domingo, 10 de junio de 2018


IDEA DE LA HISPANIDAD
Conferencias pronunciadas en Buenos Aires los días 1 y 2 de junio de 1938, en la Asociación Amigos del Arte, por
Manuel  García  Morente.

De la segunda de ellas titulada: “El Caballero Cristiano”, reproduzco parte del capítulo “Vida privada y vida pública”, tema que concierne especialmente a la vida política argentina actual, y a la adhesión popular al Caudillo, personaje real y responsable; que gobierna “de hombre real a hombre real”. Él  puede  aprovechar todas las condiciones y circunstancias políticas que se le presentan, para ejercer el poder en orden al Bien común, de manera análoga al poder paternal ejercido por Dios, de quien es representante.
En contraposición está la “función abstracta”, ejercida por presidentes liberales, quienes por las características mismas de su ideología sólo tienen entre manos un poder limitado e irresponsable; que les impide, aunque quisieran, gobernar para el Bien común y por la grandeza nacional. Desperdiciando así, las ocasiones favorables para dignificar el país. Personajes efímeros, realmente desconocidos, pues se presentan demagógicamente desfigurados por la propaganda.                                                                                                     Al final de su corto mandato, si lo desean, se retiran al anonimato, impunemente, a disfrutar los bienes, mal o bien habidos, junto a su mesnada. En caso contrario, mediante otra generosa propaganda, vuelven a ocupar un cargo público, también impunemente. Así se satisface el propósito de los productores del sainete “democrático”, donde siempre los mismos actores interpreten los papeles del reparto. Aun los que deberían estar en algún geriátrico penitenciario; fatigados tras una vida llenando bolsas y bolsones.

VIDA PRIVADA Y VIDA PÚBLICA

"Pero ahondemos algo más en la concepción que de la vida sustenta nuestro caballero cristiano, preguntándonos como entiende el conjunto de sus relaciones con los demás hombres. En este punto es esencial el ángulo desde el cual se enfoque la idea de ese trato o relación. La cual puede verificarse entre dos personalidades reales o entre dos personalidades abstractas. En el primer caso tenemos la relación privada. En el segundo caso la relación pública. Nuestra vida, en efecto oscila entre los dos polos extremos de lo absolutamente privado –que es lo más íntimo y personal mío, mi soledad -y de lo absolutamente público –que es lo que está ahí, lo que es de todos y de nadie, lo que no me pertenece ni a mí ni a ningún sujeto en particular-. 

Entre esos dos polos, los varios momentos de la vida se agrupan, según se aproximen más al uno que al otro. Así, las relaciones conmigo mismo, con las personas de mi familia, con mis amigos, con mis conocidos, pertenecen al hemisferio de lo privado; porque las personas que entran en ellas tienen necesariamente que conservar en ellas sus peculiaridades reales, individuales. En cambio, las relaciones que mantengo con desconocidos, pertenecen al hemisferio de lo público; porque las personas, al entrar en ellas, se han despojado previamente de todas sus peculiaridades reales, para reducirse estrictamente a una mera función abstracta.


El trato entre amigos supone que el uno conoce del otro no sólo que uno y otro son seres humanos, sino qué seres humanos son. El trato con un transeúnte, con un funcionario, con un empleado de Banco, etc., no supone, en cambio nada más sino que el uno sabe del otro que es ciudadano, transeúnte, funcionario, empleado de Banco, es decir, puras abstracciones funcionales. Lo que distingue a un funcionario de otro -el llamarse Pedro o Juan, el tener tales o cuales aficiones, tales parientes y amigos, tales cualidades personales, tanta o cuanta ciencia, etc. etc - no entra para nada en la relación pública. En cambio, constituye el contenido esencial de la relación privada. La relación pública es, pues tanto más pública cuanto más vacía de contenido real están las abstracciones humanas que en ella se relacionan. La relación entre dos seres humanos, que en absoluto se desconocen, es más pública que entre dos ciudadanos, que se saben conciudadanos; y ésta es más pública que entre conciudadanos que se saben colegas: y ésta más pública que entre dos colegas, que se saben paisanos. Y así la relación irá perdiendo el carácter de pública conforme vayan siendo más abundantes en ellas los elementos de mutuo conocimiento. Llegará a tener el carácter de privada cuando los elementos mutuamente conocidos den ya el tono fundamental a la relación; que irá siendo tanto más privada cuanto más íntimos, individuales, singulares e incomparables sean los elementos de mutuo conocimiento. 

En el ápice de la vida privada está la relación que yo mantengo conmigo mismo; en donde la intimidad es absoluta y el conocimiento de lo individual es completo y total.

De aquí, empero, se deduce inmediatamente que cada uno de nosotros, puesto que tiene esas dos vidas, la pública y la privada, ofrece a los demás seres humanos dos aspectos, o mejor dicho, dos personalidades: la pública y la privada. Pero entre estas dos personalidades hay una diferencia fundamental. La personalidad pública está hecha de ideas, pensamientos, conocimientos, acciones, reacciones, etc., que, en rigor, no me pertenecen a mí, sino a la función abstracta –ser humano, ciudadano, funcionario- que estoy desempeñando. En la relación pública no soy yo el que piensa, siente y actúa, sino ese ser humano, ese funcionario, ese ciudadano, cuyo papel estoy desempeñando. Mas como lo mismo exactamente puede decirse de cualquier otro hombre, resulta entonces que “nadie” es el funcionario, el ciudadano; resulta que esa personalidad pública pertenece a todos y a ninguno, y que es una personalidad mostrenca, irreal, pura forma o ficción del pensamiento jurídico formalista. Conclusión: que la personalidad privada es la única auténtica y real, y que la pública no significa sino la unidad abstracta de un cierto número de convenciones y de formas pertenecientes a todos y a ninguno; es decir, en realidad, a nadie.

Nuestra conducta, empero, se rige por leyes. Estas leyes o normas, ¿de dónde proceden? Unas proceden del poder soberano, que las impone a toda la colectividad; son las leyes promulgadas debidamente y de obediencia obligatoria. Su infracción está sancionada por el poder público. Otras proceden del conjunto viviente de la comunidad; son costumbres, opiniones, reacciones, modos de conducta que se sustentan sobre el sentir general y reciben la sanción difusa de la sociedad. Otra, en fin, proceden de nosotros mismos; son leyes que nosotros nos damos a nosotros mismos; son normas de conducta que extraemos cada uno de nosotros de nuestra propia conciencia. Ahora bien, si consideramos lo anteriormente dicho, es claro que las dos primeras clases de leyes son leyes públicas. La tercera especie de leyes es, en cambio, ley privada. Así, pues, le ley pública rige para todos los hombres considerados en su personalidad pública; es ley de todos –y de nadie-; vale para esa pura “forma” irreal que llamamos la vida pública. En cambio, la ley privada vale para la persona privada, es decir, para la persona real, íntima, para cada persona individual, en la intimidad profunda de  su ser auténtico.

Pero hay épocas en la historia, y hay pueblos o naciones que dan a su vida general un tinte preferentemente público o predominantemente privado. Uno de los rasgos que más ampliamente imprimen carácter en la fisonomía de un pueblo o de una época es, justamente, el predominio de la vida pública sobre la vida privada, o de la privada sobre la pública. Nuestra época actual, desde 1850, propende a reducir al mínimum la vida privada, concediendo, en cambio, un amplísimo margen a la vida pública. Un sinnúmero de relaciones que antes eran privadas –individuales o familiares- se han convertido hoy en públicas o sociales.  Puede decirse, en general, que en nuestra época la vida pública tiende a absorber la vida privada. En cambio, la época histórica llamada Edad Media se caracteriza esencialmente por el gran predominio de lo privado sobre lo público; la mayor parte de las relaciones humanas en esa época medieval propenden a constituirse como relaciones personales privadas, de hombre real a hombre real. Por eso, el proceso de “modernización”, el paso de la Edad Media a la época actual, se señala por la “publificación” –perdónese el algo bárbaro neologismo- de la vida; es decir, por la creciente e incesante conversión de lo privado en público. Los historiadores de la Revolución francesa usan, para señalar esta conversión o paso hacia lo público, una palabra muy expresiva: abolición de los privilegios.

Privilegio significa, en efecto, ley privada. La abolición de los privilegios es, efectivamente, la conversión de las leyes privadas en leyes públicas; es justamente ese proceso histórico que hemos llamado “publificación” de la vida. La actual época representará en la historia del mundo las antípodas de la Edad Media.  Pero el ideal del caballero cristiano está, como hemos visto, arraigado en la confianza de sí mismo, en la afirmación de la personalidad propia –de la personalidad real, efectiva, no la jurídica y formal-. Esto quiere decir que el caballero percibe la vida colectiva preferentemente bajo el ángulo de la relación privada. El caballero camina por el mundo sin más norma que su ley propia, su ley privada, su “privilegio”. A esta ley particular, inscrita en su pecho y mantenida por su brazo, obedece únicamente el caballero, y a ello somete uno tras otro los casos que en el mundo se le presentan; y en ella vacía sus relaciones con los demás hombres. El caballero hace justicia; pero la ley de esa justicia caballeresca no está escrita en códigos ni en seculares costumbres de la sociedad, sino en la conciencia del justiciero mismo. El caballero se vincula por lazos de amistad, conoce a los hombres, los trata convive con ellos; pero no como frías abstracciones del derecho político o del código civil, sino como cálidas realidades de amor y de dolor. Las relaciones entre caballeros son esencialmente las que hemos llamado privadas; fúndase exclusivamente en lo que cada uno es y vale en realidad; nacen del ser individual y conforman la vida de adentro a afuera, de manera que la vida viene a tener la forma que su esencia misma reclama. Al caballero cristiano le es, en el fondo de su alma, profundamente antipático todo socialismo. O sea, la tendencia a vaciar en moldes de relación y vida pública lo que por esencia constituye el producto más granado de la persona particular, real y viviente. Para el caballero cristiano, la justicia es un modo inferior de la caridad; y la más sagrada obligación es la que libremente se impone el hombre a sí mismo; como el más intangible derecho es el que cada cual, por su propio esfuerzo, mérito o valor, llega a conquistarse para sí y los suyos.

En esta concepción de la vida como vida privada hay, sin duda, hoy, cierto anacronismo. Pero no sabemos si por retraso o por adelanto. Algunas de las consecuencias que de esta concepción se derivan, cuentan entre las nociones más adelantadas del momento actual. La hostilidad profunda del caballero español a todo formalismo falso, se compadece mal, claro está, con eso que se ha llamado democracia y con la ridícula farsa del parlamentarismo. El caballero no puede ser demócrata ni parlamentario. Estas dos formas de relación son el prototipo justamente de eso que hemos llamado “publificación de la vida”. He aquí que se atribuye soberanía y mando, no al o a los que más valen y pueden y saben, sino a los “elegidos” por sufragio. La falsedad es tan patente, que llega a ser irritante. La competencia, la capacidad la valía personal son sustituidas por una designación hija del soborno material o espiritual, por un nombramiento que se encomienda –locura insigne- a la masa irresponsable, caprichosa e irracional.  A tal y a tan absurda consecuencia tenía que llegar una doctrina  que empieza por escamotear la realidad de cada hombre, para sustituirla por la abstracción irreal de los “ciudadanos”, todos iguales entre sí. Mas para que dos hombres sean entre sí iguales, claro está que hay que empezar por despojarlos de todo lo que cada uno de ellos es en realidad y reducirlos así a la mera función abstracta de los conceptos. Aquí tocamos, por decirlo así, con la mano la diferencia radical que existe entre la personalidad privada y la personalidad pública; y vemos, por decirlo así, con nuestros propios ojos la realidad de aquella y la abstracción irreal de ésta. El caballero cristiano no podrá jamás comprender la idea del contrato social, ni la lista de los derechos del hombre y del ciudadano….”+

Manuel García Morente.

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