Falange Española
Discurso de la fundación, pronunciado en el Teatro de la
Comedia de Madrid, el día 29 de octubre de 1933, por
José Antonio Primo de Rivera
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ada de un párrafo de gracias. Escuetamente gracias, como
corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.
Cuando en marzo de 1762, un hombre nefasto que se llamaba Juan
Jacobo Rousseau, publicó El Contrato Social, dejó de ser la verdad política una
verdad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran
ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun
sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos
que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, a cada instante,
decisiones de voluntad.
Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que
vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una
de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de
definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa
voluntad colectiva, esa voluntad soberana sólo se expresa por medio del
sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la
adivinación de la voluntad superior-, venía a resultar que el sufragio, esa
farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de
decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la
verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o era mejor que, en un
momento, se suicidase.
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omo el Estado liberal fue un servidor de esa doctrina,
vino a constituirse, no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios,
sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era
lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado
número de señores, que las elecciones empezaran a las ocho y terminaran a las
cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble
destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las
urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes
liberales no creían ni siquiera su misión propia; no creían que ellos mismos
estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo
contrario y se propusiese asaltar el
Estado, por las buenas o por las malas,
tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los guardianes del Estado
mismo a defenderlo.
De aní vino el sistema democrático, que es, en primer
lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la
altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones
humanas, tenía que dedicar el ochenta , el noventa o el noventa y cinco por
ciento de sus energías a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer
propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso, a adular a sus
electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir
el Poder; a soportar humillaciones y vejámenes de los que, precisamente por la
función casi divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si después de
todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada, o de algunos minutos robados
a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado
para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas de Gobierno.
Vino después la pérdida de la unidad espiritual de los
pueblos, porque como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías, todo aquel que aspiraba a ganar el sistema
tenía que procurarse la mayoría de los sufragios. Y tenía que procurárselos
robándolos, si era preciso, a los otros partidos; y para ello no tenía que vacilar
en calumniarlos, en verter sobre ellos las peores injurias, en faltar deliberadamente
a la verdad, en no desperdiciar un solo resorte de mentira y de envilecimiento.
Y así, siendo la fraternidad uno de los postulados que el Estado liberal nos
mostraba en su frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde
los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran menos hermanos que
en la vida turbulenta y desagradable del Estadio liberal.
Y por último el Estado liberal vino a depararnos, la
esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo se les decía:
“Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compelerlos a que aceptéis
unas y otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os
ofrecemos las condiciones que nos parecen: vosotros, ciudadanos libres, si no
queréis , no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros ciudadanos pobres, si
no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre,
rodeados de la máxima dignidad liberal”. Y así veríais como en los países donde
se ha llegado a tener Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas
más finas, no teníais más que separaros unos cientos de metros de los barrios
lujosos para encontraros con tugurios infectos donde vivían hacinados los
obreros y sus familias, en un límite de decoro casi infrahumano. Y
encontraríais trabajadores de los campos que de sol a sol se doblaban sobre la
tierra, abrasadas las costillas, y que ganaban en todo el año, gracias al libre
juego de la economía liberal, setenta u ochenta jornales de tres pesetas.
P |
or eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento
(nosotros no recatamos ninguna verdad), el socialismo. Los obreros tuvieron que
defenderse contra aquel sistema, que sólo les daba promesas de derechos, pero
no se cuidaba de proporcionarles una vida justa.
Ahora, que el socialismo, que fue una reacción legítima
contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en
la interpretación materialista de la vida y de la Historia; segundo, en un
sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de
clases.
El socialismo, sobre
todo el socialismo que construyeron, impasibles en la frialdad de sus
gabinetes, los apóstoles socialistas, en quienes creen los pobres obreros, y
que ya nos ha descubierto como eran Alfonso García Valdecasas; el socialismo,
así entendido, no ve en la Historia sino un juego de resortes económicos: lo
espiritual se suprime; la religión es el opio del pueblo; la Patria es un mito
para explotar a los desgraciados. Todo esto os dice el socialismo. No hay más que
producción, organización económica. Así es que los obreros tienen que estrujar
bien sus almas para que no quede adentro de ellas la menos gota de espiritualidad.
No aspira el socialismo a restablecer la justicia social
rota por el mal funcionamiento de los Estados liberales, sino que aspira a la
represalia; aspira a llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos
más acá llegaran a la injusticia los sistemas liberales.
Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de
la lucha de clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son
indispensables, y se producen naturalmente en la que no puede haber nunca nada
que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del
liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo
económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo
de hermandad y de solidaridad entre los hombres.
Así resulta que cuando nosotros, los hombres de nuestra
generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral, un
mundo escindido de toda suerte de diferencias; y por lo que nos toca de cerca,
nos encontramos con una España en ruina moral, una España dividida por todos
los odios y por todas las pugnas. Y así, nosotros hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos
los pueblos de esta España maravillosa,
esos pueblo en donde todavía, bajo la caspa más humilde, se descubren gentes
dotadas de una elegancia rústica que no tiene un gesto excesivo ni una palabra ociosa,
gentes que viven sobre una tierra seca
en apariencia, con sequedad exterior, porque nos asombra con la fecundidad que estalla en el triunfo
de los pámpanos y de los trigos. Cuando recorríamos esas tierras y veíamos esas
gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos
los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas, teníamos que
pensar de todo ese pueblo lo que él mismo cantaba del Cid al verle errar por
campos de Castilla, desterrado de Burgos:
¡Dios, que buen
vasallo si oviera buen señor!
Eso venimos a encontrar nosotros en el movimiento que
empieza en este día: ese legítimo señor de España; pero un señor como el de San
Francisco de Borja, un señor que no se nos muera. Y para que no se nos muera,
ha de ser un señor que no sea al propio tiempo esclavo de su interés de grupo
ni de un interés de clase.
E |
l movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un
movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de
derechas ni de izquierdas. Porque, en el fondo, la derecha es la aspiración a
mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en
el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al
subvertirla se arrastren muchas cosas buenas. Luego, esto se decora en unos y
otros con una serie de consideraciones espirituales. Sepan todos los que nos
escuchan de buena fe que estas consideraciones espirituales caben todas en
nuestro movimiento: pero que nuestro movimiento por nada atará sus destinos al
interés de grupo al interés de clase que anida bajo la división superficial de
derechas e izquierdas.
La Patria es una unidad total, en que se integran todos
los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la
clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis
trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y
nosotros lo que queremos es que el movimiento de este dia, y el Estado que
cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad
indiscutible, de una unidad permanente, de una unidad irrevocable que se llama
Patria.
Y |
con esto ya
tenemos todo el motor de nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente,
porque nosotros seríamos un partido más si viniéramos a anunciar un programa de
soluciones concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen.
En Cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la Historia y ante la
vida, ese propio sentido nos da las soluciones ante lo concreto, como el amor
nos dice en qué caso debemos reñir y en qué caso nos debemos abrazar, sin que
un verdadero amor tenga hecho un mínimo programas de abrazos y de riñas.
He aquí lo que exige nuestro sentido total de la Patria y
del Estado que ha de servirla.
Que todos los pueblos de España, por diversos que sean,
se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.
Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido
nunca miembro de un partido politico; en cambio nacemos todos miembros de una
familia; somos todos vecinos de un Municipio y la corporación es en lo que de
veras vivimos, ¿para qué ncesitamos el instrumento intermediario y pernicioso
de los partidos políticos, que, para unirnos en grupos artificiales, empiezan
por desunirnos en nuestras realidades auténticas?
Queremos menos palabrería liberal y más repeto a la
libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre
cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos;
cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo
cuando al hombre se le considera así, se puede decir que se respeta de veras su
libertad, y más todavía si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos,
en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.
Queremos que todos se sientan miembro de una comunidad
seria y completa; es decir, que las funciones a realizar son muchas: unos con
el trabajo manual; otros con el trabajo del espíritu; algunos con un magisterio
de costumbres y refinamientos. Pero que
en una comunidad tal como la que nosotros apetecemos, sépase desde ahora, no
debe haber convidados ni debe haber
zánganos.
Queremos que no se canten derechos individuales de los
que no puedan cumplirse nunca en casa de los famélicos, sino que se dé a todo
hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serlo, la
manera de ganarse con su trabajo una vida humana justa y digna.
Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores
arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por
eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta, -como lo
hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión-
funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo.
Queremos que España recobre resueltamente el sentido
universal de su Cultura y de su Historia.
Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en
algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque ¿Quién
ha dicho –al hablar de “todo menos la violencia”- que la suprema jerarquía de
los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando
insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos
obligados a ser amables? Bien está, si, la dialéctica como primer instrumento
de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los
puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.
Esto es lo que pensamos nosotros del Estado futuro que
hemos de afanarnos en edificar.
P |
ero nuestro movimiento no estaría del todo entendido si
se creyera que es una manera de pensar tan solo; no es una manera de pensar, es
una manera de ser. No debemos proponernos sólo la construcción, la arquitectura
política. Tenemos que adoptar, ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud
humana, profunda y completa. Esta actitud es el espírtu de servicio y de
sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida. Así, pues, no imagine
nadie que aquí se recluta para ofrecer prebendas; no imagine nadie que aquí nos
reunimos para defender privilegios. Yo quisiera que este micrófono que tengo
delante llevara mi voz hasta los últimos rincones de los hogares obreros, para
decirles: si, nosotros llevamos corbata: si, de nosotros podéis decir que somos
señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha precisamente por aquello que no
nos interesa como señoritos; venimos a luchar por que a muchos de nuestras
clases se les impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por que
un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a los poderosos que a los
humildes. Y así somos, porque así lo fueron siempre en la Historia los
señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores,
porque en tierras lejanas, y en nuestra Patria misma, supieron arrostrar la
muerte y cargar con las misiones más duras, por aquello que precisamente, como
tales señoritos, no les importaba nada.
Y |
o creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a
defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha
de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las
soluciones más tibias: creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que
pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué
equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay
del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que
promete!
En un movimiento poético, nosotros levantaremos este
fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos; nosotros renunciaremos,
y de nosotros será el triunfo, triunfo que -¿para qué os lo voy a decir?- no
vamos a lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad lo que os
parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí nuestra España, ni está ahí nuestro
marco. Esa es una atmósfera turbia, ya
cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro
sitio. Yo creo, sí, que soy candidato: pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer
que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir
a disputar a los habituales los retos desabridos de un banquete sucio. Nuestro
sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro
sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo y en lo alto las
estrellas. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros fuera, en vigilancia
tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras
entrañas. +
Nota del blog:
testimonio de sentido común, de política verdadera, de poesía y de amor. Frente
a los tibios, que se recortan las alas para no alejarse del placentero y
benéfico Estado revolucionario. Una
maravillosa, entusiastamente doctrina política, que, quizá algún día, debería asumir nuestra Patria, para arrastrar
al pueblo a su dignidad y restaurar la Nación hacia su grandeza.
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