HOY DÍA, LAS FUERZAS “PROGRESISTAS” ANTICATÓLICAS PERSISTEN EN SU
INTENTO DE DESCRISTIANIZAR FRANCIA, TRANSFORMANDO LA FRANCIA
JUDÍA DE LA ÉPOCA DE
DRUMONT EN LA FRANCIA JUDEO-MUSULMANA DE
NUESTROS DÍAS.
Artículo publicado en la revista
ULISES, de abril de 1967, firmado por
R. Calderón Bouchet
Posiblemente
Francia quedó deshonrada, pero la república democrática no. Y ésta es la gran
ventaja del sistema demoliberal, ninguna sanción moral puede alcanzarlo, pues,
como decía Anatole France: “Ni su fealdad, ni sus vicios le pertenecen. Y
habréis observado que no puede ser deshonrada. Vergüenzas, escándalos que
hubieran arruinado al más poderoso imperio, han pasado sobre ellas sin dañarla.
No es destructible, es la destrucción, la dispersión, la discontinuidad, la
diversidad, es el mal”.
RESPONSO PARA EDUARDO DRUMONT
H
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oy,
5 de febrero de 1967, se cumple en el más absoluto silencio, el cincuentenario
de la muerte de Drumont Su nombre, posiblemente no diga nada a la memoria de la mayor parte de los eventuales lectores de este artículo;
no obstante, veinte años de la vida francesa, durante la tercera república,
entre los 80 y el comienzo de este siglo, tienen que admitirlo como una de sus voces
significativas, con una categoría de proyección muy intensa, aunque poco
difundida.
Contra su recuerdo peso la lápida de un silencio obstinado y malicioso: el no
definitivo que dio a su nombre la omnipotencia judía, la ignominia liberal y la cobardía de los católicos oficialistas
que no podrán comprender nunca la especie estrafalaria de su tremendo coraje.
Bernanos quiso honrar su memoria en uno de los libros más violentos de los que
nacieron de su pluma. “La grande peur del biens pensants”. En esta obra de
polemista juntó todas las indignaciones que
constituyen el fondo afectivo de su personalidad, y como éstas,
especialmente en la que nacían de su sensibilidad patriótica, estaba Drumont,
se lanzó a reivindicar su nombre y de paso vomitar su cólera contra la
clerigalla culpable de que aquel gran
francés hubiera muerto en el olvido más
abominable.
“Qué nos quiere éste
con Drumont, diréis, pues bien, quiero honrarle y basta. No pido justicia.
¿Qué justicia? Era un hombre de mi país, de mi linaje, Un fuerte mozo francés,
algo cargado de espaldas, de paso sólido. Este gente hace sus asuntos mientras
se tienen de pie, y tanto como permanecen parados, llevan sus vidas solos, sin
pedir nada a nadie. Y como su vida
llevan el bien y el mal, cada cosa en su sitio, para que Dios los reconozca más
rápidamente el día del juicio” (G.P. de B.P. Grasset, París, 1931, p. 7).
“El gran silencio en torno de Drumont
tiene una sobrecarga de culpabilidad que exige, por lo menos, la diatriba, y
nadie mejor que Bernanos para iniciar la querella. Poseía el tono, la fuerza,
una capacidad inagotable para el insulto y la vocación vindicadora.
Había en la naturaleza moral de Drumont
algo que reclama una ruidosa polémica póstuma. Tenía como todos los grandes
solitarios un exquisito sentido de la solidaridad humana maltratado. Amaba su
familia, su Patria, su París, y sentía que ésta pasión por los aspectos positivos y sanos de estas
realidades sociales se convertía en cólera santa cuando la veía diluirse tras
las máscaras abominables entronizadas por la revolución.
“El hombre de antaño –dijo en alguna
oportunidad- tenía nobles motivos para vivir, el de hoy tiene solamente algunos
pretextos plausibles para no matarse y cumplir su tarea hasta el fin”.
Un hombre que habla con esta tonalidad
puede parecer desde el vamos un vencido,
pero no equivocarse, este actitud es común entre los mejores franceses y se explica por la conciencia que una gran raza toma de su decadencia. El arribista, el advenedizo, el inconciente
no tiene pasado. Es fácil para ellos
proyectarse sobre el futuro sin sufrir
las molestias del cotejo con un pretérito cargado de glorias y exigencias. El
que no tiene abuelos, y ningún revolucionario los tiene, puede sentir la falsa
euforia de un comienzo matinal, absoluto, pero aquél que en cada piedra de su
ciudad ve la herencia traicionada
por una generación de mentecatos,
siente sobre su alma el peso de su
enorme responsabilidad histórica. No
importa que como Drumont descienda de
gente humilde, por la contrario, son los humildes y los nobles, los únicos que
admiten la solidaridad con el
esfuerzo de las generaciones
pasadas.
“Percibo detrás de mi obra –escribía en
uno de sus libros- muchas generaciones de gente pobre que ha vivido en su
rincón, que ha llegado a viejo sin haber pedido nunca un centavo a nadie, que
nada han ambicionado ni envidiado y que se han contentado con su lugarcito…”
Y en otra oportunidad, “cuando una
familia de antaño había vivido durante siglos en el orden, el deber y la
virtud, producía un ser superior a los otros que era como la expansión del
árbol familiar”.
Un hombre que se alimentaba con estos
sentimientos, por agobiado que pareciera
frente a un presente que negaba todo su pasado, tenía raíces demasiado
tenaces en el corazón de su pueblo para admitir la derrota sin luchar. Drumont
dejó que su cólera durmiera cuarenta
años en su corazón. La alimentaba como a un perro fiel haciéndola comer en el archivo de su
prodigiosa memoria. Cuando supo que las consecuencias de su ira patriótica no
podían herir más que a él, se lanzó al ataque.
“He conocido –escribirá luego- el miedo
casi ridículo del hogar destruido, y mantuve la resolución obstinada de no hacer algo que pudiera turbar a los que
amaba”.
Y en la “Derniére Bataille” escribirá
refiriéndose al fallecimiento de su esposa y la decisión que surgió en él como
consecuencia de este triste suceso: “Hay pensamientos reflejos de los cuales no
somos responsables. Tuve un presentimiento de ese género en el entierro de mi pobre mujer, en la Iglesia , cuando Monseñor
d´Hulst daba la absolución. A través del horror de la separación, el lacerante
recuerdo de tantos días felices, la
aprehensión de encontrarme esa tarde con la casa vacía, pensé: ahora ninguna
consideración humana me retiene, ahora voy a poder hablar”.
“La France Juive ” nace de esta
decisión. Es un libro singular: archivo
histórico y alegato polémico sobre la conquista de Francia por las finanzas
judías. Drumont ha volcado en él toda su pasión patriótica con un propósito
determinado: señalar a los franceses el peligro judío y recabar del amor propio
nacional la restauración de la
independencia frente al poder del
dinero.
“Libro comparable a muy pocos –escribió
Bernanos-, casi único por no se qué rugido interior que se percibe a ratos, de capítulo en
capítulo, y que a pesar de las sonrisas escépticas y del aburrimiento, termina por resonar en nuestro propio pecho,
arrancándole un largo suspiro. Libro cuyas verdaderas dimensiones no
aparecen en seguida. Donde se penetra
pisando firme, sin desconfianza, como en una iglesia oscura, hasta que una
palabra pronunciada en voz alta, por descuido, hace mugir las bóvedas bañadas
de sombras y se prolonga en trueno bajo las arcadas invisibles”.
El libro cayó en una suerte de
indiferencia total. Drumont cuenta sus paseos desesperados hasta la calle
Racine, donde vivía su editor, Marpon, y recuerda que observaba el
movimiento de la librería sin que la
pila donde se amontonaban sus volúmenes disminuyera en lo más mínimo. Pero una
circunstancia inesperada, y hasta pasablemente ridícula vino a sacudir la modorra del público y dio a
la “France Juive” una publicidad que la convirtió en el “best seller” del año
1885.
Entre las muchas personas aludidas en la
obra con nombre y apellido figuraba un pequeño judío converso, Arturo Meyer, de
cuya sinceridad religiosa y dotes de “maquereau” periodístico Drumont hacía un
comentario particularmente mordaz. Como el hombre era conocido y se había hecho
un nombre entre la gente de mundo, se creyó en la obligación de desafiar a ese Drumont
que tan irónicamente lo insultaba en su libro. El duelo tuvo un final de farsa cómica que lo convirtió en
la “comidilla” de todo París. En uno de esos ataques a punta de espada en los
que Drumont comprometía un coraje rayano
en la ferocidad, Meyer, asustado, tomó con la mano izquierda la espada del adversario
y sin querer lo hirió en el muslo con un arma torpemente esgrimida.
Esa entrometida mano izquierda, comentará
Bernanos, señaló a toda Francia el nombre de Drumont y los dos gruesos volúmenes de la “France
Juive”, cuyas ediciones Marpon tuvo que repetir febrilmente hasta pasar el
centenar en pocos años.
Los judíos, dueños de la prensa
republicana, no dejaron de responder al
ataque que Drumont les dirigía en su libro, y, como es costumbre, derivaron la
orientación y el carácter de la requisitoria dándole un toque de persecución
religiosa.
Drumont se defendió de esta
interpretación: “Como le escribí al judío Lisbonne –dijo- no hay en las mil
trescientas páginas de la “France Juive” un ultraje a un rabino, una broma, por
inofensiva que fuere, contra creencias de las que no hablo sino con gran
circunspección”.
Para mantener la tensión de la polémica
desatada por el libro y seguir día a día el proceso de absorción de Francia por la finanzas judías, Drumont
funda un diario: Le Libre parole.
El escándalo se hizo cotidiano y la
necesidad de responder a los desafíos
que desataban las acusaciones, obligaron a convertir el sótano de la imprenta en una
pedana. Cuatro horas diarias de esgrima mantenían fuerte el puño del escritor que sabía, como
todo hombre bien nacido, responder con el cuero lo que sostenía con la pluma.
Y no todos los duelos terminaron con un
par de tajos más o menos inocuos, pues cuando La
Libre Parole inició
la ofensiva contra los oficiales judíos que
militaban en el ejército francés, éstos, por una razón de oficio, se vieron en
la obligación de retar a sus acusadores. El diario se volvió una suerte de plazoleta francesa sitiada por
la judería. Allí Morel, Guérin, Pradel de Lamasse, Vallés y otros unieron sus plumas y sus espadas a las de
Drumont. Los duelos se multiplicaban: el director del diario La Nación , Camillo Dreyfus,
recibió un tiro en el brazo, a pocos centímetros del corazón; Isaac Dreyfus,
tres estocadas en el pecho; el capitán judío Cremieux Fon, un puntazo en el
hombro, y Drumont uno en el brazo izquierdo.
El asunto no iba en broma y la Tercera República
se esmeraba en proveer a los nacionalistas de todos los motivos de indignación
posible merced a una seguidilla de negociados y estafas que hubieran desacreditado cualquier gobierno menos
diluido en el anonimato de las comparsas cambiantes. El primero de estos
negocios fue el famoso asunto del Canal de Panamá: millones y millones de pesos
de los pequeños ahorristas franceses fueron al bolsillo de los financieros judíos en una estafa colosal que
auspiciaba, por lo menos, la torre de Eiffel como monumento recordatorio.
En realidad el “affaire” apenas fue
un robo en gran escala y si trajo
consecuencias pasablemente trágicas, la culpa la tuvo el pequeño ahorrista que
estaba seriamente dispuesto a recibir
los beneficios de ese enorme cuento del tío. Posiblemente Francia quedó
deshonrada, pero la república democrática no. Y ésta es la gran ventaja del
sistema demoliberal, ninguna sanción moral puede alcanzarlo, pues, como decía
Anatole France: “Ni su fealdad, ni sus vicios le pertenecen. Y habréis
observado que no puede ser deshonrada. Vergüenzas, escándalos que hubieran
arruinado al más poderoso imperio, han pasado sobre ellas sin dañarla. No es
destructible, es la destrucción, la dispersión, la discontinuidad, la
diversidad, es el mal”.
El error de Drumont, en lo que respecta a
la conquista de la impavidez estética, reside en que tomaba las cosas en serio,
y hasta cuando reía se le oía rechinar los dientes. Drumont pensaba en Francia.
Anatole France se consolaba con el estilo.
“Nosotros- decía Drumont- quisiéramos que
nuestra madre tuviera una actitud digna en tales situaciones. Los cosmopolitas nos has sustituido, no oyen con
esta oreja, y quieren que se cubra de ridículo ante el mundo entero”.
El famoso asunto Dreyfus tuvo resonancias
mucho más profundas que el negociado de Panamá y aunque la persona del difunto
capitán no tenía la suficiente estatura moral como para desatar un conflicto
tan grande, la Francia
entera se dividió en dos bandos inconciliables que han mantenido hasta hoy sus
puestos.
En lo que a los hechos se refiere el
asunto puede resumirse así: en septiembre de 1894 el Servicios de Informaciones del Ejército
Francés recibió un documento dirigido al agregado militar de una potencia extranjera con una serie de datos considerados secretos
militares. Sometido a un peritaje caligráfico
las sospechas recayeron sobre el capitán Alfredo Dreyfus. Tres de los
cinco peritos caligráficos convocados
por el Tribunal Militar le
atribuían a Dreyfus la letra del
documento. Se reunió un Consejo de
Guerra y el inculpado fue condenado a la degradación militar y deportación por vida a la Isla del Demonio.
Dos años más tarde (1896) el diario L’eclair publicó una condensada
historia del proceso y sostuvo que los
jueces habían sido influidos por la comunicación de un expediente secreto que
no se dio a conocer al acusado ni a su
defensor. Esta publicación dejó en el público la vaga sospecha de que podía haberse cometido un error
judicial. Bernard Lazare, un periodista judío, publicó un alegato sosteniendo la inocencia del
capitán Dreyfus. Este opinión fue reforzada
por un hermano del inculpado, Matías Dreyfus, que denunció al comandante
Walsin Esterhazy como autor de la carta.
El dossier
de la revisión estaba en marcha y aunque los defensores de Dreyfus carecían de elementos de juicio claramente probatorios
de la inocencia del capitán, especialmente frente a los jueces y en la calma de una sala judicial, la idea
de que se había cometido una injusticia
aparecía tanto más claras cuanto más vagas y confusas eran las argumentaciones
de sus sostenedores. En medio de esta atmósfera donde ya milita claramente el
odio al militar y al sacerdote, aparece la carta de Emilio Zola, mundialmente
conocida con el nombre de Yo Acuso.
El título estaba bien elegido y resumía
con precisión la táctica de la defensa del inocentísimo Dreyfus: se pasaba a la
ofensiva y se ponía en el banquillo a
todas las instituciones conservadoras del país. Y aunque Zola es un escritor de
mal gusto y su aversión a la claridad
alcanza en el panfleto un tono rayano en la algarabía, tuvo la suerte de
hacerse condenar y logró un martirio fácil y cómodo.
El conflicto puso en línea de batalla dos
partidos dispuestos a defender sus
posiciones con detrimento de cualquier otro interés. La derecha comprendía, con algunas
excepciones: el clero, el ejército, los conservadores, los nacionalistas y los antisemitas
de todo pelo, la izquierda defendía con denuedo la inocencia del capitán pero
especialmente estaba interesada en demoler una cierta idea de Francia que, pese
a la revolución, todavía seguía viviendo.
Así las cosas, los dreyfusistas recibieron
el apoyo del “Tigre” Clemenceau quien, en medio de la mediocridad
intelectual y temperamental de los
hombres de izquierda, se imponía por su absoluto desprecio de las normas, y su
tremendo sentido de las fuerzas reales
que hay que manejar en política.
Hacía años que Drumont se ocupaba de
Clemenceau. En La
Francia Judía
y en La fin d’un monde lo cita
repetidas veces y lo coloca en la líneas
de los aventureros sin escrúpulos, testaferro de judíos, y gozador impúdico de
las prebendas de la democracia.
Clemenceau dirigía al diario La Aurora ,
donde Zola había publicado su folleto y
en cierta oportunidad respondió a un artículo de Drumont en un tono
decididamente insultante. Los amigos de
Drumont daban el duelo por
descontado y rogaban que éste actuara en
calidad de insultado, pues así le tocaba elegir armas y como era un pasable
esgrimista evitaba un duelo a
pistola con uno de los mejores tiradores
de Francia. Drumont nunca aceptó la responsabilidad de un desafío; pensaba, con
bastante ingenuidad, que su pecado disminuís su actuaba como desafiado. A este respecto escribirá más
tarde en el Testamento:
“Nunca envié los padrinos a los que me insultaron,
pero no rechacé nunca, ni rechazaré jamás una reparación a cualquiera a
quien yo haya insultado”.
Con este propósito escribió a Clemenceau
una carta que era un cheque en blanco contra su pellejo. No me resisto a la
tentación de traducirla, porque es una página de antología en el género de la
polémica.
“Soy muy modesto, señor, para pretender que mis servicios militares igualen
a la de tantos generales y oficiales de
selección enfangados por Zola con el
aplauso de vuestra pandilla. Me dan, no
obstante, el derecho de expresar mi desprecio por el hombre que ha advertido la
existencia del Ejército Francés cuando ha sentido el deseo de escupir sobre él.
“Cualquiera sea la opinión que se tenga
no hay hombre digno que no encuentre inmundo al escritor que ultraja hoy a los jefes más respetables del
Ejército cuando en 1870 estaba
tranquilamente en Marsella, con su familia y su perro Beltrán.
“Creo que si os propusieran una
pregunta análoga sobre el papel que
habéis desempañado entre 1870 y 1871, estaríais más molesto que yo para
responder.
“Entonces os escondisteis para hacer
vuestros sucios enjuages en el fondo de la Alcaldía de Montmartre, y es gracias a vuestra cobardía,
o mejor a vuestra complicidad, que se pudo, el 18 de marzo, asesinar a dos
generales que se hubieran podido salvar fácilmente.
Era el judío Simón Mayer, capitán del
169º batallón quien operaba ese día. Era el mismo que un mes más tarde subiría
a la columna de Vendome para arrojar nuestro pabellón, antes que el monumento
de nuestras victorias se hundiera en un lecho de estiércol.
“Debo advertir, no obstante, que no se os
puede reprochar falta de consecuencia lógica con vos mismo, ni de continuidad en
vuestras infamias.
“Alcalde de Montmartre, erais el cómplice
del judío Simón Mayer que presidía la demolición de la columna Vendome delante
de los prusianos que reían como ríen todavía.
“Diputado, fuisteis el testaferro y el
factótum del judío alemán Cornelio Herz.
“Vomitado por vuestros electores y
convertido en periodista sois el
defensor del judío traidor Alfredo Dreyfus.
“Evidentemente sois un miserable, pero
hay que reconocer que en vuestro género tenéis el mérito de ser completo”.
El duelo tuvo lugar en el famoso parque
de los príncipes y fue el asombro de todos los aficionados a este singular
deporte comprobar que “El Tigre” erraba sus tres tiros.
El suicidio del teniente coronel Henry y
la absoluta seguridad de haberse probado la falsificación de uno de los
documentos añadidos al proceso, dio
impulso a la izquierda y el affaire
como consecuencia de la infortunada
intervención de dicho militar, tomo carta de ciudadanía entre las grandes
injusticias adjudicables,
definitivamente, al oscurantismo clerical y militar. La Francia judía
triunfaba de sus enemigos como resultado de la indecisión y la torpe
chicanería con que se defendieron los
fallos del Tribunal Militar. Recordemos que el documento falsificado por Henry
en 1896 no ejerció ninguna influencia en el Tribunal que condenó a Dreyfus en
1894. Por lo demás el inculpado jamás fue absuelto y sólo la intervención
graciosa del Poder Ejecutivo le devolvió la libertad.
La historia barata, el cinematógrafo, el
teatro y los pasquines generosamente expandidos por el clan Dreyfus han dado al
mundo una versión del asunto en total consonancia con los intereses
revolucionarios de la izquierda internacional.
Drumont continuó su lucha, pero su
momento, aquel glorioso instante en que los tuvo, había pasado. Otros hombres,
otras plumas y otros métodos de combate reemplazaban a los del viejo maestro.
Todavía unos años más La Libre Parole dejó oír una
voz que se mantenía asombrosamente recia a pesar de los achaques de la edad y
de la miopía progresiva que iba oscureciendo los últimos días de Drumont. En
1911 el diario pasó a manos de un par de policastros de tercer oren y él se
hundió definitivamente en el silencio. Murió el 5 de febrero de 1917 en su casa
de París, a los 73 años de edad.
La figura caballeresca de este católico
que tan fieramente defendió los principios de nuestra cultura, se extinguió en
un silencio que él no quiso romper, retenido por un pudor que se negaba a dar
rienda suelta a la tristeza que lo consumía.
“En la soledad del campo –escribió en su
Testamento-, torturado por la enfermedad, advertí que la cólera y la amargura
daban a mi lenguaje un acento de rebeldía. He quemado las páginas escritas bajo
la inspiración de este sentimiento”.
Era su última lección: la derrota es algo
nuestro y de Dios el juicio que ha de medir el valor de nuestra pelea.+
R.
Calderón Bouchet.
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