Doctrina Nacionalista.
Jordán Bruno Genta
Excelente artículo del
mártir argentino, asesinado por una de las bandas masónicas/marxista, que hace
unas pocas décadas agredieron la Soberanía nacional, a los patriotas que la
defendían, y al pueblo indiscriminadamente. En el expone que el liberalismo,
arma ideológica inglesa, asumida por el Régimen cipayo, después de Caseros, es
una droga venenosa que adormece, subvierte, y corrompe, empleada por los
infames imperialista para colonizar países. En definitiva, el liberalismo es un
pecado mortal contra la Fe y la Patria.
“Cuando nosotros
introdujimos en el organismo estatal el veneno del Liberalismo, la totalidad de
su complexión política sufrió un cambio; los Estados han sido cogidos con una
enfermedad mortal, una que envenena la sangre…” (Protocolos de Sión).
A continuación el texto
del apéndice al libro de su autoría: “La idea y las Ideologías”; titulado:
“LA IDEA DE PATRIA Y LAS IDEOLOGÍAS INTERNACIONALES”.
“DE LA LIBERTAD Y DE LA JERARQUIA EN EL ORDEN HUMANO”
Nada es más indigno en un hombre; nada lo humilla y rebaja tanto como la
adulación de otro hombre o de la multitud; por el contrario, nada es más digno
de un hombre ni tan propio de su dignidad y decoro de ser, como el elogio de la jerarquía, como la
reverencia de la autoridad.
Ha llegado a ser un prejuicio popular la creencia de que toda forma de
autoridad y que todo sentido de distinción y de rango, atenta contra la libertad y contra el espíritu democrático
de la época, al punto que quienes ejercen alguna autoridad o pertenecen a una
institución jerárquica se esfuerzan por aclarar en todo momento que son hombres
de la calle, hijos del pueblo, ciudadanos comunes, etc., a fin de que no se
interprete su investidura como la amenaza de una nueva tiranía o de un
privilegio de casta.
Y de este modo, con conciencia o sin ella, se fomenta el desprecio de la
autoridad y el manoseo de la jerarquía, al mismo tiempo que crecen
pavorosamente la soberbia y el servilismo, la vanidad y la adulación, tanto en
el individuo como en la multitud.
El gran humanista español Juan Luis
Vives, nos recuerda en su opúsculo acerca “De la Comunidad de los Bienes”,
escrito en 1535, inmediatamente del estallido comunista-anabaptista en Münster;
nos recuerda, repito, esta profunda y decisiva verdad: “A los que habían suscitado la guerra en el fementido nombre de la
libertad e injustísima igualdad de los
inferiores con los superiores, sucedieron los que decretaron, pudieron y
exigieron, no ya aquella igualdad, sino la comunidad de todos los bienes”.
Quiere decir que el comunismo no
es más que el liberalismo en su extremo desarrollo, en sus últimas
consecuencias. Podrán los intereses
creados, las poderosas situaciones de privilegio existentes en el régimen
burgués, contener por más o menos tiempo la corriente de los hechos; pero la lógica
inexorable de un movimiento, de una revolución espiritual y política por ellos
mismos desencadenada, se cumplirá hasta el fin necesario, hasta la destrucción
de todo el orden existente. No edificará
nada, porque todo lo que se pretende o intenta contra la naturaleza de las cosas
está condenado al fracaso irremediable, pero llevará la negación, la
desmoralización y el aniquilamiento a todo lo que constituye un orden, una
jerarquía, una dignidad en nuestro viejo mundo occidental.
Es oportuno resaltar la ironía de un proceso cuyos colaboradores más
eficaces son los mismos poderes, ahora como siempre, de la plutocracia
internacional y del liberalismo político, que serán finalmente sepultados y
anonadados por su propia obra.
Conviene meditar el texto de Vives para saber a qué atenernos acerca de los
tiempos que llegan vertiginosamente,
para saber a dónde conduce el desmoronamiento de las fuerzas de resistencia, la
desmoralización de las instituciones tradicionales, todo lo que reblandece los
cimientos de la vida espiritual y del orden político de las naciones. Conviene
no olvidar que el liberalismo conduce inexorablemente al triunfo de la política
comunista en el mundo, máxime si la potencia que sostiene e irradia la
propaganda comunista resurge como un imperio encuadrado en los moldes del
antiguo nacionalismo paneslavista.
El primer deber de un educador de vocación es el testimonio de la verdad,
la profesión de la verdad. Por esto es que me propongo hacer el elogio de la
jerarquía en esta hora del crepúsculo de todas las jerarquías existentes; en esta
hora de programas igualitarios y de universal aplanamiento, que sólo parece
consentir el espectáculo de hombres y de pueblos mínimos, por grande que sea el
poder de su riqueza, exasperados por una ficticia conciencia materialista de clase
y arrojados a una lucha materialista de clases ciega e implacable, en que las masas
se conducen como si fueran protagonistas de la Historia Universal, engañadas y
seducidas por sus aduladores de oficio: esos predicadores incurablemente
marxistas, aunque hablen en nombre de las clases económicamente privilegiadas y
de cuyos labios no cae jamás la promesa de una felicidad de “potrero verde” para
la multitud: seguridad, comodidad, facilidad para el mayor número al precio exclusivo de la libertad
responsable, de la dignidad de personas.
Me propongo hacer el elogio de las jerarquías en este día de hoy que nos
aturde y nos abruma con voces innumerables que dicen así: “A la necesidad de gloria ha sucedido la necesidad de provecho y de
comodidad, y el heroísmo guerrero ya no es el órgano competente de las
necesidades prosaicas del comercio y de la industria que constituyen la vida
actual de estos países… Ha pasado la época de los héroes; entramos en la edad
del buen sentido”. (Alberdi,
‘Bases’).
El héroe es una suprema jerarquía humana, y el espíritu igualitario,
horizontal, demagógico, no soporta la presencia viva, real, fulgurante de los grandes
ejemplos allá en las cumbres más altas, inmóviles, impasibles, obstinados en no
cambiar siquiera un poco, a no ceder siquiera algo, exigiendo siempre lo mismo
a las generaciones que van llegando; exigiendo
que sean capaces de querer lo mismo que ellos quisieron para mantener arriba,
como señores de su destino propio e intransferible, orgullosos de llevar una
presada responsabilidad sobre los hombros y de merecer un linaje divino y
heroico.
La voz de orden parece ser: hay que segar las espigas demasiado altas. Hay
que debilitar a los fuertes hasta aniquilarlos si fuera posible; hay que
exaltar a los mediocre, a los inferiores, a los hombres comunes. Nada más que
hombres comunes, adaptados, acomodados, que sólo aspiren a vivir sin
responsabilidad, sin normad fijas e inmutables, al hilo de las circunstancias
infinitamente variables.
Una propaganda arrolladora, imponente, incontratable, envenena las almas en
el resentimiento contra todo lo superior, contra toda excelencia; difunde el
horror contra todo lo que se presenta como absoluto, permanente, definitivo; la
Verdad absoluta, el Bien supremo, la Justicia primera y trascendente.
De ahí que uno se expone a todos los peligros, a todas las violencias, a
las más torpes calumnias si habla de leyes eternas, de normas fijas o de
compromisos definitivos porque obligan a una observancia perpetua, a una
fidelidad continuada, a una solidaridad de generaciones con el pasado y con el
futuro.
Hay dos modos principales de examinar y de decidir acerca de todas las cosas:
1º. Considerarlas desde el punto de vista del ser, de la constancia, de la identidad; 2º. Considerarlas desde el
punto de vista del no ser, del
devenir, de la contradicción.
En una época, como la presente, que ha perdido el sentido del ser y el
gusto de las formas, que no tiene en vista la eternidad para resolver ningún
problema de conducta, las palabras ya no
son las cosas mismas y en han degradado en mera expresión de las
necesidades y de los apetitos materiales de los hombres y de los grupos.
Las palabras se han corrompido hasta el punto de no ser más que recursos
prácticos, expedientes ideológicos para la acción en el sentido marxista. De
ahí el criterio de que no hay significaciones esenciales, inmutables,
idénticos; y de que los conceptos evolucionan y cambian con las circunstancias,
aun aquellas que dicen la razón de la vida y de la muerte.
Y son las palabras más elevadas, justamente aquellas que más importan para
el destino del hombre y de los pueblos, las más expuestas al equívoco, las que
más se confunden en la contradicción infinita; las más manoseadas por el uso
innoble.
Tal, por ejemplo, la palabra libertad,
en la intención de los modernos sofistas y demagogos.
Es notorio que la afirmación de algo tiene un significado único y
exclusivo: el sentido de su definición;
pero la negación multiplica al infinito sus versiones.
La libertad de los modernos liberales se manifiesta en todas las formas de
la negación; consiste siempre en la abstención o en el rechazo de un principio
determinado, de un orden jerárquico, de una autoridad verdadera, de un
compromiso inquebrantable. Hasta cuando elige y ata algún nudo lo hace con la
reserva de poder desatarlo ulteriormente.
La libertad liberal se complace en las abstracciones, en la divagación y en
todo lo que es provisorio; es antijerárquica, antitradicional y tiene el horror
de la responsabilidad personal. No reconoce deberes anteriores y superiores al
derecho de elección; esto es, a la arbitrariedad absoluta del individuo.
Se trata siempre de la sustitución de la autoridad verdadera por las falsas
libertades que tiranizan al hombre, humillándolo a todos los servilismos de la pasión
y del arbitrio sin medida. El individualismo liberal supone la autoridad de
cualquiera indistintamente: el acceso a las más altas funciones abierto por
igual a todos; una opinión cualquiera debe ser reconocida y respetada como
verdadera con el mismo derecho que cualquiera otra en materia religiosa,
filosófica, moral y política. Es la supresión de todas las jerarquías, de todas
las distancias; cada individuo reivindica para sí el derecho de poner la mano
en todo, de encarar y resolver cualquier problema esencial.
La dialéctica inmanente del igualitarismo individualista conduce, tal como
se observa en el texto de Vives ya citado, al colectivismo o comunismo, al
aniquilamiento de la responsabilidad personal en todos los órdenes de la vida.
Si el programa comunista fuera realizable, asistiríamos al máximo
empequeñecimiento del hombre; a su nimiedad en la masa gregaria, maquinal,
rutinaria.
La libertad positiva, la libertad que afirma, por el contrario, es una y
exclusiva para cada orden de la conducta como lo definición de lo que es.
La libertad afirmativa es indivisible de la jerarquía; está necesariamente
referida a la autoridad; está reflexivamente encuadrada en el cumplimiento de
deberes que son anteriores y superiores al individuo: deberes hacia Dios, hacia
la Patria, hacia la Familia.
Y estos deberes son compromisos definitivos; tan sólo elevándose hasta la
altura de sus exigencias invariables y manteniéndose habitualmente en esa
altura, el hombre se manifiesta como una libertad, como una persona. Si, por el
contrario, abusa de su poder de albedrío para desertar, para traicionar sus
obligaciones esenciales, se corrompe y degrada hasta ser la peor de las
bestias. Tal es el fin necesario de la libertad liberal.
La libertad real y verdadera es jerárquica, tradicional, responsable y se
ordena en lo que es justo. Por eso es que Aristóteles
define el acto libre “como una preferencia reflexiva de lo mejor”, o como dice
Claudel “la complacencia razonable en lo mejor”.
La Patria tiene una existencia cumplida, acabada, perfecta, en su
soberanía, es decir, en el ejercicio de su libertad real y verdadera.
La Patria reposa en la soberanía política, porque es su plenitud de ser, su
acto y su fin. Cuando vive en soberanía, la Patria no evoluciona más puesto que
ha llegado a ser todo lo que debe ser.
La evolución, el aumento y el progreso conciernen a las cosas de la Patria,
a lo que ella materialmente contiene: población, riqueza, bienestar, cultura,
poderío; pero la Patria misma no cambia, permanece inmóvil, inmutable idéntica
a lo que fue el primer día de su ingreso en la existencia soberana. Sólo puede
cambiar para dejar de ser, para anonadarse definitivamente; sigue inmóvil
mientras sus hijos son capaces de mantenerla arriba, de sostenerla en la altura
de su libertad y permanecen fieles al “todo por la Patria”.
Fuera de la soberanía, por incapacidad de conquistarla o de seguirla
mereciendo, la Patria no es más que una sombra humillada, una imagen
contrahecha, una impotencia y una angustia de no ser.
La naturaleza moral de la Patria exige la forma concreta del Estado, de la
República perfecta. El insigne teólogo y jurista de la España Imperial, P. Francisco Vitoria, retomando el hilo
de la tradición aristotélico-tomista, la define:
“República es propiamente la comunidad perfecta… es una comunidad perfecta
aquella que tiene sobre sí todo y que no es parte ni depende de ninguna otra
República, y que, por lo tanto, posee leyes propias, consejos propios y propias
autoridades.
“De todo lo cual resulta y se sigue que los gobernadores y los príncipes
que no mandan a Repúblicas perfectas, sino a Repúblicas que son partes de otra,
no pueden declarar ni hacer la guerra”. (“Relección sobre la guerra”).
La Patria soberana e intransferible es la libertad primera y la más elevada
jerarquía en el orden humano. Es la analogía próxima y la imagen viva de la
soberanía absoluta y trascendente de Dios. El individuo no es soberano; sólo un necio puede decir que no le debe nada
a nadie y que se basta a sí mismo. Tampoco es soberana la masa, la multitud de
los nivelados, marginales y serviles; sólo un siglo estúpido podía hacerse eco
del Materialismo Histórico y llegar a la convicción de que las masas
constituyen el sujeto de la Historia Universal.
“Cada persona individual –enseña Santo
Tomás- es a la comunidad como la parte al todo”; pero el individuo no
pertenece a la Sociedad política con todo su ser ni con todas las potencias de
su alma. El individuo, por lo mismo que es parte de un todo, sólo alcanza la
suficiencia de la vida en la comunidad política que se basta a sí misma y es
dueña de sus actos; que integra y completa su ser encuadrándolo en el pudor y
en la justicia; y lo prepara para una vida decorosa y una muerte buena y bella.
El individuo sólo es soberano en
la Patria soberana. El
Bien Común es la soberanía, la Patria que se manda a sí misma y que vela por la
identidad de su alma a través del tiempo mudable, a través de las generaciones
innumerables, solidarias y fieles en el cumplimiento de la misma
responsabilidad.
La Patria de cada uno de nosotros argentinos es la misma, absolutamente la
misma que fundó San Martín. Es esta tierra exclusiva de la libertad argentina,
que por haberla querido igual que la quiso el Libertador, por haber sabido guardar
intacta su soberanía, Juan Manuel de Rosas mereció el
legado supremo de su sable.
Ningún argentino ha sido ni podrá ser tan honrado como lo fue Rosas, porque el sable del héroe fundador de la
Patria es, antes que el gorro frigio, el símbolo de nuestra libertad.
La Patria no cambia; el concepto de soberanía que dice su esencia y el fin de
su existencia no evoluciona. No hay un concepto medieval y un concepto moderno
de soberanía; no hay más que un concepto verdadero que dice lo que es la
soberanía es y luego muchos pseudos conceptos que dicen lo que no es.
La Patria es siempre lo mismo para sus hijos bien nacidos. Así como no
pueden tenerse sino los padres que se tienen, la Patria es única, exclusiva e
intransferible; no la hemos elegido ni hemos nacido en ella impunemente.
No hay más que un concepto de Patria; se podrá definir su contenido clara y
distintamente, o apenas describirlo de un modo oscuro y confuso, pero es la misma
cosa lo que se dice toda vez que se la nombra con fidelidad.
Hace 25 siglos Platón definió, por boca de Sócrates, a la Patria soberana.
Voy a leer su texto y cada uno de vosotros dirá si no es eso mismo lo que
siente, lo que piensa y lo que quiere que sea:
La Patria soberana es “a los ojos de
Dios y de los hombres sensatos, un objeto más precioso, más respetable, más
augusto y más sagrado que una madre, que un padre y que todos los antepasados;
y es necesario tener para la Patria
irritada más respeto, más sumisión y más cuidado que hacia un padre; es
necesario persuadirla de sus errores o cumplir sus órdenes y sufrir sin
murmurar todo lo que ella manda sufrir, sea que nos haga castigar y encadenar;
sea que nos envíe a la guerra para ser heridos o para morir; nuestro deber es
obedecer y no nos está permitido retroceder, ni desviarnos ni dejar el puesto”
(Platón: “Critón”).
El concepto de Patria es idéntico en todas las edades, desde aquella edad
de bronce hasta esta edad atómica.
Por esta razón, si un argentino dice que su Patria es el mundo o que su
Patria es América o que su Patria está donde trabaja y se le paga, no dice lo
que la Patria es; declara solamente sus apetitos, sus tentaciones o sus
resentimientos contra lo que es.
La Patria es inmóvil, como el héroe fundador de su soberanía. Es lo que
debe ser o no es nada.
¡Quiera Dios que no se pueda decir nunca con verdad, que en esta tierra
nuestra, en esta Argentina nuestra, ha pasado para siempre la época de los
héroes!...
Jordán Bruno Genta
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