EL PUEBLO
Por
André Thérive
(publicado en la revista Dinámica Social, hacia 1950)
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onviene destacar que
el advenimiento del Pueblo al poder ha sido fomentado por burgueses que
pretendían amarlo y admirarlo, pero que, en realidad, lo despreciaban.
¿Tiene esto la
apariencia de ser una paradoja? De ninguna manera… La revolución francesa fue
llevada a cabo por intelectuales de pacotilla y por el hampa de los suburbios;
jamás por el verdadero pueblo, las ‘masas’ como se dice hoy. En cada distrito,
los Comités se reducían a una veintena de fanáticos o de simples bandidos reforzada por unas
cuantas megeras. Estos individuos
componían la ‘Secciones’ que administraban la justicia popular en innobles cortes, y ordenaban las torturas y las
ejecuciones. Se ha calculado que las
abominables matanzas de setiembre, en 1792, fueron perpetradas por… doscientos
criminales en presencia de cuatrocientas personas a lo sumo.
Ahora, la leyenda
quiere el pueblo mismo, enloquecido
de terror y odio patrióticos, fuese quien decidió semejante carnicería. El
Pueblo estaba, por lo visto, representado entonces por la milésima parte de la
población, igualmente que en 1944, cuando la liberación de París; según se ha
comprobado, la cantidad de ‘combatientes civiles’ fue apenas de mil quinientos
en una ciudad donde, pese al éxodo, a las expatriaciones, había bastante más de
dos millones de almas.
Puédese proponer
como una verdad científica que el pueblo no se manifiesta nunca directamente,
sino, por el contrario, bajo el aspecto de ínfimas minorías. Veremos en seguida
como, por delegación, se ejerce su acción indirecta. En política, se procede en su lugar, se piensa en su lugar, se siente en su lugar, puesto que de todos
modos sus sentimientos y sus pensamientos esperan una expresión que él mismo no
podía darle: luego, se les reputa como actos espontáneos, aunque, de hecho, son
traducción de lo individual y artificial.
Bien. Entonces,
¿Cuál es ese intérprete, ese sustituto?... Es un partido, un sindicato, un
comité, una maffia, una cuadrilla… No estamos introduciendo ningún matiz
peyorativo en esta enumeración: todas son voces sinónimas de la frase “grupo decidido a ejercer una
oligarquía” (en nombre de la colectividad, entiéndase). Gerard Walter, historiador de izquierda, ha
demostrado en un memorable libro donde los Jacobinos,
que, finalmente, el poder de la naciente democracia francesa, quedó detentado
no por el famoso club, sino por una camarilla de ese mismo club, en manos de
cinco o seis personas, de cuyas, cuatro temblaban delante de las otras dos. De
este modo, el Pueblo, que no es una realidad política, queda siempre suplantado
por organismos tan diferentes de él como lo es un Rey o un Dictador.
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e nos dirá que hoy
los regímenes parlamentarios permiten al
pueblo existir de otra manera que como entidad abstracta, luego de ser
representado… En ello, cierto escepticismo se impone todavía. Porque las
opiniones reflejadas por los diversos partidos políticos no son pensamientos o
pasiones reales, sino rótulos pegados sobre ese tumulto movedizo que es una
nación o sobre una multitud reunida al azar: en el fondo, ninguno de sus componentes
piensa como su vecino. Los dirigentes o los oradores fingen liberarse
así de un alma unánime, y a veces lo consiguen, confesémoslo. Pero, esta
creación de un fantasma es extremadamente provisional, precaria. Se la obtiene
del mismo modo que se hace la espuma agitando el champagne de una copa: se
evapora ella tan pronto como la agitación cesa deja de sostenerla. Cada uno de
los participantes del entusiasmo gregario, se convierte en otro hombre, en un
individuo libre y secreto, desde que consigue regresar adentro de sí mismo. Y
él sabe muy bien que el ente colectivo que ha ayudado a constituir por un
instante, no es ‘él mismo’.
Las tesis literarias
de una escuela en auge hacia 1910, la escuela ‘unanimista’, en la edad de oro
de la sociología, no dejan de insistir sobre el carácter ficticio y pasajeros
de esas ‘alma globales’ que forman por simple azar una sala de teatro, una
reunión pública, un estadio de deportes, un regimiento maniobrando… ¿Qué es
entonces el ‘Pueblo’ que no existe si no lo inflan los tramoyistas? Un
concepto. Una palabra. Un flatus vocis.
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os primeros
demagogos tenían gran conciencia de la impostura necesaria para la creación de
ese concepto. Prueba de ello es que no
veían encarnado el Pueblo más que en las clases inferiores de la sociedad. Los
más ciegos, los menos capaces de hablar; por lo tanto los más fáciles de
suplantar, desde que en nombre de ellos se hablaría. El Pueblo, desde los
comienzos de la revolución francesa ha sido concebido a la manera de una chusma
abyecta plena de grosería, de brutalidad. Eso es lo que nos permitió asegurar,
al principio, que sus pretendidos amigos eran
precisamente quienes lo despreciaban.
A este respecto es
necesario leer los admirables volúmenes de Ferdinando Brunot en su Historia de la lengua francesa: se ponen
allí en evidencia los escritos pseudos populares que sirvieron a los ciudadanos
feudalizados de libelos republicanos y manifiestos democráticos. El ‘Père Duchesne’ redactado por Hebert y todos
los diarios y panfletos del mismo desplazamiento, pueden ser consultados
provechosamente por quien quiera entender el génesis de la entidad Pueblo. Es
verdaderamente el Pueblo el que allí
toma la palabra. Pero del modo más obsceno e inmundo. Con un furioso
rebuscamiento de la bajeza: cual si el Pueblo fuese justamente un ebrio
obsedido de sexualidad, de blasfemia…
¿Pero. quién
escribía esas páginas disgustantes en nombre del Pueblo, quién practicaba ese
género asqueante haciéndolo pasar
inspirado por el Pueblo y como el único propio para traducir el alma del
Pueblo. Los servidores del Pueblo, los defensores del Pueblo. Los cortesanos
del pueblo. El pueblo era para ellos sólo una horda de bárbaros ineducables,
una eterna napa de menores de edad a la que se podía suplantar adulándola; por
sus defectos redhibitorios no podría jamás tener aptitud para un lenguaje
decente ni tampoco poseer un cerebro humano. Pero, al presentarla a través de
imágenes tan escandalosas se la incitaba a permanecer sumida en su abyección y
podían ser autorizadas, en su nombre, las peores violencias. Nunca se ha
deseado más sistemáticamente la destrucción de los valores constitutivos de una
civilización.
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al vez, dirá
alguien, no es admisible deducir, de tales períodos de crisis, las épocas
normales de la democracia. Más justamente, sí: ha sido la concepción original
de pueblo lo que ha permitido,
durante un siglo y medio de parlamentarismo, proclamar soberano al Pueblo y
ponerlo bajo su tutela. Entronizarlo en teoría y desposeerlo de hecho.
A partir de la
revolución francesa, en efecto, los ‘representantes del pueblo’, entre sus
muchos títulos, se han preocupado de precisar bien que sus mandantes han
abdicado a favor de ellos, y que, ya clausuradas las urnas, el pueblo no
ha de hacer otra cosa sino callar y seguir pasivamente a los elegidos que lo encarnan. Tal
convicción de la omnipotencia parlamentaria, muy bien aprovechada desde hace
ciento cincuenta años, fue difundida por Dantón, por Robespierre y por
Royer-Collard, por los jacobinos y por los liberales…
Y, así sea en lo profundo de la subconciencia,
todo elegido entiende que el pueblo no existe y que si
existiera sería solamente como una aglomeración de lastimosos salvajes.
Entiende, también, que para colmar el vacío de esa inexistencia ha sido inventado el parlamentaríamos.+