miércoles, 6 de enero de 2016

 Ettore Vanni
La vida de los niños en el ‘Paraíso soviético’

Transcribo  otras narraciones    de las dramáticas  memorias “Ocho años en la Unión Soviética”,  de este  comunista decepcionado, al comprobar la horrorosa vida social  que encontró en su anhelada utopía soviética. Vanni, en estos capítulos (sólo copiamos fragmentos de incontables escenas ),  se refiere a los miles de niños españoles que fueron arrancados inicuamente de sus hogares, con el consentimiento de padres comunistas desamorados, durante la República española, en la década de 1930, y enviados a Rusia para insuflarles el cerebro con odio marxista. Destacamos que las condiciones de vida paupérrimas de estos niños españoles, que en parte leeremos a continuación, fue mucho más ‘humana’ de la que sufrieron  los niños rusos.

Esta miseria escandalosa  existía habitualmente  en la URSS, desde siempre,  aún antes de la invasión alemana,  y nunca la pudieron eliminar, pese a los ‘planes’ quinquenales, ¡La invasión  nazi no agravó la situación! ( lo aclaro por las dudas; porque tiempo después justificaban las atrocidades cargándolas a la cuenta de la guerra contra Alemania).
Dedico este capítulo a los “compañeros de ruta”, políticos, clero, etc. que proclaman  que los   marxismos traerán la salvación al proletariado; son los utopistas creadores del hombre perfecto y del paraíso en la tierra; imbéciles a quienes gustosamente, si  la decisión estuviera en mis manos, como he dicho en otras ocssiones, mandaría a veranear a Siberia; para que vuelvan con el rabo entre las piernas, como Vanni. Pero mejor sería ¡que no vuelvan jamás!



CAPÍTULO X
ESCUELAS PARA NIÑOS ESPAÑOLES

Llegué a Kúlbisohev el  10 de enero de 1940. El termómetro marcaba aquel día los 60 grados [¡bajo cero!].Iban conmigo tres maestras  españolas y un joven, maestro también, a quien el fin de la guerra le había sorprendido siguiendo un curso  de piloto en el Cáucaso.

Aunque habíamos telegrafiado anunciando nuestra llegada, no encontramos a nadie esperándonos. La impresión que recibí en la estación de Kúlbisohev y en las otras durante el trayecto, fue aún más penosa que la de la llegada a Moscú. Estando la región del Volga más atrasadas y una de las más castigadas por la colectivización y la represión que siguió a ésta, la miseria y la suciedad son mayores que en otras, hecha excepción del Asia central.

En las estaciones, pequeñas o grandes, el espectáculo de los niños abandonados se repetía constantemente.

Había visto en centenares de revistas rostros de niños sonrientes, casa-cuna, jardines de la infancia. Me había admirado, sobre todo,  un retrato de Stalin con una niña en brazos, del cual volví a ver en Rusia por todas partes millares de reproducciones con esta dedicatoria:

“GRACIAS CAMARADA STALIN POR NUESTRA INFANCIA FELIZ”.

Evidentemente sólo los hijos de los Oficiales del Ejército y los burócratas del Partido pueden dar las gracias al camarada Stalin. Los otros, aquellos que he visto siempre  tender la mano delante de los trenes, a la puerta de los mercados, en el metro, en el tranvía, harapientos y sucios; los hijos de los campesinos enviados a Siberia, de los obreros y de los modestos empleados que no saben como terminar el mes, aquellos que pueden darle las gracias lo maldicen.

Hay en Rusia un vasto florecer de canciones prohibidas. Las he oído en Ucrania, en Moscú, en Crimea, por todas partes. Los “Biesprizoni”, muchachos abandonados las componen y las propagan de pueblo en pueblo, de cárcel en cárcel, de ciudad en ciudad; canciones tristes, dolientes, narran  el drama de una familia destruida, de una criatura abandonada  en una estación mientras el tren se lleva a sus padres, mandados a Siberia por la “maldita autoridad soviética”.

La casa 14 para muchachos españoles se encontraba en Poliana Franze, a 14 km. de la ciudad de Kúlbisohev. En verano los barcos transportaban por el Volga. En invierno no hay otro medio de transporte que el trineo. Llegamos a Poliana Franze transidos de frío, alrededor de nosotros no había más que nieve. Tuve por primera vez la sensación de abandono, de soledad, de amargura y la impresión de estar separado del resto del mundo al cual hubiera sido vano intentar regresar. Las maestras lloraban cálidas y silenciosas lágrimas. Habían estado a punto de marchar a México reclamadas por algunos parientes. Repentinamente la policía les retiró el  visaje de salida. Tuvieron que quedarse en Rusia donde hacía ya tres años que residían; solamente siete años después, reclamadas de nuevo por sus parientes, pudieron marchar.

El primer encuentro con los chicos se ha grabado indeleble en mi memoria. Me encontraba por primera vez en un aula ante una veintena de pequeños; algunos tenía apenas diez años. Díscolos como casi todos, y como todos los otros, sucios. Mientras respondía a las preguntas que algunos me había hecho  me di cuenta que dos de ellos, sentados en primera fila, jugaban, contando sobre el banco alguna cosa. Me acerqué y vi cuan simple era el juego; hacía caer de la propia cabeza los piojos y los contaban Aquel de los dos que cabían caer más era el vencedor. La apuesta era parte del pan o un pedacito de mantequilla que les daban a  la comida o a la cena. En las Escuelas-internados rusos se tiene por principio que el muchacho no debe estar nunca solo; además del maestro está el educador, el cual debe preocuparse de la formación del niño, de sus juegos, y naturalmente, también, de la higiene y del estudio. En las Escuelas para niños españoles, algunos de sus compatriotas –sobre todo mujeres- tenían estas funciones. Estos cargos eran adjudicados por la organización Konsomo, que, en teoría, se ocupa de la educación de los muchachos y de los jóvenes. Y si es verdad que hubo rusos que tomaron en serio su propio trabajo y lo desarrollaron lealmente, si bien con métodos contraproducentes impuestos de arriba, es también verdad que la mayor parte de estos funcionarios se preocuparon de conseguir éxitos aparentes presentando “planes de trabajo” que después eran sólo realizados sobre el papel  e infundiendo las más de las veces en los chicos, con su propio ejemplo, aquel espíritu que debía conducirles a donde, de hecho, los condujo más tarde.

Entre el personal español, hecha la debida excepción de maestros que,  no siendo comunistas, se preocupaban seria  y exclusivamente de la escuela, sucedió que estando  en casi la totalidad compuesta de elementos del Partido, sin ninguna noción de cultura didáctica, más que maestros y educadores eran “Comisarios políticos”.

El resultado definitivo de este estado de cosas lo veremos más adelante. Pero el resultado inmediato era aquel abandono, aquella suciedad, que repercutía sobre la disciplina y que no encontré entre los pequeños de Poliana Fruze. Tenían necesidad de calor y de afecto; escuchaban en cambio largos discursos sobre el Ejército Rojo, sobre el camarada Stalin, y el recuerdo martilleante  del amor y de la gratitud que debían a la Unión Soviética por todo lo que la Unión Soviética hacía por ellos.

Me horroricé ante el espectáculo de aquellos dos pequeños que jugaban a quien tuviese en la cabeza más piojos.  -¿Pero porqué tenéis la cabeza tan sucia? ¿No os peináis? Pregunté.- No tenemos peines.

En pleno invierno, poquísimos de ellos tenían chanclos; los ‘valiki’ –botas de fieltro- rotos; y por consiguiente los calcetines o los trapos que envolvían los pies, más que húmedos, empapados. Cuando ocho meses después salimos de Kúlbisohev, aquel clima infernal y las condiciones en que los niños fueron obligados a vivir habían hecho no pocas víctimas. En un informe enviado personalmente por mi a Moscú, basándome en datos  recogidos por la doctora, llamaba la atención sobre el hecho que, de poco más de cien muchachos de la Colonia, 43 habían contraído  enfermedades graves de tuberculosis ósea, artritis y otras.

Trabajaba como interprete de la Colonia un joven italiano que luego desapareció, como tantos otros extranjeros. Rusia es inmensa, pero en cada punto de su ilimitado territorio están los ojos y la mano de la NKVD. Él mismo me informó que desde hacía un mes los muchachos no tomaban el baño; que no había jabón, lo que no permitía cambiar la ropa de la camas ni la personal con la debida frecuencia y asiduidad. La calefacción de las habitaciones no se encendía todos los días y, más de una vez hubo que suspender las lecciones a causa del frío.

Pedí a Libero me acompañase al Director, el cual me escuchó con aire de sorpresa. Conseguí jabón petróleo, un peluquero y permiso para calentar agua. El local destinado a la ducha no invitaba verdaderamente a bañarse y el vapor conseguía solamente atenuar el frío del ambiente; precisaba consumir mucha leña pero no había y cada vez que iba uno a darse una buena ducha se corría el riesgo de coger una pulmonía. De todas maneras llevamos allí a los muchachos; el barbero les cortó el pelo, se bañaron, aunque tuvieron que volver a ponerse la ropa sucia; y  todos nosotros mismos les enjabonamos las cabezas frotándoselas después con petróleo. Nunca olvidaré las miradas de gratitud de aquellas criaturas.

Los dormitorios eran fríos y hediondos. Había una sola estufa en el pasillo, donde una mujer, cada noche, hacía lo que podía para secar los calcetines o los trapos y los ‘valenku’.

Aquella misma tarde el Director nos expuso la situación. Los organismos de la ciudad no suministraban a la Casa ni el jabón ni los vestidos que el había pedido. Por su cuenta se había arriesgado a hacer cortar algunos gruesos árboles de las cercanías de las casas y por esto le habían formado expediente que aún ni estaba liquidado.

No había medicamentos, ni había ni algodón. Citaré un caso. En la escuela había muchachas de catorce y algunas de quince años. Un día durante una lección una maestra llamó a una de ellas. La alumna se levantó y al ir hacia la pizarra, la maestra se dio cuenta del estado en que estaba la jovencita por las gotas de sangre que caían al suelo. Interrogada aparte, contestó: “Qué quieres que haga, camarada, si en la enfermería no nos dan algodón”. Los muchachos se sonaban con los dedos. No tenían pañuelos, y cuando conseguimos hacerles dar pedazos de tela que debían llamarse pañuelos, continuaban haciéndolo como antes. ¿Cómo podían hacerlo si las mismas educadoras, el Director, todo ruso, en suma, empleaban públicamente aquel sistema limpiándose después los dedos en el trasero y empleando el pañuelo  para limpiarse los dedos?

CAPÍTULO  XII
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Al principio, la vida de aquella gente era un misterio para nosotros. De qué se alimentaban y cómo, puesto que no tenían derecho a recibir cosa alguna de la Colonia, no alcanzábamos a comprenderlo. Una cosa era cierta, con el salario podían comprar apenas el pan. Después de esto les quedaba bien poco para gastar. Algunos eran favorecidos por el hecho que en la familia trabajaban dos y a veces tres personas; aun así las estrecheces y las privaciones eran enormes. Algunos se veían obligados a hacer trabajar a sus propios hijos a los trece años y hasta los doce.

Muchachos que, a tal edad, son condenados a la dura vida del trabajo, los vi más tarde en la fábrica, a pesar de las leyes que prohíben pomposamente el empleo de menores. Al último de ellos lo tuve de vecino de cama en el hospital, en el invierno del 46/47. Se llamaba Pétia, tenía trece años y trabajaba desde hacía casi dos años en una fábrica donde había contraído una enfermedad del corazón. Recuerdo sus piernas hinchadas y su mirada de eterno hambriento. La Doctora le prodigaba curas afectuosas pero Pétia, quizás,  necesitaba otras cosas. Dos días antes de que yo saliera del Hospital, otro menor había ingresado en la misma sala. También era un obrero. Había sido igual en Kúlbisohev, ocho años antes. Muchachos de trece años agotados por la fábricas, las fatigas, los escasos alimentos. Los más pequeños merodeaban mendigando por las casas y los caminos de los alrededores.
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CAPÍTULO  XIII.

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En general los Directores políticos de aquella y de las otras Colonias tenían como función particular la de contrarrestar, ya que no podían impedirlo, la educación, por así decirlo española, dada a los chicos por sus compatriotas. Era necesario que crecieran en el amor y la gratitud a Rusia, que adquirieran mentalidad, costumbres y hábitos rusos. (En 1947 en las dos Colonias que aún quedaban los rusos decidieron prescindir por completo del personal español culpando a éste del mal resultado dado por gran parte de los chicos en muchos años de vida en la URSS).

Eran controladas las clases, los temas que se trataban, cada frase, puede decirse que cada palabra del maestro. Cuando se quería enseñar el folklore español y los chicos cantaban  típicas canciones vascas, asturianas, castellanas,  el Director político exigía la traducción  por escrito de cada palabra. No pocas de ellas fueron prohibidas por falta de significado ‘político’. Sin embargo debía aprender el Himno a Stalin, “Fusil caballería”, “Si estalla la guerra” y otras músicas más o menos guerreras.  Canciones que debían crear y fomentar en los hijos de los revolucionarios españoles aquel espíritu de chovinismo y de adoración al  Jefe, deseado por los rusos. Estaba después la organización de los pequeños y la de los jóvenes. La de los primeros, a la que pertenecen los menores de quince años , es también una organización de tipo  político y militar, cuya finalidad es inculcar el espíritu ‘oficial’ y acostumbrar a los niños a aquella disciplina que está en la base de la vida soviética.  Al cumplir los quince años, el muchacho pasaba  a la Juventud Comunista, “Komsomol”, donde se le sometía a la más despiadada catequización.

Los ‘pioneros’ y los ‘Komsomol’ tenían que marchar formados para ir a la escuela y al comedor. El pañuelo rojo al cuello era su emblema, mañana y tarde hacía el saludo a la bandera. En los tiempos de Tania, el grupo de los jóvenes comunistas era utilizado para imponer la disciplina al resto de los alumnos. No fueron pocos los palos ni pocos los odios que ellos provocaron.

Esta minuciosa obra de coacción de los espíritus, de castración del carácter, al cabo de los años tiraban lejos con orgullo y desprecio el pañuelo rojo, se negaban a ser prisioneros y jóvenes comunistas. A ello contribuyen también las relaciones que los nuestros tenían con muchachos rusos, algunos de los cuales eran hijos de obreros de la Colonia. Igual que en Kúlbishev, también en Eupatoria la vida miserable del pueblo era un contraste evidente con las mentiras oficiales propinadas día tras día a los pequeños españoles. Un día, en joven me hizo muy serio este discurso: “Ustedes sostienen que el Estado Soviético da a cada chico la posibilidad de estudiar. Explíqueme entonces porqué hay chicos que no pueden hacerlo”. Imposible –dije-. –Los conozco yo mismo, son amigos míos, hijos de dos de nuestras obreras. Trabajan a los trece años. No supe qué responder y procuré cambiar de conversación. En la Colonia, entre tanto, se empezaban a oír las primeras canciones anticomunistas. Un grupo de jóvenes, entre ellos cierto Luciano Bartolomé, muerto más tarde en la cárcel y J. Henales, caído, me parece, en Stalingrado, acabaron por rebelarse abiertamente. Insultaban a la Directora política llamándola despreciativamente :”NKVD”. Efectivamente Tania, como todos los directores políticos  era un agente de la policía secreta. Esta conducta de los chicos llegó al colmo cuando una noche quiso presidir una reunión el Secretario del Partido de la ciudad, Merlin, en quien la indisciplina de los españoles despertaba ya serias preocupaciones. Apenas Merlin tocó este argumento, un grupo formado por una decena de niños empezó a silbar y salió en bloque de la sala.  Empezaron para nosotros entonces las amarguras. Tania y el Director fueron destituidos y vino a dirigir la Colonia un tártaro pérfido e inepto, si bien muy hábil en los negocios. El nuevo Director político, cierto Balszovski, fue encargado de acabar con la ‘indisciplina’ y  de buscar sus causas. La actitud antisoviética de los chicos, según el Partido ruso no podía ser un fenómeno espontáneo. En la Colonia debía haber algún ‘contrarrevolucionario’.

No es de excluir que los chicos tuviesen contacto con estos elementos. Cerca de la Colonia, separado por un muro, había un parque. No pudiendo salir por la puerta, pues estaba prohibido frecuentar el parque, los mayores saltaban el muro y se reunían con jóvenes y muchachas rusa de su edad. Tratándose de gente que, como la mayor parte de los trabajadores,  vivía entre grandes estrecheces. Es muy posible que éstos, describiendo las dificultades de su propia vida contagiaran a los españoles su aversión al régimen. Sin embargo, la causa principal de la legítima reacción  de los jóvenes hay que buscarla en el sistema educativo que,  basado como estaba en la mentira, no podía  por menos de chocar con aquellos temperamentos latinos. Esto era agravado por la persistencia con que los rusos repetían hasta romper los nervios: “Os hemos alimentado” con que indignaba a todos.  En aquella época hubo una verdadera fiebre  por la patria y la familia lejana. El que tenía padres les escribía una tras otra, cartas que no habían de llegar nunca. El correo debía entregarse en la Secretaría y, naturalmente las cartas dirigidas al extranjero eran censuradas. Es posible que alguna haya escapado a la censura, siempre más insistente y abiertas se oían las palabras: “Quiero volver a España. Quiero volver con mi madre”.

CAPÍTULO  XVI

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No había víveres, no había leña para el fuego, comenzaban las lluvias otoñales y llegaban los primeros fríos. Quien no la haya visto no puede hacerse una idea de la aldea rusa en otoño, cuando llueve, o en primavera, cuando deshiela.  Las calles están totalmente inundadas y es imposible transitar sin hundirse hasta las rodillas. En verano, cuando llegan los calores sofocantes de la estepa, el barro se transforma en un respetable espesor de polvo.

Adultos y chicos fuimos a recoger patatas y zanahorias bajo una lluvia torrencial. Era la única salida para aplicar el hambre. Fue enviado a la Colonia un nuevo Director, un bielorruso exaltado  y brutal, que durante dos meses  fue martirio de todos, grandes y pequeños.

No había  platos,  cucharas, mantas, nada. La Colonia había salido de Eupatoria sin prisa y pudiendo llevar todo lo necesario. Hubo tiempo y posibilidad de hacerlo; sin embargo nadie se ocupó de ello.

Llegaba el invierno y los chicos sobre todo los pequeñuelos andaban descalzos, con los trajes hechos harapos. Vagaban por las casas abandonadas en busca de semillas de girasol; en algún sitio hallaban hasta trigo. Lo tragaban todo. Empezó la caza a los gatos. Era la primera vez que los rusos veían una cosa parecida y claro, se escandalizaron. El Presidente del Soviet convocó a una reunión a fin de acabar  con lo que él llamaba un escándalo. Nos sonreímos. No recuerdo quien de nosotros hizo observar que la carne de gato es exquisita, dando lugar con ello a violentas protestas. “Entonces  sois vosotros los responsables”- nos dijeron. En Director informó de la cosa a las autoridades de la ciudad cercana. Una tarde cayeron en la Colonia dos funcionarios y se celebró una segunda reunión. Tema a tratar: la caza de los gatos. Los chicos se reían gritando en coro: “Pero si son muy ricos; además tenemos hambre”.

Cuando se acabaron las molestias provocadas por aquella caza, no se habría encontrado un solo gato en toda la aldea. Entonces empezó la caza a los cuervos. Empezó entonces la caza de los cuervos. En ningún sitio he visto tantos como en Rusia, sobre todo en las aldeas. Cubren el cielo en enormes bandadas. Se posan en los campos, en los árboles, graznan desde el alba a la noche, rompen los nervios hasta el que los tenga de acero.

No se supo jamás de donde saldrían tantos tiragomas; ciertos es que los chicos asaban continuamente  cuervos que despedían un olor fétido y nauseabundo.

El hambre es cosa mala. En sus correría los pequeños descubrieron en algún sitio trigo. Se llenaban los bolsillos y cuecen los granos en recipientes de lata.

Los dormitorios estaban llenos de cáscaras de girasol. Los chicos habían aprendido a comerlos como los campesinos rusos; se metían un puñado en la boca descascarillándolos luego con extraordinaria habilidad uno a uno y escupiendo las cáscaras, muchas de las cuales les quedaban pegadas entorno a los labios, como moscas. Muchos comían el trigo crudo, masticándolos lentamente,  pacientemente, como rumiantes. Hubo diarreas, colitis y disenterías.

CAPÍTULO  XVIII

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Los sufrimientos de la Colonia de Básel son más o menos los de todas las Colonias. Me lo confirmaron otros amigos a quienes volví a ver después de la guerra.  En Básel, como en todas las aldeas  de la ex república de los alemanes del Volga, el ganado abandonado; las patas y zanahorias se pudrían en los campos a causa de la lluvia. Sin embargo, a pesar del hambre de los chicos y del personal de la Colonia, no fue posible conseguir de las autoridades ni que fuera ordeñada una sola vaca; ni que fuera recogida una sola patata. Algunos lo hicieron a escondidas, otros se arriesgaron a penetrar de noche  en un depósito para robar trigo.

Se dijo claramente a las autoridades que era un crimen dejar que se pudriera todo, y que los maestros y hasta los chicos, trabajarían para impedirlo. “No es posible; es del Estado. Hasta que no se reciba una orden no será permitido”.

Y ¿Quién podría ocuparse en ese momento de lo que ocurría en aquel rincón de Rusia?... Había un maestro, Perona, que tenía un niño de un año. La mujer se había visto obligada a destetarlo antes de tiempo. No tenían qué darle. Encerraron, en casa, sin autorización una cabra, pero el problema era alimentarla. Marido y mujer se aventuraron en la estepa, cubierta de nieve, en busca de paja y calabazas, de lo que fuera. Los denunciaron.


Es incomprensible que en un país donde todo es propiedad del Estado se hayan dejado podrir enormes cantidades de víveres mientras la gente moría de inanición. Estoy seguro que algunos no lo crearán, pues se opone a ello la lógica y el buen sentido.*