miércoles, 15 de diciembre de 2021

 

EL TELEMANÍACO


Agotados por el trajín diario y las preocupaciones, que todos las tenemos, al llegar a nuestro hogar nos desparramamos en un sillón, frente a la TV basura, para evadirnos de la vulgaridad aplastante de nuestra rutina y escaparnos “fuera de nosotros mismos”, tratando de vivir ilusiones doradas, identificándonos con esos héroes, esos galanes, esas bellas mujeres de Hollywood, que aparentan vivir plenamente, sin inhibiciones, porque moralmente, para ellos, sólo está prohibido prohibir.


Aún sabiendo que al despertar, cuando nos enfrentemos nuevamente con la realidad cotidiana, la desazón disipará las dulces fantasías inasequibles y los ensueños imposibles; la envidia de no poder ser como ellos, ricos y famosos, nos resentirá, y nos abatirán frustraciones lamentables, diariamente, para siempre.


Incapaces de aceptar alegremente nuestra existencia real, tal como nos ha sido regalada, nos abandonamos a vivir en una soledad rencorosa; despreciando inclusive la intimidad familiar que nos espera para amar y ser amado, para conversar, jugar, leer, rezar…pues nos aferra a la tierra, a esa vida real que repudiamos. Sin recobrar nuestra dignidad de seres pensantes y críticos, quedamos sometidos a la “ley de la pantalla”, esa droga que nos disipa insatisfechos en el Mundo.


San Agustín, el gran santo africano, narra en su sermón sobre la maravillosa Parábola del Hijo Pródigo, (‘Sermones’, t. VII, BAC, pg. 709), hace 1600 años, unas ideas que conmoverán eternamente a los hombres, y que hoy día cuadran perfectamente con el vicio de los telemaníacos, y aún con el de los “consumistas” desenfrenados.


Explica San Agustín: “el amor propio, que fue la primera perdición del hombre, antepuso su amor al que debía a Dios, comienza por abandonar a Dios, entonces el amor de sí vese lanzado fuera de sí, hacia las cosas amables de afuera… Comenzaste por amar lo exterior a tí y te perdiste a tí…, porque al salir de sí mismo el amor del hombre, para unirse a las cosas exteriores, empieza a esfumarse con las cosas amadas, que también se esfuman… se vacía, se irradia, apacentando cerdos… Al salir de sí, sale de Cristo, que está en lo más recóndito de su ser y se arroja en el Mundo malo. Y al volver en sí, para guardarse, debe volver al Padre, para no volver a caer de sí.


Sin moverse de su sillón, el telemaníaco – y aún el celumaníaco- vive imaginariamente una vida semejante a la del Hijo Pródigo. Ya no es más él mismo, sino un monigote, fácilmente manejable, que, con pasarse sólo un par de horas frente a la TV, su vida se trastorna, pierde su dignidad inteligente y crítica, se evade mentalmente y asume las palabras que oye con unción religiosa, como verdades concluyentes e irrefutables, consustanciales a su ser. Está tan imbuido de las imágenes de la TV, su principal alimento cultural y moral, que vive de acuerdo a esas fantasías; siente, vive, repite y envidia sus mensajes, hasta el extremo de ser simplemente su eco. Y así su vida se va diluyendo juntamente con Cristo en la “fugacidad del mundo”, en la “muchedumbre de las cosas” que ella, la TV, señora de las realidades esfumables, pone delante de nuestros apetitos.+




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