nuevo milenio, en la
hora en que el Occidente [norte]americanomorfo conoce su momento de triunfo, su
filosofía humanitaria se está sumiendo en el nihilismo global.
Un ejemplo típico de la discontinuidad que media entre la extinta
Cristiandad europea y el Occidente actual nos lo brinda precisamente la
doctrina Wolfowitz-Rumsfeld-Rice de la guerra preventiva, en la cual muchos
católicos creen poder vislumbrar la puesta al día de la doctrina patrística
sobre la ”guerra justa”, aunque, por el contrario, la doctrina católica tradicional del bellum justum, de la guerra justa, que
apela en un primer tiempo al ius, es
decir al derecho, y sólo después, en última instancia, se remite también a la
justicia en sentido ético, presupone algunas condiciones, como la de la extrema ratio, la del “mal menor” y la
de la autoridad reconocida internacionalmente que la sancione y delimite para
negarle a cada uno de los Estados contendientes la posibilidad de proclamarse
juez in causa sua, las cuales faltan
por completo en la doctrina de la guerra
preventiva, el documento The National Securitiy Strategy of United States
proclamó el derecho histórico de los Estados Unidos a usar preventivamente su
superioridad militar sin ninguna limitación legal y contra cualquier Estado u
organización que amenazara sus intereses y su supremacía mundial. La doctrina
católica de la guerra justa prevé, sí, la posibilidad de hacer la guerra en
defensa de los derechos de otros, pero más allá de este caso particular, concibe
la guerra, por lo común, como legítima defensa contra una agresión injusta. La
doctrina neoconservadora de la guerra preventiva, en cambio, afirma
sencillamente el derecho del más fuerte en detrimento de la fuerza del derecho.
La doctrina neoconservadora sobre la guerra preventiva y unilateral posee
una carga eversiva radical análoga a la de la doctrina internacionalista
soviética, la cual declara que la Unión Soviética, en cuanto representante de
todos los trabajadores del mundo, único Estado legítimo frente a todos los
demás, ilegítimos de suyo por ser “Estados burgueses”. Esta analogía se explica
por el hecho de que, según decíamos, es la neoconservadora una ideología
revolucionaria antes que “conservadora”
en el sentido clásico de la palabra. En efecto, la etiqueta “conservadora” se
compadece muy poco con la que constituye más bien una nueva derecha ágil,
desprejuiciada, proyectada hacia adelante, “nostálgica del futuro”, y que debe
a su esencia izquierdista la voluntad que posee de cambiar el mundo en lugar de
limitarse a contemplarlo. Los neoconservadores no son comunistas, ciertamente,
pero son, sin duda, intelectuales formados en la escuela de Marx. Provienen del
círculo de los New York Intelectuals,
un grupo que formó en la década de los años treinta el teórico trotskysta Marx Schachtman.
El viraje del comunismo al liberalismo se verificó en el momento en que tales
intelectuales empezaron a denunciar el antisemitismo en auge en los años
cincuenta en la Unión Soviética. Todas las figuras claves de la escuela
“neocom” vienen de la izquierda radical. Desilusionados por la izquierda, su
principal preocupación fue, desde los años cincuenta, el desarrollo y la
defensa de Israel, aun cuando ello entrañara gobernar contra los propios
intereses estadounidenses o poner en peligro la paz mundial en su totalidad.
La herencia de Marx es patente en los “neocom”. Es la filosofía de Marx la
que sostiene que el mundo no hay que interpretarlo sino cambiarlo (Trotsky
agregaba que por la “revolución permanente”). Puro y blasfemo prometeísmo: es
el hombre, no Dios, el que crea el mundo y hace la historia. Los
neoconservadores [norte]americanos son, pues, “liberales que han chocado con la
realidad”, o sea, intelectuales que han pasado de la utopía
democrático-pacifista al cinismo decisionista-belicista, y en cuya aspiración a
cambiar el mundo mediante la exportación universal del presunto “mejor sistema
de los posibles”, esto es, de la democracia elitista [norte]americana, se echa
de ver no sólo un delirio jacobino, como observó Sergio Romano (un conservador
inteligente y no “neo”), sino, además, una profunda asonancia filosófica con el
viejo sistema de Marx, que atribuía justamente a la filosofía el cometido de
transformar el mundo renunciando a las preguntas fundamentales sobre el ser y
la existencia.
Los neoconservadores [norte]americanos, afines en esto a los “libertarians”
(libertarios) o “anarcolibrecambistas”, toman asimismo de la filosofía de Marx
la aversión absoluta hacia el Estado, pero no hacia el librecambismo autoritario,
como diremos. Entienden ellos el Estado, en efecto, como una ”superestructura
hegemónica”, y lo condenan porque con
sus límites territoriales constituye un obstáculo para un orden económico
transnacional que entregue a la humanidad, bajo la hegemonía [norte]americana,
no a una modernización justa y equilibrada, que aporte condiciones de vida
dignas en un honesto aunque modesto bienestar, sino el sueño prometeico y
milenarista del “fin de la historia” y de la “pacífica prosperidad global”. Este
sueño, que otrora fue propio del internacionalismo marxista, reaparece hoy en
la forma de la utopía librecambista del mercado mundial, y constituye, para los
que tienen ojos para ver y oídos para oir, la nueva versión de la antigua
promesa luciferina de la autodivinización de la humanidad (eritis sicut Dei,
Gen. 3,4). La ideología neoconservadora es el alma del capitalismo
hiperconcurrencional y global, hoy hegemónico, que deslumbra al hombre con el
brillo de sus vitrinas resplandecientes, haciéndolo olvidar las realidades
eternas y su destino final de salvación o condenación.
No obstante, el antiestatismo neoconservador no es una mera negación
anárquica del poder político en general.
Los “neocom”, en efecto, se
oponen sobre todo a la forma moderna del Estado, es decir, al Estado social
que, históricamente –por lo menos en parte y debido también al influjo del
magisterio social católico-, al redistribuir entre las diversas clases,
siquiera parcialmente, la riqueza producida, logró refrenar la conflictividad
alimentada por el moderno proceso de descristianización de los antiguos modos
cristianos –comunitarios y corporativos- de vida y trabajo, los cuales se
inspiraban en el principio de solidaridad y en el respeto al bien común, cosas
ambas de que el liberalismo no hace el menor caso.
En línea con la desestructuración del Estado nacional y social promovida por
el pensamiento neoconservador, emergió una economía “nihilista”, que se expresa
en la destrucción del trabajo estable y en el dominio global de la finanza
anónima y especuladora, que ha crecido, a su vez con base en la moneda creada
ex nihilo por los bancos centrales, en un ímpetu simulatorio del poder de Dios.
EL USO
INSTRUMENTAL DE LA RELIGIÓN Y DEL TRABAJO.
Es típico de la ideología neoconservadora el uso instrumental de los “valores
religiosos” y de las “raíces identitarias”. Valores y raíces los usa el
neoconservadurismo para encender el fuego planetario del “choque de
civilizaciones”.
Los mayores exponentes de la escuela neoconservadora provienen, como se
dijo, de la izquierda [norte]americana. Abandonaron las utopías humanitarias y
pacifistas, descubrieron el pensamiento conservador estadounidense, pusieron al
día sus contenidos con los aportes de la antropología negativa y del
decisionismo, que habían tomado del pensamiento de Carl Schmitt en su fase
post-católica, en la cual el gran decano de la ciencia jurídica europea del
siglo XX secundó, como “epimeteo cristiano”, según el mismo reconoció en la
postguerra, el movimiento y el régimen nazi.
A una izquierda liberal ,
proyectada hacia la disolución libertaria, los “neocom” oponen la necesidad de
una nueva fundación conservadora de la sociedad que reactualice sus raíces
tradicionales. Ahora bien, si en el catolicismo tradicional eso significa conjugar
ética y socialidad en un conjunto en el cual tout se tient (todo está íntimamente ligado), desde la familia
natural a la caridad, desde la sacralidad del matrimonio a la justicia social,
desde la dignidad humana (a partir de la concepción, inclusive) al amor
para con los pobres, en el mundo estadounidense, por el contrario, “tradición”
es el más rígido puritanismo (el arcaico
y veterotestamentario “ojo por ojo y diente por diente” el ascetismo profesional intramundano, el
éxito social como signo de elección, la pobreza como signo de condenación,
etc.).
Los “neocom” parten de un análisis parcialmente
justo de la crisis del mundo moderno. Este análisis toma cabo del evidente
fracaso histórico del progresismo y de la utopía del mundo nuevo que, hasta
hace algunos decenios, eran el credo gnóstico, en versión progresista, de la
modernidad. Sin embargo, el punto débil y contradictorio del pensamiento
“neocom” estriba en que pasa en claro capciosamente el nexo al liberalismo con
la crisis nihilista en que se debate Occidente. Según Peter Steinfels, los
“neocom” “son liberales. Sin duda ninguna”. Más a decir verdad son más bien,
los sepultureros del liberalismo, porque su pensamiento constituye la
inevitable desembocadura nihilista de éste.
En una época como la actual, en la que la democracia
liberal es un ídolo que se exporta a todo el mundo y en la que hasta los dictadores
se definen como demócratas, es evidente que los “neocom” no pueden presentarse
abiertamente como liberales o antiliberales. De ahí que asuman el filón
“conservador” del liberalismo y reduzcan al acto todas las potencialidades
nihilistas de éste que aún estaban latentes. La calificación de “neo” denota
tan sólo el esfuerzo de reelaboración, en clave postmoderna, del liberalismo
conservador, cuyas raíces se hunden en el pensamiento religioso y filosófico
anglosajón de los siglos XVI y XVII:
Como lo notó Shelton Wolin, el liberalismo
conservador [norte]americano nace y se alimenta de las ideas de John Locke. La
doctrina lockiana es un conservadurismo social que se desposa con el
liberalismo político conjugando los valores tradicionales con el individualismo
mercantil. De esta unión de tradicionalismo e individualismo nace un
liberalismo de tipo conservador. El
catalizador de esta unión fue el protestantismo, particularmente en su forma
puritana. El pensamiento “neocom” si bien se muestra crítico con las resultas críticas
de Occidente, tiene la mira puesta, con todo, en conciliar la ética tradicional,
que en los Estados Unidos no es la católica, sino la del rigorismo puritano,
con el librecambismo mercantil, sin advertir el estrecho nexo que se da entre
el librecambismo y el subjetivismo teológico, filosófico y ético que, desde
Lutero y Descartes en adelante, envenena la cultura occidental. El
librecambismo, que en cuanto individualismo económico manifiesta su naturaleza
de subjetivismo social, tiene por presupuesto el subjetivismo teológico
protestante, de suerte que la ceguera de los neoconservadores sobre la relación
causa-efecto entre uno y otro denota la aporía esencial de dicha escuela de
pensamiento.
Los
“neocom”, en efecto, deploran la deriva nihilista de la sociedad occidental en
el momento mismo en que proclaman que
quieren restaurar el mercado en su pureza liberal y expurgarlo de todos los
límites y los condicionamientos que le había impuesto el Estado por necesidades
políticas y/o sociales. Esta pretensión
suya, según la cual la “pureza” restaurada del mercado se identifica con el
antinihilismo, o mejor dicho, constituye casi una premisa de ésta, hace uso
puramente instrumental de la tradición nacional y religiosa, porque, en
realidad, ellos, los “neocom”, no creen
en nada que sea sobrenatural.
Este connubio entre “Dios y el mercado”, de suerte
que el primero se vuelve un ídolo teológico que se usa para justificar el
segundo, si bien es natural en el ámbito puritano, con todo, no es posible que
se de en el ámbito católico sin profanar la Tradición. Los “neocom” por un
lado, imitando en esto al conservadurismo clásico, condenan el economicismo de
Marx, que hace de los “valores tradicionales” una función de la economía; más,
por el otro restringen el nihilismo a un fenómeno atinente sólo a la esfera
ética, y no lo reconocen como la manifestación última del subjetivismo
teológico y filosófico que es la esencia también del librecambismo. Los
“neocom” piensan que la “civilización occidental”, a la que identifican sic et simpliciter [pura y simplemente]
con los Estados Unidos de América está hoy amenazada por el nihilismo ético,
pero niegan que la raíz primera de dicho nihilismo haya de buscarse en el
subjetivismo teológico protestante, que constituye la esencia de la religión
[norte]americana. Los “neocom” no se dan cuenta que al relativismo ético en el
plano moral le corresponde el relativismo social en el plano sociológico. No
fue una casualidad en absoluto que el relativismo social explotara en la forma
de la precarización del trabajo precisamente cuando triunfó el librecambismo a
la caída del comunismo. A la flexibilidad de las decisiones morales, que
disuelve todos los lazos familiares volviéndolos absolutamente revocables y
temporales, le corresponde simétricamente, en la sociedad occidental liberal,
la flexibilidad de las opciones sociales, que disuelve todo lazo comunitario al
volver todas las relaciones humanas, incluso las políticas de la ciudadanía y
las productivas del trabajo, meras relaciones por tiempo determinado. Y si es
verdad que el relativismo ético precedió al social, eso sólo significa que el primero,
fruto de la protesta del sesenta y ocho, le abrió el camino al segundo. Augusto
del Noce, el filósofo italiano más conocido del siglo XX, al que se definió,
con toda razón, como el “antiBobby”, se refería ni más ni menos que a la
ideología librecambista que asumen hoy los neoconservadores cuando criticaba el
permisivismo moral de la sociedad neoburguesa “postsesentaiochesca”, de la que
veía surgir el “totalitarismo de la disolución”, cuya capacidad de dominio
temía sobrepasara la de sus antecedentes hitlerianos y estalinianos. Augusto
del Noce no era en modo alguno un católico liberal, pues no vaciló en
identificar en el librecambismo la esencia de la fase profana de la
secularización, o sea, de la postmodernidad. El filósofo turinés no albergaba
dudas sobre el hecho de que el relativismo ético y el relativismo social fuesen
dos manifestaciones paralelas y contextuales del nihilismo anticristiano, que
es la verdadera enfermedad del Occidente liberal.
EL PADRE ESOTÉRICO” DEL NEOCONSERVADURISMO Y SUS ANTECEDENTES EN LUTERO.
“El
engaño perpetuo de los ciudadanos por parte de los dirigentes en el poder es
indispensable, ya que los primeros necesitan ser dirigidos y precisan de
autoridades fuertes que les señalen lo que es mejor para ellos… son idóneos
para la dirección los que se han dado cuenta de que la moral no existe y de que
sólo hay un derecho natural, el del superior a guiar al inferior… Es menester
una población maleable, que se pueda modelar como la almáciga”. Así
sintetizó Shadia B. Drury, la mayor experta en la materia, profesora de la
Universidad de Calgary, en Canadá, y autora de notables estudios sobre el tema,
el pensamiento de Leo Strauss (1899-1973), el filósofo
judeo-alemán-[norte]americano padre “espiritual” de los neoconservadores
[norte]americanos.
Conocido sólo de los adeptos a los trabajos porque
pasó su vida “tras los bastidores” preparando filosóficos alumnos de porvenir
asegurado para que ocuparan puestos de preeminencia política, económica y
universitaria, Leo Strauss adquirió cierta notoriedad también entre un público
más vasto a consecuencia de la preeminencia de la “secta” neoconservadora,
cuyos principales exponentes, casi todos de origen judío, fueron alumnos suyos,
incluso más allá de sus años universitarios. Nacido en Alemania, Leo Strauss vivió
el clima incandescente de la República de Weimar y se vio forzado a dejar su
país natal, al advenimiento del nazismo, para refugiarse en los Estados Unidos
de América. En el período “weimariano” había sido alumno de dos de los
principales exponentes de la Revolución Conservadora Alemana: Carl Schmitt y
Martin Heidegger. Inmerso en el mismo ambiente espiritual y político en el que
Carl Schmitt se inspiró para la teorización del decisionismo y de la esencial
conflictividad de la política, la internacional inclusive, Leo Strauss terminó
por hacer suyas las teorías del maestro. Exactamente igual que el Carl Schmitt
en versión no ya católica, sino hobbessiana, Strauss opta por una antropología
negativa y hace de ella la base para la interpretación de la realidad humana y
social. Lo que fascina a Strauss es, sin duda, la dicotomía “amigo-enemigo” que
Carl Schmitt pone como fundamento de lo político. O mejor dicho: es la
antropología negativa, el pesimismo antropológico que se cela tras la
dicotomía, lo que fascina al joven Leo Strauss.
Comenzando por Samuel Hungtington, con su
teorización del crash of civilization,
también los neoconservadores hicieron suya la idea de un “enemigo absoluto”,
“metafísico”, con el cual no es posible coexistencia alguna, sino sólo una
guerra perpetua que acabará con la implacable aniquilación del enemigo. Esta
idea se funda en el pesimismo antropológico que Carl Schmitt tomaba de Hobbes (homo homini lupus- el hombre es un lobo
para el hombre), pero que antes había sido propio de Lutero. Esta concepción de
lo político como ámbito del conflicto perenne está en las antípodas de la concepción tradicional católica, de
derivación aristotélico-agustiniana-tomista, que identifica, por el contrario,
en el principio del bien común y, por ende, en la amistad y la natural
sociabilidad del hombre el fundamento verdadero y auténtico de la comunidad
política, en un cuadro en el que la conflictividad es sólo la
consecuencia, siempre presente pero inauténtica, del pecado original, que el
amor de Cristo cancela a despecho de la permanencia de las tensiones
consiguientes a la culpa de origen.
La antropología negativa, es decir, pesimista,
tiene siempre, como inevitable corolario suyo, el absolutismo político. Strauss
asume, por conducto de Carl Schmitt, la convicción hobbesiana según la cual la Auctoritas, non veritas, facit legem (no
es la verdad la que hace la ley, sino la autoridad). Más antes de Hobbes fue Lutero quien redujo la
política a un mero ejercicio de fuerza bruta partiendo del principio de la
metafísica gnóstica, que había acogido, de la “doble verdad”, la teológica y la
filosófica (un principio diametralmente opuesto a la patrística y la
escolástica). Lutero había concluido, con base en tal principio erróneo, que
era necesario tomar nota de la incolmable separación que media entre el orden
espiritual, o sea, el mundo interior del hombre (al cual, sin embargo, le hace
corresponder, reduccionísticamente, no el “alma espiritual” de la Revelación,
sino la “psique” en sentido subjetivista), y el orden político exterior. Una
oposición radical que Lutero toma como premisa para afirmar que la moralidad
nada puede en el orden político, aun menos cuando se trata de hacer prevalecer
un principio ético de justicia. Lo político no deja de estar dominado en
Lutero, siempre en todo caso, por el brutal juego de la fuerza y de los poderes
materiales. Para Lutero, que se anticipa en esto a Nietzsche, Marx y Darwin,
puesto que el mundo es tan sólo caos y lucha por la supremacía, se hace necesario
por fuerza entregarse al poder absoluto del príncipe que sepa usar la fuerza
con la maldad más cruel para frenar los instintos bestiales de la corrompida
naturaleza humana (para Lutero, el pecado original corrompió irremediablemente
al hombre; la Tradición católica, en cambio, asegura que sólo hirió la naturaleza
humana, no la corrompió).
Hay en Lutero más de una anticipación del
pensamiento de Leo Strauss; reléase la cita de Shadia Drury. El concepto,
originariamente luterano, de la ley como instrumento de que usan los dirigentes
para imponer el orden mientras que ellos, conscientes de su falaz
instrumentalidad, permanecen completamente “desligados” de ella, es fundamental
en la concepción política-filosófica de Leo Strauss, para quien,
nihilísticamente lo creado y la exitencia humana están privados de sentido por
completo. En efecto, Strauss llego asimismo, mediante las enseñanzas de
Nietzsche y en sintonía con la filosofía gnóstica de Heidegger, al desprecio no
sólo de todo optimismo metafísico, sino, además, de todo realismo y, por ende,
también del realismo católico; el cual, aunque no niegue la realidad del mal y
del pecado, afirma, no obstante la bondad de las criaturas (“vio Dios lo que había hecho, y he aquí que
era muy bueno” Gen.. 1,31) y la redención del pecador. Pero, por el
contrario, la exaltación de todo lo que en el hombre es tiránico, moral y
bestial, así como de la guerra en tanto que base y fin de la existencia, es
exactamente lo que Strauss admira en el pensamiento de Nietzsche y en todo el
filón del pesimismo metafísico hasta Lutero, Hobbes y Maquiavelo. Para el
filósofo judeo-alemán la concepción cristiana según la cual “es mejor el ser
que la nada” es falsa e ilusoria. Strauss pervierte también, echando mano de la
filosofía nietzschiana, la filosofía platónica, para afirmar la
instrumentalidad, en función de los fines del poder, de los “valores”, que él
reduce a meros “mitos” buenos para las masas ignaras y beocias.
LA “DOBLE VERDAD”.
Para Strauss, seguidor también de la filosofía de
Maimónides, la doctrina de la “doble verdad” asume una importancia crucial. La
verdad esotérica (escondida) consiste en el secreto escondido desde siempre,
esto es, que “la única verdad es la nada”, la cual debe reservarse sólo para
quienes son capaces de soportar su peso. La verdad exotérica (pública) consiste
en la religión y en los “valores morales naturales” (Dios, patria, familia), y
debe ser consentida a las masas, necesitadas de mitos y creencias religiosas.
El auténtico filósofo, iniciado en la verdad “nihilista”, debe despreciar, a la
manera de Maimónides, las creencias oficiales, aunque simulando una adhesión
formal y pública a ellas; mejor dicho, el auténtico filósofo sabrá usar
religión y “valores morales” para movilizar a las masas en torno a un proyecto
político de orden interno y de prestigio nacional en el mundo. En resumidas
cuentas, Strauss propone el uso instrumental de la fe, de la religión, reducida
realmente a un “opio de los pueblos”.
La apelación straussiana a los “valores morales
naturales”, “no debe engañar a nadie –escribe Matteo D’Amico- porque Strauss es
un nietzschiano desde el punto de vista metafísico, un nihilista radical;
también las matrices judías de su pensamiento (Maimónides, Spinosa) inclinan a
una “visión atea de la fe” (he aquí porque no es raro encontrar “neocom” que se
definen como “ateos devotos” o “ateos cristianos”: este era el secreto bien
guardado del maestro). La religión, los valores morales, las grandes categorías
políticas, el valor originario de la vida humana se venden por “absolutos” para
uso del vulgo de los no iniciados, de la masa de los súbditos hilicos,
incapaces de un uso responsable de la libertad, al revés de los pocos
guardianes, de los pocos pneumáticos que han visto el lado nocturno de la
historia y saben que nada tiene sentido, que todo es mito y producto del azar,
y que un velo sutil esconde las tinieblas y la violencia que arde en el corazón
del mundo. Coherentemente, pues, con la trama pseudoplatónica de su concepción
de la política y de la historia, Strauss lee a fondo La República y Las leyes…
y recoge del primer diálogo citado el terrible pasaje de la “doble mentira”,
uno de los lugares más controvertidos de la filosofía política del gran
filósofo ateniense, reactualizándolo. En efecto, puesto que en la concepción de
Strauss sólo unos pocos elegidos, los ”aristoi”, los mejores por naturaleza,
tienen la capacidad de ver el rostro secreto del ser y su negatividad
originaria… a ellos, a los “guardianes”, corre el deber de ostentar (o de
simular muy convincentemente, en todo caso), si no la fe, al menos una viva
simpatía por ella y sus valores, porque sólo la religión es capaz de estabilizar el marco político y de obrar como
eficaz instrumentum regni al frenar,
por un lado, el relativismo inmanente al democratismo de matriz jacobina y al
liberalismo moderno, y al suministrar, por el otro, la materia prima para una theologia civilis anclada en los valores
que se pretende que son transtemporales”.
Strauss es consciente de que Occidente no es otra cosa que la
secularización humanitarista del cristianismo y que, por tanto, un proyecto
político de ”restauración nihilista de la vida en sociedad”, de
“reembelesamiento ideológico del mundo”, esto es, un proyecto volcado por
entero en simular la fe en una trascendencia en la cual no creen realmente los
dirigentes nacionales, sólo es viable mediante la manipulación mediática del
cristianismo mismo, el control y la manipulación de las masas y de la opinión
pública por obra de un restringido grupo intelectual e iniciático. Propone la
misma “demonía de lo sagrado” que vio a la obra, cuando era joven, en la Alemania
nacionalsocialista, con sus masas entusiásticamente movilizadas por las paraliturgias
políticas del régimen. Se trata, pues, de un proyecto blasfemo a todas luces,
que remeda el cristianismo anticrísticamente y erige aquel “Estado civil y
eclesiástico” que Hobbes identificaba con el Leviatán.
Ahora bien, el verdadero rostro de la ideología
neoconservadora lo mostró Michael Leeden al arrancarse la máscara de la
hipocresía moral-humanitaria, en el número de diciembre del 2001 de American Enterprise, la conocida revista
neoconservadora: “Destrucción creativa es
nuestro segundo nombre, dentro y fuera de nuestra sociedad. Demolemos a diario
el orden viejo, desde los negocios a la ciencia, la literatura, el arte, la
arquitectura, el cine, la política y la ley. Nuestros enemigos han detestado
siempre este torbellino de energía y creatividad, que amenaza sus tradiciones
(cuando las tienen) y constituye un reproche para ellos por su incapacidad para
llevar el paso. Al mirar a [norte]América, que destruye las sociedades
tradicionales, nos temen porque no quieren ser destruidos. No pueden sentirse seguros
mientras nosotros sigamos ahí […]. Deben atacarnos para sobrevivir, igual que
nosotros debemos destruirlos para hacer avanzar nuestra histórica misión”.
El peligro de la ideología neoconservadora estriba en su capacidad de seducir
a los buenos católico por la defensa simulada que hace de los “valores” de la “ética
natural”, de la fe y de la presunta identidad cristiana del Occidente moderno.
Precisamente este aparente “antirrelativismo” es lo que seduce a los católicos,
en especial si son de tendencia tradicional o conservadora.
Los buenos católicos, fascinados por la denuncia neoconservadora del
relativismo ético y oír las políticas pro-life,
terminan por no advertir la instrumentalización que sufren según el designio
político straussiano en que se inspiran los “neocom” [norte]americanos. Los
católicos necesitan a toda costa separar con fuerza y claridad cristalina la
denuncia sinceramente católica del “relativismo” de la que hacen los
conservadores [norte]americanos y sus imitadores italianos como Marcello Pera,
Giulano Ferrara y la finada Oriana Fallaci, por ser la de éstos atea e
instrumental.*
CATHOLICUS FIDELIS.
Sisinono
Nota del blog: Mi modesta contribución al excelente artículo consistió en anteponer
entre corchetes [norte] cuando se refiere a “América”. Doctor Catholicus
Fidelis, ¡respete, por favor, a la América católica ”
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