EL EVANGELIO NO OBLIGA A OFRECER LA OTRA MEJILLA
J
|
esús
no vino a abolir la Ley
antigua, sino a perfeccionarla. Cuando el Evangelio dice no oponerse al
enemigo, orando por él, y si es conveniente ofrecerle
también la otra mejilla, se refiere
a la actitud de la persona cuando trata de sus intereses personales. La
lección, por tanto, no es obligante en sentido riguroso para todos y cada uno;
indica más bien una meta que todos
debemos respetar para elevarnos. Una
plena adhesión al espíritu del Evangelio no nos suprime el derecho a una
legítima defensa (“vim vi repellere licet/ es lícito responder a la fuerza con
la fuerza), ni el derecho de amar al prójimo, protegerlo y defenderlo contra
cualquier amenaza de mal.
¿Quién
puede ser tan insensible de endurecerse, aunque sea invocando amor a Cristo,
con-sintiendo que un bruto mate a un niño, pudiendo impedir la agresión? Apelar
absurdamente a un Evan-gelio de la no
violencia sería la más ridícula e irritante caricatura del Cristianismo. Y lo
que se dice de la persona singular vale con más razón para el Estado, que debe
velar por la vida, el honor, los bienes, y la libertad de los ciudadanos contra
cualquier agresión injusta, recurriendo –de ser necesario- inclusive a la
fuerza. La doctrina de San Pablo excluye cualquier duda: “Porque los magistrados no son de temer para los que obran bien, sino para los que
obran mal. ¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su
aprobación, porque es ministro de Dios para el bien. Pero si haces mal, teme,
que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para castigo del
que obra mal” (Rom. 13, 3-4). La mansedumbre evangélica no debe confundirse
con pasividad e indiferencia hacia los que quieren el mal del prójimo.
Aquellos
que quieren negar la licitud de la autodefensa
citan el Evangelio de Mateo (V,39): “No
resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también
la otra”. El significado o espíritu de este versículo evangélico lo dieron
los Padres de la Iglesia. En el versículo precedente
(V. 38) Mateo escribe: “Habéis oído que
se dijo: ojo por ojo y diente por diente.” Esto quiere decir que la Ley antigua, para no exceder el límite de la
legítima autodefensa, legislaba que como máximo se podía devolver medida por
medida, o sea que si nos dañaban un ojo,
podíamos dañar un solo ojo del prójimo, no también el otro y menos
matarlo.
San
Agustín comenta: “esta ley del Talión miraba a contener los excesos de la
defensa, para que no sea desproporcionada. La Ley del Talión pretendía igualar la pena y la
defensa a la ofensa, de modo que la persona lesionada no sobrepasase la
legítima defensa. Ponía, entonces, un límite a la ira para que se exceda. No es
culpable quien desea que se ajusticie al que lo ofendió injustamente, pero como
al desear el castigo fácilmente se deja arrastrar por el odio, es mejor
perdonar. De esta forma, no se contradice la Ley antigua, sino que se perfeccionó por la
nueva evangélica, alejando el peligro de
exceso en la legítima defensa mejor aún que con la Ley del Talión. Aún estando
dispuesto a perdonar uno no debe someterse sin necesidad; pues esta actitud
podría ser imprudente, falsa humildad y casi provocar a Dios. El mismo Jesús
abofeteado respondió: “¿Porqué me pegas”? (Juan XVIII, 22), sin ofrecer su otra
mejilla. El Evangelio no prohíbe el castigo del mal, y tampoco del reo, a quien
le resulta beneficioso, si se hace sin ira desordenada (Mt. V, 38).
En
resumen, la Ley
del Talión (Es. XXI,24; Deut.XIX, 21; Lev. XXIV, 19) siendo buena en sí, podría
desembocar en venganza personal exagerada. Jesús no la abroga sino la
perfecciona invitando a perdonar las ofensas a nuestra persona, abandonando el
espíritu vengativo y de defensa exagerada. Queda firme el principio de legítima
defensa, “vim vi repellere licet cum
moderamine inculpatae tutelae/ es lícito responder a la fuerza con la
fuerza, reaccionando de manera proporcionada a la ofensa”. Jesús no prohíbe
oponerse a los ataques injustos, pero
reaccionando de manera proporcionada. Para ilustrar este principio de legítimas
defensa, sin excesos, el Evangelio trae el ejemplo de las parábolas y la
afirmación increíble de no atenerse solo a
la letra.
Santo
Tomás de Aquino en la Suma Teológica
(II-II, q.64, a.7) se pregunta “si es
lícito matar para defenderse”, y responde que “de la defensa personal derivan dos efectos, primero es la conservación
de la propia vida; segundo la muerte del injusto agresor. Por consiguiente,
esta defensa es lícita, porque así se conserva la propia vida, que es una
tendencia natural de todo viviente. Pero sería ilícita si la reacción para
mantener la propia vida fuese desproporcionada. O sea, sería ilícito defender
la propia vida empleando mayor fuerza de la necesaria. Pero es lícito
reaccionar con moderación en proporción al fin y a la agresión rechazada”.
El
Padre Tito Centi comentando la Suma Teológica escribió: “Con el pretexto de amar al prójimo con la
mayor generosidad, Cristo y los Apóstoles no entendieron considerar pecaminoso
el ejercicio de amarse a sí mismo, en vista a la conservación de la propia
vida”. De manera que el cristianismo no solo no niega la legítima defensa
personal, sino que considera que la guerra y la pena de muerte pueden ser
justas, en cuanto responden al derecho de legítima defensa aplicado a las
naciones y a la Sociedad
civil, que así se defiende del delincuente, pues dejado en libertad las
destruiría. (S. Th., II-II, q.40, a. 1).
Por
ejemplo: un delincuente arrestado y condenado por graves crímenes a 20/30 años
de cárcel, puesto en libertad, si delinque nuevamente, planificando secuestros,
vendiendo drogas, robos a mano armada con eventuales probabilidades homicidas,
puede ser eliminado del cuerpo de la Sociedad con la pena capital, como se amputa un
miembro canceroso de un cuerpo físico sano, para que el cáncer no se extienda
por todo el cuerpo físico. De manera análoga sucede con el cuerpo social.
Don Curzio
Nitoglia