¡ Doctrina
Nacionalista !
El Magisterio de los
Arquetipos de la
Nacionalidad
Profesor Jordán
Bruno Genta
L
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a república es una Nación que
obedece a las leyes escritas en la conducta de sus héroes fundadores, en las
instituciones del derecho natural y en las antiguas costumbres.
Los muertos mandan a los vivos en la
medida que vivieron en previsión del futuro y de las leyes promulgadas con ese
sentido de perennidad: son reglas inmóviles en el tiempo.
La aristocracia del hombre, se jerarquía
moral, reside justamente en la libre obediencia de la norma invariable y en la
continuidad de la responsabilidad histórica. Por esta razón, el fin de la
educación del ciudadano consiste en mantener la identidad del ser nacional en
el cumplimiento de los mismos deberes, a través de las generaciones y del
cambio de las circunstancias.
La educación que prepara para vivir en la
libertad de la República ,
se funda en la dura disciplina de la inteligencia y del carácter. A ella debe
someterse la juventud en la edad de máxima promesa y de máxima esperanza, que
le permite soportar como normal y adecuada, la exigencia más severa.
La inteligencia juvenil percibe la idea en
la imagen viva y concreta, más bien que en la pura abstracción del concepto,
Esto significa que el corazón de la juventud
sólo puede ser arrebatado por el entusiasmo en presencia de los varones
ejemplares: el santo y el héroe, el filósofo y el artista. Sólo la idea
encarnada realizada en una vida egregia, tiene fuerza operativa e irradia una
atracción irresistible. De ahí la necesidad de los arquetipos, de los modelos
fijos y definitivos, que debe ser propuestos a la juventud como norma y
estímulo de su vocación de grandeza.
¿Creer tú que es posible acercarse
constantemente a un objeto, con admiración y con amor, sin esforzarse por imitarlo?, nos
recuerda Platón en ‘La
República ’.
La voluntad arbitraria y caprichosa del
niño, lo mismo que la inmediatez de sus sensaciones e impulsos, deben ser
superados por la disciplina lógica y el rigor ético, a fin de elevarlo
paulatinamente a la ponderación del juicio y a la preferencia razonable de la
voluntad.
La autoridad del educador debe sustituirse
a la inteligencia pueril y a la voluntad incompleta del educando, para fijar en
ellas, mediante una larga obediencia, el hábito de los principios absolutos y
de las reglas seguras, hasta llegar por sí mismo al libre sometimiento. La
primera naturaleza del niño, privado de libertad, resulta así transformada en
una segunda naturaleza de verdadero señorío sobre sí y las cosas; y la
necesaria autoridad del maestro se cambia finalmente en la libertad real del
discípulo.
El auténtico modelo que debe proponerse a
la juventud, el arquetipo de la nacionalidad, es aquel que más se ha exigido y
a logrado mantenerse en la altura conquistada.
El hombre verdaderamente normal y
normativo es aquel que ha vencido, el que ha superado los mayores obstáculos;
es aquel que ha dado testimonio de la verdad y se ha comportado en identidad
con ella la vida entera, sin que tentación alguna pudiera nunca alterar en lo
más mínimo, su firmeza inquebrantable, su fidelidad a la idea verdadera y
justa. El temple de tal individuo se ha forjado en la voluntad tenacísima de
llegar a ser los que es y de conservarse igual a sí mismo. Esto es lo que
constituye un carácter, la
manifestación de la idea en todos sus rasgos y en todas las acciones de una
individualidad.
La inmovilidad de un carácter tiene su principio en la preferencia de la
verdad conocida y en la valentía de dar testimonio de ella, en todas las
situaciones.
El prestigio moral y la influencia
perdurable y profunda que ejercitan tales individuos sobre la juventud, es la
razón fundamental y la garantía suprema de la libertad de los hombres y de los
pueblos.
Lo normal es, pues, la excelencia y no el
término medio. Los grandes maestros del pensamiento y los varones más
esforzados, en cuanto son las imitaciones más felices o más acabadamente
logradas de Dios, constituyen el canon y la medida de lo que debe exigirse
constantemente a la juventud de un pueblo para que sea digna de sus fundadores.
He aquí el fin de una pedagogía nacional
–dura, severa y ascética-, para poder hacer a los hombres capaces de soportar
las exigencias de una vida libre y soberana.
San Martín es la norma argentina. Su vida
y sus hechos fijan el límite de la exigencia normal de una juventud acreedora a
la responsabilidad de los hechos y capaz de querer la libertad de la Patria , tanto como la quiso
él en las horas más fáciles y en las más
difíciles.
Para que esa ejemplaridad irradie clara,
limpia e irresistible, sin que sea posible confundir el significado y el valor
de su destino, es menester una inteligencia conforme a su verdadero ser; una
interpretación adecuada de la cualidad que lo distingue y le confiere jerarquía
de conductor de la juventud.
El perfil definido del héroe está expuesto
al equívoco de las interpretaciones erradas o falaces de una inteligencia
disminuida para la verdad y que confunde el valor propio y el justo lugar de
cada cosa.
Es notorio que una mirada vulgar y una
virtud pequeña carecen del sentido del rango y sin impotentes para apreciar la
grandeza.
La influencia envilecedora de falsas
ideologías y de hipótesis groseras llega incluso a hacernos aborrecer a los
hombres más venerables y a los acontecimientos más sagrados: hasta el mismo
Dios llega a ser aborrecible o
indiferente.
La inteligencia no es todo en el hombre,
pero casi todo. De ahí que los que van a ser destinados a la educación de la
juventud deben ser sometidos a la disciplina metafísica de la inteligencia para
adquirir el sentido de la proporción; para llegar a ser lo que una cosa es y el
lugar que ocupa en el conjunto. No es posible darse a sí mismo y darle a los
demás su justo lugar, sin la posesión de la ciencia que distingue y jerarquiza.
Por eso dice Sócrates en ‘La República ’ de Platón:
¿Qué diferencia ves tú entre los ciegos y aquellos privados del conocimiento
del ser, sin tener en el alma ninguna luz que les sirva de guía, sin poder
volver la mirada sobre la verdad eterna, como los pintores sobre el modelo, sin
poder relacionar todas las cosas con esa verdad y contemplarlas con la máxima
atención posible, resultan incapaces de deducir las leyes que deben regir lo
que es honrado, lo que es justo, lo que es bueno; y después de establecer
dichas leyes velar por su cumplimiento y su conservación? (Libro VI).
Nosotros los argentinos, venimos
padeciendo desde generaciones una pedagogía antimetafísica y antinacional; una
pedagogía liberal, positivista y utilitaria, que ha deseado hacernos desear un
alma extranjera, que nos ha ahondado un sentimiento de inferioridad, hasta el
punto de avergonzarnos de nuestras tradiciones espirituales y de nuestro linaje
español.
Nosotros, que procedemos de un pueblo de
moralistas –santos y caballeros, teólogos y juristas-; Y que hemos reiterado su dimensión egregia y
sus memorables hazañas, en los cuarenta años que fueron necesaria para
conquistar la nacionalidad argentina, hemos llegado a despreciarnos con tales
precedentes.
Esta aberración de la inteligencia y este
extravío de la voluntad, son la consecuencia necesaria de una pedagogía para
pueblos coloniales, que la más lamentable confusión de nuestra historia, nos hizo
convertir en escuela oficial desde el ochenta.
Hasta entonces el ascetismo y la dureza de
la vida habían definido el estilo moral de nuestra existencia. Desde entonces,
hemos venido repitiendo, con nuestros preceptores extranjeros: “El ascetismo debe
desaparecer de la educación como desaparece de la vida” (Spencer: ‘La
educación’). Y abandonamos el magisterio de los héroes, de las más altas
excelencias de la vida, para conformarnos “cada vez más a los procedimientos de
la naturaleza”, mecanizada, impersonal y ciega.
La ciencia que finaliza en
técnica y su método de cálculo y de experimentación, fueron erigidos en la
exclusiva ciencia y en el exclusivo método para la educación intelectual del
hombre argentino. Y es todavía una pseudo- filosofía empírica y utilitaria, con
su cortejo de virtudes pequeño-burguesas la que fundamenta nuestra pedagogía
oficial.
Se comprende que el materialismo en todas
sus formas, que se reducen siempre al tipo ideológico ceñido por la experiencia
sensible y el sentido económico de las cosas, tenga un carácter eminentemente
populista y haya gozado siempre del favor de la multitud. Sólo una mentalidad
pequeña es capaz de hipótesis tan groseras como el evolucionismo darwinista o
el materialismo histórico. Sólo la medianía irremisible de la época ha podido
consagrarle su entusiasmo y su devoción.
Platón, el primero entre los pares de la
más alta aristocracia de la inteligencia que haya existido jamás, subrayó el
origen plebeyo de toda forma de empirismo y de utilitarismo. Esto no excluye la
presencia de cualidades respetables en los depositarios de este espíritu
pragmático: capacidad de trabajo, tenacidad, exactitud, paciencia, honradez,
puntualidad, etc.
Por el contrario, es signo inequívoco de
auténtica aristocracia del espíritu la veneración de la antigüedad y el orgullo
de un origen elevado; afirmar los mismos principios y las mismas últimas
razones que fueron reconocidas y respetadas en el pasado; que la misma fe y la
misma fidelidad de los antecesores, sean hoy todavía nuestra fe y nuestra
fidelidad.
El odio a la antigüedad y a los valores
permanentes es el signo de la mediocridad irrevocable. Las almas plebeyas no
reconocen normas inmutables ni arquetipos definitivos; confunden el respeto con
la urbanidad y el pudor con la higiene. Los materialistas exponen este
incurable resentimiento contra el ser, en lenguaje más directo uy más claro que
susa tímidos secuaces empiristas: “Todo lo que existe merece perecer”, declara
Federico Engels y adhieren todos los amantes del progreso indefinido, para
quienes la Edad
de Oro está siempre en el porvenir.
De ahí esa íntima complacencia de los
modernos en hipótesis como el transformismo, que han surgido del encono contra
las especies y los tipos fijos.
El empirismo que informa nuestra pedagogía
liberal, es la filosofía típica de los pequeños burgueses; una especie
vergonzante de materialismo, una forma disimulada, oportunista y farisaica de
esa misma ideología que se expresa en el lenguaje cínico y audaz de los
doctrinarios marxistas. Es un lenguaje propio de los tibios y de los cómodos,
cuyo léxico hemos padecido largamente en las escuelas; evolución, adaptación al
medio, selección natural, progreso indefinido, librepensamiento, expansión
ilimitada de la individualidad, tolerancia, liberalidad, humanidad, etc.
El recurso crítico empleado igualmente por
empiristas y materialistas, es la historia natural del espíritu y sus bienes
trascendentes: religión, filosofía, arte, moral y derecho. Una vez que se fija el
origen de la creencia religiosa en la ignorancia y el temor, y se hace radicar
la especulación filosófica en un estado
larvado de la inteligencia; una vez que el espíritu y sus contenidos propios
son reducidos por esa crítica perversa a las condiciones materiales o razones
externas de su existencia no queda otro principio que la utilidad para fraguar
una explicación universal del destino del hombre, ni otro fundamento que la
economía para construir la sociedad, ni otro método científico que el experimental
para darle un sentido positivo al esfuerzo y asegurar el mejoramiento
progresivo de las condiciones de vida, fin último de todos los afanes del
hombre.
En esta forma se llega a proponer como un
progreso la sustitución del magisterio del modelo divino y de los grandes
hombres, por esa tendencia del a vida del individuo y de la sociedad a imitar
los procesos mecánicos del mundo físico y el equilibrio de las fuerzas ciegas,
que estudia la ciencia empírico-matemática de la naturaleza. Es el programa de
la socialización radical de la economía
y de la nivelación completa de los individuos, mediante su adaptación y ajuste
a una administración colectiva de la Sociedad merced a un proceso que convierta a la comunidad de todos los hombres en un
inmenso mecanismo de producción y distribución colectiva, donde cada
individuo no sea más que una ínfima
pieza articulada con todas las demás. La fuerza resultante de esa concertación
de elementos insignificantes de suyo y fácilmente reemplazables, tendrá el
poder suficiente como para asegurar el máximo de bienestar y de seguridad a
todas las piezas del conjunto.
Se habrá conseguido de este modo, el
extremo envilecimiento del hombre, la esclavitud irremediable del individuo a
la especie. Si la inteligencia no tiene en nosotros más que un mero valor de
instrumento de trabajo, los individuos y los pueblos no son más que funciones
del mejoramiento indefinido de las condiciones materiales de la vida, que
acompañarán a los siempre nuevos ejemplares de la especie. Ocurre, pues, que el
hombre se manifiesta como instrumento de las condiciones externas de su
existencia, en lugar de ser éstas, el medio para la perfección de su ser y para
el cumplimiento de su fin político y espiritual.
Tales son los caminos por donde lleva esa
pedagogía liberal y cosmopolita que hemos soportado durante sesenta años y que
ha comprometido, más todavía que la integridad de nuestro patrimonio material,
la existencia misma de nuestra individualidad moral y política. La educación
estructurada sobre los valores utilitarios, desvinculada de la formación ética
del ciudadano, que predica un pacifismo internacionalista, el menosprecio de la Cruz con su laicismo
beligerante y el menosprecio de la
Espada con su odio a los hombres que la ciñen, necesitaba ser
reintegrada a su verdadera función específica: la de formar al hombre en el
conocimiento de la verdad y en la vida de la justicia, es decir, en el servicio
de Dios y de la Patria. Y
es este uno de los empeños decisivos de la revolución del 4 de junio, en el
cumplimiento de su programa de regeneración política de la Nación.
La tarea primordial consiste en
restablecer la jerarquía de la inteligencia mediante el cultivo de la filosofía
perenne, cuyas fuentes vivas son los grandes maestros clásicos –Platón,
Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás-; así como la frecuentación necesaria de
aquellos eximios doctores de la España Imperial , maestros de
doctrina moral y jurídica como Victoria y Suárez, a fin de devolverle a la Política su rango de
ciencia arquitectónica y la antigua prudencia a los varones esclarecidos, que
tendrán presente en la legislación de lo temporal y perecedero, la
contemplación de la verdad eterna y el orden inmutable del ser.
La política educacional, en lo que atañe a
la formación del carácter en las almas juveniles, se propone restituir la
pedagogía de los Santos y de los Héroes a fin de que vuelvan a brillar en la
conducta del ciudadano, la sobriedad, la fortaleza, la prudencia y la justicia
de los modelos escogidos.
El cumplimiento de este ideal educativo,
sólidamente establecido, dará como resultado la aparición de ciudadanos
ejemplares en quienes se integrará un alma serena y firme con un espíritu vivo
y brillante; alianza rara y preciosa que Platón describe en el hombre que se ha
formado un carácter y que se manifiesta como una libertad.
Y de este modo tendremos la seguridad de
que no reaparecerán jamás “esos
doctores mercenarios a quienes el pueblo llama sofistas… y que no enseñan otra
cosa que las máximas profesadas por el mismo pueblo en las asambleas
tumultuosas, y a eso llaman sabiduría”. Porque no deben volver jamás a la
función pública los hombres “que hacen consistir su sabiduría en saber conocer
los gustos y caprichos de una multitud reunida al acaso” (Platón, ‘La República ’, Libro VI).
Por el contrario, haremos que nuestro Gran
Capitán presida eternamente el destino de la república, a fin de que las
generaciones argentinas estén siempre en presencia de un hombre “acabadamente
conforme, en sus palabras y en sus actos al modelo perfecto de la virtud, hasta
lo permita la debilidad humana” (iden).+