Deberes del Estado
Católico con la Religión
Cardenal Alfredo
Ottaviani
(Discurso dado el Día del Papa, 2 de marzo de 1953;
impreso por la Obra de Cooperación
Parroquial de Cristo Rey; con una introducción de su Superior General, padre
Juan Terradas Soler)
INTRODUCCIÓN
S
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entimos
especial interés en divulgar este discurso de su Excelencia el Cardenal Alfredo
Ottaviani, que transcribimos a continuación. Fue pronunciada en el Ateneo Pontificio
de Letrán, en Roma, y lleva como título: “LOS DEBERES DEL ESTADO CATÓLICO CON LA RELIGIÓN ”.
El autor es una de las primeras figuras
doctrinales de la Iglesia. Sus
palabras son una caritativa y al mismo tiempo
enérgica respuesta al modernismo y a los católicos que están
contaminados de esta herejía.
El eximio Purpurado recuerda con insistencia la enseñanza
tradicional de la Iglesia ,
enseñanza perenne, eterna, inmutable, necesaria, que todo católico debe abrazar
integralmente, sin restricciones ni respetos humanos.
Hacía años que no había aparecido ningún
documento eclesiástico importante, dedicado ex profeso al tema tratado esta
vez por el Cardenal Ottaviani. Los
católicos modernistas, entre tanto cantaban victoria y proferían sus
jactancias. Nuestra Madre la
Iglesia , Columna de la
verdad, Reina de las Naciones, no podía tolerar esta diabólica alegría. “La Iglesia ya no inculca
–decía estos innovadores- los principios que pregonaron León XIII y Pío IX
respecto a las relaciones entre ambos poderes públicos, espiritual y temporal,
ni exalta ya el dogma de la
Realeza Social de Cristo. Signo evidente –añadían- que la
verdad dogmática sufre evolución y adaptaciones. Estos pontífices no
condenarían hoy las libertades modernas como las condenaron en su tiempo”.
Nosotros mismos hemos oído razonamientos
de esta índole, de boca de muchos que se arrogan el nombre de católicos.
Que
se arrogan el nombre de católicos, hemos de decir con profunda tristeza.
Pues no se comprende como puede
aplicarse este título a los corruptores de la doctrina divina, a demoledores de
los derechos del Divino Rey, a perseguidores
de su propia Madre la
Iglesia.
El discurso del cardenal aclara y precisa
cuestiones trascendentales. Todo católico debe, pues, estudiarlo.
Como prueba de la afirmación que acabamos
de sentar acerca de las infiltraciones modernistas en el campo católico,
copiamos un fragmento de la
Encíclica “Ubi Arcano” de Pío XI (23 diciembre de 1922).
“… Se enseñorean de la mente y del corazón de los hombres pasiones tan
desenfrenadas e ideas tan perversas que
ya es de temer que aún los mejores de entre los fieles, y aun de los
sacerdotes, atraídos por la falsa apariencia de la verdad y del bien, se
inficionen con el deplorable contagio del error
Porque cuántos hay que profesan seguir las doctrinas católicas en todo
lo que se refiere a la autoridad en la sociedad civil y en el respeto que se le
ha de tener, o al derecho de propiedad, y a los derechos y deberes de los
obreros industriales y agrícolas, o a las relaciones de los Estados entre sí, o
entre patrones y obreros, o a las relaciones de la Iglesia y el Estado, o a
los derechos de la Santa Sade
y del Romano Pontífice y a los privilegios de los obispos, o, finalmente a los
mismos derechos de nuestro Criador, Redentor y Señor Jesucristo sobre los
hombres en particular y sobre los pueblos todos!. Y sin embargo, esos mismos en
sus conversaciones, en sus escritos y en toda su manera de proceder, no se
portan de otra modo que si las enseñanzas y los preceptos promulgados tantas
veces por los Sumos Pontífices, especialmente por León XIII, Pío X y Benedicto
XV, hubieran perdido su fuerza primitiva o hubieran caído en desuso.
En lo cual es preciso reconocer una especie de modernismo moral,
jurídico y social, que reprobamos con toda energía, a una con aquel modernismo
dogmático…”
Identifiquémonos con la doctrina de la Iglesia. Ni la luz del
mundo, ni los hijos de la Luz
pueden pactar con el error.
Juan
Terradas Soler
PRÓLOGO
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o había pensado en dar a la imprenta la
conferencia que pronuncié el 2 de marzo de 1953 en el Aula Magna del Pontificio
Ateneo Lateranense, sino me hubiese empujado a ellos el gran número de
peticiones recibidas de publicistas y de miembros de los Claustros docentes de
institutos Superiores, los cuales han insistido sobre la oportunidad de
divulgar cuanto dije en aquella solemne Ceremonia.
“Hace ya demasiado tiempo –me ha escrito un distinguido religioso- que
el Derecho Público de la
Iglesia no se estudia
más que en las aulas de los Institutos Eclesiásticos, cuando es urgente la
necesidad de divulgarlo en todas las clases sociales, especialmente entre las
más elevadas”.
“La prensa lo silencia por principio, dirigida como está por hombres que
profesan el culto de la libertad bastante más que el de la verdad… La
desorientación general a que asistimos, la perplejidad de los hombres de Estado
y los mismos enormes errores que se cometen en tantas híbridas uniones entre
Estado o entre partidos, exigen que el problema capital de las relaciones entre
el Estado y la Iglesia
se plantee abiertamente –apertis verbis-
y se trate por extenso, con la mayor claridad y, sobre todo, sin temor”.
“El valor cristiano es una virtud cardinal que se llama fortaleza”.
Tan vivas instancias me han convencido de que hoy, como en ningún otro
tiempo, es necesario que todos los sacerdotes y también todos los seglares que
colaboran al apostolado del Clero, imiten, en la medida de lo posible a cada
uno, el ejemplo del Divina Maestro, quien de sí mismo dijo: “Ad hoc veni in mundum
ut testimonium perhibeam veritati” (Juan 18,37).
Alguien notará, tal vez, que no cito nombres de autores cuyas
afirmaciones transcribo, a veces, incluso textualmente. Me abstengo de ello por
doble motivo: ante todo, porque poca importa saber que ciertas ideas las
sostiene tal o cual escritor cuando están de tal modo difundidas que no pueden
considerarse ya propias de un individuo determinado; pero además, he querido
seguir la norma de San Agustín que enseña a combatir, no a los que yerran, sino
el error. Con lo cual me atengo al programa y al ejemplo del Augustp Pontífice,
gloriosamente reinante, que tomó como lema de su pontificado “Veritatem
facientes in charitate”
Toma,
25 de marzo de 1953.
Alfredo Cardenal Ottaviani.
Deberes del Estado
Católico con la Religión.
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ue los enemigos de la Iglesia hayan
obstaculizado su misión en todos los tiempos, negándole alguna –e incluso
todas- sus divinas prerrogativas y poderes, no es para maravillarse.
El ímpetu
del asalto, con sus falaces pretextos, prorrumpió ya contra el Divino Fundador
de esta milenaria y, sin embargo, siempre joven institución: contra Él se
gritó, en efecto –como se grita ahora- “Nolumus
hunc regnare super nos”, “no queremos que Este reine sobre nosotros” (Lc
19,14).
Y con la
paciencia y la serenidad que le vienen de la seguridad de los destinos que le
han sido profetizados y de la certeza de su divina misión, la Iglesia canta a lo largo
de los siglos: “Non eripit mortalia qui
regna dat caelestia”. “No quita los reinos mortales quien da los
celestiales”.
Surge, en
cambio, en nosotros el asombro, que crece hasta el estupor y se transforma en
tristeza, cuando la tentativa de arrancar las armas espirituales de la justicia
y de la verdad de manos de esta Madre bondadosa que es la Iglesia la efectúan sus
propios hijos; aún aquellos que, encontrándose en Estados interconfesionales
donde viven en continuo contacto con hermanos disidentes, debieran sentir más
que ningún otro el deber de gratitud hacia esta Madre que usó siempre de los
derechos para defender, custodiar, salvaguardar a sus fieles.
¿IGLESIA
CARISMÁTICA E IGLESIA JURIDICA?
Hoy se
admite por algunos en la
Iglesia , tan sólo un orden pneumático (espiritual); de donde pasan a tentar como principio que
la naturaleza del derecho eclesiástico está en contradicción con la naturaleza
de la Iglesia
misma.
Según estos
tales, el elemento sacramental original habría ido debilitándose cada vez más
para ceder su lugar al elemento jurisdiccional, el cual constituye ahora la fuerza
y el poder de la Iglesia.
Prevalece así la idea, como afirma el jurista protestante
Sohm, de que la Iglesia
de Dios está constituida como el Estado.
Sin
embargo, el canon 108,3, que habla de la existencia en la Iglesia del poder de orden
y del de jurisdicción, invoca el derecho divino. Y que esta invocación sea
legítima, lo demuestran los textos evangélicos, las alegaciones de los Actos de
los Apóstoles, las citas de las Epístolas, frecuentemente aducidos por los
autores de Derecho Público Eclesiástico para demostrar el origen divino de
tales poderes y derechos de la
Iglesia.
En la Encíclica “Mystici
Corporis” el Augusto Pontífice felizmente reinante se expresaba se expresaba, a
tal propósito, en los siguientes términos:
“Lamentamos y reprobamos el funesto error de los que se antojan una Iglesia
ilusoria, a manera de sociedad alimentada y formada por sólo la caridad, a la
cual, no sin desdén, oponen la otra, que llaman jurídica. Pero se engañarían al introducir semejante distinción,
pues no advierten que el Divino Redentor, por lo mismo que quiso que la
comunidad espiritual de hombres por Él fundada fuese una sociedad perfecta en
su género, y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales precisos para
perpetuar en la tierra la obra saludable de la Redención , por lo mismo
la quiso también enriquecida con los dones y gracias del Espíritu Santo”
No quiere,
pues, ser la Iglesia
un Estado; pero su divino Fundador la constituyó como sociedad perfecta con todos los poderes inherentes a tal condición
jurídica, para desarrollar su misión en todo Estado sin conflicto entre ambas
sociedades, ya quede ambas Él es en diverso modo autor y sostén.
ADHESIÓN AL
MAGISTERIO ORDINARIO
Surge aquí
el problema de la convivencia entre la Iglesia y el Estado laico. Hay católicos que, en
esta materia, están divulgando ideas no del todo adecuadas.
A muchos de
ellos no puede negárseles ni el amor a la Iglesia ni la recta intención de encontrar un
camino de posible adaptación a las circunstancias de los tiempos. Pero no
es menos cierto que su postura recuerda la de aquel “delicatus miles”, de aquel
soldado afeminado que quería vencer sin combatir, o la del ingenuo que acepta
una insidiosa “mano tendida” sin darse cuenta que esta mano le arrastrará luego
a pasar el Rubicón hacia el error y la injusticia.
El primer
fallo de estos tales está en no aceptar plenamente las “arma veritatis”, las
armas de la verdad, y las enseñanzas que los Romanos Pontífices en esta último
siglo –y de modo particular el Pontífice reinante Pío XII- han dirigido al
respecto a los católicos con Encíclicas, Alocuciones y toda clase de actos de
magisterio.
Esos, para
justificarse, afirman que en el conjunto de enseñanzas de la Iglesia figura una parte
permanente y otra caduca o pasajera; reflejo, esta última de las circunstancias
particulares de los tiempos. Mas extienden lo último incluso a los principios
establecidos en los documentos pontificios, acerca de los cuales se mantiene
constante la enseñanza de los Papas, y que forman parte del patrimonio de la
doctrina católica.
En esta
materia, no es aplicable la teoría del péndulo, introducida por algunos
escritores al estimar el alcance de la Encíclicas
en las diversas épocas.
“L a
Iglesia- se ha llegado a escribir- acompasa la historia del ‘Mundo a manera de
un péndulo oscilante que, cuidadoso de guardar la medida, mantiene su propio
movimiento invirtiéndolo de sentido cuando juzga alcanzada la máxima amplitud…
Podría hacerse toda una historia de las Encíclicas desde este punto de vista;
así, en materia de estudios bíblicos: Divino
Afflante Spiritu sucede a Spiritus
Paraelitus, a Providentissimus.
En materia de Teología o de Política: Summi
Pontificatus, Non abbiamo bisogno, Ubi arcano Dei, suceden a Inmortale Dei” (Cfr. Temoignage
Chretien, 1º septiembre de 1950).
Si se
extendiese lo anterior en el sentido que los principios generales y
fundamentales del derecho público
eclesiástico, solemnemente afirmados en la Encíclica Inmortale
Dei se limitan a reflejar unos momentos históricos del pasado, mientras que
después el péndulo de las enseñanzas pontificias en las Encíclicas de Pío XI y
Pío XII habrían pasado, en su “renversement”, a posiciones diversas, habría que
juzgarlo totalmente erróneo; no sólo porque no corresponde, de hecho, al
contenido de las Encíclicas mismas, sino también porque es inadmisible en
correcta doctrina.
El
Pontífice reinante nos enseña, en efecto, en la Humani generis, cómo debemos acatar en las
Encíclicas el magisterio ordinario de la Iglesia.
“Ni hay que
creer que las enseñanzas contenidas en las Encíclicas no exijan de por sí el
asentimiento, bajo pretexto de que en ellas no ejercen los Papas el poder de su
Magisterio supremo. Porque enseñan esto por el Magisterio ordinario, acerca del
cual tiene también valor aquello: “Quien a vosotros oye a Mí me oye”; y las má
de las veces, cuanto viene propuesto e inculcado en las Encíclicas pertenece ya
por otras razones al patrimonio de la doctrina católica”
Por miedo a
la acusación de que quieren volver a la Edad
Media , algunos escritores nuestros no se atreven a mantener
que las posiciones doctrinales que están constantemente afirmadas en las Encíclicas pertenecen a la
vida y al derecho de todos los tiempos. Para ellos vale la admonición de León
XIII, quien, al recomendar la concordia y la unidad al combatir el error,
añade: “Y en esto hay que evitar que nadie entre en convivencia de alguna
manera con las opiniones falsas, o les resista más blandamente de lo que
‘consiente la verdad’” (Inmortale Dei).
DEBERES DEL
ESTADO CATÓLICO
Tratada ya
esta cuestión particular referente al deber de asentir a las enseñanzas de la Iglesia , aún en su
magisterio ordinario, pasemos a una cuestión práctica que, en términos
vulgares, podríamos llamar “candente”, a saber: la cuestión de un Estado
católico y de las consecuencias que de ello se siguen con respecto a los cultos
no católicos.
Es sabido
que, en algunos países, con absoluta mayoría de población católica, la Religión católica está
proclamada Religión del Estado en las Constituciones respectivas. Citaremos, a
modo de ejemplo, el caso más típico, a saber: el de España.
En el
“Fuero de los Españoles”, carta fundamental de los derechos y deberes del
ciudadano español, en su artículo 6º se establece cuanto sigue:
“La
profesión y práctica de la religión católica, que es la del estado español,
gozará de la protección oficial
“Nadie será
molestado por sus creencias religiosas ni en el ejercicio privado de su culto.
“No se
permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión
del Estado”.
Esto ha
levantado las protestas de muchos no católicos e incrédulos; pero, lo que es
más desagradable, lo consideran un anacronismo algunos católicos también
pensando que la Iglesia
puede convivir pacíficamente y gozar de la plena posesión de sus derechos, en
el Estado laico, incluso compuesto por católicos.
Conocida es
la controversia, desarrollada recientemente en un país de ultramar, entre dos
autores de opuestas tendencias, en la cual el que se sostenía la tesis citada afirma:
1) El Estado, propiamente
hablando, no puede realizar actos religiosos (pues el Estado es un mero
símbolo, o un conjunto de instituciones).
2) “Una ingerencia inmediata del
orden de la verdad ética y teológica al
de la ley constitucional es en principio, dialécticamente inadmisible”. Es
decir, que la obligación del Estado de
dar culto a Dios no podría entrar nunca a formar parte de la esfera
constitucional.
3) Finalmente, incluso para un Estado compuesto
por católicos no hay obligación alguna de que profese la Religión católica; y en
cuanto a la obligación de protegerla, ésta no es eficaz más que en determinadas
circunstancias, precisamente cuando la libertad de la >Iglesia no puede
garantizarse por otros medios.
A
causa de esto tienen lugar muchos ataques a la enseñanza expuesta en los
manuales d derecho público eclesiástico, sin parar mientes en que tales
enseñanzas se basan, en su máxima parte, en la doctrina expuesta en los
documentos pontificios.
Ahora bien. Si hay una verdad cierta e
indiscutible entre los principios generales del derecho público eclesiástico es
la del deber de los gobernantes, en un Estado compuesto en su casi totalidad
por católicos y consiguiente y coherentemente, gobernado por católicos, de
informar la legislación en sentido católico. Lo que implica tres inmediatas
consecuencias:
1) La profesión social y no solamente privada de la religión del pueblo.
2) La inspiración cristiana de la
legislación
3) La defensa del patrimonio
religioso del pueblo contra cualquier asalto de quien quisiera robarle el
tesoro de su fe y de la paz religiosa.
He dicho en primer ligar que el Estado tiene el deber de profesar incluso
socialmente su Religión.
“Los hombres no están menos sujetos al
poder de Dios unidos en sociedad que cada uno de por sí; ni está la Sociedad menos obligada
que los particulares a dar gracias al Supremo Hacedor, que la formó y
compaginó, que pródigo la conserva y benéfico le otorga innumerable copia de
bienes”. (Immortale Dei).
De este
modo, así como a ningún individuo es lícito descuidar sus deberes para con Dios
y para con la Religión
con la que Dios quiere ser honrado, d la misma manera no pueden las Sociedades políticas obrar “lícitamente
como si Dios no existiese, o volver la espalda a la Religión como si les
fuese extraña e inútil”. (Immortale Dei).
Pío XII
refuerza tales enseñanzas condenando “el
error contenido en aquellas concepciones que no dudan en desligarla autoridad
civil de cualquier dependencia con respecto al Ser supremo (Causa primera y
Señor absoluto, lo mismo del hombre que de la sociedad); así como de todo lazo
de ley trascendente derivada de Dios como de su fuente primera; concediéndole
una facultad limitada de acción, abandonándola a las ondas mudables del
arbitrio o únicamente a los dictámenes de exigencias históricas contingentes y
de intereses relativos” (Summi
Pontificatus).
Y
prosiguiendo, el Augusto Pontífice pone en evidencia que consecuencia tan desastrosas se siguen de tal error incluso para la
libertad y los derechos del hombre:
Renegando
en tal modo de la autoridad de Dios y
del imperio de la ley, el poder
civil, por consecuencia ineluctable,
tiende a apropiarse aquella absoluta autonomía que sólo compete al Supremo Hacedor y a hacer
las veces del Omnipotente, elevando el
Estado a la colectividad al fin último de la vida , supremo criterio del orden
moral y jurídico” (Summi Pontificarus).
He dicho,
en segundo lugar, que es deber de los gobernantes informar la propia actividad social y la legislación con los principios
morales de la religión.
Es una
consecuencia del deber de la religiosidad y sumisión a Dios no sólo
individualmente sino también socialmente; y ello con segura ventaja para el bienestar del pueblo.
Contra el
agnosticismo moral y religioso del estado y de sus leyes, Pío XII vindica el
concepto del Estado cristiano en su augusta Carta del 19 de octubre de 1945 a la
XIX Semana Social de los católicos italianos,
en la cual se debía estudiar precisamente el problema de la nueva Constitución.
“Si bien se
reflexiona sobre las consecuencias deletéreas que una Constitución que,
abandonando la ‘piedra angular’ de la concepción cristiana de la vida, intentase fundarse en el agnosticismo moral
y religioso, acarrearía a la sociedad y si discurrir histórico, todo
católico comprenderá que en este momento la cuestión que, de preferencia a
cualquier otra, ha de atraer su atención y estimular su actividad, consiste en
asegurar a la presenta generación y a las futuras el beneficio de una ley
fundamental del Estado que no se oponga a los sanos principios religiosos y
morales, antes al contrario, tome de
ellos una vigorosa inspiración, proclamando y persiguiendo sabiamente los altos
fines a que aquellos se ordenan”.
“El Sumo
pontífice, a este respecto, no ha dejado de tributar las debidas alabanzas a la
sabiduría de aquellos gobernantes que, o bien favorecieron siempre, o de nuevo
supieron honrar, con ventaja del pueblo, los valores de la civilización
cristiana, por medio de felices relaciones entre la Iglesia y el Estado, tutelando la santidad del
matrimonio y la educación religiosa de la juventud” (Radio Mensaje de Navidad
1941).
En tercer
lugar he dicho que es deber de los gobernantes de un Estado católico impedir
toda ruptura de la unidad religiosa de un pueblo que se siente unánimemente en
posesión segura de la verdad religiosa. Sobre este punto son numerosos los documentos en los que el Santo Padre
firma los principios enunciados por sus predecesores, especialmente por León
XIII.
Al condenar
el indiferentismo religioso del Estado, León XIII, mientra en la Encíclica “Immortale Dei” recurre al derecho
divino, en la Encíclica
“Libertas” recurre, además, a los
principios de justicia a a la razón. En la “Immortale
Dei” pone en evidencia que los gobernantes no pueden “otorgar
indiferentemente carta de vecindad a los varios cultos”, porque –argumenta-
están obligados, en el culto divino, a profesar aquella ley y aquellas
prácticas con que Dios mismo ha profesado que quiere ser honrado: “ quo coli se
Deus ipse demonstravit velle” (Immortale
Dei). Y en la Encíclica “Libertas” inculca, apelando a la
justicia y a la razón: “Veda, pues, la justicia, y védalo también la razón que
el Estado sea ateo o, lo que viene a parar en el ateísmo, que se comporte de
igual modo con respecto a las varias que llaman religiones concediendo a todas
indiferentemente los mismos derechos” (“Libertas”).
El Papa
invoca la justicia y la razón, porque no es justo atribuir los mismos derechos al bien que al mal, a la
verdad y al error. Y la razón se rebela al pensar que, por deferencia a las
exigencias de una pequeña minoría, se lesionen los derechos, la fe y la
conciencia de la caso totalidad del pueblo, y se le traiciones, permitiendo a
los que insidian contra su fe de introducir en medio de él la escisión con
todas las consecuencias de la lucha religiosa.
FIJEZA DE LOS
PRINCIPIOS
Estos
principios son sólidos e inmutables: valieron en tiempos de Inocencio III, de
Bonifacio VIII; valen en tiempos de León XIII y de Pío XII, que los ha
confirmado en más de un Documento. Por esto El, con severa firmeza, ha vuelto a
llamar a los gobernantes al cumplimiento de sus deberes, invocando la
admonición del Espíritu Santo, que no conoce límite de tiempo: “Debemos pedir
con insistencia a Dios –así Pío XII en la Encíclica “Mystici corporis”- que cuantos
desempeñan el gobierno de los pueblos amen la sabiduría, para que no recaiga
nunca sobre ellos esta severísima sentencia del Espíritu Santo: “El Altísimo
examinará vuestras obras y escrutará vuestros pensamientos; ya que, ministros
de su reino, no habéis gobernado rectamente, ni habéis observado la ley de la
justicia, ni habéis caminado según el beneplácito de Dios. Terrible y veloz
caerá sobre vosotros, ya que se hará rigurosísimo juicio de aquellos que están en lo alto; pues
el pequeño hallará misericordia, pero los poderosos serán poderosamente
atormentados. Pues el Señor de todos no
hace acepción de perdonas ni teme el poder de nadie, pues ha creado igualmente
al grande y al pequeño y cuida igualmente de todos” (Mystici Corporis).
Refiriéndome, pues, a cuanto he dicho más arriba sobre la concordancia de
las Encíclicas puesta en cuestión, estoy cierto de que nadie podrá demostrar la
menor oscilación, en materia de estos principios, entre la “Summi Pontificatus” de Pío XII, las Encíclicas de Pío XI “Divini Redemptoris” contra el
comunismo, “Mit brennender Sorge”
contra el nacismo, “Nos abbiamo bisogno”
contra el monopolio estatal del fascismo y las precedentes Encíclicas de León
XIII “Immortale Dei”, “Libertas”, y “Sapientiae Christianae”.
“Las
últimas y más profundas normas, que son piedra fundamental de la Sociedad –proclama el Augusto
Pontífice en el Radio-Mensaje de Navidad de 1942- no pueden ser modificadas por
la intervención de ingenio humano alguno; podrán ser negadas, ignoradas,
despreciadas, transgredidas, pero nunca abrogadas con eficacia jurídica”.
LOS DERECHOS DE LA VERDAD
Pero aquí es preciso resolver otra cuestión, o mejor,
una dificultad, tan especiosa que, a primera vista, parecería insoluble.
Se objeta:
vosotros sostenéis dos criterios o normas de acción diversos según os conviene:
en países católicos, sostenéis la idea del Estado confesional, con el deber de
protección exclusiva de la religión católica; viceversa, adonde sois una
minoría, reclamáis el derecho a la tolerancia, o, francamente, a la paridad de
cultos. Por lo tanto, tenéis dos pesos y dos medidas; una verdadera duplicidad
embarazosa, de la cual los católicos que toman en cuenta el desarrollo actual
de la civilización quieren desembarazarse.
Pues bien,
justamente dos pesos y dos medidas es preciso usar: uno para la verdad, otro
para el error.
Los hombres
que se sienten en la posesión segura de la verdad y de la justicia, no se
avienen a transacciones. Exigen el pleno respeto de sus derechos. Aquellos, en
cambio, que no se sienten seguros de la posesión de la verdad, ¿Cómo pueden
exigir el dominio de la situación sin compartirlo con quienes reclaman el
respeto de los propios derechos basándose en otros principios?
El
concepto de igualdad de cultos o de tolerancia en un producto del libre examen
y de la multiplicidad de confesiones. Es una lógica consecuencia de las
opiniones de quienes, en materia de
religión, sostienen que no hay lugar para dogma alguno y que la sola
conciencia de cada individuo es criterio y norma para la profesión de fe y el
ejercicio de culto. Ahora buen, en aquellos países donde vigen tales teorías
¿es de maravillarse que la
Iglesia católica procure tener un lugar para el desarrollo de
su divina misión y trate de hacerse reconocer aquellos derechos que, por lógica
consecuencia de los principios adoptados en la legislación de dichos países,
puede reclamar?
Ella
querría hablar y reclamar en nombre de Dios; pero en estos pueblos no se
reconoce la exclusividad de su misión. Entonces, se contenta con reclamar en
nombre de aquella tolerancia, de aquella paridad y de aquellas garantías
comunes en que se inspiran las
legislaciones de los países en cuestión.
Cuando, en
1949, se reunió en Amsterdam un Congreso de varias Iglesias heterodoxas para el
progreso del movimiento ecuménico, estaban representadas en el mismo unas
ciento cuarenta y seis iglesias o confesiones diversas. Los delegados presentes
pertenecían a cincuenta naciones; había calvinistas, metodistas,
episcopalianos, presbiterianos del rito malabar, adventistas, etc.
Pues bien,
después de tantas discusiones, los reunidos no se hallaron acordes ni tan siquiera para una común celebración final del banquete
eucarístico, que debía ser el símbolo de la unión, ya que no en la fe, por lo
menos en la caridad; hasta el punto de que en la sesión plenaria del 23 de
agosto de 1949, el doctor Kraemer, calvinista holandés y después director del
nuevo Instituto Ecuménico de Celigny, en Suiza, hacía observar que habría sido
mejor omitir toda cena eucarística, en lugar de manifestar tanta división,
haciendo muchas cenas separadas.
En tal
estado de cosas –digo yo- ¿podría una de estas confesiones, si convive con las
otras o incluso predomina sobre ellas en un Estado, asumir una postura
intransigente, y exigir lo que la
Iglesia católica reclama de un Estado de gran mayoría
católica?
¡No es
pues, maravilla que la Iglesia
invoque por lo menos los derechos del hombre, cuando se desconocen los derechos
de Dios!
Así lo hizo en los primeros siglos del
cristianismo frente al imperio y al
mundo pagano; así continúa haciéndolo hoy, especialmente donde se niega todo
derecho religioso, como en los países sometidos a la dominación soviética.
El
Pontífice reinante, ante la persecución de que son objeto todos los cristianos –y en primer lugar los
católicos- ¿Cómo podría no apelar a los derechos del hombre, a la tolerancia, a
la libertad de conciencia, cuando incluso de estos derechos se hace tan
deplorable escarnio?
Tales
derechos del hombre, el Papa los reivindicó para todos los campos de la vida
individual y social, en su Mensaje de Navidad de 1942, y más recientemente en
el Mensaje de Navidad de 1952,
a propósito de los sufrimientos de la “Iglesia del
silencio”.
Aparece,
pues, claro, en consecuencia, con cuanta sinrazón se quiere hacer creer que el
reconocimiento de los derechos de Dios y de la Iglesia que tenía lugar en
el pasado es inconciliable con la civilización moderna, como si fuese un
retroceso aceptar lo justo y lo verdadero de todos los tiempos.
A un
retorno a la Edad Media
alude , por ejemplo, el siguiente texto de un conocido autor:
“La Iglesia católica
insiste sobre el principio de que la
verdad ha de tener preferencia sobre el error, y que la verdadera religión,
cuando es conocida, debe ser ayudada en su misión espiritual con preferencia a
las religiones cuyo mensaje es más o menos defectuoso, y en las que el error se
mezcla con la verdad. Es una simple consecuencia de los deberes del hombre para
con la verdad. Sin embargo, sería muy
falso concluir de ello que este principio
no tiene otra posible aplicación
más que reclamando para la
verdadera religión los favores de un poder absolutista, o la asistencia de
‘dragonadas’ o reivindicando la
Iglesia católica de las sociedades modernas los privilegios
de que disfrutaba en un civilización de tipo sacral, como en la Edad Media ”.
Para
cumplir el propio deber, in gobernante católico de un estado católico no tuene
necesidad alguna de ser un absolutista, ni un mero policía, ni un sacristán ni
retroceder a la civilización de ladead Media.
Otro autor
objeta: “Casi todos aquellos que trataban hasta la fecha de reflexionar y
examinar el problema del ‘pluralismo religioso’ chocaban con un peligroso
axioma, a saber: que la verdad sólo tiene derechos, mientras que el error no
tiene ninguno. De hecho, todos estamos de acuerdo hay en reconocer que este axioma
es falaz, no porque queramos reconocer derechos al error, sino, simplemente,
nos acogemos a este verdad de Pero Grullo de que ni la verdad ni el error –que
no son más que abstracciones- son objeto de derecho, o son capaces de tener
derechos, esto es, de crear deberes exigibles de persona a persona”.
Me parece,
en cambio, que la verdad de Pero Grullo consiste más bien en esto, a saber: que
los derechos en cuestión tienen un óptimo sujeto en los individuos que se
encuentran en posesión de la verdad, y que no pueden exigirlos iguales los
individuos amparándose en su error.
Ahora
bien: en la Encíclicas
citadas por nosotros resulta que el primer sujeto d tales derechos es el propio
Dios; d lo que se sigue que únicamente están en el verdadero derecho quienes
obedecen sus mandatos y están en su verdad y en su justicia.
En
conclusión, la síntesis de la doctrina de la Iglesia en esta materia, ha sido, incluso en
nuestros días, clarísimamente expuesta en la carta que la Sagrada Congregación
de Seminarios y de Universidades de Estudios mandaba a los Obispos de Brasil el
7 de marzo de 1950. Esta carta, que continuamente invoca las enseñanzas de Pío
XII, pone en guardia, entre otras cosas, contra los errores del renaciente
liberalismo católico el cual “admite y alienta la separación de los dos
Poderes. Niega a la Iglesia
cualquier poder directo en materia mixta; afirma que el Estado ha de mostrarse
indiferente en materia religiosa, y reconocer la misma libertad a la verdad y
al error. No competen a la
Iglesia privilegios, favores o derechos superiores a los que
se reconocen a las demás confesiones religiosas en otros países católicos, uy
así sucesivamente.
CONTRASTE DE
LEGISLACIONES
Tratada la
cuestión desde el aspecto doctrinal y jurídico, ruego se me permita hacer un
pequeño “excursus” de carácter práctico.
Quiero
hablar de la diferencia y de la desproporción entre el clamor levantado contra
los principios expuestos, aplicados por la Constitución
española, y el escaso resentimiento que, viceversa, ha demostrado todo el mundo laicista por el sistema legislativo soviético,
opresivo de toda religión. Y sin embargo, son testimonios de las consecuencia
de aquel sistema los mártires que languidecen en los campos de concentración,
en las estepas de Siberia, en las cárceles, sin contar la multitud de aquellos
que han experimentado con la vida y con la sangre, hasta el extremo, la
iniquidad de tal sistema. El artículo 124 de la Constitución
staliniana, promulgado en 1936, e
íntimamente conexo con las leyes sobre Asociaciones religiosas de los años 1929
y 12932, dicen textualmente:
“Con el fin
de asegurar a los ciudadanos la libertad
de conciencia, la Iglesia
está separada del Estado y la escuela de la Iglesia. La libertad de
religión, así como hacer propaganda antirreligiosa se reconocen a todos los
ciudadanos”.
Aparte de
la ofensa hecha a Dios, a toda religión y a la conciencia de los creyentes,
garantizando con la
Constitución la plena libertad de la propaganda
antirreligiosa –propaganda que se ejerce del modo más licencioso-, es preciso
puntualizar en qué consiste la famosa libertad de fe garantizada por la ley
bolchevique.
Las normas
vigentes que regulan el ejercicio de los cultos, se recogen en la ley del 18 de
mayo de 1929, la cual da la interpretación del artículo correspondiente de la Constitución de 1918,
y cuyo espíritu informa el artículo 124 de la Constitución actual.
Se niega toda posibilidad de propaganda religiosa y se garantiza tan sólo la
propaganda antirreligiosa. En lo referente al culto se autoriza tan sólo en el
interior de los templos; se prohíbe toda
posibilidad de formación religiosa, sea con discursos, sea con la prensa, con
diarios, libros opúsculos, etc.; se impide cualquier iniciativa social y
caritativa, y las organizaciones que aspiran a este ideal están privadas de
cualquier derecho fundamental de propagarse para el bien del prójimo.
En prueba
de ello, basta leer la exposición sintética que de tal estado de cosas hace un
ruso soviético, Orleanskij, en su opúsculo acerca de la “Ley sobre las
organizaciones religiosas en la República
Socialista Federal Soviética Rusa” (Moscú 1930’ , pg. 224).
“Libertad de profesión religiosa significa que la acción de
los creyentes en la profesión de los propios dogmas religiosos se limita al
ambiente mismo de los creyentes y que se considera como estrechamente ligada
con el culto religioso de una u otra religión tolerada en nuestro Estado. En
consecuencia, cualquier actividad propagandística y agitadora de parte de
hombres de Iglesia o religiosos –y mucho más de misioneros- no puede
considerarse como actividad que les sea permitida por la ley de asociaciones
religiosas, antes bien se considera que traspasa los límites de la libertad
religiosa tutelada por la ley y viene a ser, por los mismo, objeto de las leyes
penales y civiles en cuanto las contradiga”.
La lucha contra
la religión, además, la lleva el Estado incluso al campo de todas aquellas
actividades que la práctica del Evangelio trae consigo, sea con respecto a la
moral, sea con respecto a las relaciones sociales entre los hombres. Los
soviéticos han comprendido muy bien que la religión está íntimamente ligada con
la ida de cada uno, así como de la colectividad; de ahí que, para combatir la
religión sofocan todas las actividades en el campo educativo, moral y social.
He ahí, al respecto, el testimonio de un soviético:”El propagandista
antirreligioso (dice el autor del artículo “Constitución staliniana y libertad
de conciencia”, en Spurnik Antireligioznika,
Moscú, 1939) ha de recordar que la legislación soviética, aún reconociendo a
cada ciudadano la libertad de realizar
actos de culto, limita la actividad de la asociaciones religiosas, que no
tienen el derecho a inmiscuirse en la
vida político-social de la URSS. La
asociaciones religiosas pueden única y exclusivamente ocuparse de los asuntos
referentes al ejercicio de su culto, y de nada más. Los presbíteros no pueden
dar a luz publicaciones oscurantistas, hacer propaganda en fábricas u oficinas,
en el Kolchoz, en el Sovchoz, en los clubs, en las escuelas, etc., de las ideas
reaccionarias y anticientíficas. Según la ley del 8 de abril de 1929, se prohíbe
a las asociaciones religiosas fundar Cajas de socorros mutuos, Cooperativas,
Sociedades de producción y, en general, servirse de los bienes que se
encuentran a su disposición para otros propósitos que no caigan en el ámbito de
las necesidades religiosas”.
Antes,
pues, de lanzar la piedra contra los gobernantes católicos, que cumplen con su
deber con respecto a la religión de sus ciudadanos, los tutores de los
“derechos del hombre” deberían preocuparse de una situación tan injuriosa para
la dignidad del hombre , sea la que sea la religión a la que pertenezca, por
parte de in poder tiránico. ¡Cuyo peso carga sobre una tercera parte de la
población mundial!
CULTOS TOLERADOS
Ahora bien. La Iglesia reconoce, sin embargo, la necesidad en
que pueden encontrarse algunos gobernantes de países católicos de tener que
conceder, por razones gravísimas, la tolerancia a otros cultos.
“En verdad
–enseña León XIII- aunque la
Iglesia juzga no ser lícito el que las diversas clases y
formas del c culto
divino gocen del mismo derecho que compete a la Religión verdadera, no
por eso condena a los encargados
desgobierno de los Estados que, ya sea para conseguir algún bien
importante, ya para evitar algún grave mal. toleren en la práctica la
existencia de dichos cultos en el Estado (Immortale Dei).
Pero
tolerancia no quiere decir libertad de propaganda, fomentadora de discordias
religiosas y perturbadora de la segura y unánime posesión de la verdad y de la
práctica religiosa en países como Italia, España y otros.
Refiriéndose a las leyes italianas sobre “cultos admitidos”, Pío XI
escribía:
“Cultos tolerados, permitidos, admitidos: no
seremos Nos quien haga cuestión de palabras. La cuestión viene resuelta, no sin
elegancia, distinguiendo entre texto estatutario y texto puramente legislativo;
aquel, de por sí, más teórico y doctrinal, parece cuadrar mejor la palabra
“tolerados”; en éste, ordenado a la práctica, puede aceptarse “permitidos o
admitidos”, con tal que se entienda lealmente; es decir, con tal que quede
clara y lealmente entendido que la
Religión católica es, y solamente ella, según el Estatuto y
los Tratados, la Religión
del Estado con las consecuencia lógicas y jurídicas de una tal situación de
derechos constitucional, especialmente en orden a la propaganda… No es
admisible que se interprete una libertad absoluta de discusión, de tal manera que
se comprenda en la misma aquellas formas de discusión que pueden fácilmente
engañar la buena fe de los oyentes poco ilustrados, y que fácilmente se
convierten en formas disimuladas de una propaganda que daña no menos fácilmente
a la Religión
del Estado, y por eso mismo, al propio Estado, especialmente en aquello que
tiene de más sagrado la tradición del pueblo italiano y su unidad de más
esencial” (Carta al Cardenal Gasparri sobre los Tratados de Letrán, 30 de mayo
de 1929).
Pero los acatólicos
que querrían venir a evangelizar los países de donde ha salido y por los que se
ha difundido la luz del Evangelio, no se contentan con lo que la ley les
concede, antes bien quisieran, contra la ley y sin someterse siquiera a las
modalidades prescriptas, tener plena licencia de romper la unidad religiosa de
los pueblos católicos. Y se lamentan si los Gobiernos cierra capillas abiertas,
en definitiva, sin la debida autorización, o expulsan a los que se dicen
“misioneros”, que entraron en el país por fines diversos a los declarado para
obtener los permisos.
Es
significativo, además, que en esta campaña cuenten entre sus más fuertes
aliados y defensores a los comunistas; los cuales, mientras que en Rusia prohíben
toda la propaganda religiosa y lo establecen así en el artículo de la Constitución que
hemos citado, son, en cambio, celosísimos en la apología de todas las formas de
propaganda protestante en Países católicos.
Y hasta en
los Estados Unidos de América, donde muchos hermanos disidentes ignoran algunas
circunstancias de hecho o de derecho referentes a nuestros países, hay quien
imita el celo de los comunistas para protestar con continuo clamoreo contra la
llamada intolerancias en daño de los misioneros enviados para ¡”evangelizarnos”!
Pero –por favor-,
¿Porqué debería negarse a las autoridades italianas hacer en su casa lo mismo
que las autoridades americanas hacen en su País, cuando aplican , “in virga
ferrea”, leyes tendientes a impedir el ingreso en su territorio o incluso a
expulsar del mismo a quienes son considerados como peligrosos con respecto a
ciertas ideologías y nocivos alas libres
tradiciones e instituciones de la patria?
Por otra
parte, si los creyentes que, allende el Océano, recogen fondos para los misioneros
y para los neófitos conquistados por ellos, supiesen que la mayor parte de
tales “conversos” son auténticos comunistas, a los cuales no importa poco ni
mucho la religión a no ser cuando se trata de atacar al catolicismo, mientras
les importa muy mucho usufructuar los donativos que llegan copiosamente de
ultramar, creo que lo pensarían dos veces antes de enviar lo que, en última
instancia, acabará por alentar el comunismo.
EN EL
TEMPLO Y FUERA
DEL MISMO
Una última cuestión, que frecuentemente recobra
actualidad. Trátase de la pretensión de aquellos que querrían ser ellos quienes
determinasen, según el propio arbitrio o las propias teorías, la esfera de
acción y de competencia de la
Iglesia , para poder acusarla, cuando traspasara dicha esfera, de “meterse en política”.
Tales la
pretensión de cuantos quisieran encerrar a la Iglesia entre las cuatro
paredes del templo, separando la religión de la vida, la Iglesia del Mundo.
Ahora
bien. Más que a las pretensiones de los hombres, la Iglesia debe atenerse a
los mandatos divinos. “Praedicate
Evangelium omni creaturae”, “Predicar el Evangelio a toda creatura”. Y la Buena Nueva se refiere
a toda la Revelación ,
con todas las consecuencias que esto entraña para la conducta moral del hombre,
considerado en sí mismo, en la vida familiar, con respecto al bien de la ‘polis’”.
“Religión
y moral –enseña el Augusto Pontífice- constituyen en su íntima unión un todo indivisible; el
orden moral, los mandamientos de la ley de Dios, valen igualmente para todos
los campos de la actividad humana, sin excepción; más, hasta donde ellos se
extiendan hasta allí se extiende también la misión de la Iglesia y, por lo tanto,
la palabra del Sacerdote, su enseñanza, sus amonestaciones, sus consejos a los
fieles confiados a su cuidado.
“La Iglesia católica ¡nunca se
dejará encerrar entre las cuatro paredes del templo!
“ La
separación entre la Religión
y la vida, entre la Iglesia
y el mundo, es contraria a la idea cristiana y católica.
En particular, con apostólica firmeza el Santo Padre
prosigue:
“El
ejercicio del derecho del voto es un acto de grave responsabilidad moral, por
lo menos cuando se trata de elegir aquellos que están llamados a dar al País su
Constitución y sus leyes, en especial las referentes, por ejemplo, a la
santificación de las fiestas, al matrimonio,
la familia, la escuela, la regulación equitativa de las múltiples
condiciones sociales. Compete por lo mismo a la Iglesia explicar a los
fieles los deberes morales que derivan de aquel derecho electoral”
Y esto, no
ya por ambición de ventajas terrenas, no para arrebatar a la autoridad civil un
poder que Ella no puede ni debe aspirar- “Non
eripit mortalia qui regna dat caelestia”- , sino por el Reino de Cristo,
para que sea una realidad la “Pax Christi
in Regno Christi”, “la Paz
de Cristo en el Reino de Cristo”; por eso la Iglesia no dejará de predicar, enseñar y luchar
hasta la victoria.
Por este
mismo fin Ella sufre, llora y derrama su sangre.
Pero el
camino del sacrificio es justamente aquel por el cual la Iglesia suele llegar a sus
triunfos. Así nos lo recordaba Pío XII en su Radiomensaje de Navidad de 1941:
“Nos miramos
hoy, amados hijos, al Hombre-Dios nacido en una gruta para elevar de nuevo al
hombre a aquella grandeza de la que por su culpa había caído, para colocarle
otra vez sobre el trono de libertad, de justicia y de honor, que los siglos de
los falsos dioses le negaron. Peana de ese trono será el Calvario; su ornato ,
no será el oro y la plata, sino la
Sangre de Cristo, Sangre divina, que desde hace veinte siglos
se está derramando sobre el mundo y
empurpura el rostro de su Esposa, la
Iglesia , y purificando, consagrando, santificando,
glorificando a sus hijos, se trueca en candor celestial.
“Oh, Roma cristianas, aquella sangre es tu
vida”.+