viernes, 23 de diciembre de 2016

El Régimen unitario,  nacido durante el siglo XIX, liberal, masónico, marxista, (elija el apelativo, aunque son casi políticamente sinónimos, con sólo diferencias de graduación), en su totalidad debe ser enjuiciado por alta traición. Entregar parte de la soberanía significa entregarla totalmente. Recuerdo el frenesí masónico infamando la recuperación de las Malvinas, y a los héroes militares, invocando falsos, pero efectistas, argumentos humanitaristas y sensibleros, con el apoyo de altas autoridades de la Iglesia,  de los politiqueros de la ‘democracia’, y el plañidero coro de periodistas. Incriminaban la insolencia patriótica de enfrentar al imperialismo inglés,  masónico y protestante, nuestra buena y desinteresada madrastra. En estos últimos años el Régimen marxista de los KK, continuando la  tradicional política entreguista cedió parte de nuestro territorio soberano  a China comunista en la Patagonia.  Es difícil discernir si son más traidores y cipayos, los masones, los liberales o los marxistas.
(ed. Fundación Arché)


LA NOCIÓN DE GUERRA JUSTA Y LA RECUPERACIÓN DE LAS MALVINAS.

Alberto Caturelli
1-      EL HECHO DE LA GUERRA Y EL BIEN COMÚN.

L
a histórica e irreversible recuperación de las islas Malvinas y demás dependencias del Atlántico Sur con la que toda la vida hemos soñado los argentinos, constituye una ocasión única para reflexionar –especialmente en un país de tradición católica- sobre la noción de guerra justa y, por tanto, lícita. No porque la guerra sea deseable por sí misma (nadie puede pensar esto en su sano juicio) sino en que sentido una guerra puede ser justa y, por eso, también moralmente obligatoria.
     
El término guerra, que no proviene del latín bellum sino del vocablo werra, del germano antiguo asimilado al latín vulgar, significa discordia, pelea. Y todos sabemos que siempre ha existido discordia entre los hombres, ya sea singularmente, ya socialmente, de pueblo a pueblo. Quizá por eso, cuando consideramos ese fenómeno desde el punto de vista histórico, filosófico o jurídico, simplemente partimos del hecho de la guerra sin plantearnos la cuestión de su naturaleza y de su origen. Los antiguos, inmersos en un mundo de la necesidad, no resolvieron este problema ni explicaron su origen más allá de los mitos arcaicos; en cambio, el problema estaba resuelto en la tradición hebreo-cristiana porque la discordia consigo mismo y con los demás es el resultado directo del pecado. Yahvé dijo a Adán que, por haber pecado, “será maldita la tierra por tu causa” (Génesis, 3/17); la expresión “maldición”, que indica un acto de Dios supremamente justo, implica todos los males que se siguieron del pecado hasta la misma muerte. Entre estos males está, pues la guerra que, como toda discordia y el dolor que conlleva, puede tener también un saludable carácter expiatorio. Este aspecto esencial de la guerra no es el objeto inmediato de la presente reflexión. Por ahora nos debe bastar partir del hecho.
     
Ya se ve que, como toda realidad humana, puede ser ambivalente. De ahí que debemos plantearnos el problema de la guerra justa o injusta, sobre todo para tener conciencia clara en este momento tan grave de la historia nacional. Me refiero aquí solamente a la lucha armada entre  sociedades civiles (pueblos) cada una de las cuales tiene como fin propio suyo el bien común. En tal caso la sociedad perfecta ( y llámase perfecta  a aquella que se basta para lograr por sí misma su fin  propio ) debe defenderse de los peligros, interiores o exteriores, que amenazan el bien común. El bien común no es la mera suma de los bienes materiales, ni es tampoco la adición de los bienes de la personas singulares, sino un todo actual diverso constituido por los bienes  espirituales, culturales, históricos, materiales, de  un pueblo o comunidad civil y que es un todo superior a los bienes de las personas singulares. Por eso el bien de la persona singular, se subordina al bien común como la parte al todo, sin que se opongan  bien común y bien personal porque el logro del bien común realiza el bien de la persona y el bien personal logra su plenitud temporal en el bien común. De ahí que si el bien de la persona singular está subordinado al bien común, todos y cada uno estamos moralmente obligados a servirle y defenderle si está amenazado.
     
De esta simple consideración surgen espontáneamente las especies posibles de guerra: a) Interior, cuando se lleva a cabo dentro de la mismo sociedad civil si una parte de ella se enfrenta a otra  por diversas razones (guerra civil), o cuando un grupo, en virtud de una ideología, vulnera esencialmente el bien común subvirtiendo el orden natural ( guerra subversiva). La Argentina tiene experiencia de ambas, la primera en el siglo pasado y la segunda en el inmediato pasado. b) Exterior, cuando el bien común es amenazado o agredido desde fuera, en cuyo caso la guerra puede ser   ofensiva o defensiva, ya que la Nación puede no tomar o tomar la iniciativa del ataque. Algunos agregan hoy un tipo posterior a la Segunda Guerra Mundial: la guerra fría que, si bien no acude inmediatamente a los medios bélicos, inaugura un juego de tensiones que altera la tranquilidad en el orden, es decir, la paz entre los pueblos: El llamado “equilibrio del terror” nada tiene que ver con la tranquilidad en el orden que es la paz verdadera. c) La guerra de independencia se suscita cuando una comunidad perfecta adquiere conciencia de su aptitud para autogobernarse; es lo que sostuvo, por ejemplo, Miguel Calixto del Corro, quien enseñaba (entre 1809 y 1811) que por razones geográficas, históricas y sociales, lo que es hoy la Argentina tenía el derecho natural a la independencia y que, para lograrlo había que ir a la guerra, si fuere necesario. La guerra de la independencia sostenida en virtud del derecho natural  es prototipo de guerra justa y quienes mueren heroicamente en semejante empeño hacen el supremo sacrificio de su vida por el bien común del todo, de ahí que les sea debida la honra y veneración propias del héroe ejemplar.


     
Ya se ve que es radicalmente falso un pacifismo extremo porque para salvar una “paz” ficticia no defiende lo que es debido al bien común y, al cabo, tanpoco defiende la paz verdadera porque vulnera gravemente el orden que debería defender. Confieso que ciertas  declaraciones sentimentales en defensa de la “paz” a cualquier precio me irritan porque también conllevan una buena carga de estupidez. Nada más antinatural y anticristiano, en lo que se refiere a nuestros deberes con el bien común, que este pacifismo a toda costa. O, más bien, a costa de todo. Más grave sería, es claro, que tal pacifismo fuese hijo de la pusilanimidad (o cobardía) que, como su nombre lo indica es pequeñez de ánimo (contrapuesto a la magnanimidad) y que constituye, enseña Santo Tomás, un pecado más grave que la presunción porque hace que el hombre se aparte del bien y del deber que tiene con el bien común (STH.,II,II, 133,2, ad.4). Naturalmente es también falso un belicismo extremo porque ya no puede ejercerse en defensa del derecho cierto agredido y es, por eso, siempre injusto.

2-      GUERRA JUSTA Y GUERRA INJUSTA Y EL CONFLICTO POR LAS MALVINAS.

E
n virtud de la primacía del bien común al que debo amar y servir (lo cual  viene a identificarse con el patriotismo) cada ciudadano está moralmente obligado a servir, mantener y defender todo lo que le es debido a la Nación en cuanto comunidad política. Esta voluntad permanente de donación al bien común del todo es la justicia en su más alto grado (justicia legal) y es servicio y amor a la Patria. La Patria es, sin duda el  “lugar donde se ha nacido” (Cicerón) siempre que se extienda la expresión “lugar” como un vínculo verdaderamente constitutívo del hombre que lleva consigo su geografía, su paisaje, su espacio. Sólo el hombre es capaz de semejante vínculo y, por eso, sólo el hombre tiene patria. Pero esto es apenas el vínculo inicial porque el hombre  no existe sino con su prójimo (sociabilidad originaria); por eso, como decía San Agustín, la “comunidad concorde de personas unidas en virtud del mismo fin que aman” es el pueblo o comunidad política; esta situación  -que supone la conciencia de la verdad del ser- es palabra originaria, causa de toda otra palabra y fundamento del lenguaje el que, a su vez,  constituye la  última estructura del idioma (en nuestro caso el español); pero como esta realidad se muestra en el tiempo (en mi presente) es histórica y, por eso no existe hombre ni pueblo sin tradición histórica sin la cual no existe el futuro.  Y como el hombre, en el tiempo, opera produciendo cosas (la cultura principalmente), no existe pueblo sin cultura todo lo cual pone de manifiesto la tendencia de las personas a un Bien absoluto que, allende la historia, sacie todas  las apetencias humanas y tal Bien absoluto es Dios. Luego la Patria es este todo actual que se compone de una comunidad concorde de personas sustancialmente vinculadas a un territorio, que expresa su naturaleza en una lengua determinada, constitutivamente transmisora de una tradición histórica y cultural, orientada al fin último  del hombre que es Dios.  En tal sentido el patriotismo es parte de la justicia porque es piedad, como amor a la tierra de los padres; pero es, antes que nada, reconocimiento y amor a la Patria como don, en cuanto es lo que me es dado junto con la existencia. Desde el punto de vista cristiano, es un don de la caridad, en cuanto amor a la patria no permanente que apunta hacia la Patria permanente que no es de este mundo.
     
Por consiguiente, la voluntad permanente de donación al bien común es la justicia (y el patriotismo) en su más alto grado. Por eso la grave injuria contra el bien de la comunidad política vulnera gravemente el derecho natural y es, por eso, causa justa de guerra, que moralmente nos obliga.  En un conocido texto, Santo Tomás   expuso (STh II,II,40,1) los caracteres de la guerra justa: que sea declarada, dirigida, por de la sociedad civil,  que tenga una causa justa (violación de un derecho cierto) y que exista recta intención. Lo mismo enseñaba San Agustín y toda la tradición; de ahí que el sabio español Francisco de Vitoria (creador del derecho internacional) resumía esta doctrina diciendo que la causa justa de hacer la guerra es la injuria recibida (De Indiis, II,13). La causa de una guerra justa es, ante todo, la reparación de un derecho cierto violado (contra el bien común); dicho de otro modo por el mismo doctor, “la única y sola causa justa de hacer la guerra es la injuria recibida” (Ib., II,12). Ya se ve que se trata de la reparación de un derecho cierto violado, en el caso de las Malvinas la guerra es esencialmente justa y, de nuestro lado, existe la búsqueda de una justicia vindicativa, de una restitución que le es debida a la Patria tanto por derecho natural cuanto positivo.
     
En efecto, cuando Inglaterra, en 1833, agredió nuestro derecho efectivamente ejercido sobre las Malvinas e Islas del Atlántico Sur usurpando la posesión de las mismas (no el derecho que siguió siendo nuestro), cometió un acto de tal naturaleza que siguió agrediendo a la Argentina todo el tiempo, minuto a minuto, segundo a segundo, durante casi siglo y medio. No se trata de un acto que desaparece inmediatamente sino, por el contrario, que continuó ejerciéndose contra nuestra soberanía. Por eso Inglaterra puso entonces (no ahora) la causa de guerra justa  de parte de la Argentina y, en cualquier momento de todo el tiempo transcurrido, la Argentina podría haber iniciado la guerra, aunque, por diversas circunstancias no lo haya hecho o no haya podido hacerlo. Claro es que la guerra es siempre el último recurso y es menester agotar todos los medios pacíficos moralmente rectos previamente. En este sentido, la afirmación del Presidente de los Estados Unidos de que la Argentina es el país agresor por el hecho de haberse restituido el dominio de las Malvinas y demás islas el 2 de abril, es una falacia total, ignorancia o las dos cosas juntas. Igualmente la afirmación lamentable del Cardenal inglés Hume de que Inglaterra lleva a cabo una guerra justa, no es otra cosa que la aplicación de principios verdaderos (los ya citados de Santo Tomás y Vitoria) sin ningún conocimiento histórico-jurídico de los hechos,  lo cual conduce siempre a un juicio práctico falso.
     
La Argentina, dada cierta circunstancias concretas y ante los signos inequívocos del usurpador de no tener voluntad de restituir las islas, decidió retomar lo que siempre fue suyo. Poseyendo una justa causa de guerra (justa causa que siempre tuvo), no lo hizo ni siquiera al retomar las islas. De modo que si hoy está en guerra, se trata de una guerra justa y legítima. Por eso, un pacifismo que nos propusiera algún tipo de retroceso en punto a soberanía, sería un pecado de alta traición. En lo que se refiere a la soberanía, ceder algo sería ceder todo. Eso debe quedar definitivamente claro.
     
Así todos los caracteres de la guerra justa asisten a la Argentina cuya guerra es defensiva, aunque sabemos que, para ser eficaz, debe trocarse en ofensiva o, si se quiere, defensiva-ofensiva, para restaurar, restituir o reparar un derecho cierto violado y también para rechazar al enemigo y exigirle una justicia vindicativa. En tal circunstancia es no sólo legítimo matar al enemigo, sino obligatorio, como enseñaba San Agustín: “el soldado que, obedeciendo a la autoridad…. mata a un hombre, (no) es reo de homicidio; más aun, si no lo hace se le culpa de desertor y menospreciador de la autoridad” (De Civ. Dei 1,26).  La  culpa consistiría precisamente, en no matar al enemigo en defensa del derecho cierto de su Patria. El soldado es, pues, ejecutor de la ley natural y la pusilanimidad sería un grave pecado contra el bien común.
     
Desde esta perspectiva es buenos recordar que hubo cuatro invasiones inglesas a nuestro país: en 1806, en 1807, en 1833 y en 1845. En la primera y en la segunda, una ciudad de 40.000 habitantes impuso la rendición incondicional a un ejército de más de 11.000 hombres. En 1807 Liniers, en noble gesto, devolvió al vencido su espada, aunque aquel ejército tenía como misión encubierta la usurpación del todo el Río de la Plata. En 1845, en la Vuelta de Obligado sintieron la fortaleza argentina, debieron firmar una paz honrosísima para la Argentina, reconocer su soberanía, devolver la isla Martín García, saludar al pabellón celeste y blanco con veintiún cañonazos de desagravio. Era el fin de la cuarta invasión. Nos debían la tercera, reparada el 2 de abril de 1982.
     
Ahora es bueno recordar los caracteres que tiene la guerra injusta. El mismo Francisco de Vitoria enseña que “no es justa causa de guerra el deseo de ensanchar el propio territorio” (De indiis, II,11); tampoco lo es el deseo de poder o provecho de la nación atacante (ib., 12);  la gloria particular del Príncipe, o causas económicas; de hecho en las guerras injustas confluyen juntas estas causas y especialmente se dan todas en las guerras colonialistas. Así es obvio que  la mera conquista (como la anexión de medio Méjico por parte de los Estados Unidos en el siglo pasado, o los repartos de Polonia), la expansión económica genera guerras injustas. Pero, paradigmáticamente, la agresión y anexión por parte de Inglaterra de territorios de la India, de la Malasia, de África, de Europa y de América, jamás fueron legítimos títulos de guerra y jamás le confirieron derecho de guerra; de ahí que se deba sostener que, globalmente el Imperio inglés de los siglos XVIII y XIX estuvo fundado todo él en guerras injustas. En ese cuadro general  debe colocarse la usurpación de las  Malvinas y sus dependencias. Si a esto se agregan hoy, dos caracteres enumerados por los moralistas como típicos de la guerra injusta, a saber, el menor deseo de venganza  y las reacciones del orgullo nacional herido o el prestigio vulnerado, Inglaterra logra realizar una suerte de raro y nada honroso paradigma de la guerra injusta.

3-      NUESTRA GUERRA JUSTA Y EL FUTURO DE IBEROAMÉRICA.

M
e llena de satisfacción, tanto moral como intelectual, tener la evidencia total de un hecho casi incomparable y único en este mundo enloquecido de hoy: la Argentina ha reunido y puede invocar todos los títulos legítimos de  una guerra justa. Nadie desea la guerra por sí misma y la misma guerra tiene por fin la paz. Si a esto se agrega la actitud cristiana de la Argentina –nada más alejado de ella que el odio del enemigo-, se comprende que, ya envuelta en la guerra, su ánimo debe estar seguro y templado y sus soldados –nuestros muchachos, nuestros hijos- afrontan la muerte como el acto supremo de donación al bien común de la Patria rectamente servido. Palabras durísimas para nosotros, los padres de familia, pero creo que justas. En su carta a Marcelino, San Agustín hablando de la guerra justa, llega a decir que el soldado usa de una “benigna aspereza”, y en carta a Bonifacio (ambas expresamente recordadas por Santo Tomás) sostiene que el soldado, luchando por una causa justa, es “pacífico combatiendo”. De ahí que en este momento de prueba, debamos rezar, si, por la paz; pero ante todo debemos rezar por la victoria.

      Pero a los caracteres de una guerra justa, agreganse otras implicaciones históricas de una importancia trascendental como quizá no se han dado desde 1816. La conciencia cristiana, que es la descubridora de Iberoamérica, lleva en sí misma, como momentos inescindiblemente suyos,  no sólo la tradición bíblica cristiana, sino la tradición griega, latina, ibérica. Esta tradición que, primero tuvo al Mediterráneo como vehículo suyo natural  a partir de las tres penínsulas madres (Grecia, Italia, España), por obra de España hizo del Atlántico lo que hace tiempo vengo denominando el Segundo Mediterráneo. Al cabo del mismo, otra península histórica, el extremo de América del Sur (que debe dominar todo el  Atlántico Sur) aparece como heredera, junto con toda Iberoamérica, de aquella tradición greco, latina, ibérica y cristiana. Estas naciones unidas por una fe común, una historia, una cultura y una lengua comunes, representan (como genialmente lo intuyeran Bolívar y San Martín) un mundo completamente diverso de los dos gigantes de esta siglo: uno que trata de imponer la más horrible tiranía de todos los tiempos, el totalitarismo marxista, el otro que trata de imponer su sentido puramente pragmatista y materialista de la vida. Ambos, meras divisiones       de la ciudad del mundo (diría San Agustín) no pueden proponer al hombre  una solución válida para sus problemas esenciales.  Sólo esta alejada parte del mundo, el conjunto de naciones ibéricas, mantienen la vigencia de una concepción  que en modo alguno es una “síntesis” o una salida intermedia entre las otras dos, sino algo esencialmente diverso y quizá la última esperanza de este mundo  desgarrado y en proceso de autodisolución. El acto supremo de la Argentina, retomando sus Malvinas el 2 de abril, enfrentándose a los poderosos que quieren ignorar la justicia de su acción, quizá ha abierto la puerta de un futuro de tal naturaleza que debe azorarnos y a la vez, fortalecernos. La adhesión de toda Iberoamérica es signo evidente no sólo  de la causa justa de esta guerra que sostiene la Argentina, sino de la afloración a la superficie histórica, de aquel sentido de un mundo cristiano más justo, no coincidente con el de los grandes de hoy y que todos los pueblos de Iberoamérica  intuyen a través de esta guerra. Por semejante destino, de una grandeza tal que muchos argentinos todavía no sospechan del todo, vale la pena luchar y morir. Por eso debemos rogar, sí, por la paz; pero ante todo, por la victoria.+