miércoles, 13 de septiembre de 2017

HOY DÍA, LAS FUERZAS “PROGRESISTAS” ANTICATÓLICAS PERSISTEN EN SU INTENTO  DE DESCRISTIANIZAR FRANCIA,  TRANSFORMANDO    LA FRANCIA JUDÍA  DE LA ÉPOCA DE DRUMONT EN LA  FRANCIA JUDEO-MUSULMANA DE NUESTROS DÍAS.
LA LUCHA DE DRUMONT DEBERÍAN ASUMIRLA  ACTUALMENTE TODOS LOS PUEBLOS DE RAÍCES CRISTIANAS,  PARA NO PERDER SU IDENTIDAD.
Artículo publicado  en la revista ULISES, de abril de 1967, firmado por

R. Calderón Bouchet
Posiblemente Francia quedó deshonrada, pero la república democrática no. Y ésta es la gran ventaja del sistema demoliberal, ninguna sanción moral puede alcanzarlo, pues, como decía Anatole France: “Ni su fealdad, ni sus vicios le pertenecen. Y habréis observado que no puede ser deshonrada. Vergüenzas, escándalos que hubieran arruinado al más poderoso imperio, han pasado sobre ellas sin dañarla. No es destructible, es la destrucción, la dispersión, la discontinuidad, la diversidad, es el mal”.

RESPONSO  PARA EDUARDO DRUMONT

H
oy, 5 de febrero de 1967, se cumple en el más absoluto silencio, el cincuentenario de la muerte de Drumont Su nombre, posiblemente no diga nada  a la memoria de la mayor parte  de los eventuales lectores de este artículo; no obstante, veinte años de la vida francesa, durante la tercera república, entre los 80 y el comienzo de este siglo, tienen   que admitirlo como una de sus voces significativas, con una categoría de proyección muy intensa, aunque poco difundida.
      Contra su recuerdo peso la lápida de  un silencio obstinado y malicioso: el no definitivo que dio a su nombre la omnipotencia judía, la ignominia liberal  y la cobardía de los católicos oficialistas que no podrán comprender nunca la especie estrafalaria de su tremendo coraje. Bernanos quiso honrar su memoria en uno de los libros más violentos de los que nacieron de su pluma. “La grande peur del biens pensants”. En esta obra de polemista juntó todas las indignaciones que  constituyen el fondo afectivo de su personalidad, y como éstas, especialmente en la que nacían de su sensibilidad patriótica, estaba Drumont, se lanzó a reivindicar su nombre y de paso vomitar su cólera contra la clerigalla culpable  de que aquel gran francés hubiera muerto  en el olvido más abominable.
      “Qué nos  quiere éste  con Drumont, diréis, pues bien, quiero honrarle y basta. No pido justicia. ¿Qué justicia? Era un hombre de mi país, de mi linaje, Un fuerte mozo francés, algo cargado de espaldas, de paso sólido. Este gente hace sus asuntos mientras se tienen de pie, y tanto como permanecen parados, llevan sus vidas solos, sin pedir  nada a nadie. Y como su vida llevan el bien y el mal, cada cosa en su sitio, para que Dios los reconozca más rápidamente el día del juicio” (G.P. de B.P. Grasset, París, 1931, p. 7).
      “El gran silencio en torno de Drumont tiene una sobrecarga de culpabilidad que exige, por lo menos, la diatriba, y nadie mejor que Bernanos para iniciar la querella. Poseía el tono, la fuerza, una capacidad inagotable para el insulto y la vocación vindicadora.

      Había en la naturaleza moral de Drumont algo que reclama una ruidosa polémica póstuma. Tenía como todos los grandes solitarios un exquisito sentido de la solidaridad humana maltratado. Amaba su familia, su Patria,  su París,  y sentía que ésta pasión por  los aspectos positivos y sanos de estas realidades sociales se convertía en cólera santa cuando la veía diluirse tras las máscaras abominables entronizadas por la revolución.
      “El hombre de antaño –dijo en alguna oportunidad- tenía nobles motivos para vivir, el de hoy tiene solamente algunos pretextos plausibles para no matarse y cumplir su tarea hasta el fin”.
      Un hombre que habla con esta tonalidad puede parecer desde el vamos un  vencido, pero no equivocarse, este actitud es común entre los mejores  franceses y se explica  por la conciencia que una gran  raza toma de su decadencia.  El arribista, el advenedizo, el inconciente no tiene pasado.  Es fácil para ellos proyectarse sobre el futuro sin  sufrir las molestias del cotejo con un pretérito cargado de glorias y exigencias. El que no tiene abuelos, y ningún revolucionario los tiene, puede sentir la falsa euforia de un comienzo matinal, absoluto, pero aquél que en cada piedra de su ciudad ve  la herencia traicionada por   una generación de mentecatos, siente sobre su alma  el peso de su enorme  responsabilidad histórica. No importa que como Drumont descienda  de gente humilde, por la contrario, son los humildes y los nobles, los únicos que admiten  la solidaridad con el esfuerzo  de las generaciones pasadas.     
      “Percibo detrás de mi obra –escribía en uno de sus libros- muchas generaciones de gente pobre que ha vivido en su rincón, que ha llegado a viejo sin haber pedido nunca un centavo a nadie, que nada han ambicionado ni envidiado y que se han contentado con su lugarcito…”
      Y en otra oportunidad, “cuando una familia de antaño había vivido durante siglos en el orden, el deber y la virtud, producía un ser superior a los otros que era como la expansión del árbol familiar”.
      Un hombre que se alimentaba con estos sentimientos, por agobiado que pareciera  frente a un presente que negaba todo su pasado, tenía raíces demasiado tenaces en el corazón de su pueblo para admitir la derrota sin luchar. Drumont dejó que su cólera durmiera  cuarenta años en su corazón. La alimentaba como a un perro fiel  haciéndola comer en el archivo de su prodigiosa memoria. Cuando supo que las consecuencias de su ira patriótica no podían herir más que a él, se lanzó al ataque.
      “He conocido –escribirá luego- el miedo casi ridículo del hogar destruido, y mantuve la resolución obstinada  de no hacer algo que pudiera turbar a los que amaba”.
      Y en la “Derniére Bataille” escribirá refiriéndose al fallecimiento de su esposa y la decisión que surgió en él como consecuencia de este triste suceso: “Hay pensamientos reflejos de los cuales no somos responsables. Tuve un presentimiento de ese género  en el entierro de mi pobre mujer, en la Iglesia, cuando Monseñor d´Hulst daba la absolución. A través del horror de la separación, el lacerante recuerdo de tantos días felices,  la aprehensión de encontrarme esa tarde con la casa vacía, pensé: ahora ninguna consideración humana me retiene, ahora voy a poder hablar”.
      “La France Juive” nace de esta decisión.  Es un libro singular: archivo histórico y alegato polémico sobre la conquista de Francia por las finanzas judías. Drumont ha volcado en él toda su pasión patriótica con un propósito determinado: señalar a los franceses el peligro judío y recabar del amor propio nacional  la restauración de la independencia frente al poder  del dinero.
      “Libro comparable a muy pocos –escribió Bernanos-, casi único por no se qué rugido interior  que se percibe a ratos, de capítulo en capítulo, y que a pesar de las sonrisas escépticas  y del aburrimiento, termina por   resonar en nuestro propio pecho, arrancándole un largo suspiro. Libro cuyas verdaderas dimensiones no aparecen  en seguida. Donde se penetra pisando firme, sin desconfianza, como en una iglesia oscura, hasta que una palabra pronunciada en voz alta, por descuido, hace mugir las bóvedas bañadas de sombras y se prolonga en trueno bajo las arcadas invisibles”.
      El libro cayó en una suerte de indiferencia total. Drumont cuenta sus paseos desesperados hasta la calle Racine, donde vivía su editor, Marpon, y recuerda que observaba el movimiento  de la librería sin que la pila donde se amontonaban sus volúmenes disminuyera en lo más mínimo. Pero una circunstancia inesperada, y hasta pasablemente ridícula  vino a sacudir la modorra del público y dio a la “France Juive” una publicidad que la convirtió en el “best seller” del año 1885.
      Entre las muchas personas aludidas en la obra con nombre y apellido figuraba un pequeño judío converso, Arturo Meyer, de cuya sinceridad religiosa y dotes de “maquereau” periodístico Drumont hacía un comentario particularmente mordaz. Como el hombre era conocido y se había hecho un nombre entre la gente de mundo, se creyó en la obligación de desafiar a ese Drumont que tan irónicamente lo insultaba en su libro. El duelo tuvo  un final de farsa cómica que lo convirtió en la “comidilla” de todo París. En uno de esos ataques a punta de espada en los que Drumont comprometía  un coraje rayano en la ferocidad, Meyer, asustado, tomó con la mano izquierda la espada del adversario y sin querer lo hirió en el muslo con un arma torpemente esgrimida.
      Esa entrometida mano izquierda, comentará Bernanos, señaló a toda Francia el nombre de Drumont  y los dos gruesos volúmenes de la “France Juive”, cuyas ediciones Marpon tuvo que repetir febrilmente hasta pasar el centenar en pocos años.
      Los judíos, dueños de la prensa republicana, no  dejaron de responder al ataque que Drumont les dirigía en su libro, y, como es costumbre, derivaron la orientación y el carácter de la requisitoria dándole un toque de persecución religiosa.
      Drumont se defendió de esta interpretación: “Como le escribí al judío Lisbonne –dijo- no hay en las mil trescientas páginas de la “France Juive” un ultraje a un rabino, una broma, por inofensiva que fuere, contra creencias de las que no hablo sino con gran circunspección”.
      Para mantener la tensión de la polémica desatada por el libro y seguir día a día el proceso de absorción  de Francia por la finanzas judías, Drumont funda un diario: Le Libre parole.    
      El escándalo se hizo cotidiano y la necesidad de responder a los desafíos  que desataban las acusaciones, obligaron a  convertir el sótano de la imprenta en una pedana. Cuatro horas diarias de esgrima mantenían  fuerte el puño del escritor que sabía, como todo hombre bien nacido, responder con el cuero lo que sostenía con la pluma.
      Y no todos los duelos terminaron con un par de tajos más o menos inocuos, pues cuando La Libre Parole inició la ofensiva contra los oficiales  judíos que militaban en el ejército francés, éstos, por una razón de oficio, se vieron en la obligación de retar a sus acusadores. El diario se volvió  una suerte de plazoleta francesa sitiada por la judería. Allí Morel, Guérin, Pradel de Lamasse, Vallés y otros  unieron sus plumas y sus espadas a las de Drumont. Los duelos se multiplicaban: el director del diario La Nación, Camillo Dreyfus, recibió un tiro en el brazo, a pocos centímetros del corazón; Isaac Dreyfus, tres estocadas en el pecho; el capitán judío Cremieux Fon, un puntazo en el hombro, y Drumont uno en el brazo izquierdo.
      El asunto no iba en broma y la Tercera República se esmeraba en proveer a los nacionalistas de todos los motivos de indignación posible merced a una seguidilla de negociados y estafas que hubieran  desacreditado cualquier gobierno menos diluido en el anonimato de las comparsas cambiantes. El primero de estos negocios fue el famoso asunto del Canal de Panamá: millones y millones de pesos de los pequeños ahorristas franceses fueron al bolsillo de los  financieros judíos en una estafa colosal que auspiciaba, por lo menos, la torre de Eiffel como monumento recordatorio.
      En realidad el “affaire” apenas fue un  robo en gran escala y si trajo consecuencias pasablemente trágicas, la culpa la tuvo el pequeño ahorrista que estaba seriamente dispuesto a recibir  los beneficios de ese enorme cuento del tío. Posiblemente Francia quedó deshonrada, pero la república democrática no. Y ésta es la gran ventaja del sistema demoliberal, ninguna sanción moral puede alcanzarlo, pues, como decía Anatole France: “Ni su fealdad, ni sus vicios le pertenecen. Y habréis observado que no puede ser deshonrada. Vergüenzas, escándalos que hubieran arruinado al más poderoso imperio, han pasado sobre ellas sin dañarla. No es destructible, es la destrucción, la dispersión, la discontinuidad, la diversidad, es el mal”.
      El error de Drumont, en lo que respecta a la conquista de la impavidez estética, reside en que tomaba las cosas en serio, y hasta cuando reía se le oía rechinar los dientes. Drumont pensaba en Francia. Anatole France se consolaba con el estilo.
      “Nosotros- decía Drumont- quisiéramos que nuestra madre tuviera una actitud digna en tales situaciones. Los  cosmopolitas nos has sustituido, no oyen con esta oreja, y quieren que se cubra de ridículo ante el mundo entero”.
      El famoso asunto Dreyfus tuvo resonancias mucho más profundas que el negociado de Panamá y aunque la persona del difunto capitán no tenía la suficiente estatura moral como para desatar un conflicto tan grande, la Francia entera se dividió en dos bandos inconciliables que han mantenido hasta hoy sus puestos.
      En lo que a los hechos se refiere el asunto puede resumirse así: en septiembre de 1894  el Servicios de Informaciones del Ejército Francés recibió un documento dirigido al agregado militar  de una potencia extranjera con  una serie de datos considerados secretos militares. Sometido a un peritaje caligráfico  las sospechas recayeron sobre el capitán Alfredo Dreyfus. Tres de los cinco peritos  caligráficos convocados por el Tribunal Militar  le atribuían  a Dreyfus la letra del documento.  Se reunió un Consejo de Guerra y el inculpado fue condenado a la degradación  militar y deportación por vida a la Isla del Demonio.
      Dos años más tarde (1896) el diario L’eclair publicó una condensada historia  del proceso y sostuvo que los jueces  habían sido influidos por  la comunicación de un expediente secreto que no se dio a conocer al acusado ni a su  defensor. Esta publicación dejó en el público la vaga sospecha  de que podía haberse cometido un error judicial. Bernard Lazare, un periodista judío, publicó  un alegato sosteniendo la inocencia del capitán Dreyfus. Este opinión fue reforzada  por un hermano del inculpado, Matías Dreyfus, que denunció al comandante Walsin Esterhazy como autor de la carta.
      El dossier de la revisión estaba en marcha y aunque los defensores de Dreyfus carecían  de elementos de juicio claramente probatorios de la inocencia del capitán, especialmente frente a los jueces  y en la calma de una sala judicial, la idea de que se había cometido  una injusticia aparecía tanto más claras cuanto más vagas y confusas eran las argumentaciones de sus sostenedores. En medio de esta atmósfera donde ya milita claramente el odio al militar y al sacerdote, aparece la carta de Emilio Zola, mundialmente conocida con el nombre de Yo Acuso.
      El título estaba bien elegido y resumía con precisión la táctica de la defensa del inocentísimo Dreyfus: se pasaba a la ofensiva  y se ponía en el banquillo a todas las instituciones conservadoras del país. Y aunque Zola es un escritor de mal gusto y su aversión a la claridad  alcanza en el panfleto un tono rayano en la algarabía, tuvo la suerte de hacerse condenar y logró un martirio fácil y cómodo.
      El conflicto puso en línea de batalla dos partidos dispuestos a defender  sus posiciones con detrimento de cualquier otro interés.  La derecha comprendía, con algunas excepciones: el clero, el ejército, los conservadores, los nacionalistas y los antisemitas de todo pelo, la izquierda defendía con denuedo la inocencia del capitán pero especialmente estaba interesada en demoler una cierta idea de Francia que, pese a la revolución, todavía seguía viviendo.
      Así las cosas, los dreyfusistas recibieron el apoyo del “Tigre” Clemenceau quien, en medio de la mediocridad intelectual  y temperamental de los hombres de izquierda, se imponía por su absoluto desprecio de las normas, y su tremendo sentido de las fuerzas  reales que hay que manejar en política.
      Hacía años que Drumont se ocupaba de Clemenceau. En La Francia Judía y en La fin d’un monde lo cita repetidas veces y lo coloca  en la líneas de los aventureros sin escrúpulos, testaferro de judíos, y gozador impúdico de las prebendas de la democracia.
      Clemenceau dirigía al diario La Aurora, donde Zola había publicado su folleto  y en cierta oportunidad respondió a un artículo de Drumont en un tono decididamente insultante.  Los amigos de Drumont daban  el duelo por descontado  y rogaban que éste actuara en calidad de insultado, pues así le tocaba elegir armas y como era un pasable esgrimista  evitaba un duelo a pistola  con uno de los mejores tiradores de Francia. Drumont nunca aceptó la responsabilidad de un desafío; pensaba, con bastante ingenuidad, que su pecado disminuís su actuaba  como desafiado. A este respecto escribirá más tarde en el Testamento:
      “Nunca envié los padrinos a los que me insultaron, pero no rechacé nunca, ni rechazaré jamás una reparación a cualquiera a quien  yo haya insultado”.
      Con este propósito escribió a Clemenceau una carta que era un cheque en blanco contra su pellejo. No me resisto a la tentación de traducirla, porque es una página de antología en el género de la polémica.
      “Soy muy modesto, señor, para  pretender que mis servicios militares igualen a la de tantos generales  y oficiales de selección  enfangados por Zola con el aplauso de vuestra pandilla.  Me dan, no obstante, el derecho de expresar mi desprecio por el hombre que ha advertido la existencia del Ejército Francés cuando ha sentido el deseo de escupir sobre él.
      “Cualquiera sea la opinión que se tenga no hay hombre digno que no encuentre inmundo al escritor que  ultraja hoy a los jefes más respetables del Ejército cuando en 1870  estaba tranquilamente en Marsella, con su familia y su perro Beltrán.
      “Creo que si os propusieran una pregunta  análoga sobre el papel que habéis desempañado entre 1870 y 1871, estaríais más molesto que yo para responder.
      “Entonces os escondisteis para hacer vuestros sucios enjuages en el fondo de la Alcaldía de Montmartre, y es gracias a vuestra cobardía, o mejor a vuestra complicidad, que se pudo, el 18 de marzo, asesinar a dos generales que se hubieran podido salvar fácilmente.
      Era el judío Simón Mayer, capitán del 169º batallón quien operaba ese día. Era el mismo que un mes más tarde subiría a la columna de Vendome para arrojar nuestro pabellón, antes que el monumento de nuestras victorias se hundiera en un lecho de estiércol.
      “Debo advertir, no obstante, que no se os puede reprochar falta de consecuencia lógica con vos mismo, ni de continuidad en vuestras infamias.
      “Alcalde de Montmartre, erais el cómplice del judío Simón Mayer que presidía la demolición de la columna Vendome delante de los prusianos que reían como ríen todavía.
      “Diputado, fuisteis el testaferro y el factótum del judío alemán Cornelio Herz.
      “Vomitado por vuestros electores y convertido en periodista sois  el defensor del judío traidor Alfredo Dreyfus.
      “Evidentemente sois un miserable, pero hay que reconocer que en vuestro género tenéis el mérito de ser completo”. 
      El duelo tuvo lugar en el famoso parque de los príncipes y fue el asombro de todos los aficionados a este singular deporte comprobar que “El Tigre” erraba sus tres tiros.
      El suicidio del teniente coronel Henry y la absoluta seguridad de haberse probado la falsificación de uno de los documentos añadidos al proceso, dio  impulso a la izquierda y el affaire   como consecuencia de la infortunada intervención de dicho militar, tomo carta de ciudadanía entre las grandes injusticias  adjudicables, definitivamente, al oscurantismo clerical y militar. La Francia judía triunfaba  de sus enemigos como  resultado de la indecisión y la torpe chicanería con que se defendieron  los fallos del Tribunal Militar. Recordemos que el documento falsificado por Henry en 1896 no ejerció ninguna influencia en el Tribunal que condenó a Dreyfus en 1894. Por lo demás el inculpado jamás fue absuelto y sólo la intervención graciosa del Poder Ejecutivo le devolvió la libertad.
      La historia barata, el cinematógrafo, el teatro y los pasquines generosamente expandidos por el clan Dreyfus han dado al mundo una versión del asunto en total consonancia con los intereses revolucionarios de la izquierda internacional.
      Drumont continuó su lucha, pero su momento, aquel glorioso instante en que los tuvo, había pasado. Otros hombres, otras plumas y otros métodos de combate reemplazaban a los del viejo maestro. Todavía unos años más La Libre Parole dejó oír una voz que se mantenía asombrosamente recia a pesar de los achaques de la edad y de la miopía progresiva que iba oscureciendo los últimos días de Drumont. En 1911 el diario pasó a manos de un par de policastros de tercer oren y él se hundió definitivamente en el silencio. Murió el 5 de febrero de 1917 en su casa de París, a los 73 años de edad.
      La figura caballeresca de este católico que tan fieramente defendió los principios de nuestra cultura, se extinguió en un silencio que él no quiso romper, retenido por un pudor que se negaba a dar rienda suelta a la tristeza que lo consumía.
      “En la soledad del campo –escribió en su Testamento-, torturado por la enfermedad, advertí que la cólera y la amargura daban a mi lenguaje un acento de rebeldía. He quemado las páginas escritas bajo la inspiración de este sentimiento”.
      Era su última lección: la derrota es algo nuestro y de Dios el juicio que ha de medir el valor de nuestra pelea.+

R. Calderón Bouchet.

      

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