(TESTIMONIOS HISTÓRICOS
DE OBRAS IMPERECEDERAS QUE LA BARBARIE “ALIADA” NO PUEDE BORRAR).
QUEDAN LAS IDEAS
Y LAS OBRAS
Por Sempronio.
(Publicado en la década
del ’50 en Dinámica Social).
Un ilustre jurista y brillante escritor italiano –el abogado Manlio Lupinacci—escribe
en la revista “Época” del 19 de noviembre una nota a propósito de una ceremonia
religiosa en sufragio de los caídos en todas las guerras, a la cual asistiera
junto con diplomáticos extranjeros.
Durante la ceremonia, Lupinacci quedó impresionado por los comentarios que
algunos de estos últimos intercambiaban acerca de las huellas de una antigua inscripción fascista, que
aparecía, muy visible aún, en una de las paredes del templo. Esta huella
permitía claramente leer: “Anno Lictori VII”. Las letras, en mármol o en
bronce, habían sido raspadas en tiempos de la primera liberación. Decimos
primera, porque Italia fue sucesivamente obligada a gozar de otras “liberaciones”.
La primera –es natural—cuando la traición la liberó de la “tiranía” fascista.
De las observaciones, más o menos irónicas que el autor de la nota recogió
de labios de los diplomáticos extranjeros, se saca una serie de consideraciones
que pueden resumirse en estas palabras:
Cuando un régimen cae, es costumbre,
forma parte necesaria de la victoria de los entrantes, la destrucción de
las insignias y de los emblemas de los salientes. De no ser milenaria esta
traición ¿cómo podrían jactarse tantos de haber contribuido a la caída de los
dueños de ayer?.
Pero en el caso del golpe de estado contra el fascismo –que ocurrió, como
es sabido, el 25 de julio de 1943--, las cosas sucedieron de una manera un poco
distintas. El cambio de la situación no estuvo precedido, ni acompañado, por revueltas ni sublevaciones.
Nada de barricadas, nada de choques sangrientos, nada de épicas pasiones
populares.
La multitud, --la masa popular—de Roma y de las provincias más importantes
esa noche no se movió. Al ser de dominio público el comunicado oficial, con un
estilo inestimablemente burocrático anunciaba la dimisión del caballero Benito Mussolini y su sustitución por el Mariscal Badoglio,
solamente pequeños, aunque numerosos grupos de exaltados se pusieron a recorrer
calles y plazas. Detalle interesante: el grito más frecuente no era “¡Abajo el
fascismo!”, sino “¡Abajo la guerra y viva la paz!”.
Luego, todos se fueron a la cama, convencidos de haber participado
personalmente en el derribo del gigante. Todos, menos los jefes de los partidos
adversarios –a quienes el Régimen había tolerado magnánimamente--, también
ellos sorprendidos por los acontecimientos, y ansiosos de ocupar lo más pronto
posible los puestos de primera fila. De allí la urgente necesidad de preparar
las atropelladas y “espontáneas” demostraciones populares de los días
sucesivos.
Así fue como se desarrollaron las demostraciones de los dos o tres días
subsiguientes al 25 de julio. Como primera medida fueron derribados emblemas e
insignias, haces lictores y tarjas conmemorativas de grandes hechos, de obras
imperecederas, de héroes. Fue dicho: “Por furor del pueblo”. Pero este pueblo
era el mismo que, dos meses antes –el 5 de mayo—invadió la plaza Venecia
alzando los brazos, en actitud de ofrenda a sus niños, a fin de que Mussolini
estuviera reconfortado con la resistencia bélica; el mismo pueblo que, cuarenta
y cinco días después, aclamaba a Mussolini cuando la noticia de su liberación:
el mismo que se agolpará delirante en las calles de Milán durante su última
visita oficial. El mismo pueblo, en fin, que asistirá con cruel indiferencia a
las vejaciones que grupos de desaforados—obedeciendo órdenes
extranjeras—hicieran a su cuerpo y a la de sus fieles.
Mientras tanto, arrestar a los fascistas más peligrosos: suprimir algunos
entre lo más representativos, como ocurrió con Ettore Muti, el incomparable
héroe de cuatro guerras, y como ocurrirá después con el gran filósofo Giovanni
Gentile.
Es de notar que muy pronto el auténtico pueblo se cansó de derribar
emblemas: muchos fingieron no verlos: muchísimos los eliminaron de tal manera
que al cabo de diez años siguen siendo visibles y legibles, como aquel que
menciona el escritor Manlio Lupinacci. Y eso pasó no porque al primer ímpetu
sucediese un natural cansancio, sino por una causa muy distinta y profunda.
En aquella última semana de julio –no obstante haber hipócritamente
asegurado el comunicado oficial que “la guerra continúa”— el pueblo comprendió
perfectamente el íntimo significado que los autores del golpe de estado daban a
la lucha contra el fascismo: la eliminación de Mussolini representaba el fin de
la guerra, la paz a toda costa, el cese de los atroces bombardeos, la abundante
reaparición del pan, de los medicamentos, del café, de los cigarrillos.
Por eso, --como ya dijimos—el 25 de julio y los días subsiguientes no se
gritó tanto “¡Abajo el fascismo!” como “¡Viva la paz!”. Las manifestaciones más
encendidas de odio contra fascistas y alemanes no se debían tanto a la
veinteñal “opresión” de los primeros, ni a la férrea disciplina impuesta por
los segundos, como al hecho de que, tanto en unos como en otros, el pueblo veía
el principal obstáculo en el camino de la paz.
Y llegó, finalmente esa invocadísima paz coronando la “liberación”. Pero
cualquiera sabe que es lo que esa paz aportó a Italia. Cualquiera sabe lo que
fue la “liberación” en el paso, desde Sicilia hasta Lombardía de tropas de tres
continentes. El pueblo vio, observó, consideró y sacó sus conclusiones, aunque
sin rechazar el frenesí de la “liberación”: aún maldiciendo el fascismo, porque
estaba de moda y causaba placer a los libertadores. Pero no fueron pocos los
que, desde un principio, se plantearon el problema de si tales maldiciones eran
originadas por daños efectivos sufridos durante el infausto “veintenio” o bien
por el hecho (aunque también esta es una culpa) de no haber sabido el fasismo
preparar a la nación de modo que pudiera
cortar el paso a aquella bendita “liberación.
La cual deleitaba al “bel Paese” bajo el patrocinio de la cruz de San Andrés,
de la bandera estrellada, del gorro frigio, de la hoz y el martillo.
Y la duda sobre la verdadera naturaleza del antifascismo que la mayoría de
los italianos manifestó después de las “liberación”, se justifica plenamente
pensando que el Régimen no fue derribado por razones internas ideológicas,
políticas, sociales, económicas, sino esencialmente por desconfianza en el
éxito de la guerra, y por representar su permanencia en el poder una demora en
la consecución de la paz.
Por esto, la destrucción de las insignias, de los símbolos y las ofensas a
los monumentos, cedieron paso a la más honesta valoración por parte de la
mayoría del pueblo, mientras seguían constituyendo la base de la intransigencia
y pureza política en los programas propagandísticos de los multicolores
partidos.
Si para complacer a los aliados y desacreditar al fascismo se llegó casi a
denigrar las batallas de Etiopía, de Grecia y de Rusia, de modo que permanecían
casi ignorados Queren y Amba Alagi, las montañas del Epiro resonantes de
homéricas gestas de los alpinos, el infierno de El Alamein, donde los muchachos
de la Folgore y los Jóvenes Fascistas renovaban antiguas leyendas, y las
llanuras del Don sembradas de proezas de la caballería ¿Cómo pretender que se
respetasen los recuerdos marmóreos del Imperio y de la guerra de España?
¿Cómo pretender que se respetasen las lápidas con las fechas de fundación
de ciudades universitarias, de centros industriales, de grupos de hospitales,
de acueductos que sacian regiones enteras, de desagües que hacen florecer
nuevas tierras, de caminos que enlazan zonas distantes e inseguras?
¿Cómo pretender que quedasen visibles los haces lictores que ornaban los
edificios de las grandes instituciones, tales como la Maternidad y la Infancia,
el Dopolavoro, la Protección de la Invalidez y de la vejez, las colonias
montañosas, marítimas y fluviales, los grandes diques para producción de
energía eléctrica?
Borrar, borrar todo, fríamente, racionalmente, y lo más pronto posible
. ¿Pero cómo se hace para olvidarlo todo? Los
partidos pasan, con sus amores y sus odios, y las obras permanecen.
Aquí había un nudo de sórdidas callejuelas, y ahora se abre la gran calle
solar que, nacida entre el Capitolio y el Quirinal, alcanza el Coliseo y el
Arco de Constantino y se prolonga hacia el mar, saludando los Foros de Trajano,
de Nerva, de César y aquel otro, el mayor, con las rostras, y la Basílica, y el
templo de Antonino y Faustina, y el palacio de Septimio Severo.
Aquí había herbajes y malezas y ahora se yergue el gran Foro, rico en
estadios, piscinas, juegos olímpicos, edificios que repiten el esplendor de la
antigua Roma, vigilado por un pueblo de estatuas.
Aquí había un inmenso pantano, donde se apagaban los lamentos de los
condenados por Circe y se ahogaban las iniciativas de emperadores y pontífices.
Ahora está una provincia entera, rica en mieses, en viñas, en huertas, en
fábricas, con cuatro ciudades hirvientes de obras.
A las puertas de aquella ciudad del norte había una colina, y ahora se
extiende una gran llanura ocupada por los más modernos y equipados talleres y
astilleros.
Borrar, borrar. Los adversarios políticos tienen plena razón en rechazar
todo cuanto recuerda los “veinte años”. Pero han transcurrido diez apenas; será
necesario que se resignen a esperar otros tantos para que la obra de la esponja
y el pico puedan cumplirla…
Mientras tanto, se conforman con cambiar nombres. Y es así como la inmensa
obra del Régimen sigue íntegra, a pesar del cambio de etiqueta. La nomenclatura
no resultaba bastante democrática para organismos que se interesan por el
pueblo. Sabido es: los tiempos cambian, y tienen sus exigencias. Y la
democracia tiene tantos cuantos son los antojos de las vírgenes vestales que la custodian.
Pero hay otros símbolos –si bien simples fechas—que jamás podrán ser
borrados.
Por ejemplo: ¿cómo borrar las fechas de publicación de las obras maestras
de Benedetto Croce, aparecidas precisamente en aquel terrible período en que
les era prohibido a los antifascistas inclusive la más inocente manifestación
cultural? ¿Y las obras jurídicas, históricas filosóficas, estadísticas que
constituyeron la base científica de la organización sindical y corporativa ?. La escribieron lumbreras de los más opuestos
sectores: muchísimos no fascistas, muchos antifascistas: todos los que hoy
ocupan sillones de jueces condenadores. ¿Cómo borrar la fecha de aquellas
infinitas dedicatorias a menudo ni siquiera solicitadas?
Y el conjunto de las leyes sociales que siguen despertando –y lo harán más
en el porvenir—el interés del estudioso del mundo entero, no cambiará de
naturaleza ni de espíritu, aun reeditándolo en papel “made in England”.
¿Y los códigos? Ni siquiera los más geniales antifascistas de hogaño que en
ellos colaboraron con cultura y sabiduría son capaces de encontrar un
descolorante que satisfaga su legítimo deseo de olvidar y hacerse olvidar . ¿Y qué
habilísimo y sutil demócrata cristiano logrará penetrar en los archivos
vaticanos para hacer saltar los grandes sellos de los tratados de Letrán y
reemplazar los haces lictores con el escudo cruzado?
Y más aún. No son los símbolos amurallados en los cimientos de puentes,
calles, universidades, hospitales, diques los que deben buscarse. No tampoco
aquellos impresos sobre los documentos que ya constituyen el patrimonio de la
historia. Todo este encarnizamiento, al fin y al cabo, no resuelve
absolutamente nada: como tampoco no se solucionaría nada si por un imprevisto
viento de locura, una ley extraordinaria autorizase la restauración de todos
los emblemas fascistas.
Cuando en 1871 París creyó afirmar sus derechos populares derribando la
estatua de Napoleón erigida sobre la columna Vèndome, no hizo nada más de lo
que hicieron los restauradores, cuando, cuatro años después volvieron a
colocarla en su lugar. No era el boleto de ida y de vuelta otorgado por el
capricho popular a una estatua lo que importaba: importaba el valor simbólico
del bronce de los cañones de Marengo fundidos en la alta columna.
Cuando los partidarios de Tito rasparon los leones venecianos no hicieron
nada distinto de lo que hicieron sus compañeros masacrando a los italianos de
Istria en las cuevas del Carso. No lograron raspar la idea que ayer no más
flameó en Trieste, tiñendo de rojo los altares de San Antonio.
También el viento del desierto tiene la pretensión de enarenar teatros y
templos antiguos y sepulcros recientes, ilusionándose con cubrirlo y nivelarlo
todo.
Pero llega cierto día –impulsado por quien sabe qué destino—un campesino
calabrés, lucano o siciliano. Y comienza a trabajar con pala y azada. Y he aquí
que la pala choca contra una lápida que lleva grabado el año de un emperador o
de un jefe de legión. Luego, un poco más allá, otro choque todavía: un
montoncito de huesos calcinados por la arena, y a su lado una chapita de reconocimiento:
“Soldato Tal dei Tali,
Bataglione Carristi.
Anno Lictori XX”.
Y esta fecha –este epígrafe de inmortalidad-- ¿Cómo lo borramos ?
SEMPRONIO.
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