viernes, 18 de agosto de 2023

 

(TESTIMONIOS HISTÓRICOS DE OBRAS IMPERECEDERAS QUE LA BARBARIE “ALIADA” NO PUEDE BORRAR).

QUEDAN LAS IDEAS Y LAS OBRAS

Por  Sempronio.

(Publicado en la década del ’50 en Dinámica Social).

Un ilustre jurista y brillante escritor italiano –el abogado Manlio Lupinacci—escribe en la revista “Época” del 19 de noviembre una nota a propósito de una ceremonia religiosa en sufragio de los caídos en todas las guerras, a la cual asistiera junto con diplomáticos extranjeros.

Durante la ceremonia, Lupinacci quedó impresionado por los comentarios que algunos de estos últimos intercambiaban acerca de las huellas  de una antigua inscripción fascista, que aparecía, muy visible aún, en una de las paredes del templo. Esta huella permitía claramente leer: “Anno Lictori VII”. Las letras, en mármol o en bronce, habían sido raspadas en tiempos de la primera liberación. Decimos primera, porque Italia fue sucesivamente obligada a gozar de otras “liberaciones”. La primera –es natural—cuando la traición la liberó de la “tiranía” fascista.

De las observaciones, más o menos irónicas que el autor de la nota recogió de labios de los diplomáticos extranjeros, se saca una serie de consideraciones que pueden resumirse en estas palabras:  Cuando un régimen cae, es costumbre,  forma parte necesaria de la victoria de los entrantes, la destrucción de las insignias y de los emblemas de los salientes. De no ser milenaria esta traición ¿cómo podrían jactarse tantos de haber contribuido a la caída de los dueños de ayer?.

 Somos lo bastante realista como para comprender que un régimen que reemplaza a otro con un procedimiento extra legal, culminando en verdaderos choques callejeros, de desahogo a la violencia de las pasiones  . La  embriaguez de la victoria , embistiendo todo cuanto directa o indirectamente pueda representar al enemigo.

Pero en el caso del golpe de estado contra el fascismo –que ocurrió, como es sabido, el 25 de julio de 1943--, las cosas sucedieron de una manera un poco distintas. El cambio de la situación no estuvo precedido, ni  acompañado, por revueltas ni sublevaciones. Nada de barricadas, nada de choques sangrientos, nada de épicas pasiones populares.

La multitud, --la masa popular—de Roma y de las provincias más importantes esa noche no se movió. Al ser de dominio público el comunicado oficial, con un estilo inestimablemente burocrático anunciaba la dimisión del caballero Benito Mussolini  y su sustitución por el Mariscal Badoglio, solamente pequeños, aunque numerosos grupos de exaltados se pusieron a recorrer calles y plazas. Detalle interesante: el grito más frecuente no era “¡Abajo el fascismo!”, sino “¡Abajo la guerra y viva la paz!”.

Luego, todos se fueron a la cama, convencidos de haber participado personalmente en el derribo del gigante. Todos, menos los jefes de los partidos adversarios –a quienes el Régimen había tolerado magnánimamente--, también ellos sorprendidos por los acontecimientos, y ansiosos de ocupar lo más pronto posible los puestos de primera fila. De allí la urgente necesidad de preparar las atropelladas y “espontáneas” demostraciones populares de los días sucesivos.

Así fue como se desarrollaron las demostraciones de los dos o tres días subsiguientes al 25 de julio. Como primera medida fueron derribados emblemas e insignias, haces lictores y tarjas conmemorativas de grandes hechos, de obras imperecederas, de héroes. Fue dicho: “Por furor del pueblo”. Pero este pueblo era el mismo que, dos meses antes –el 5 de mayo—invadió la plaza Venecia alzando los brazos, en actitud de ofrenda a sus niños, a fin de que Mussolini estuviera reconfortado con la resistencia bélica; el mismo pueblo que, cuarenta y cinco días después, aclamaba a Mussolini cuando la noticia de su liberación: el mismo que se agolpará delirante en las calles de Milán durante su última visita oficial. El mismo pueblo, en fin, que asistirá con cruel indiferencia a las vejaciones que grupos de desaforados—obedeciendo órdenes extranjeras—hicieran a su cuerpo y a la de sus fieles.

Mientras tanto, arrestar a los fascistas más peligrosos: suprimir algunos entre lo más representativos, como ocurrió con Ettore Muti, el incomparable héroe de cuatro guerras, y como ocurrirá después con el gran filósofo Giovanni Gentile.

Es de notar que muy pronto el auténtico pueblo se cansó de derribar emblemas: muchos fingieron no verlos: muchísimos los eliminaron de tal manera que al cabo de diez años siguen siendo visibles y legibles, como aquel que menciona el escritor Manlio Lupinacci. Y eso pasó no porque al primer ímpetu sucediese un natural cansancio, sino por una causa muy distinta y profunda.

En aquella última semana de julio –no obstante haber hipócritamente asegurado el comunicado oficial que “la guerra continúa”— el pueblo comprendió perfectamente el íntimo significado que los autores del golpe de estado daban a la lucha contra el fascismo: la eliminación de Mussolini representaba el fin de la guerra, la paz a toda costa, el cese de los atroces bombardeos, la abundante reaparición del pan, de los medicamentos, del café, de los cigarrillos.

Por eso, --como ya dijimos—el 25 de julio y los días subsiguientes no se gritó tanto “¡Abajo el fascismo!” como “¡Viva la paz!”. Las manifestaciones más encendidas de odio contra fascistas y alemanes no se debían tanto a la veinteñal “opresión” de los primeros, ni a la férrea disciplina impuesta por los segundos, como al hecho de que, tanto en unos como en otros, el pueblo veía el principal obstáculo en el camino de la paz.

Y llegó, finalmente esa invocadísima paz coronando la “liberación”. Pero cualquiera sabe que es lo que esa paz aportó a Italia. Cualquiera sabe lo que fue la “liberación” en el paso, desde Sicilia hasta Lombardía de tropas de tres continentes. El pueblo vio, observó, consideró y sacó sus conclusiones, aunque sin rechazar el frenesí de la “liberación”: aún maldiciendo el fascismo, porque estaba de moda y causaba placer a los libertadores. Pero no fueron pocos los que, desde un principio, se plantearon el problema de si tales maldiciones eran originadas por daños efectivos sufridos durante el infausto “veintenio” o bien por el hecho (aunque también esta es una culpa) de no haber sabido el fasismo preparar  a la nación de modo que pudiera cortar el paso a aquella bendita “liberación.

La cual deleitaba al “bel Paese” bajo el patrocinio de la cruz de San Andrés, de la bandera estrellada, del gorro frigio, de la hoz y el martillo.

Y la duda sobre la verdadera naturaleza del antifascismo que la mayoría de los italianos manifestó después de las “liberación”, se justifica plenamente pensando que el Régimen no fue derribado por razones internas ideológicas, políticas, sociales, económicas, sino esencialmente por desconfianza en el éxito de la guerra, y por representar su permanencia en el poder una demora en la consecución de la paz.

Por esto, la destrucción de las insignias, de los símbolos y las ofensas a los monumentos, cedieron paso a la más honesta valoración por parte de la mayoría del pueblo, mientras seguían constituyendo la base de la intransigencia y pureza política en los programas propagandísticos de los multicolores partidos.

Si para complacer a los aliados y desacreditar al fascismo se llegó casi a denigrar las batallas de Etiopía, de Grecia y de Rusia, de modo que permanecían casi ignorados Queren y Amba Alagi, las montañas del Epiro resonantes de homéricas gestas de los alpinos, el infierno de El Alamein, donde los muchachos de la Folgore y los Jóvenes Fascistas renovaban antiguas leyendas, y las llanuras del Don sembradas de proezas de la caballería ¿Cómo pretender que se respetasen los recuerdos marmóreos del Imperio y de la guerra de España?

¿Cómo pretender que se respetasen las lápidas con las fechas de fundación de ciudades universitarias, de centros industriales, de grupos de hospitales, de acueductos que sacian regiones enteras, de desagües que hacen florecer nuevas tierras, de caminos que enlazan zonas distantes e inseguras?

¿Cómo pretender que quedasen visibles los haces lictores que ornaban los edificios de las grandes instituciones, tales como la Maternidad y la Infancia, el Dopolavoro, la Protección de la Invalidez y de la vejez, las colonias montañosas, marítimas y fluviales, los grandes diques para producción de energía eléctrica?

Borrar, borrar todo, fríamente, racionalmente, y lo más pronto posible .   ¿Pero cómo se hace para olvidarlo todo? Los partidos pasan, con sus amores y sus odios, y las obras permanecen.

Aquí había un nudo de sórdidas callejuelas, y ahora se abre la gran calle solar que, nacida entre el Capitolio y el Quirinal, alcanza el Coliseo y el Arco de Constantino y se prolonga hacia el mar, saludando los Foros de Trajano, de Nerva, de César y aquel otro, el mayor, con las rostras, y la Basílica, y el templo de Antonino y Faustina, y el palacio de Septimio Severo.

Aquí había herbajes y malezas y ahora se yergue el gran Foro, rico en estadios, piscinas, juegos olímpicos, edificios que repiten el esplendor de la antigua Roma, vigilado por un pueblo de estatuas.

Aquí había un inmenso pantano, donde se apagaban los lamentos de los condenados por Circe y se ahogaban las iniciativas de emperadores y pontífices. Ahora está una provincia entera, rica en mieses, en viñas, en huertas, en fábricas, con cuatro ciudades hirvientes de obras.

A las puertas de aquella ciudad del norte había una colina, y ahora se extiende una gran llanura ocupada por los más modernos y equipados talleres y astilleros.

Borrar, borrar. Los adversarios políticos tienen plena razón en rechazar todo cuanto recuerda los “veinte años”. Pero han transcurrido diez apenas; será necesario que se resignen a esperar otros tantos para que la obra de la esponja y el pico puedan cumplirla…

Mientras tanto, se conforman con cambiar nombres. Y es así como la inmensa obra del Régimen sigue íntegra, a pesar del cambio de etiqueta. La nomenclatura no resultaba bastante democrática para organismos que se interesan por el pueblo. Sabido es: los tiempos cambian, y tienen sus exigencias. Y la democracia tiene tantos cuantos son los antojos de las vírgenes vestales que  la custodian.

Pero hay otros símbolos –si bien simples fechas—que jamás podrán ser borrados.

Por ejemplo: ¿cómo borrar las fechas de publicación de las obras maestras de Benedetto Croce, aparecidas precisamente en aquel terrible período en que les era prohibido a los antifascistas inclusive la más inocente manifestación cultural? ¿Y las obras jurídicas, históricas filosóficas, estadísticas que constituyeron la base científica de la organización sindical y corporativa ?.    La escribieron lumbreras de los más opuestos sectores: muchísimos no fascistas, muchos antifascistas: todos los que hoy ocupan sillones de jueces condenadores. ¿Cómo borrar la fecha de aquellas infinitas dedicatorias a menudo ni siquiera solicitadas?

Y el conjunto de las leyes sociales que siguen despertando –y lo harán más en el porvenir—el interés del estudioso del mundo entero, no cambiará de naturaleza ni de espíritu, aun reeditándolo en papel “made in England”.

¿Y los códigos? Ni siquiera los más geniales antifascistas de hogaño que en ellos colaboraron con cultura y sabiduría son capaces de encontrar un descolorante que satisfaga su legítimo deseo de olvidar y hacerse olvidar .   ¿Y qué habilísimo y sutil demócrata cristiano logrará penetrar en los archivos vaticanos para hacer saltar los grandes sellos de los tratados de Letrán y reemplazar los haces lictores con el escudo cruzado?

Y más aún. No son los símbolos amurallados en los cimientos de puentes, calles, universidades, hospitales, diques los que deben buscarse. No tampoco aquellos impresos sobre los documentos que ya constituyen el patrimonio de la historia. Todo este encarnizamiento, al fin y al cabo, no resuelve absolutamente nada: como tampoco no se solucionaría nada si por un imprevisto viento de locura, una ley extraordinaria autorizase la restauración de todos los emblemas fascistas.

Cuando en 1871 París creyó afirmar sus derechos populares derribando la estatua de Napoleón erigida sobre la columna Vèndome, no hizo nada más de lo que hicieron los restauradores, cuando, cuatro años después volvieron a colocarla en su lugar. No era el boleto de ida y de vuelta otorgado por el capricho popular a una estatua lo que importaba: importaba el valor simbólico del bronce de los cañones de Marengo fundidos en la alta columna.

Cuando los partidarios de Tito rasparon los leones venecianos no hicieron nada distinto de lo que hicieron sus compañeros masacrando a los italianos de Istria en las cuevas del Carso. No lograron raspar la idea que ayer no más flameó en Trieste, tiñendo de rojo los altares de San Antonio.

También el viento del desierto tiene la pretensión de enarenar teatros y templos antiguos y sepulcros recientes, ilusionándose con cubrirlo y nivelarlo todo.

Pero llega cierto día –impulsado por quien sabe qué destino—un campesino calabrés, lucano o siciliano. Y comienza a trabajar con pala y azada. Y he aquí que la pala choca contra una lápida que lleva grabado el año de un emperador o de un jefe de legión. Luego, un poco más allá, otro choque todavía: un montoncito de huesos calcinados por la arena, y a su lado una  chapita de reconocimiento:

“Soldato Tal dei Tali, Bataglione Carristi.

Anno Lictori XX”.

Y esta fecha –este epígrafe de inmortalidad-- ¿Cómo lo borramos ?

 

SEMPRONIO.

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