Rubén Calderón Bouchet
MR. ARNOLD
TOYNBEE Y EL GOBIERNO MUNDIAL
L
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a estupidez es,
probablemente, una de las virtudes que la Providencia ha
distribuido con más generosidad entre los habitantes de este gracioso planeta.
Pero en ciertas personalidades egregias la dosis alcanza límites insospechables.
Mr. Arnold Toynbee es uno de los estúpidos
más notables con que hoy cuenta el universo, y como su imbecilidad, siguiendo
el ritmo del progreso, logra una escala casi cósmica, todos los idiotas de la
tierra nos sentimos representados y beneficiados por la generosa expansión de
su propalada tilinguería.
Como por tradición y decisión personal estoy adscripto a la Iglesia Católica
Romana, y por gusto puramente intelectual al pensamiento vivo de Arnold Toynbee
voy a intentar un discreto comentario
sobre un artículo de este último publicado en la revista francesa La Table Ronde ,
correspondientes a los meses de julio y agosto del corriente año 1967. Como el trabajo de Toynbee, un modelo de
estúpida claridad británica, va acompañado de un debate entre varios
intelectuales franceses, que resulta, a su vez, un ejemplo inigualable de
sensata imbecilidad galo-católica, considero que no tiene desperdicio y debe
ser usado con toda indiscreción para fortalecer los presupuestos de esa “Filosofía
de la entrega”, a que hace mención el cauteloso ULISES en el número 32 de su
inconcebible hazaña editorial.
Por de pronto se trata de un tópico
especialmente caro al corazón de Mr. Arnold Toynbee: la posibilidad de un
“Estado mundial”, y el análisis de sus probables fundamentos. Idea que cuenta
ya con tres intentos en gran escala: USA, URSS y China Roja y la colaboración
asidua, aunque no muy desinteresada, de un montón de comisionistas rojos y
amarillos, entre los que contamos honrosos representantes.
Toynbee cree que el momento histórico es
favorable a la formación de ese Estado y que la humanidad se encuentra en la
pavorosa disyuntiva de aceptar su imposición o perecer miserablemente en una
guerra de exterminio llevada a cabo por las grandes potencias que, cosa no muy
bien considerada por nuestro autor, tratan, por su cuenta y riesgo, de llevar a
cabo esta grandiosa empresa.
Pues la verdad es que alguien tiene que hacerla
y poner en contribución los instrumentos prácticos para llevar la idea a
realización.
Lo que desarma en la estructura mental de
Mr. Arnoid Toynbee es la mezcla de
ingenuidad y de abstractismo en la que se mueve su pensamiento. Un escrupuloso
respeto por los “hechos” y una inocencia feroz para verlos a la luz de los
principios más depurados de malicia que la mente de un hombre puede concebir.
El hecho que nos amenaza es la guerra
atómica, frente a esto no hay mentecato que no doble la cabeza, y el hecho que
se impone es un control mundial de esa energía, y otro para administrar la
producción y la distribución del alimento, pues la destrucción por medio de la bomba. o la muerte por
inanición son los peligros que amenazan a nuestra humanidad. Negarse a
controlar ambas calamidades en escala
mundial, es elegir la muerte, y aquí viene el principio que da luz a todo este andamiaje sociológico: los
humanos eligen rara vez la muerte cuando
tienen que afrontarla.
En una palabra, tenemos que confiar en el
instinto de conservación. Los ingleses creen, duro como el fierro, que la salvación
depende de una suerte de reflexología animal que mantenemos incólumes de
nuestra ascendencia simiesca. Sería
inútil hablarle de que nuestros instintos no funcionan en un ámbito tan claro,
ni se encuentran exentos de complicaciones espirituales que suelen destruir
hasta el más arraigado de los
movimientos defensivos. Por la cabeza de Toynbee no ha pasado el dogma de la
caída, y en su alma, castamente albiónica,
no pesa la culpa original y sus lamentables consecuencias.
El hombre es un animal un poco complicado
pero fundamentalmente bueno: quiere comer, acostarse con la patrona, y vivir
largos años en paz y sin inconvenientes. Por lo demás su conciencia progresa en
una espiral de cono invertido. Ligada al clan en los modestos comienzos de la
edad de piedra, ha ido subiendo por escalas cada vez más universales, hasta
alcanzar la dimensión del planeta en este momento conmovedor en que vivimos. El
cristianismo parece haber aportado su granito de arena en esta dilatación
cuantitativa de la conciencia porque nos ha enseñado a pensar en términos
ecuménicos. Es de lamentar que la “oikumene” cristiana resulta hoy un poco
reducida, pero entre Toynbee y Teilhart, con la ayuda práctica de Carlos Marx
han revelado a los cristianos una dimensión cósmica de Cristo que disuelve las
perspectivas de campanario en un vasto panorama de ciencia ficción.
El estado del porvenir tiene que nacer de
estos hechos y del instinto de conservación de la raza. Puede argüirse que las
guerras mundiales últimamente vividas por nosotros han sido desatadas por
ambiciones de dominio que al par de la conciencia, crece en proporciones
cósmicas, pero este razonamiento no creo sea capaz de producir una arruga en la límpida frente
de nuestro sociólogo. Él sigue firme en
su idea de que el único medio concebible de una autoridad mundial consiste en
conseguir el consentimiento y la
cooperación de las fuerzas en plaza.
Es como decía una vieja beatona: si se
siguieran los consejos del Evangelio la gente no viviría tan mal como vive. Ahí
está el “güevo” y no lo pisen. La cosa es que la gente no sigue el Evangelio,
ni las fuerzas en plaza se acomodan a vivir en sus campanarios y como todas
ellas piensan que la solución es el gobierno mundial, pero controlado por ellos, temo que las predicciones de Mister Arnold acaben por cumplirse pero en forma un poco distinta a la que aspira su sueño de
sociólogo.
Precisamente
es aquí, en este nivel donde el error de Toynbee asume proporciones
universales. Carente en absoluto de una perspectiva metafísica para observar
las cosas humanas, Toynbee cae en la complacencia de explicar lo social por la
sociedad misma. ¿En qué consiste el proceso de desarrollo de la civilización
vista en un nivel sociológico? Pues en eso: en la progresiva extensión del
poder político que se dilata cuantitativamente en sociedades cada vea más monstruosas.
Estos poderes mundiales exigen técnicas de sometimiento tanto más coactivas y
demoledoras de la auténtica personalidad cuanto más débil y difuso es el lazo
interno que une a las masas así conglomeradas. Los griegos no concebían un estado
que excediera los límites de un modesto municipio. No por limitación ingénita a
su forma mentis, sino por respeto a ciertos modos de vida nacidos de la
comunicación y el entrecambio de los bienes del espíritu. Un imperio como el que
soñaba Alejandro, era un producto de la “ibris”, y su sola concepción atentaba
contra el desarrollo cualitativo del ciudadano adscripto a las leyes y a los
dioses de la Polis.
El
cristianismo no vino, como una suerte de Némesis sociológica, a sancionaron una
religión universal, el espíritu expansionista de las minorías ilustradas que
entonces “explotaban” la cuenca del
Mediterráneo. La expansión cristiana tiene otro ritmo y otra alcurnia, y la
base de su catolicidad es profundamente cualitativa y no cuantitativa.
Los
términos mismos que hoy empleamos para señalar la fisonomía de la nueva
política: mundial, ecuménica o cósmica si se quiere, delatan la naturaleza
puramente adicional de su crecimiento. Es la violencia, ibris, que dirían los
griegos, de un poder que se cierne sobre la tierra y crece sobre la base
puramente psicológica del terror que tiene y lo sostiene.
Toynbee,
sin lugar a dudas, pertenece al equipo de esos pensadores que se inscriben en
la línea de un cristianismo progresista,
en donde el aporte de Jesús ala historia viene inmenso en el contexto de una
evolución social que va de los clanes al imperio, y de los imperios a la
democracia mundial. En este proceso juega el papel insulso de “proveedor de
conciencia” internacional, más allá de los superados códigos rebañegos. Jesús
es el primer toynbiano que haya roto el cascarón del huevo nacionalista, y
Toynbee su realización completa en el plano planetario.
No
hablamos de sobrenatural. Este concepto ha sido declarado una manera de
expresarse un tanto figurada que podía admitirse en una situación de la
historia en que el hombre no había tomado conciencia de hallarse metido en un proceso evolutivo ascencional. Era una
manera de hablar que ha concluido su
cometido histórico, pero que no se justifica más, y conviene deshacerse de ella
en esta fase del catolicismo post-conciliar. Así el Reino de Dios se carnaliza
y toma la fisonomía made in USA, de un rotariano “American way of life” de uso
internacional. En esa salsa sociológica se encuentran más o menos metidos todos, y desde Toynbee al ilustre cardenal
Bea, pasando por el cadáver de Kennedy y las floridas barbas de Carlos Marx,
los príncipes que nos dirigen colaboran en la misma labor.
De
ese lado sopla el viento de la historia y desdichado el que así no lo entiende.
La pretensión de perdurar en sus fidelidades de campanario está obsoleta, y sólo cuenta dejarse meter en
la cinta mecánica de la sociología en boga, para que salgamos por el otro lado
podados de todos aquellos caracteres que la familia, la estirpe, la región y el
temperamento hayan podido poner en nosotros. Carne blanda, predigerida y
envasada para el consumo internacional. Basta de estúpidas pretensiones
solariegas, el mismo mameluco y la misma jeta para todo el mundo, y si es
posible castrar al Espíritu Santo, la misma
Iglesia eunuca con su coro aflautado de obispos al servicio del nuevo
Leviatán.
Esta
es la visión que Toynbee nos propone para que la aceptemos con alegría y
colaboremos en su realización. Nos va la vida, advierte y como decía el turquito
Zamara: más la vale un minuto de cobarde y no toda la vida muerto. La última
parte de la disyuntiva conviene que sea meditada literalmente, pues a veces,
las malas expresiones, suelen ser accidentalmente verdaderas.+
(Artículo publicado en la revista Ulises”).
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