viernes, 7 de abril de 2023

 

HISTORIA Y TRADICIÓN.

Por Federico ibarguren

 

A

sí como la semilla precede a la planta en el ciclo de la generación, la esencia es anterior a la existencia. Por tanto es fundamental para nosotros comprender la esencia de lo histórico antes de adentrarnos al estudio extensivo de sus diversas etapas evolutivas, de su existir como tal.

 La historia no es mera exposición del pasado. Más que  su  desarrollo, importa la “comprensión” del mismo. Nexo de unión entre diversas épocas, las hace inteligibles al destacar, en perspectiva, la continuidad “formal”; el fin a  que tiende en el decurso de las generaciones. Es ajena, por eso, a la  fantasía literaria, a la  fábula, al tópico. Sus pesquisas buscan la “verdad” y no el mito, utilizando para ello –en la afanosa y nunca interrumpida investigación—métodos análogos a los empleados por la morfología

 “Historia –como la define un gran pensador contemporáneo :  el    holandés   J. Huizinga—es la forma espiritual en que una cultura  se rinde cuenta de su pasado”.

 Acostumbrados a pensar con instrumental positivista, lo primero que se nos ocurre es que la Historia es una colección de hechos cronológicos, minuciosamente explicados por documentos o testimonios escritos de la época. Ciencia que el historiador (siempre un especialista) estudia en los archivos: única fuente de donde puede extraer el material para recomponer, enhebrando los hechos, el drama del pasado .                        

 El concepto general que se tiene de la Historia, es  éste  :  ciencia cronológica de los hechos . Cuanto menor sea la interpretación personal que de los mismos dé el historiador –se piensa--, más  real  e  inobjetable resultará  el  relato . Hasta  aquí, el criterio general difundido de nuestra materia.

 Pero, afortunadamente, la esencia de lo histórico no es el dato aislado. Porque si descansara únicamente en documentos y testimonios escritos, bastaría que una generación perdiera sus papeles para que el pasado desapareciera y la continuidad en el tiempo  quedara  quebrada.Y  ello  es  absurdo.

 La Historia no reposa, en último término –como lo pretende el positivismo científico--,  en la prueba material de los hechos pretéritos; aun cuando ésta sirva siempre para respaldar las afirmaciones del escritor. Por encima de lo visible, trascendiendo los restos que podamos hallar de una  época dada –sobre las olas del naufragio temporal—quedará grabada por siglos, como una estela sutil, la huella de lo que una vez surcó su superficie.  Es el imponderable de lo que existió, el estigma denunciador de la vida que marcha y no se detiene –imprimiéndole su carácter--  a instancia del impulso motor de la Historia.

 Para los investigadores desinteresados siempre habrá, sin embargo, dos maneras de estudiar la naturaleza humana: pulsando las reacciones y estímulos del hombre vivo, o desmenuzando en partículas su cadáver. Esto ocurre también, por analogía desde luego, con referencia a los pueblos.  Los historiadores del siglo pasado han elegido, casi todos,  el segundo procedimiento: aguardaron la muerte de una generación para hacerle la autopsia y exhibirnos en seguida sus vísceras.

 Pero lo histórico no debe especular con la muerte para existir. Es otra cosa que mera anatomía social. Está informado por leyes creadoras de vida, continuidad y sucesión. Reconoce un alma que  alienta la cultura a que ese pueblo pertenece. Tiende al logro de una finalidad de tipo “universalista”: trascender en lugar  de quedarse cada pueblo –egoístamente—satisfecho con su caudal propio (en soltería y esterilidad permanentes).

 La Historia, más que ciencia experimental se nos aparece así (a despecho de conocidas escuelas de la pasada centuria) como una especie de rama particular de esa disciplina que los antiguos llamaban con verdad la “primera de las ciencias”: la Filosofía. Aunque ella sea, en rigor una filosofía no especulativa, sino aplicada a  los hechos concretos.  Una filosofía, por decirlo así, de lo “encarnado”.

 “Toda auténtica reflexión histórica es auténtica filosofía, o es sólo labor de hormigas”, ha escrito egregiamente un pensador de renombre universal: Oswald Spengler.

 

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a materia histórica es, como hemos dicho, fluida por naturaleza; razón por la cual  no corresponde clasificarla entre las disciplinas científicas propiamente dichas (“la esencia misma de la Historia es el cambio” anota J. Burkhardt). Sin embargo, ella descansa en ciertas “constantes” que, en último término, le dan fijeza y continuidad.

 Una de estas constantes, --acaso la de mayor importancia—es, sin duda, la Tradición. Ella actúa de regulador,  decantando la vida de los pueblos en el molde de hábitos, costumbres, maneras y modos de ser que se van transmitiendo de padres a hijos, no  obstante el aporte original –inédito—de cada generación que la enriquece de continuo en el decurso de su existencia.

 Así, las evoluciones propias del tiempo, encuentran su reposo –su equilibrio armónico y viable—cuando son asimiladas por la tradición del pueblo que las sufre. Sólo ella es capaz de dar sentido  y estabilidad a la incesante mutación de los siglos.  Lazo de unión, puente, por así decir,  que junta el pasado con el futuro: actúa de catalizador en el proceso temporal de desarrollo de las comunidades humanas. Sin su impronta, la vida carecería de contrapeso; volveríase puro presente: juguete del vendaval de los acontecimientos como las hojas de otoño, desprendidas de la planta.

 

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a Tradición marca, así, la ruta de nuestro destino al hacer imposible la cotidiana victoria de las tendencias anárquicas de la naturaleza sobre el orden sedimentado en que descansa una forma social, impidiendo que el capricho presente triunfe sobre el futuro factible; y la muerte sobre la vida.  Ella –la Tradición—otorga verdadera personalidad a los hombres y a los pueblos. Porque traduce, en último término, el ser de la historia.

 “El conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica –expresa al respecto Berdiaeff--. El reconocimiento de la tradición es una especie de apriorismo, es algo categóricamente absoluto en el conocimiento histórico. Sin ello nada  hay completo y nos quedan tan sólo fragmentos”.

 Como se ha visto, la Tradición es el elemento estático de la Historia. Lo dinámico son las ideas y los hombres que, por contraste, de continuo cambian renovando la vida. Explícase, por lo demás, esta transmisión casi inalterable –a través del tiempo—de hábitos y costumbres  teniendo en cuenta su origen ritual; religioso diría yo, en el sentido amplio y lato de la palabra. Ya que la Tradición tiene sus orígenes –como el teatro—en el drama trágico de la conducta y no en la comedia frívola de los caprichos circunstanciales y de las modas. En sus comienzos nace de la actitud sacra (no profana) del hombre ante el gran misterio del mundo circundante.   Los pueblos van conformando toda su “liturgia social”, que luego recoge la posteridad, como reacción frente a la naturaleza bruta o al medio ambiente en que viven. Sólo así puede explicarse, sin deformaciones, la fuerza terriblemente conservadora ( y hasta reaccionaria) que informa todo resabio de tradición verdadera.

 “Religio praecipuum humanae sicuetatis vinculum” (La religión  es el vínculo capital de la sociedad humana), enseñaba Bacon con razón.          En este orden de ideas, nos repite contemporáneamente Hilaire Belloc:  “La religión es el  elemento determinante que actúa en la formación de toda civilización”. Pues bien, en lo que al Cristianismo se refiere, no es otro el sentido profundo de la parábola del Maestro, que relata San Juan en los versículos 16 y 17 (Cap. III) de su Evangelio: “Que amó tanto Dios al mundo –dijo Jesús a Nicodemo—que no paró hasta dar a su Hijo unigénito; a fin de que todos los que crean en Él no perezcan, sino que vivan vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que por su medio  el mundo se salve”. Agregando el evangelista en el versículo 21: “…quien obra según la verdad le inspira, se arrima a la luz, a fin de que sus obras se vean, como que han sido  hechas según Dios”.

 La Iglesia Católico romana, por otra parte: ¿no ha resultado, acaso –con independencia de su esencial papel escatológico en la tierra—un depósito vivo; un riquísimo venero  de egregias tradiciones morales y sociales, en el milenio de su existencia universal ? De ahí que, por partidismo mal entendido o por ignorancia niegan esta simple verdad humana no merezcan –ciertamente—el nombre de historiadores.

 

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establecer y reinterpretar las tradiciones madres de la patria, tergiversadas por nuestra historia liberal, es el deber que se impone a la joven promoción de argentinos atraídos a las investigación de nuestro pasado. La tarea es, sin duda, urgente en esta hora. La experiencia nos está enseñando lo que aquellas valen en el siglo revolucionario que vivimos; y los peligros de todo género a que a diario se exponen los pueblos que carecen o reniegan de las suyas propias.

 El panorama mundial contemporáneo no puede ser más aleccionador en este orden de ideas.

 “La ruptura entre el pasado y el futuro nos sume en las más profundas tinieblas y nos veda cualquier percepción del proceso histórico –enseña Nicolás Berdiaeff--. Y es, precisamente esta separación la que realizan aquellos que quieren apartarse del magno pasado histórico, con lo cual ya no son capaces de concebir el magno futuro que nos espera”.

 El apartamiento de su “magno pasado histórico” convirtió al país, progresivamente, en colonia, en factoría, en turbamulta babélica.             He ahí el fruto sin sustancia de nuestra tan cacareada organización constitucional del 53 . Nuestras escuelas y universidades, desde que existen, nos  lo han venido enseñando como un axioma pedagógico irrebatible.

 Cumplen así, las funciones docentes previstas por aquellas anacrónicas Instituciones que mal copiamos de los anglosajones y protestantes del norte. “Somos dependencia del comercio extranjero y de las comisiones que lo  agitan –exclamaba con amargura, don Vicente Fidel López--: nuestra producción, es decir, nuestra materia prima, que es lo único que la constituye, depende necesariamente de los mercados extranjeros.    Ellos nos fijan la línea a que puede llegar. Ellos no tienen bajo su tutela  despótica”.

 Todo esto prodújose, no lo olvidemos, como efecto inmediato del pensamiento de Sarmiento, de Alberdi y de Mitre: acaso explicable en su tiempo pero superado, sin duda, en nuestra Argentina del siglo XX, cuya conciencia ha comenzado a despertar en las nuevas generaciones. Aquel pensamiento quedó adherido, a la manera de un cáncer, a nuestro derecho público escrito, retardando en setenta años el desarrollo del espíritu independiente y el aprovechamiento de la riqueza nacional. Lo lamentamos amargamente ahora. Y aunque en muchos círculos inteligentes ha comenzado a insinuarse una  reacción promisoria, los funestos colazos de aquel repudio primero  a nuestras tradiciones heredadas –defendidas a  punta de lanza  en el período de la emancipación—los estamos sufriendo todavía en carne viva, como una plaga bíblica. 

 Habrá que robustecer, pues, mediante una pedagogía ortodoxa pero inteligente –adaptada a los tiempos—el alma nacional, para un porvenir en el cual los pueblos (complementados al máximo, económicamente) se distingan entre sí sólo por su Cultura. Vale decir: dejen de ser aburridamente homogéneos gracias a su propia autenticidad de fondo: espiritual, histórica y moral. He ahí a mi juicio, el nudo de la cuestión sobre la que descansa el destino  --nada menos—de la Nueva Argentina que amanece.

 Entre tanto, al margen de los deleznables tratados escritos por los vencedores en Caseros, aguarda la verdadera historia patria que aún está por escribirse. Ella  y sólo ella nos revelará, ciertamente, nuestro “ magno futuro ”; y nos hará capaces de concebirlo y realizarlo desenredando de la madeja del tiempo, el hilo con que se tejen todas las glorias nacionales ;  la Fe heredada de nuestros antepasados, el amor sacrificado a la Tierra y el cultivo de la propia Tradición familiar y costumbrista, en sus perennes esencias.

 Porque es preciso no olvidar este profundo apotegma de Goethe: “  El hombre no es sólo naturaleza sino historia ”.

 Nosotros recién en los últimos años lo estamos descubriendo, con la madurez que da la experiencia intensamente vivida fuera de las bibliotecas y gabinetes de estudio de nuestra temprana juventud.+

 

 

Federico Ibarguren.

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