Dostoiewsky
Ante el Problema de la
libertad Existencial.
Por el Padre Fernando Boasso , S.J.
L
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a historia de la primera mitad de nuestro siglo ha
dado un relieve trágico de verdad a la tesis del desamparo del hombre en el mundo. Y si contemplamos al mundo como
un horizonte cerrado, cuyo círculo no de acceso a la acción providencial de
Dios, esa tesis cobra más y más vigor.
Según la corriente de la filosofía de hoy, el
hombre se encuentra “tirado” en el mundo. Se descubre a sí mismo como
existiendo, y eso es todo. Él no ha intervenido para nada en el surgir de su
existencia, ni nadie lo ha consultado acerca de una opción de la misma. No sabe
de donde viene ni a donde va. No está, pues, determinado a nada; lo que indica
que no posee una esencia previa, o que preceda a la existencia. Si la tuviera,
su existir marcharía por un camino ya definido, conocido.
Entendamos bien que no se trata de la definición
del hombre como ser integrado de un cuerpo y de un psiquismo superior, sino de
la trayectoria que ese ser, en su constante devenir, trazará en el tiempo.
Existe y nada más. Pero ese existir esencialmente
postula una actividad en el hombre: la elección. A cada instante debe
irremisiblemente optar por algo: el mismo no querer elegir es ya una opción.
El hecho de que esté así tirado en el mundo sin
camino, sin esencia, demuestra horriblemente su libertad: si no tuviera libertad, ya tendría por eso mismo una determinación. Es pues, libre. Y por ello
puede y debe organizar su vida. Tiene que construirse, darse una esencia,
“crearse”.
La libertad da al hombre infinitas posibilidades,
objeto de sus opciones.
Para darse una esencia, hay que empezar por
“comprometerse” con una decisión. Decidirse por algo. Hacer una cosa,
excluyendo así las demás posibles. Al hacer pasar al acto una de las
posibilidades, ese acto con su individuación es él y deja de ser todos los
demás. De allí la angustia de la
existencia: por la libertad estaba abierto al infinito (infinitas eran las
posibilidades), pero al elegir y comprometerse, tuvo que limitarse a una sola
cosa.
El elegir cosas momentáneas no importa tanta
angustia; lo bravo es elegir cosas decisivas. Cuando se eligen cosas de las
cuales depende toda la vida, entonces hay que tener alma de varón y no de
ameba. El musculoide no puede sentir gran angustia, porque la gelatina no es
sujeto apto para ello.
El hombre es
pues un proyecto que se va realizando y
que llega a su culmen en la hora de la muerte.
La facultad de construirse es la libertad que elige o deja de elegir,
que elige esto con preferencia a aquello.
Pero entonce urge el serio problema: elegir supone
una selección. Y ¿por qué elegir esto en vez de aquello? ¿Será sólo un instinto
mío o habrá alguna razón? Más aún: ¿existe alguna razón o norma general
para mis elecciones? Este es el problema
frente a la libertad.
En la filosofía esencialista estas normas de
conducta residían en las esencias de las que los existentes deberían ser
participación.
Platón, una vez descubierto su mundo inteligible
“en alguna región supraceleste”, pudo fácilmente dar una orientación teórica a la actividad humana: el hombre
debía elegir todo cuanto lo conformase
más a la Idea de
hombre. En el platonismo de San Agustín, esta norma tomaba una fuerza
incomparable, por ser las ideas encarnadas en Cristo.
En el sistema aristotélico tomista, una vez
admitidos los conceptos universales, resulta fácil establecer una norma de
acción.
Más para el filósofo de la existencia que rechaza
toda construcción ideal, el problema llega a revestir una angustia trágica:
debe elegir sin ningún patrón de acuerdo con el cual se pueda discernir si la
elección e buena o mala.
Frente al problema hay varias posiciones. Vivir sin
norma queriendo el sólo uso de la libertad, es lo que pone en práctica Calígula
de Camus. Pero su deseo de construirse infinitamente libre lo ha hecho
desembocar en la nada. Es la paradoja de la posición anómica: proponerse como
meta la infinitud, y retroceder sin embargo hasta evaporarse en el no-ser.
Otro intento de solución es la autónoma: vivir con
regla pero elegida e impuesta por sí mismo.
Dostoiewski, para enseñanza nuestra cargó con la
paternidad de Reskolnikov, el héroe de “Crimen y Castigo” que quiso vivir con
regla propia. Como punto de partida, Raskolnikov lanzó su rebelión contra Dios,
virando egocéntricamente. El punto de llegada: construirse y erigirse en
superhombre, en Dios.
Raskolnikov, estudiante sumido en la miseria, en su
cuartucho de San Petesburgo ha concebido una “idea capital”, objeto de un
artículo que conoceremos sólo después de su crimen. Según él, los hombres se
dividen en dos categorías: “inferiores” y “superiores”. Los primeros son “los
hombres vulgares que existen en tantos cuerpos materiales, contribuyendo a la
procreación de seres semejantes a ellos:
la otra categoría, la de los hombres que han recibido el don de proferir en su
medio una palabra nueva”. Para los primeros todo es sencillo, no tienen más que
un deber; obedecer; a esto lo conduce su propia
inclinación. Los segundos deben transgredir la ley, pues los anima un impulso
que exige romper los límites que oprimen al hombre vulgar, a fin de construirse
superhombres.
Este es la teoría. Fatalmente dará paso a la
práctica, puesto que Raskolnikov se cree desde luego un predestinado, un
“superior”.
Su pobreza y su orgullo van parejos. Empeña lo poco
que le resta a una vieja usurera. Ella es repugnante. Y ¿acaso vale algo la
existencia de ese ser perjudicial? Si la mata y roba podrá ayudar a su madre y
hermana: pagar sus propios estudios, crearse una posición, y hacer el bien en
torno suyo. “Por una sola vida, miles de vidas salvadas del estancamiento y la
disolución… Y ¿qué importancia tiene en
la balanza de la vida esta mala bruja?.. El plan no se resiente por falta de
lógica. Los acontecimientos lo favorecen, lo arrastra algo terrible, “como si
un extremo de su abrigo se hubiera enganchado en el engranaje de una máquina y
hubiese sido arrastrado por completo”.
Ya no resiste. Roba y mata.
Entonces empieza el drama de la conciencia, el
testigo del crimen. La tortura, la enfermedad, el delirio, danzan trágicamente
en su interior. Ni siquiera ha abierto el portamonedas sustraído a su víctima.
Y, de pregunta en pregunta va
descubriendo el verdadero móvil de su crimen:
“No he matado para ayudar a mi madre, no –confiesa
a Sonia- ni tampoco para erigirme en
bienhechor de la humanidad, después de haber adquirido los medios. No, he
matado sencillamente, he matado para mi sólo… necesitaba menos el dinero que
otras cosas… otra cosa empujaba mi brazo; quería saber lo más pronto posible si
era un parásito como los demás, o un hombre. ¿Sabré o no sabré vencer el
obstáculo? ¿Me atreveré a agacharme y tomar el poder o no me atreveré? ¿Soy una
criatura temblorosa o tengo derecho?”
Raskolnikov se siente de la segunda categoría y la
aventura de la completa liberación
espiritual lo arrastra. Un crimen para el hombre superior, no es un crimen: es
franquear el umbral de la moral oficial, hecha para el hombre inferior. Y aquí
la persona de Napoleón acude en su auxilio: a Napoleón ningún obstáculo lo
detuvo: “un verdadero amo a quien todo le está permitido –se dice Raskolnikov-;
cañonea Tolón, organiza una matanza en París, olvida a su ejército en Egipto,
gasta medio millón de hombres en la campaña de Rusia y sale de apuros en Vilna
con un juego de palabras. Y es a este hombre a quien después de muerto erigen
estatuas. Por lo tanto todo está permitido…”
La vieja usurera es para él la barrera que hay que echar al suelo, Luego
olvidará todo y sus pasos enfilarán por la huella de la libertad… “¡No he
asesinado a un ser humano sino a un principio!”…
Con el crimen inaugurará si vocación de
superhombre; por su libertad será Dios.
Pero desde que vio el color rojo de la sangre
humana y sintió si tibieza más urente que el fuego, comenzó en él una tortura
insoportable. Su conciencia profunda ya no cesa; es su más implacable juez.
Ninguna idea elevada, ni siquiera una religión podría autorizar el crimen. La
persona es imagen de Dios y levantar la mano contra ella es levantar la mano
contra Dios. La vida de cualquier
persona vale más que la idea abstracta de cualquier sabio.
Raskolnikov quiso huir de la condición humana, en
busca de una libertad total; y se anuló a sí mismo, siendo cien veces menos libre que antes. Optó la
divinidad, y las cadenas de la esclavitud oprimieron sus muñecas.
Notemos que Dostoyevski no obtiene sólo un juego de
afectos psicológicos en su héroe, sino que su drama se presenta en el escenario
de la metafísica.
Raskolnikov quiso ser superhombre y no hace más que temblar en la oscuridad de
su cuarto.
Se denuncia a sí mismo. Trabajos forzados en la Siberia.
Es un extranjero. Hasta para sí mismo. Lo creen
loco ¡Indudablemente, su autonomía no fue buena norma de acción! Pero
Raskolnikov no se ha arrepentido. Sólo comprueba con amargura que no supo seguir la libertad total. “Así
pues, lo que él consideraba como culpa suya, era el no haber podido mantenerse
firme y el haber ido a denunciarse!”.
Dostoyevski se ha compadecido de él y envió a
Siberia a la humilde y pequeña Sonia, quien con abnegación, diariamente aguanta
con amor su oquedad.
Pero al fin Raskolnikov cede. Gracias a Sonia –al
amor- conoce la verdadera libertad, la
libertad humana. El hombre totalmente libre sería Dios. Y al hombre no le
conviene dejar de ser hombre. La soberbia aventura de querer ser Dios es tan
vieja como la historia del hombre, y se inaugura en el paraíso terrenal con
Adán.
”Querer llegar a ser Dios –dice Troyat-, es querer
morir en cuanto hombre, es querer fundirse en el cosmos, es querer ser y no ser
a la vez”
La magnífica lección de Dostoyevski está dada. Por
el dolor y el amor. Raskolnikov halla el arrepentimiento, la humildad y se
halla a sí mismo en su condición humana y se comprende; y acepta y comprende a
Dios.
La conclusión de Dostoyevski es la sentencia del
Evangelio: “El que conserva su vida la perderá, y el que pierde su vida por Mi,
la hallará”.
Lástima que Nietzsche no aprendió la lección de
Raskolnikov hasta el final. Quizá creyó que su predecesor ruso no llegó a superhombre
por pertenecer a la categoría de inferior. Nietzsche creyó que “el crimen es
necesario para la grandeza humana”. Sin embargo, también su historia es
aleccionadora para nosotros. Cuando moría loco, abrazando caballos en las
plazas, no había llegado precisamente a la libertad toral.
Fatal desenlace del ser autónomo que ha rechazado
al Ser, y ha pretendido ocupar su sitio.+
Fernando J. Boasso, S.J.
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