IDEA DE LA HISPANIDAD
Conferencias
pronunciadas en Buenos Aires los días 1 y 2 de junio de 1938, en la Asociación
Amigos del Arte, por
Manuel García Morente.
De
la segunda de ellas titulada: “El Caballero Cristiano”, reproduzco parte del
capítulo “Vida privada y vida pública”, tema que concierne especialmente a la
vida política argentina actual, y a la adhesión popular al Caudillo, personaje
real y responsable; que gobierna “de hombre real a hombre real”. Él puede aprovechar
todas las condiciones y circunstancias políticas que se le presentan, para ejercer
el poder en orden al Bien común, de manera análoga al poder paternal ejercido
por Dios, de quien es representante.
En
contraposición está la “función abstracta”, ejercida por presidentes liberales,
quienes por las características mismas de su ideología sólo tienen entre manos
un poder limitado e irresponsable; que les impide, aunque quisieran, gobernar para
el Bien común y por la grandeza nacional. Desperdiciando así, las ocasiones
favorables para dignificar el país. Personajes efímeros, realmente desconocidos,
pues se presentan demagógicamente desfigurados por la propaganda. Al
final de su corto mandato, si lo desean, se retiran al anonimato, impunemente,
a disfrutar los bienes, mal o bien habidos, junto a su mesnada. En caso
contrario, mediante otra generosa propaganda, vuelven a ocupar un cargo
público, también impunemente. Así se satisface el propósito de los productores
del sainete “democrático”, donde siempre los mismos actores interpreten los
papeles del reparto. Aun los que deberían estar en algún geriátrico penitenciario;
fatigados tras una vida llenando bolsas y bolsones.
VIDA PRIVADA Y VIDA PÚBLICA
"Pero ahondemos algo más en la concepción que de la vida
sustenta nuestro caballero cristiano, preguntándonos como entiende el conjunto
de sus relaciones con los demás hombres. En este punto es esencial el ángulo
desde el cual se enfoque la idea de ese trato o relación. La cual puede
verificarse entre dos personalidades reales o entre dos personalidades
abstractas. En el primer caso tenemos la relación privada. En el segundo caso
la relación pública. Nuestra vida, en efecto oscila entre los dos polos
extremos de lo absolutamente privado –que es lo más íntimo y personal mío, mi
soledad -y de lo absolutamente público –que es lo que está ahí, lo que es de
todos y de nadie, lo que no me pertenece ni a mí ni a ningún sujeto en
particular-.
Entre esos dos polos, los varios momentos de la vida se agrupan,
según se aproximen más al uno que al otro. Así, las relaciones conmigo mismo,
con las personas de mi familia, con mis amigos, con mis conocidos, pertenecen
al hemisferio de lo privado; porque las personas que entran en ellas tienen
necesariamente que conservar en ellas sus peculiaridades reales, individuales.
En cambio, las relaciones que mantengo con desconocidos, pertenecen al
hemisferio de lo público; porque las personas, al entrar en ellas, se han
despojado previamente de todas sus peculiaridades reales, para reducirse
estrictamente a una mera función abstracta.
El trato entre amigos supone que el uno
conoce del otro no sólo que uno y otro son seres humanos, sino qué seres
humanos son. El trato con un transeúnte, con un funcionario, con un empleado de
Banco, etc., no supone, en cambio nada más sino que el uno sabe del otro que es
ciudadano, transeúnte, funcionario, empleado de Banco, es decir, puras
abstracciones funcionales. Lo que distingue a un funcionario de otro -el
llamarse Pedro o Juan, el tener tales o cuales aficiones, tales parientes y
amigos, tales cualidades personales, tanta o cuanta ciencia, etc. etc - no
entra para nada en la relación pública. En cambio, constituye el contenido
esencial de la relación privada. La relación pública es, pues tanto más pública
cuanto más vacía de contenido real están las abstracciones humanas que en ella
se relacionan. La relación entre dos seres humanos, que en absoluto se
desconocen, es más pública que entre dos ciudadanos, que se saben
conciudadanos; y ésta es más pública que entre conciudadanos que se saben
colegas: y ésta más pública que entre dos colegas, que se saben paisanos. Y así
la relación irá perdiendo el carácter de pública conforme vayan siendo más
abundantes en ellas los elementos de mutuo conocimiento. Llegará a tener el
carácter de privada cuando los elementos mutuamente conocidos den ya el tono
fundamental a la relación; que irá siendo tanto más privada cuanto más íntimos,
individuales, singulares e incomparables sean los elementos de mutuo
conocimiento.
En el ápice de la vida privada está la relación que yo mantengo
conmigo mismo; en donde la intimidad es absoluta y el conocimiento de lo
individual es completo y total.
De aquí, empero, se deduce
inmediatamente que cada uno de nosotros, puesto que tiene esas dos vidas, la
pública y la privada, ofrece a los demás seres humanos dos aspectos, o mejor
dicho, dos personalidades: la pública y la privada. Pero entre estas dos
personalidades hay una diferencia fundamental. La personalidad pública está
hecha de ideas, pensamientos, conocimientos, acciones, reacciones, etc., que,
en rigor, no me pertenecen a mí, sino a la función abstracta –ser humano,
ciudadano, funcionario- que estoy desempeñando. En la relación pública no soy
yo el que piensa, siente y actúa, sino ese ser humano, ese funcionario, ese
ciudadano, cuyo papel estoy desempeñando. Mas como lo mismo exactamente puede decirse
de cualquier otro hombre, resulta entonces que “nadie” es el funcionario, el
ciudadano; resulta que esa personalidad pública pertenece a todos y a ninguno,
y que es una personalidad mostrenca, irreal, pura forma o ficción del pensamiento
jurídico formalista. Conclusión: que la personalidad privada es la única
auténtica y real, y que la pública no significa sino la unidad abstracta de un
cierto número de convenciones y de formas pertenecientes a todos y a ninguno;
es decir, en realidad, a nadie.
Nuestra conducta, empero, se rige por
leyes. Estas leyes o normas, ¿de dónde proceden? Unas proceden del poder
soberano, que las impone a toda la colectividad; son las leyes promulgadas
debidamente y de obediencia obligatoria. Su infracción está sancionada por el
poder público. Otras proceden del conjunto viviente de la comunidad; son
costumbres, opiniones, reacciones, modos de conducta que se sustentan sobre el
sentir general y reciben la sanción difusa de la sociedad. Otra, en fin,
proceden de nosotros mismos; son leyes que nosotros nos damos a nosotros
mismos; son normas de conducta que extraemos cada uno de nosotros de nuestra
propia conciencia. Ahora bien, si consideramos lo anteriormente dicho, es claro
que las dos primeras clases de leyes son leyes públicas. La tercera especie de
leyes es, en cambio, ley privada. Así, pues, le ley pública rige para todos los
hombres considerados en su personalidad pública; es ley de todos –y de nadie-;
vale para esa pura “forma” irreal que llamamos la vida pública. En cambio, la
ley privada vale para la persona privada, es decir, para la persona real,
íntima, para cada persona individual, en la intimidad profunda de su ser auténtico.
Pero hay épocas en la historia, y hay
pueblos o naciones que dan a su vida general un tinte preferentemente público o
predominantemente privado. Uno de los rasgos que más ampliamente imprimen
carácter en la fisonomía de un pueblo o de una época es, justamente, el
predominio de la vida pública sobre la vida privada, o de la privada sobre la
pública. Nuestra época actual, desde 1850, propende a reducir al mínimum la
vida privada, concediendo, en cambio, un amplísimo margen a la vida pública. Un
sinnúmero de relaciones que antes eran privadas –individuales o familiares- se
han convertido hoy en públicas o sociales.
Puede decirse, en general, que en nuestra época la vida pública tiende a
absorber la vida privada. En cambio, la época histórica llamada Edad Media se
caracteriza esencialmente por el gran predominio de lo privado sobre lo
público; la mayor parte de las relaciones humanas en esa época medieval
propenden a constituirse como relaciones personales privadas, de hombre real a
hombre real. Por eso, el proceso de “modernización”, el paso de la Edad Media a
la época actual, se señala por la “publificación” –perdónese el algo bárbaro
neologismo- de la vida; es decir, por la creciente e incesante conversión de lo
privado en público. Los historiadores de la Revolución francesa usan, para señalar
esta conversión o paso hacia lo público, una palabra muy expresiva: abolición
de los privilegios.
Privilegio significa, en efecto, ley
privada. La abolición de los privilegios es, efectivamente, la conversión de
las leyes privadas en leyes públicas; es justamente ese proceso histórico que
hemos llamado “publificación” de la vida. La actual época representará en la
historia del mundo las antípodas de la Edad Media. Pero el ideal del caballero cristiano está,
como hemos visto, arraigado en la confianza de sí mismo, en la afirmación de la
personalidad propia –de la personalidad real, efectiva, no la jurídica y
formal-. Esto quiere decir que el caballero percibe la vida colectiva
preferentemente bajo el ángulo de la relación privada. El caballero camina por
el mundo sin más norma que su ley propia, su ley privada, su “privilegio”. A
esta ley particular, inscrita en su pecho y mantenida por su brazo, obedece
únicamente el caballero, y a ello somete uno tras otro los casos que en el
mundo se le presentan; y en ella vacía sus relaciones con los demás hombres. El
caballero hace justicia; pero la ley de esa justicia caballeresca no está
escrita en códigos ni en seculares costumbres de la sociedad, sino en la
conciencia del justiciero mismo. El caballero se vincula por lazos de amistad,
conoce a los hombres, los trata convive con ellos; pero no como frías abstracciones
del derecho político o del código civil, sino como cálidas realidades de amor y
de dolor. Las relaciones entre caballeros son esencialmente las que hemos
llamado privadas; fúndase exclusivamente en lo que cada uno es y vale en
realidad; nacen del ser individual y conforman la vida de adentro a afuera, de
manera que la vida viene a tener la forma que su esencia misma reclama. Al
caballero cristiano le es, en el fondo de su alma, profundamente antipático
todo socialismo. O sea, la tendencia a vaciar en moldes de relación y vida
pública lo que por esencia constituye el producto más granado de la persona
particular, real y viviente. Para el caballero cristiano, la justicia es un
modo inferior de la caridad; y la más sagrada obligación es la que libremente
se impone el hombre a sí mismo; como el más intangible derecho es el que cada
cual, por su propio esfuerzo, mérito o valor, llega a conquistarse para sí y los
suyos.
En esta concepción de la vida como vida
privada hay, sin duda, hoy, cierto anacronismo. Pero no sabemos si por retraso
o por adelanto. Algunas de las consecuencias que de esta concepción se derivan,
cuentan entre las nociones más adelantadas del momento actual. La hostilidad
profunda del caballero español a todo formalismo falso, se compadece mal, claro
está, con eso que se ha llamado democracia y con la ridícula farsa del
parlamentarismo. El caballero no puede ser demócrata ni parlamentario. Estas
dos formas de relación son el prototipo justamente de eso que hemos llamado
“publificación de la vida”. He aquí que se atribuye soberanía y mando, no al o
a los que más valen y pueden y saben, sino a los “elegidos” por sufragio. La
falsedad es tan patente, que llega a ser irritante. La competencia, la
capacidad la valía personal son sustituidas por una designación hija del
soborno material o espiritual, por un nombramiento que se encomienda –locura
insigne- a la masa irresponsable, caprichosa e irracional. A tal y a tan absurda consecuencia tenía que
llegar una doctrina que empieza por
escamotear la realidad de cada hombre, para sustituirla por la abstracción
irreal de los “ciudadanos”, todos iguales entre sí. Mas para que dos hombres
sean entre sí iguales, claro está que hay que empezar por despojarlos de todo
lo que cada uno de ellos es en realidad y reducirlos así a la mera función abstracta
de los conceptos. Aquí tocamos, por decirlo así, con la mano la diferencia radical
que existe entre la personalidad privada y la personalidad pública; y vemos,
por decirlo así, con nuestros propios ojos la realidad de aquella y la
abstracción irreal de ésta. El caballero cristiano no podrá jamás comprender la
idea del contrato social, ni la lista de los derechos del hombre y del
ciudadano….”+
Manuel García Morente.
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