sábado, 8 de marzo de 2014

EL  PUEBLO
Por André Thérive

(publicado en la revista Dinámica Social, hacia 1950)

C
onviene destacar que el advenimiento del Pueblo al poder ha sido fomentado por burgueses que pretendían amarlo y admirarlo, pero que, en realidad, lo despreciaban.


¿Tiene esto la apariencia de ser una paradoja? De ninguna manera… La revolución francesa fue llevada a cabo por intelectuales de pacotilla y por el hampa de los suburbios; jamás por el verdadero pueblo, las ‘masas’ como se dice hoy. En cada distrito, los Comités se reducían a una veintena de fanáticos  o de simples bandidos reforzada por unas cuantas megeras.  Estos individuos componían la ‘Secciones’ que administraban la justicia popular en innobles cortes, y ordenaban las torturas y las ejecuciones. Se ha  calculado que las abominables matanzas de setiembre, en 1792, fueron perpetradas por… doscientos criminales en presencia de cuatrocientas personas a lo sumo.
Ahora, la leyenda quiere el pueblo mismo, enloquecido de terror y odio patrióticos, fuese quien decidió semejante carnicería. El Pueblo estaba, por lo visto, representado entonces por la milésima parte de la población, igualmente que en 1944, cuando la liberación de París; según se ha comprobado, la cantidad de ‘combatientes civiles’ fue apenas de mil quinientos en una ciudad donde, pese al éxodo, a las expatriaciones, había bastante más de dos millones de almas.
Puédese proponer como una verdad científica que el pueblo no se manifiesta nunca directamente, sino, por el contrario, bajo el aspecto de ínfimas minorías. Veremos en seguida como, por delegación, se ejerce su acción indirecta. En política, se procede en su lugar, se piensa en su lugar, se siente en su lugar, puesto que de todos modos sus sentimientos y sus pensamientos esperan una expresión que él mismo no podía darle: luego, se les reputa como actos espontáneos, aunque, de hecho, son traducción de lo individual y artificial.
Bien. Entonces, ¿Cuál es ese intérprete, ese sustituto?... Es un partido, un sindicato, un comité, una maffia, una cuadrilla… No estamos introduciendo ningún matiz peyorativo en esta enumeración: todas son voces sinónimas  de la frase “grupo decidido a ejercer una oligarquía” (en nombre de la colectividad, entiéndase).  Gerard Walter, historiador de izquierda, ha demostrado en un memorable libro donde los Jacobinos, que, finalmente, el poder de la naciente democracia francesa, quedó detentado no por el famoso club, sino por una camarilla de ese mismo club, en manos de cinco o seis personas, de cuyas, cuatro temblaban delante de las otras dos. De este modo, el Pueblo, que no es una realidad política, queda siempre suplantado por organismos tan diferentes de él como lo es un Rey o un Dictador.

S
e nos dirá que hoy los regímenes  parlamentarios permiten al pueblo existir de otra manera que como entidad abstracta, luego de ser representado… En ello, cierto escepticismo se impone todavía. Porque las opiniones reflejadas por los diversos partidos políticos no son pensamientos o pasiones reales, sino rótulos pegados sobre ese tumulto movedizo que es una nación o sobre una multitud reunida al azar: en el fondo, ninguno de sus  componentes  piensa como su vecino. Los dirigentes o los oradores fingen liberarse así de un alma unánime, y a veces lo consiguen, confesémoslo. Pero, esta creación de un fantasma es extremadamente provisional, precaria. Se la obtiene del mismo modo que se hace la espuma agitando el champagne de una copa: se evapora ella tan pronto como la agitación cesa deja de sostenerla. Cada uno de los participantes del entusiasmo gregario, se convierte en otro hombre, en un individuo libre y secreto, desde que consigue regresar adentro de sí mismo. Y él sabe muy bien que el ente colectivo que ha ayudado a constituir por un instante, no es ‘él mismo’.
Las tesis literarias de una escuela en auge hacia 1910, la escuela ‘unanimista’, en la edad de oro de la sociología, no dejan de insistir sobre el carácter ficticio y pasajeros de esas ‘alma globales’ que forman por simple azar una sala de teatro, una reunión pública, un estadio de deportes, un regimiento maniobrando… ¿Qué es entonces el ‘Pueblo’ que no existe si no lo inflan los tramoyistas? Un concepto. Una palabra. Un flatus vocis.

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os primeros demagogos tenían gran conciencia de la impostura necesaria para la creación de ese  concepto. Prueba de ello es que no veían encarnado el Pueblo más que en las clases inferiores de la sociedad. Los más ciegos, los menos capaces de hablar; por lo tanto los más fáciles de suplantar, desde que en nombre de ellos se hablaría. El Pueblo, desde los comienzos de la revolución francesa ha sido concebido a la manera de una chusma abyecta plena de grosería, de brutalidad. Eso es lo que nos permitió asegurar, al principio, que sus pretendidos amigos eran  precisamente quienes lo despreciaban.
A este respecto es necesario leer los admirables volúmenes de Ferdinando Brunot en su Historia de la lengua francesa: se ponen allí en evidencia los escritos pseudos populares que sirvieron a los ciudadanos feudalizados de libelos republicanos y manifiestos democráticos. El  ‘Père Duchesne’ redactado por Hebert y todos los diarios y panfletos del mismo desplazamiento, pueden ser consultados provechosamente por quien quiera entender el génesis de la entidad Pueblo. Es verdaderamente  el Pueblo el que allí toma la palabra. Pero del modo más obsceno e inmundo. Con un furioso rebuscamiento de la bajeza: cual si el Pueblo fuese justamente un ebrio obsedido de sexualidad, de blasfemia…
¿Pero. quién escribía esas páginas disgustantes en nombre del Pueblo, quién practicaba ese género  asqueante haciéndolo pasar inspirado por el Pueblo y como el único propio para traducir el alma del Pueblo. Los servidores del Pueblo, los defensores del Pueblo. Los cortesanos del pueblo. El pueblo  era para ellos sólo una horda de bárbaros ineducables, una eterna napa de menores de edad a la que se podía suplantar adulándola; por sus defectos redhibitorios no podría jamás tener aptitud para un lenguaje decente ni tampoco poseer un cerebro humano. Pero, al presentarla a través de imágenes tan escandalosas se la incitaba a permanecer sumida en su abyección y podían ser autorizadas, en su nombre, las peores violencias. Nunca se ha deseado más sistemáticamente la destrucción de los valores constitutivos de una civilización.

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al vez, dirá alguien, no es admisible deducir, de tales períodos de crisis, las épocas normales de la democracia. Más justamente, sí: ha sido la concepción original de pueblo lo que ha permitido, durante un siglo y medio de parlamentarismo, proclamar soberano al Pueblo y ponerlo bajo su tutela. Entronizarlo en teoría y desposeerlo de hecho.
A partir de la revolución francesa, en efecto, los ‘representantes del pueblo’, entre sus muchos títulos, se han preocupado de precisar bien que sus mandantes han abdicado a favor de ellos,  y que, ya clausuradas las urnas, el pueblo no ha de hacer otra cosa sino callar y seguir pasivamente a los elegidos que lo encarnan. Tal convicción de la omnipotencia parlamentaria, muy bien aprovechada desde hace ciento cincuenta años, fue difundida por Dantón, por Robespierre y por Royer-Collard, por los jacobinos y por los liberales…
Y,  así sea en lo profundo de la subconciencia, todo elegido  entiende que el pueblo no existe y que si existiera sería solamente como una aglomeración de lastimosos salvajes. Entiende, también, que para colmar el vacío de esa inexistencia ha sido  inventado el parlamentaríamos.+