HISTORIA
Y TRADICIÓN.
Por Federico ibarguren
sí como
la semilla precede a la planta en el ciclo de la generación, la esencia es
anterior a la existencia. Por tanto es fundamental para nosotros comprender la
esencia de lo histórico antes de adentrarnos al estudio extensivo de sus
diversas etapas evolutivas, de su existir como tal.
La
historia no es mera exposición del pasado. Más que su desarrollo,
importa la “comprensión” del mismo. Nexo de unión entre diversas épocas, las
hace inteligibles al destacar, en perspectiva, la continuidad “formal”; el fin
a que tiende en el decurso de las
generaciones. Es ajena, por eso, a la fantasía
literaria, a la fábula, al tópico. Sus
pesquisas buscan la “verdad” y no el mito, utilizando para ello –en la afanosa y
nunca interrumpida investigación—métodos análogos a los empleados por la
morfología
“Historia
–como la define un gran pensador contemporáneo : el holandés
J. Huizinga—es la forma espiritual en
que una cultura se rinde cuenta de su pasado”.
Acostumbrados
a pensar con instrumental positivista, lo primero que se nos ocurre es que la
Historia es una colección de hechos cronológicos, minuciosamente explicados por
documentos o testimonios escritos de la época. Ciencia que el historiador
(siempre un especialista) estudia en los archivos: única fuente de donde puede
extraer el material para recomponer, enhebrando los hechos, el drama del pasado
.
El concepto
general que se tiene de la Historia, es éste : ciencia cronológica de los hechos . Cuanto
menor sea la interpretación personal que de los mismos dé el historiador –se
piensa--, más real e inobjetable resultará el relato
. Hasta aquí, el criterio general
difundido de nuestra materia.
Pero,
afortunadamente, la esencia de lo histórico no es el dato aislado. Porque si descansara
únicamente en documentos y testimonios escritos, bastaría que una generación
perdiera sus papeles para que el pasado desapareciera y la continuidad en el
tiempo quedara quebrada.Y ello es
absurdo.
La
Historia no reposa, en último término –como lo pretende el positivismo
científico--, en la prueba material de
los hechos pretéritos; aun cuando ésta sirva siempre para respaldar las
afirmaciones del escritor. Por encima de lo visible, trascendiendo los restos
que podamos hallar de una época dada
–sobre las olas del naufragio temporal—quedará grabada por siglos, como una
estela sutil, la huella de lo que una vez surcó su superficie. Es el imponderable de lo que existió,
el estigma denunciador de la vida que marcha y no se detiene –imprimiéndole su
carácter-- a instancia del impulso motor
de la Historia.
Para los
investigadores desinteresados siempre habrá, sin embargo, dos maneras de
estudiar la naturaleza humana: pulsando las reacciones y estímulos del hombre
vivo, o desmenuzando en partículas su cadáver. Esto ocurre también, por
analogía desde luego, con referencia a los pueblos. Los historiadores del siglo pasado han
elegido, casi todos, el segundo procedimiento:
aguardaron la muerte de una generación para hacerle la autopsia y exhibirnos en
seguida sus vísceras.
Pero lo
histórico no debe especular con la muerte para existir. Es otra cosa que mera anatomía
social. Está informado por leyes creadoras de vida, continuidad y sucesión. Reconoce
un alma que alienta la cultura a que ese pueblo pertenece.
Tiende al logro de una finalidad de tipo “universalista”: trascender en
lugar de quedarse cada pueblo
–egoístamente—satisfecho con su caudal propio (en soltería y esterilidad
permanentes).
La
Historia, más que ciencia experimental se nos aparece así (a despecho de conocidas
escuelas de la pasada centuria) como una especie de rama particular de esa
disciplina que los antiguos llamaban con verdad la “primera de las ciencias”: la
Filosofía. Aunque ella sea, en rigor una filosofía no especulativa, sino
aplicada a los hechos concretos. Una filosofía, por decirlo así,
de lo “encarnado”.
“Toda
auténtica reflexión histórica es auténtica filosofía, o es sólo labor de
hormigas”, ha escrito egregiamente un pensador de renombre universal: Oswald
Spengler.
a materia
histórica es, como hemos dicho, fluida por naturaleza; razón por la cual no corresponde clasificarla entre las
disciplinas científicas propiamente dichas (“la esencia misma de la Historia es
el cambio” anota J. Burkhardt). Sin embargo, ella descansa en ciertas “constantes”
que, en último término, le dan fijeza y continuidad.
Una de
estas constantes, --acaso la de mayor importancia—es, sin duda, la Tradición.
Ella actúa de regulador, decantando la
vida de los pueblos en el molde de hábitos, costumbres, maneras y modos de ser
que se van transmitiendo de padres a hijos, no obstante el aporte original –inédito—de cada
generación que la enriquece de continuo en el decurso de su existencia.
Así, las
evoluciones propias del tiempo, encuentran su reposo –su equilibrio armónico y
viable—cuando son asimiladas por la
tradición del pueblo que las sufre. Sólo ella es capaz de dar sentido y estabilidad a la incesante mutación de los
siglos. Lazo de unión, puente, por así
decir, que junta el pasado con el
futuro: actúa de catalizador en el proceso temporal de desarrollo de las
comunidades humanas. Sin su impronta, la vida carecería de contrapeso; volveríase
puro presente: juguete del vendaval de los acontecimientos como las hojas de
otoño, desprendidas de la planta.
a
Tradición marca, así, la ruta de nuestro destino al hacer imposible la
cotidiana victoria de las tendencias anárquicas de la naturaleza sobre el orden
sedimentado en que descansa una forma social, impidiendo que el capricho
presente triunfe sobre el futuro factible; y la muerte sobre la vida. Ella –la Tradición—otorga verdadera
personalidad a los hombres y a los pueblos. Porque traduce, en último término,
el ser de la historia.
“El
conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica –expresa al
respecto Berdiaeff--. El reconocimiento de la tradición es una especie de
apriorismo, es algo categóricamente absoluto en el conocimiento histórico. Sin
ello nada hay completo y nos quedan tan
sólo fragmentos”.
Como se
ha visto, la Tradición es el elemento estático de la Historia. Lo dinámico son
las ideas y los hombres que, por contraste, de continuo cambian renovando la
vida. Explícase, por lo demás, esta transmisión casi inalterable –a través del
tiempo—de hábitos y costumbres teniendo
en cuenta su origen ritual; religioso diría yo, en el sentido amplio y lato de
la palabra. Ya que la Tradición tiene sus orígenes –como el teatro—en el drama
trágico de la conducta y no en la comedia frívola de los caprichos
circunstanciales y de las modas. En sus comienzos nace de la actitud sacra (no
profana) del hombre ante el gran misterio del mundo circundante. Los pueblos van conformando toda su “liturgia
social”, que luego recoge la posteridad, como reacción frente a la naturaleza
bruta o al medio ambiente en que viven. Sólo así puede explicarse, sin
deformaciones, la fuerza terriblemente conservadora ( y hasta reaccionaria) que
informa todo resabio de tradición verdadera.
“Religio
praecipuum humanae sicuetatis vinculum” (La religión es el vínculo capital de la sociedad humana),
enseñaba Bacon con razón. En
este orden de ideas, nos repite contemporáneamente Hilaire Belloc: “La religión es el elemento determinante que actúa en la
formación de toda civilización”. Pues bien, en lo que al Cristianismo se
refiere, no es otro el sentido profundo de la parábola del Maestro, que relata
San Juan en los versículos 16 y 17 (Cap. III) de su Evangelio: “Que amó tanto
Dios al mundo –dijo Jesús a Nicodemo—que no paró hasta dar a su Hijo unigénito;
a fin de que todos los que crean en Él no perezcan, sino que vivan vida eterna.
Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que
por su medio el mundo se salve”.
Agregando el evangelista en el versículo 21: “…quien obra según la verdad le
inspira, se arrima a la luz, a fin de que sus obras se vean, como que han
sido hechas según Dios”.
La
Iglesia Católico romana, por otra parte: ¿no ha resultado, acaso –con independencia
de su esencial papel escatológico en la tierra—un depósito vivo; un riquísimo
venero de egregias tradiciones morales y
sociales, en el milenio de su existencia universal ? De ahí que, por partidismo
mal entendido o por ignorancia niegan esta simple verdad humana no merezcan
–ciertamente—el nombre de historiadores.
establecer
y reinterpretar las tradiciones madres de la patria, tergiversadas por nuestra
historia liberal, es el deber que se impone a la joven promoción de argentinos
atraídos a las investigación de nuestro pasado. La tarea es, sin duda, urgente
en esta hora. La experiencia nos está enseñando lo que aquellas valen en el
siglo revolucionario que vivimos; y los peligros de todo género a que a diario
se exponen los pueblos que carecen o reniegan de las suyas propias.
El
panorama mundial contemporáneo no puede ser más aleccionador en este orden de
ideas.
“La
ruptura entre el pasado y el futuro nos sume en las más profundas tinieblas y
nos veda cualquier percepción del proceso histórico –enseña Nicolás
Berdiaeff--. Y es, precisamente esta separación la que realizan aquellos que
quieren apartarse del magno pasado
histórico, con lo cual ya no son capaces de concebir el magno futuro que
nos espera”.
El
apartamiento de su “magno pasado histórico” convirtió al país, progresivamente,
en colonia, en factoría, en turbamulta babélica. He ahí el fruto sin sustancia de
nuestra tan cacareada organización constitucional del 53 . Nuestras escuelas y
universidades, desde que existen, nos lo
han venido enseñando como un axioma pedagógico irrebatible.
Cumplen
así, las funciones docentes previstas por aquellas anacrónicas Instituciones que
mal copiamos de los anglosajones y protestantes del norte. “Somos dependencia del comercio extranjero y de
las comisiones que lo agitan –exclamaba con
amargura, don Vicente Fidel López--: nuestra producción, es decir, nuestra
materia prima, que es lo único que la constituye, depende necesariamente de los
mercados extranjeros. Ellos nos fijan
la línea a que puede llegar. Ellos no tienen bajo su tutela despótica”.
Todo esto
prodújose, no lo olvidemos, como efecto inmediato del pensamiento de Sarmiento,
de Alberdi y de Mitre: acaso explicable en su tiempo pero superado, sin duda,
en nuestra Argentina del siglo XX, cuya conciencia ha comenzado a despertar en
las nuevas generaciones. Aquel pensamiento
quedó adherido, a la manera de un cáncer, a nuestro derecho público escrito,
retardando en setenta años el desarrollo del espíritu independiente y el aprovechamiento
de la riqueza nacional. Lo lamentamos amargamente ahora. Y aunque en
muchos círculos inteligentes ha comenzado a insinuarse una reacción promisoria, los funestos colazos de
aquel repudio primero a nuestras
tradiciones heredadas –defendidas a
punta de lanza en el período de
la emancipación—los estamos sufriendo todavía en carne viva, como una plaga
bíblica.
Habrá que
robustecer, pues, mediante una pedagogía ortodoxa pero inteligente –adaptada a
los tiempos—el alma nacional, para un porvenir en el cual los pueblos
(complementados al máximo, económicamente) se distingan entre sí sólo por su
Cultura. Vale decir: dejen de ser aburridamente homogéneos gracias a su propia
autenticidad de fondo: espiritual, histórica y moral. He ahí a mi juicio, el
nudo de la cuestión sobre la que descansa el destino --nada menos—de la Nueva Argentina que
amanece.
Entre
tanto, al margen de los deleznables tratados escritos por los vencedores en
Caseros, aguarda la verdadera historia patria que aún está por escribirse. Ella y sólo ella nos revelará, ciertamente,
nuestro “ magno futuro ”; y nos hará capaces de concebirlo y realizarlo
desenredando de la madeja del tiempo, el hilo con que se tejen todas las
glorias nacionales ; la Fe heredada de
nuestros antepasados, el amor sacrificado a la Tierra y el cultivo de la propia
Tradición familiar y costumbrista, en sus perennes esencias.
Porque es
preciso no olvidar este profundo apotegma de Goethe: “ El hombre no es sólo naturaleza sino historia
”.
Nosotros
recién en los últimos años lo estamos descubriendo, con la madurez que da la experiencia
intensamente vivida fuera de las bibliotecas y gabinetes de estudio de nuestra
temprana juventud.+
Federico
Ibarguren.
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