¡Para llorar por mi Patria perdida!
“es la servidumbre militante quien crea y conserva la grandeza de los
países”.
Sola esta verdad basta para
admirar, añorar y hacer justicia histórica al heroico gobierno nacionalista y
soberano de
DON JUAN MANUEL DE ROSAS.
¡España, aunque sólo hubiera
buscaba Eldorado fantasma, como mienten los liberales y protestantes, nos legó
un legado invalorable: fe en nuestro destino histórico de nación soberana, que
resplandeció hasta que el liberalismo, “dispersión y separatismo”, repudió y castró!!
Eugenio Montes
Grandeza y Servidumbre Militar
(El día de los antiguos combatientes)
U
|
na mañana de 1525 y un ventanal abierto al aire claro de Medina. De codos
en el ventanal, un gentilhombre. Enfrente, pilar y símbolo de España, el
castillo de la Mora, por cuyos muros, altos y profundos suben, apretadas en
haz, las flechas falangistas de Isabel, que en ese tiempo -el año de Pavía-
grandes capitanes andan echando a volar por el cielo de Italia y el cielo de
Indias.
Como es por el mes de Santiago Apóstol y en tierras de Campos, da gloria ver
como se doran y granan las espigas. Granada y dorada está, con su cosecha de
héroes, la gloria de las armas españolas. “¡Dios se ha hecho español!”, dicen
las gentes en Milán, y en el Franco Condado, y en Flandes, cuando cruzan el
crepúsculo, cubiertos de sol y polvo, unos soldaditos morenos bajo católicas
banderas. Todos es entonces esplendor y júbilo. Y, no obstante, el gentilhombre
de Medina está acodado y pensativo mirando a lo lejos. Sus ojos, con don de
vaticinio, creen ver una sombra triste en la llanura. Su mente, dedicada a la
meditación sobre la grandeza y carácter del servicio, ha descubierto, dentro
del poderío, la posibilidad de la ruina. Entonces, para memoria de patriotas,
el hidalgo escribe un libro, “Envolviendo la arte militar con la philosophía
moral, y la philosophía moral con la arte militar”. Un libro –qué vale el de
Vigny- en el cual se enuncia esta verdad inconmovible: que los Imperios duran mientras dura la disciplina propia de los hombres de
armas, y los países subsisten mientras resplandecen las virtudes bélicas y el
orden pervive en tanto el mundo civil vive a imagen y semejanza del Ejército. Pero
cuando dejan de ser ejemplares las virtudes de campamento, cuando el temple
sufre mella o el vejamen empaña el resplandor de los aceros, entonces se hunden
y desmoronan los países. No se le
oculta al hidalgo que la suerte de las batallas depende de multitud de azares y
circunstancias. En la mochila del triunfo va el revés. Sí, a la espalda de las
tropas invictas de Pavía, iba la rota de Rocroy. Pero esto no hubiera sido decisivo,
pues tras el fracaso puede venir la victoria si la bravura y la disciplina
castrense se conservan intactas. Lo decisivo es no perder la fe, y España la
perdió, por desgracia. Poco a poco cunde la idea de que todo desquite es
indigno. Se enseña, y esto es cierto, que al caballero se le reconoce en la
manera de saber perder. No se enseña, en cambio, y esto también es cierto y
además es fecundo, que asimismo el temple de la caballería se reconoce en el
modo de saber ganar. Pero ganancia y pérdida son cosas relativas y
contingentes. Puede ser la victoria resplandor de hermosura, y también, como
don Quijote nos enseña, puede ser la derrota trofeo de las almas bien nacidas.
Y el bien nacer se reconoce en el bien morir, en estar siempre dispuestos a la
muerte por algo noble, lo cual exige estar siempre dispuestos al combate. La
decadencia de España no hay que buscarla, pues, frívola, maquiavélicamente, en
la idea tan cristiana y tan nuestra de que ni el éxito ni el fracaso en este
mundo son valores en sí teleológicos. Sino en la descreencia y en la
indiferencia total, en el quietismo que al reducir a nada el cosmos renuncia a
la vez al otro mundo y a éste: a todo, anulando la unidad y la variedad
axiológica, y con ella el sentido del esfuerzo. Durante doscientos años ni una sola voz se alza entre nosotros para
exaltar la belleza del sacrificio. Cuando nuestros quintos van a partirse
el pecho y a dar la sangre en Nador, en Camagüey, en Manila, todas las plumas
se aplican a destinar venenos que corroan su denuedo y los desmoralicen. Maceo
y Rizal, Abd-El-Krim y el conseller
Casanova son nobles y simpáticos porque luchan por la libertad y la
independencia, por la libertad y la independencia de Cuba y Filipinas, del Rif
y de Cataluña. Pero Weyler, Primo de Rivera y Sanjurjo ya no lo son tanto
porque luchan por la libertad y la independencia de España.
Día a día los peores vahos van oscureciendo el brillo de las espadas.
Primero es el contentarse con lo que tenemos, con lo que nos queda. Después es
el preferir la casaca enciclopedista, el chaqué burgués, la chaqueta
mesocrática y el traje de Mahón, al uniforme. Por último es el rencor a los
generales del Directorio, porque son generales; el halago a la roña
separatista, el entierro de nuestra bandera y nuestros viejos estandartes, el
estimar más la rebeldía que la disciplina, y la cobardía que el coraje. Por último
es el 14 de abril, la “República de las envidias”, la renuncia a la guerra, el
hormigueo de Estatutos y el encabezar nuestra Constitución con las palabras de
Mr. Kellog, es decir, de un norteamericano que allá en su mocedad se ejercitó,
según creo, en el bonito deporte de agujerear a balazos la bandera española en
Santiago de Cuba. A eso, en Madrid se llamaba
hace unos años civilización y
pacifismo.
El eclipse de las virtudes militares, o mejor la perversa y resentida
mentalidad que transforma esos valores auténticos en antivalores, es obra, en
España, del siglo XVIII. Por ese mismo tiempo se crea la monarquía prusiana. “El hombre y la disciplina han hecho
a Prusia”, dijo un mariscal de Federico el Grande. Es verdad. A Prusia la han
hecho los soldados en época de guerra, y el espíritu del soldado, las
Asociaciones de antiguos combatientes en época de paz. El secreto del triunfo
de los Imperios lo aprendió Federico en un libro español, el del Marqués de
Santa Cruz de Marcenado. Allí aprendió
que es la servidumbre militante quien crea y conserva la grandeza de los
países. Al viento de las banderas militares va creciendo la marca de Brandemburgo.
Una serie de batallas con fortuna le otorga prestigio y poderío. Los soldados
ganan territorio para la Patria, en las horas de pelea contra el enemigo
exterior, y luego lo defienden, con su temple, y si es preciso con las armas, contra el enemigo
interior, contra las tendencias anárquicas de dispersión y separatismo. Porque
persiste ese espíritu, porque el antiguo combatiente se sigue sintiendo
combatiente, persiste Prusia y existe Alemania.
Fueron los hombres de las trincheras, los capitanes y los quintos
licenciados, por fuerza, tras la derrota, quienes esforzadamente, salvaron al
país en los días de revolución, que son aquellos en que el enemigo combate
desde dentro. Corazones calientes, reunidos en torno al “Kyffhäuser”, le piden
fe y denuedo a los númenes para salvar la unidad y la dignidad de la Patria,
amenazada, a la vez, por los mismos que la han deshecho en España: el rencor
separatista y el marxismo. Nadie ha descrito aún la epopeya oscura de esos años
difíciles. Nadie ha cantado aún como se merece el arrebato casi divino de
aquella sangre, su divina locura y su divina impaciencia.
Paciencia y cordura
le pedían a los patriotas, los políticos parlamentarios, preocupados tan sólo de
organizar una falsa y tibia oposición de ruegos y preguntas, polémica
convenida y mentirosa, llena de pactos, acomodos y entrevistas. Escéptico y
sociólogo el Centro Católico propalaba el sofisma de que la inteligencia debe
avenirse a ir por partes en vez de ir por el todo, jugándoselo a cara y cruz,
jugándose la vida, que si no sirve para eso –para perderla por algo grande-, no
sirve para nada. No os apresuréis, le decían. Hay que ir de apoco. ¿Adónde y a
qué? ¿Al Parlamento a sostener al adversario? ¿Para cometer aquel pecado, que
ya San Agustín denunciaba con ira, el pecado de perpetuar el desorden esencial
bajo las apariencias de un orden burgués y episódico? Ese pecado que les pedían, ellos no quieren
cometerlo - ¿Quiénes? Estos que yo vi
ayer en la fiesta de los antiguos combatientes desfilar con los estandartes
gloriosos de los regimientos de Prusia, ante el viejo Mariscal de la paz y de
la guerra, bajo el cielo en júbilo de un himno de Beethoven
Die Himmel rühmen des Ebre.
Porque es posible condensar el paraíso en una gota de sangre. Se gana el cielo con la espada, dice en una capilla
de Amberes el epitafio de un soldado español que murió en Rocroy. Tumba y cruz, santo y seña de España entre el
lodo de Flandes.+
1933/34.
No hay comentarios:
Publicar un comentario