Inolvidable 2 de
abril
El Régimen unitario, nacido durante el siglo XIX, liberal,
masónico, marxista, (elija el apelativo, aunque son casi políticamente sinónimos,
con sólo diferencias de tiempo en su maduración), en su totalidad debe ser
enjuiciado por alta traición. Entregar parte de la soberanía significa
entregarla totalmente. Recuerdo el frenesí masónico infamando la recuperación
de las Malvinas, y a los héroes militares, invocando falsos, pero efectistas,
argumentos humanitaristas y sensibleros, con el apoyo de altas autoridades de la Iglesia , de los politiqueros de la ‘democracia’, y el
plañidero coro de periodistas, incriminando
la insolencia patriótica de enfrentar al imperialismo inglés, masónico y protestante, nuestra buena y
desinteresada madrastra. En estos últimos años el Régimen marxista de los KK,
continuando la tradicional política
entreguista cedió parte de nuestro territorio soberano a China comunista en la Patagonia. Es difícil discernir si son
más traidores y cipayos, los masones, los liberales o los marxistas.
(ed. Fundación Arché)
Alberto
Caturelli
1- EL HECHO DE LA
GUERRA Y EL BIEN COMÚN.
L
|
a histórica e irreversible recuperación de
las islas Malvinas y demás dependencias del Atlántico Sur con la que toda la
vida hemos soñado los argentinos, constituye una ocasión única para reflexionar
–especialmente en un país de tradición católica- sobre la noción de guerra
justa y, por tanto, lícita. No porque la guerra sea deseable por sí misma
(nadie puede pensar esto en su sano juicio) sino en que sentido una guerra
puede ser justa y, por eso, también moralmente obligatoria.
El término guerra, que no proviene del
latín bellum sino del vocablo werra, del germano antiguo asimilado al
latín vulgar, significa discordia, pelea. Y todos sabemos que siempre ha
existido discordia entre los hombres, ya sea singularmente, ya socialmente, de
pueblo a pueblo. Quizá por eso, cuando consideramos ese fenómeno desde el punto
de vista histórico, filosófico o jurídico, simplemente partimos del hecho de la
guerra sin plantearnos la cuestión de su naturaleza y de su origen. Los
antiguos, inmersos en un mundo de la necesidad, no resolvieron este problema ni
explicaron su origen más allá de los mitos arcaicos; en cambio, el problema
estaba resuelto en la tradición hebreo-cristiana porque la discordia consigo
mismo y con los demás es el resultado directo del pecado. Yahvé dijo a Adán
que, por haber pecado, “será maldita la tierra por tu causa” (Génesis, 3/17);
la expresión “maldición”, que indica un acto de Dios supremamente justo,
implica todos los males que se siguieron del pecado hasta la misma muerte.
Entre estos males está, pues la guerra que, como toda discordia y el dolor que
conlleva, puede tener también un saludable carácter expiatorio. Este aspecto
esencial de la guerra no es el objeto inmediato de la presente reflexión. Por
ahora nos debe bastar partir del hecho.
Ya se ve que, como toda realidad humana,
puede ser ambivalente. De ahí que debemos plantearnos el problema de la guerra
justa o injusta, sobre todo para tener conciencia clara en este momento tan
grave de la historia nacional. Me refiero aquí solamente a la lucha armada
entre sociedades civiles (pueblos) cada
una de las cuales tiene como fin propio suyo el bien común. En tal caso la sociedad perfecta ( y llámase perfecta a aquella que se basta para lograr por sí
misma su fin propio ) debe defenderse de
los peligros, interiores o exteriores, que amenazan el bien común. El bien
común no es la mera suma de los bienes materiales, ni es tampoco la adición de
los bie-
nes
de la personas singulares, sino un todo actual diverso constituido por los
bienes espirituales, culturales, históricos,
materiales, de un pueblo o comunidad
civil y que es un todo superior a los bienes de las personas singulares. Por
eso el bien de la persona singular, se subordina al bien común como la parte al
todo, sin que se opongan bien común y
bien personal porque el logro del bien común realiza el bien de la persona y el
bien personal logra su plenitud temporal en el bien común. De ahí que si el
bien de la persona singular está subordinado al bien común, todos y cada uno
estamos moralmente obligados a servirle y defenderle si está amenazado.
De esta simple consideración surgen
espontáneamente las especies posibles de guerra: a) Interior, cuando se lleva a cabo dentro de la mismo sociedad civil
si una parte de ella se enfrenta a otra por diversas razones (guerra civil), o cuando
un grupo, en virtud de una ideología, vulnera esencialmente el bien común
subvirtiendo el orden natural ( guerra subversiva). La Argentina tiene
experiencia de ambas, la primera en el siglo pasado y la segunda en el
inmediato pasado. b) Exterior, cuando
el bien común es amenazado o agredido desde fuera, en cuyo caso la guerra puede
ser ofensiva o defensiva, ya que la Nación puede no tomar o
tomar la iniciativa del ataque. Algunos agregan hoy un tipo posterior a la Segunda Guerra Mundial: la
guerra fría que, si bien no acude inmediatamente a los medios bélicos, inaugura
un juego de tensiones que altera la tranquilidad en el orden, es decir, la paz
entre los pueblos: El llamado “equilibrio del terror” nada tiene que ver con la
tranquilidad en el orden que es la paz verdadera. c) La guerra de independencia
se suscita cuando una comunidad perfecta adquiere conciencia de su aptitud para
autogobernarse; es lo que sostuvo, por ejemplo, Miguel Calixto del Corro, quien
enseñaba (entre 1809 y 1811) que por razones geográficas, históricas y
sociales, lo que es hoy la
Argentina tenía el derecho natural a la independencia y que,
para lograrlo había que ir a la guerra, si fuere necesario. La guerra de la
independencia sostenida en virtud del derecho natural es prototipo de guerra justa y quienes mueren
heroicamente en semejante empeño hacen el supremo sacrificio de su vida por el
bien común del todo, de ahí que les sea debida la honra y veneración propias
del héroe ejemplar.
Ya se ve que es radicalmente falso un pacifismo
extremo porque para salvar una “paz” ficticia no defiende lo que es debido al
bien común y, al cabo, tanpoco defiende la paz verdadera porque vulnera
gravemente el orden que debería defender. Confieso que ciertas declaraciones sentimentales en defensa de la
“paz” a cualquier precio me irritan porque también conllevan una buena carga de
estupidez. Nada más antinatural y anticristiano, en lo que se refiere a
nuestros deberes con el bien común, que este pacifismo a toda costa. O, más
bien, a costa de todo. Más grave sería, es claro, que tal pacifismo fuese hijo
de la pusilanimidad (o cobardía) que, como su nombre lo indica es pequeñez de
ánimo (contrapuesto a la magnanimidad) y que constituye, enseña Santo Tomás, un
pecado más grave que la presunción porque hace que el hombre se aparte del bien
y del deber que tiene con el bien común (STH.,II,II, 133,2, ad.4). Naturalmente
es también falso un belicismo extremo porque ya no puede ejercerse en defensa
del derecho cierto agredido y es, por eso, siempre injusto.
2- GUERRA JUSTA Y GUERRA INJUSTA Y EL
CONFLICTO POR LAS MALVINAS.
E
|
n virtud de la primacía del bien común al que debo amar y servir (lo
cual viene a identificarse con el
patriotismo) cada ciudadano está moralmente obligado a servir, mantener y
defender todo lo que le es debido a la Nación en cuanto comunidad política. Esta
voluntad permanente de donación al bien común del todo es la justicia en su más
alto grado (justicia legal) y es servicio y amor a la Patria. La Patria es,
sin duda el “lugar donde se ha nacido”
(Cicerón) siempre que se extienda la expresión “lugar” como un vínculo
verdaderamente constitutívo del hombre que lleva consigo su geografía, su
paisaje, su espacio. Sólo el hombre es capaz de semejante vínculo y, por eso,
sólo el hombre tiene patria. Pero esto es apenas el vínculo inicial porque el
hombre no existe sino con su prójimo (sociabilidad
originaria); por eso, como decía San Agustín, la “comunidad concorde de
personas unidas en virtud del mismo fin que aman” es el pueblo o comunidad
política; esta situación -que supone la
conciencia de la verdad del ser- es palabra originaria, causa de toda otra
palabra y fundamento del lenguaje el que, a su vez, constituye la
última estructura del idioma (en nuestro caso el español); pero como
esta realidad se muestra en el tiempo (en mi presente) es histórica y, por eso
no existe hombre ni pueblo sin tradición histórica sin la cual no existe el
futuro. Y como el hombre, en el tiempo,
opera produciendo cosas (la cultura principalmente), no existe pueblo sin cultura
todo lo cual pone de manifiesto la tendencia de las personas a un Bien absoluto
que, allende la historia, sacie todas
las apetencias humanas y tal Bien absoluto es Dios. Luego la Patria es este todo actual que se compone de una comunidad
concorde de personas sustancialmente vinculadas a un territorio, que expresa su
naturaleza en una lengua determinada, constitutivamente transmisora de una
tradición histórica y cultural, orientada al fin último del hombre que es Dios. En tal sentido el patriotismo es parte de
la justicia porque es piedad, como amor a la tierra de los padres; pero es,
antes que nada, reconocimiento y amor a la Patria como don, en cuanto es lo que me es dado
junto con la existencia. Desde el punto de vista cristiano, es un don de la
caridad, en cuanto amor a la patria no permanente que apunta hacia la Patria permanente que no es
de este mundo.
Por consiguiente, la voluntad permanente de donación al bien común es
la justicia (y el patriotismo) en su más alto grado. Por eso la grave injuria
contra el bien de la comunidad política vulnera gravemente el derecho natural y
es, por eso, causa justa de guerra, que moralmente nos obliga. En un conocido texto, Santo Tomás expuso (STh II,II,40,1) los caracteres de la
guerra justa: que sea declarada, dirigida, por de la sociedad civil, que tenga una causa justa (violación de un
derecho cierto) y que exista recta intención. Lo mismo enseñaba San Agustín y
toda la tradición; de ahí que el sabio español Francisco de Vitoria (creador
del derecho internacional) resumía esta doctrina diciendo que la causa justa de
hacer la guerra es la injuria recibida (De Indiis, II,13). La causa de una
guerra justa es, ante todo, la reparación de un derecho cierto violado (contra
el bien común); dicho de otro modo por el mismo doctor, “la única y sola causa
justa de hacer la guerra es la injuria recibida” (Ib., II,12). Ya se ve que se
trata de la reparación de un derecho cierto violado, en el caso de las Malvinas
la guerra es esencialmente justa y, de nuestro lado, existe la búsqueda de una
justicia vindicativa, de una restitución que le es debida a la Patria tanto por derecho
natural cuanto positivo.
En efecto, cuando Inglaterra, en 1833, agredió nuestro derecho
efectivamente ejercido sobre las Malvinas e Islas del Atlántico Sur usurpando
la posesión de las mismas (no el derecho que siguió siendo nuestro), cometió un
acto de tal naturaleza que siguió agrediendo a la Argentina todo el tiempo,
minuto a minuto, segundo a segundo, durante casi siglo y medio. No se trata de
un acto que desaparece inmediatamente sino, por el contrario, que continuó
ejerciéndose contra nuestra soberanía. Por eso Inglaterra puso entonces (no
ahora) la causa de guerra justa de parte
de la Argentina
y, en cualquier momento de todo el tiempo transcurrido, la Argentina podría haber
iniciado la guerra, aunque, por diversas circunstancias no lo haya hecho o no
haya podido hacerlo. Claro es que la guerra es siempre el último recurso y es
menester agotar todos los medios pacíficos moralmente rectos previamente. En
este sentido, la afirmación del Presidente de los Estados Unidos de que la Argentina es el país
agresor por el hecho de haberse restituido el dominio de las Malvinas y demás
islas el 2 de abril, es una falacia total, ignorancia o las dos cosas juntas.
Igualmente la afirmación lamentable del Cardenal inglés Hume de que Inglaterra
lleva a cabo una guerra justa, no es otra cosa que la aplicación de principios
verdaderos (los ya citados de Santo Tomás y Vitoria) sin ningún conocimiento histórico-jurídico
de los hechos, lo cual conduce siempre a
un juicio práctico falso.
Así todos los caracteres de la guerra justa asisten a la Argentina cuya guerra es
defensiva, aunque sabemos que, para ser eficaz, debe trocarse en ofensiva o, si
se quiere, defensiva-ofensiva, para restaurar, restituir o reparar un derecho
cierto violado y también para rechazar al enemigo y exigirle una justicia
vindicativa. En tal circunstancia es no sólo legítimo matar al enemigo, sino
obligatorio, como enseñaba San Agustín: “el soldado que, obedeciendo a la
autoridad…. mata a un hombre, (no) es reo de homicidio; más aun, si no lo hace
se le culpa de desertor y menospreciador de la autoridad” (De Civ. Dei 1,26). La
culpa consistiría precisamente, en no matar al enemigo en defensa del
derecho cierto de su Patria. El soldado es, pues, ejecutor de la ley natural y
la pusilanimidad sería un grave pecado contra el bien común.
Desde esta perspectiva es buenos recordar que hubo cuatro invasiones
inglesas a nuestro país: en 1806, en 1807, en 1833 y en 1845. En la primera y
en la segunda, una ciudad de 40.000 habitantes impuso la rendición
incondicional a un ejército de más de 11.000 hombres. En 1807 Liniers, en noble
gesto, devolvió al vencido su espada, aunque aquel ejército tenía como misión
encubierta la usurpación del todo el Río de la
Plata. En 1845, en la Vuelta de Obligado
sintieron la fortaleza argentina, debieron firmar una paz honrosísima para la Argentina , reconocer su
soberanía, devolver la isla Martín García, saludar al pabellón celeste y blanco
con veintiún cañonazos de desagravio. Era el fin de la cuarta invasión. Nos
debían la tercera, reparada el 2 de abril de 1982.
Ahora es bueno recordar los caracteres que tiene la guerra injusta. El
mismo Francisco de Vitoria enseña que “no es justa causa de guerra el deseo de
ensanchar el propio territorio” (De indiis, II,11); tampoco lo es el deseo de
poder o provecho de la nación atacante (ib., 12); la gloria particular del Príncipe, o causas
económicas; de hecho en las guerras injustas confluyen juntas estas causas y
especialmente se dan todas en las guerras colonialistas. Así es obvio que la mera conquista (como la anexión de medio
Méjico por parte de los Estados Unidos en el siglo pasado, o los repartos de
Polonia), la expansión económica genera guerras injustas. Pero,
paradigmáticamente, la agresión y anexión por parte de Inglaterra de
territorios de la India ,
de la Malasia ,
de África, de Europa y de América, jamás fueron legítimos títulos de guerra y
jamás le confirieron derecho de guerra; de ahí que se deba sostener que,
globalmente el Imperio inglés de los siglos XVIII y XIX estuvo fundado todo él
en guerras injustas. En ese cuadro general
debe colocarse la usurpación de las
Malvinas y sus dependencias. Si a esto se agregan hoy, dos caracteres
enumerados por los moralistas como típicos de la guerra injusta, a saber, el
menor deseo de venganza y las reacciones
del orgullo nacional herido o el prestigio vulnerado, Inglaterra logra realizar
una suerte de raro y nada honroso paradigma de la guerra injusta.
3- NUESTRA GUERRA JUSTA Y EL FUTURO DE
IBEROAMÉRICA.
M
|
e llena de satisfacción, tanto moral como intelectual, tener la
evidencia total de un hecho casi incomparable y único en este mundo enloquecido
de hoy: la Argentina
ha reunido y puede invocar todos los títulos legítimos de una guerra justa. Nadie desea la guerra por
sí misma y la misma guerra tiene por fin la paz. Si a esto se agrega la actitud
cristiana de la Argentina
–nada más alejado de ella que el odio del enemigo-, se comprende que, ya
envuelta en la guerra, su ánimo debe estar seguro y templado y sus soldados
–nuestros muchachos, nuestros hijos- afrontan la muerte como el acto supremo de
donación al bien común de la
Patria rectamente servido. Palabras durísimas para nosotros,
los padres de familia, pero creo que justas. En su carta a Marcelino, San
Agustín hablando de la guerra justa, llega a decir que el soldado usa de una
“benigna aspereza”, y en carta a Bonifacio (ambas expresamente recordadas por
Santo Tomás) sostiene que el soldado, luchando por una causa justa, es
“pacífico combatiendo”. De ahí que en este momento de prueba, debamos rezar,
si, por la paz; pero ante todo debemos rezar por la victoria.
Pero a los caracteres de
una guerra justa, agreganse otras implicaciones históricas de una importancia
trascendental como quizá no se han dado desde 1816. La conciencia cristiana,
que es la descubridora de Iberoamérica, lleva en sí misma, como momentos
inescindiblemente suyos, no sólo la
tradición bíblica cristiana, sino la tradición griega, latina, ibérica. Esta
tradición que, primero tuvo al Mediterráneo como vehículo suyo natural a partir de las tres penínsulas madres
(Grecia, Italia, España), por obra de España hizo del Atlántico lo que hace
tiempo vengo denominando el Segundo Mediterráneo. Al cabo del mismo, otra
península histórica, el extremo de América del Sur (que debe dominar todo el Atlántico Sur) aparece como heredera, junto
con toda Iberoamérica, de aquella tradición greco, latina, ibérica y cristiana.
Estas naciones unidas por una fe común, una historia, una cultura y una lengua
comunes, representan (como genialmente lo intuyeran Bolívar y San Martín) un
mundo completamente diverso de los dos gigantes de esta siglo: uno que trata de
imponer la más horrible tiranía de todos los tiempos, el totalitarismo
marxista, el otro que trata de imponer su sentido puramente pragmatista y
materialista de la vida. Ambos, meras divisiones de la ciudad del mundo (diría San
Agustín) no pueden proponer al hombre
una solución válida para sus problemas esenciales. Sólo esta alejada parte del mundo, el
conjunto de naciones ibéricas, mantienen la vigencia de una concepción que en modo alguno es una “síntesis” o una
salida intermedia entre las otras dos, sino algo esencialmente diverso y quizá
la última esperanza de este mundo
desgarrado y en proceso de autodisolución. El acto supremo de la Argentina , retomando sus
Malvinas el 2 de abril, enfrentándose a los poderosos que quieren ignorar la
justicia de su acción, quizá ha abierto la puerta de un futuro de tal
naturaleza que debe azorarnos y a la vez, fortalecernos. La adhesión de toda Iberoamérica
es signo evidente no sólo de la causa
justa de esta guerra que sostiene la Argentina , sino de la afloración a la superficie
histórica, de aquel sentido de un mundo cristiano más justo, no coincidente con
el de los grandes de hoy y que todos los pueblos de Iberoamérica intuyen a través de esta guerra. Por semejante
destino, de una grandeza tal que muchos argentinos todavía no sospechan del
todo, vale la pena luchar y morir. Por eso debemos rogar, sí, por la paz; pero
ante todo, por la victoria.+