martes, 8 de diciembre de 2015

Deberes del Estado Católico con la Religión
Cardenal Alfredo Ottaviani

(Discurso dado  el Día del Papa, 2 de marzo de 1953; impreso  por la Obra de Cooperación Parroquial de Cristo Rey; con una introducción de su Superior General, padre Juan Terradas Soler)

INTRODUCCIÓN

S
entimos especial interés en divulgar este discurso de su Excelencia el Cardenal Alfredo Ottaviani, que transcribimos a continuación. Fue pronunciada en el Ateneo Pontificio de Letrán, en Roma, y lleva como título: “LOS DEBERES DEL ESTADO CATÓLICO CON LA RELIGIÓN”.
      El autor es una de las primeras figuras doctrinales de la Iglesia. Sus palabras son una caritativa y al mismo tiempo   enérgica respuesta al modernismo y a los católicos que están contaminados de esta herejía.
      El eximio Purpurado  recuerda con insistencia la enseñanza tradicional de la Iglesia, enseñanza perenne, eterna, inmutable, necesaria, que todo católico debe abrazar integralmente, sin restricciones ni respetos humanos.
    Hacía años que no había aparecido ningún documento eclesiástico importante, dedicado ex profeso al tema tratado esta vez   por el Cardenal Ottaviani. Los católicos modernistas, entre tanto cantaban victoria y proferían sus jactancias. Nuestra Madre la Iglesia, Columna de la verdad, Reina de las Naciones, no podía tolerar esta diabólica alegría. “La Iglesia ya no inculca –decía estos innovadores- los principios que pregonaron León XIII y Pío IX respecto a las relaciones entre ambos poderes públicos, espiritual y temporal, ni exalta ya el dogma de la Realeza Social de Cristo. Signo evidente –añadían- que la verdad dogmática sufre evolución y adaptaciones. Estos pontífices no condenarían hoy las libertades modernas como las condenaron en su tiempo”.
      Nosotros mismos hemos oído razonamientos de esta índole, de boca de muchos que se arrogan el nombre de católicos.
      Que se arrogan el nombre de católicos, hemos de decir con profunda tristeza. Pues no se comprende como  puede aplicarse este título a los corruptores de la doctrina divina, a demoledores de los derechos del Divino Rey, a perseguidores  de su propia Madre la Iglesia.
      El discurso del cardenal aclara y precisa cuestiones trascendentales. Todo católico debe, pues, estudiarlo.
      Como prueba de la afirmación que acabamos de sentar acerca de las infiltraciones modernistas en el campo católico, copiamos un fragmento de la Encíclica “Ubi Arcano” de Pío XI (23 diciembre de 1922).
      “… Se enseñorean de la mente y del corazón de los hombres pasiones tan desenfrenadas e ideas tan perversas  que ya es de temer que aún los mejores de entre los fieles, y aun de los sacerdotes, atraídos por la falsa apariencia de la verdad y del bien, se inficionen con el deplorable contagio del error
      Porque cuántos hay que profesan seguir las doctrinas católicas en todo lo que se refiere a la autoridad en la sociedad civil y en el respeto que se le ha de tener, o al derecho de propiedad, y a los derechos y deberes de los obreros industriales y agrícolas, o a las relaciones de los Estados entre sí, o entre patrones y obreros, o a las relaciones de la Iglesia y el Estado, o a los derechos de la Santa Sade y del Romano Pontífice y a los privilegios de los obispos, o, finalmente a los mismos derechos de nuestro Criador, Redentor y Señor Jesucristo sobre los hombres en particular y sobre los pueblos todos!. Y sin embargo, esos mismos en sus conversaciones, en sus escritos y en toda su manera de proceder, no se portan de otra modo que si las enseñanzas y los preceptos promulgados tantas veces por los Sumos Pontífices, especialmente por León XIII, Pío X y Benedicto XV, hubieran perdido su fuerza primitiva o hubieran caído en desuso.
      En lo cual es preciso reconocer una especie de modernismo moral, jurídico y social, que reprobamos con toda energía, a una con aquel modernismo dogmático…”
      Identifiquémonos con la doctrina de la Iglesia. Ni la luz del mundo, ni los hijos de la Luz pueden pactar con el error.

Juan Terradas Soler

PRÓLOGO
N
o había pensado en dar a la imprenta la conferencia que pronuncié el 2 de marzo de 1953 en el Aula Magna del Pontificio Ateneo Lateranense, sino me hubiese empujado a ellos el gran número de peticiones recibidas de publicistas y de miembros de los Claustros docentes de institutos Superiores, los cuales han insistido sobre la oportunidad de divulgar cuanto dije en aquella solemne Ceremonia.
      “Hace ya demasiado tiempo –me ha escrito un distinguido religioso- que el Derecho Público de la Iglesia no se  estudia más que en las aulas de los Institutos Eclesiásticos, cuando es urgente la necesidad de divulgarlo en todas las clases sociales, especialmente entre las más elevadas”.
      “La prensa lo silencia por principio, dirigida como está por hombres que profesan el culto de la libertad bastante más que el de la verdad… La desorientación general a que asistimos, la perplejidad de los hombres de Estado y los mismos enormes errores que se cometen en tantas híbridas uniones entre Estado o entre partidos, exigen que el problema capital de las relaciones entre el Estado y la Iglesia se plantee abiertamente –apertis verbis-  y se trate por extenso, con la mayor claridad y, sobre todo, sin temor”.
      “El valor cristiano es una virtud cardinal que se llama fortaleza”.
      Tan vivas instancias me han convencido de que hoy, como en ningún otro tiempo, es necesario que todos los sacerdotes y también todos los seglares que colaboran al apostolado del Clero, imiten, en la medida de lo posible a cada uno, el ejemplo del Divina Maestro, quien de sí mismo dijo: “Ad hoc veni in mundum ut testimonium perhibeam veritati” (Juan 18,37).
      Alguien notará, tal vez, que no cito nombres de autores cuyas afirmaciones transcribo, a veces, incluso textualmente. Me abstengo de ello por doble motivo: ante todo, porque poca importa saber que ciertas ideas las sostiene tal o cual escritor cuando están de tal modo difundidas que no pueden considerarse ya propias de un individuo determinado; pero además, he querido seguir la norma de San Agustín que enseña a combatir, no a los que yerran, sino el error. Con lo cual me atengo al programa y al ejemplo del Augustp Pontífice, gloriosamente reinante, que tomó como lema de su pontificado “Veritatem facientes in charitate”

Toma, 25 de marzo de 1953.

Alfredo Cardenal Ottaviani.

Deberes del Estado Católico con la Religión.

Q
ue los enemigos de la Iglesia hayan obstaculizado su misión en todos los tiempos, negándole alguna –e incluso todas- sus divinas prerrogativas y poderes, no es para maravillarse.
     El ímpetu del asalto, con sus falaces pretextos, prorrumpió ya contra el Divino Fundador de esta milenaria y, sin embargo, siempre joven institución: contra Él se gritó, en efecto –como se grita ahora- “Nolumus hunc regnare super nos”, “no queremos que Este reine sobre nosotros” (Lc 19,14).
     Y con la paciencia y la serenidad que le vienen de la seguridad de los destinos que le han sido profetizados y de la certeza de su divina misión, la Iglesia canta a lo largo de los siglos: “Non eripit mortalia qui regna dat caelestia”. “No quita los reinos mortales quien da los celestiales”.
     Surge, en cambio, en nosotros el asombro, que crece hasta el estupor y se transforma en tristeza, cuando la tentativa de arrancar las armas espirituales de la justicia y de la verdad de manos de esta Madre bondadosa que es la Iglesia la efectúan sus propios hijos; aún aquellos que, encontrándose en Estados interconfesionales donde viven en continuo contacto con hermanos disidentes, debieran sentir más que ningún otro el deber de gratitud hacia esta Madre que usó siempre de los derechos para defender, custodiar, salvaguardar a sus fieles.



¿IGLESIA CARISMÁTICA E IGLESIA JURIDICA?
     Hoy se admite por algunos en la Iglesia, tan sólo un orden pneumático (espiritual); de donde pasan a tentar como principio que la naturaleza del derecho eclesiástico está en contradicción con la naturaleza de la Iglesia misma.
     Según estos tales, el elemento sacramental original habría ido debilitándose cada vez más para ceder su lugar al elemento jurisdiccional, el cual constituye ahora la fuerza y el poder de la Iglesia. Prevalece así la idea, como afirma el jurista protestante Sohm, de que la Iglesia de Dios está constituida como el Estado.
     Sin embargo, el canon 108,3, que habla de la existencia en la Iglesia del poder de orden y del de jurisdicción, invoca el derecho divino. Y que esta invocación sea legítima, lo demuestran los textos evangélicos, las alegaciones de los Actos de los Apóstoles, las citas de las Epístolas, frecuentemente aducidos por los autores de Derecho Público Eclesiástico para demostrar el origen divino de tales poderes y derechos de la Iglesia.
     En la Encíclica “Mystici Corporis” el Augusto Pontífice felizmente reinante se expresaba se expresaba, a tal propósito, en los siguientes términos:
      “Lamentamos y reprobamos el funesto error de los que se antojan una Iglesia ilusoria, a manera de sociedad alimentada y formada por sólo la caridad, a la cual, no sin desdén, oponen la otra, que llaman jurídica. Pero se engañarían al introducir semejante distinción, pues no advierten que el Divino Redentor, por lo mismo que quiso que la comunidad espiritual de hombres por Él fundada fuese una sociedad perfecta en su género, y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales precisos para perpetuar en la tierra la obra saludable de la Redención, por lo mismo la quiso también enriquecida con los dones y gracias del Espíritu Santo”
     No quiere, pues, ser la Iglesia un Estado; pero su divino Fundador la constituyó como sociedad perfecta con todos los poderes inherentes a tal condición jurídica, para desarrollar su misión en todo Estado sin conflicto entre ambas sociedades, ya quede ambas Él es en diverso modo autor y sostén.

ADHESIÓN AL MAGISTERIO ORDINARIO
     Surge aquí el problema de la convivencia entre la Iglesia y el Estado laico. Hay católicos que, en esta materia, están divulgando ideas no del todo adecuadas.
     A muchos de ellos no puede negárseles ni el amor a la Iglesia ni la recta intención de encontrar un camino de  posible adaptación  a las circunstancias de los tiempos. Pero no es menos cierto que su postura recuerda la de aquel “delicatus miles”, de aquel soldado afeminado que quería vencer sin combatir, o la del ingenuo que acepta una insidiosa “mano tendida” sin darse cuenta que esta mano le arrastrará luego a pasar el Rubicón hacia el error y la injusticia.
     El primer fallo de estos tales está en no aceptar plenamente las “arma veritatis”, las armas de la verdad, y las enseñanzas que los Romanos Pontífices en esta último siglo –y de modo particular el Pontífice reinante Pío XII- han dirigido al respecto a los católicos con Encíclicas, Alocuciones y toda clase de actos de magisterio.
     Esos, para justificarse, afirman que en el conjunto de enseñanzas de la Iglesia figura una parte permanente y otra caduca o pasajera; reflejo, esta última de las circunstancias particulares de los tiempos. Mas extienden lo último incluso a los principios establecidos en los documentos pontificios, acerca de los cuales se mantiene constante la enseñanza de los Papas, y que forman parte del patrimonio de la doctrina católica.
     En esta materia, no es aplicable la teoría del péndulo, introducida por algunos escritores al estimar el alcance de la Encíclicas en las diversas épocas.
     “L a Iglesia- se ha llegado a escribir- acompasa la historia del ‘Mundo a manera de un péndulo oscilante que, cuidadoso de guardar la medida, mantiene su propio movimiento invirtiéndolo de sentido cuando juzga alcanzada la máxima amplitud… Podría hacerse toda una historia de las Encíclicas desde este punto de vista; así, en materia de estudios bíblicos: Divino Afflante Spiritu sucede a Spiritus Paraelitus, a Providentissimus. En materia de Teología o de Política: Summi Pontificatus, Non abbiamo bisogno, Ubi arcano Dei, suceden a Inmortale Dei” (Cfr. Temoignage Chretien, 1º septiembre de 1950).
     Si se extendiese lo anterior en el sentido que los principios generales y fundamentales del derecho  público eclesiástico, solemnemente afirmados en la Encíclica Inmortale Dei se limitan a reflejar unos momentos históricos del pasado, mientras que después el péndulo de las enseñanzas pontificias en las Encíclicas de Pío XI y Pío XII habrían pasado, en su “renversement”, a posiciones diversas, habría que juzgarlo totalmente erróneo; no sólo porque no corresponde, de hecho, al contenido de las Encíclicas mismas, sino también porque es inadmisible en correcta doctrina.
     El Pontífice reinante nos enseña, en efecto, en la Humani generis, cómo debemos acatar en las Encíclicas el magisterio ordinario de la Iglesia.
    “Ni hay que creer que las enseñanzas contenidas en las Encíclicas no exijan de por sí el asentimiento, bajo pretexto de que en ellas no ejercen los Papas el poder de su Magisterio supremo. Porque enseñan esto por el Magisterio ordinario, acerca del cual tiene también valor aquello: “Quien a vosotros oye a Mí me oye”; y las má de las veces, cuanto viene propuesto e inculcado en las Encíclicas pertenece ya por otras razones al patrimonio de la doctrina católica”
     Por miedo a la acusación de que quieren volver a la Edad Media, algunos escritores nuestros no se atreven a mantener que las posiciones doctrinales que están constantemente  afirmadas en las Encíclicas pertenecen a la vida y al derecho de todos los tiempos. Para ellos vale la admonición de León XIII, quien, al recomendar la concordia y la unidad al combatir el error, añade: “Y en esto hay que evitar que nadie entre en convivencia de alguna manera con las opiniones falsas, o les resista más blandamente de lo que ‘consiente la verdad’” (Inmortale Dei).
   
DEBERES DEL ESTADO CATÓLICO
     Tratada ya esta cuestión particular referente al deber de asentir a las enseñanzas de la Iglesia, aún en su magisterio ordinario, pasemos a una cuestión práctica que, en términos vulgares, podríamos llamar “candente”, a saber: la cuestión de un Estado católico y de las consecuencias que de ello se siguen con respecto a los cultos no católicos.
     Es sabido que, en algunos países, con absoluta mayoría de población católica, la Religión católica está proclamada Religión del Estado en las Constituciones respectivas. Citaremos, a modo de ejemplo, el caso más típico, a saber: el de España.
     En el “Fuero de los Españoles”, carta fundamental de los derechos y deberes del ciudadano español, en su artículo 6º se establece cuanto sigue:
     “La profesión y práctica de la religión católica, que es la del estado español, gozará de la protección oficial
     “Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni en el ejercicio privado de su culto.
     “No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión del Estado”.
     Esto ha levantado las protestas de muchos no católicos e incrédulos; pero, lo que es más desagradable, lo consideran un anacronismo algunos católicos también pensando que la Iglesia puede convivir pacíficamente y gozar de la plena posesión de sus derechos, en el Estado laico, incluso compuesto por católicos.
     Conocida es la controversia, desarrollada recientemente en un país de ultramar, entre dos autores de opuestas tendencias, en la cual el que  se sostenía la tesis citada afirma:
1)      El Estado, propiamente hablando, no puede realizar actos religiosos (pues el Estado es un mero símbolo, o un conjunto de instituciones).
2)      “Una ingerencia inmediata del orden de la verdad ética y teológica  al de la ley constitucional es en principio, dialécticamente inadmisible”. Es decir, que  la obligación del Estado de dar culto a Dios no podría entrar nunca a formar parte de la esfera constitucional.
3)       Finalmente, incluso para un Estado compuesto por católicos no hay obligación alguna de que profese la Religión católica; y en cuanto a la obligación de protegerla, ésta no es eficaz más que en determinadas circunstancias, precisamente cuando la libertad de la >Iglesia no puede garantizarse por otros medios.
     A  causa de esto tienen lugar muchos ataques a la enseñanza expuesta en los manuales d derecho público eclesiástico, sin parar mientes en que tales enseñanzas se basan, en su máxima parte, en la doctrina expuesta en los documentos pontificios.
     Ahora bien. Si hay una verdad cierta e indiscutible entre los principios generales del derecho público eclesiástico es la del deber de los gobernantes, en un Estado compuesto en su casi totalidad por católicos y consiguiente y coherentemente, gobernado por católicos, de informar la legislación en sentido católico. Lo que implica tres inmediatas consecuencias:
1)      La profesión social  y no solamente privada de la religión del pueblo.   
2)      La inspiración cristiana de la legislación
3)      La defensa del patrimonio religioso del pueblo contra cualquier asalto de quien quisiera robarle el tesoro de su fe y de la paz religiosa. 
He dicho en primer ligar que el Estado tiene el deber de profesar incluso socialmente su Religión.
          “Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios unidos en sociedad que cada uno de por sí; ni está la Sociedad menos obligada que los particulares a dar gracias al Supremo Hacedor, que la formó y compaginó, que pródigo la conserva y benéfico le otorga innumerable copia de bienes”. (Immortale Dei).
     De este modo, así como a ningún individuo es lícito descuidar sus deberes para con Dios y para con la Religión con la que Dios quiere ser honrado, d la misma manera no pueden  las Sociedades políticas obrar “lícitamente como si Dios no existiese, o volver la espalda a la Religión como si les fuese extraña e inútil”. (Immortale Dei).
     Pío XII refuerza tales enseñanzas condenando  “el error contenido en aquellas concepciones que no dudan en desligarla autoridad civil de cualquier dependencia con respecto al Ser supremo (Causa primera y Señor absoluto, lo mismo del hombre que de la sociedad); así como de todo lazo de ley trascendente derivada de Dios como de su fuente primera; concediéndole una facultad limitada de acción, abandonándola a las ondas mudables del arbitrio o únicamente a los dictámenes de exigencias históricas contingentes y de intereses relativos” (Summi Pontificatus).
     Y prosiguiendo, el Augusto Pontífice pone en evidencia que consecuencia  tan desastrosas  se siguen de tal error incluso para la libertad y los derechos del hombre:
     Renegando en tal modo  de la autoridad de Dios y del imperio de la ley,  el poder civil,  por consecuencia ineluctable, tiende a apropiarse aquella absoluta  autonomía  que sólo compete al Supremo Hacedor y a hacer las veces  del Omnipotente, elevando el Estado a la colectividad al fin último de la vida , supremo criterio del orden moral y jurídico” (Summi Pontificarus).
     He dicho, en segundo lugar, que es deber de los gobernantes informar la propia actividad social y la legislación con los principios morales de la religión.  
     Es una consecuencia del deber de la religiosidad y sumisión a Dios no sólo individualmente sino también socialmente; y ello con segura ventaja  para el bienestar del pueblo.
    Contra el agnosticismo moral y religioso del estado y de sus leyes, Pío XII vindica el concepto del Estado cristiano en su augusta Carta del 19 de octubre de 1945 a la XIX Semana Social de los católicos italianos, en la cual se debía estudiar precisamente el problema de la nueva Constitución.
     “Si bien se reflexiona sobre las consecuencias deletéreas que una Constitución que, abandonando la ‘piedra angular’ de la concepción cristiana de la vida, intentase fundarse en el agnosticismo moral y religioso, acarrearía a la sociedad y si discurrir histórico, todo católico comprenderá que en este momento la cuestión que, de preferencia a cualquier otra, ha de atraer su atención y estimular su actividad, consiste en asegurar a la presenta generación y a las futuras el beneficio de una ley fundamental del Estado que no se oponga a los sanos principios religiosos y morales, antes al contrario,  tome de ellos una vigorosa inspiración, proclamando y persiguiendo sabiamente los altos fines a que aquellos se ordenan”.
     “El Sumo pontífice, a este respecto, no ha dejado de tributar las debidas alabanzas a la sabiduría de aquellos gobernantes que, o bien favorecieron siempre, o de nuevo supieron honrar, con ventaja del pueblo, los valores de la civilización cristiana, por medio de felices relaciones entre la Iglesia  y el Estado, tutelando la santidad del matrimonio y la educación religiosa de la juventud” (Radio Mensaje de Navidad 1941).
     En tercer lugar he dicho que es deber de los gobernantes de un Estado católico impedir toda ruptura de la unidad religiosa de un pueblo que se siente unánimemente en posesión segura de la verdad religiosa. Sobre este punto son numerosos  los documentos en los que el Santo Padre firma los principios enunciados por sus predecesores, especialmente por León XIII.
     Al condenar el indiferentismo religioso del Estado, León XIII, mientra en la Encíclica “Immortale Dei” recurre al derecho divino, en la Encíclica “Libertas” recurre, además, a los principios de justicia a a la razón. En la “Immortale Dei” pone en evidencia que los gobernantes no pueden “otorgar indiferentemente carta de vecindad a los varios cultos”, porque –argumenta- están obligados, en el culto divino, a profesar aquella ley y aquellas prácticas con que Dios mismo ha profesado que quiere ser honrado: “ quo coli se Deus ipse demonstravit velle” (Immortale Dei). Y  en la Encíclica “Libertas” inculca, apelando a la justicia y a la razón: “Veda, pues, la justicia, y védalo también la razón que el Estado sea ateo o, lo que viene a parar en el ateísmo, que se comporte de igual modo con respecto a las varias que llaman religiones concediendo a todas indiferentemente los mismos derechos” (“Libertas”).
     El Papa invoca la justicia y la razón, porque no es justo atribuir  los mismos derechos al bien que al mal, a la verdad y al error. Y la razón se rebela al pensar que, por deferencia a las exigencias de una pequeña minoría, se lesionen los derechos, la fe y la conciencia de la caso totalidad del pueblo, y se le traiciones, permitiendo a los que insidian contra su fe de introducir en medio de él la escisión con todas las consecuencias de la lucha religiosa.

FIJEZA DE LOS PRINCIPIOS
     Estos principios son sólidos e inmutables: valieron en tiempos de Inocencio III, de Bonifacio VIII; valen en tiempos de León XIII y de Pío XII, que los ha confirmado en más de un Documento. Por esto El, con severa firmeza, ha vuelto a llamar a los gobernantes al cumplimiento de sus deberes, invocando la admonición del Espíritu Santo, que no conoce límite de tiempo: “Debemos pedir con insistencia  a Dios –así Pío XII en la Encíclica “Mystici corporis”- que cuantos desempeñan el gobierno de los pueblos amen la sabiduría, para que no recaiga nunca sobre ellos esta severísima sentencia del Espíritu Santo: “El Altísimo examinará vuestras obras y escrutará vuestros pensamientos; ya que, ministros de su reino, no habéis gobernado rectamente, ni habéis observado la ley de la justicia, ni habéis caminado según el beneplácito de Dios. Terrible y veloz caerá sobre vosotros, ya que se hará rigurosísimo  juicio de aquellos que están en lo alto; pues el pequeño hallará misericordia, pero los poderosos serán poderosamente atormentados.  Pues el Señor de todos no hace acepción de perdonas ni teme el poder de nadie, pues ha creado igualmente al grande y al pequeño y cuida igualmente de todos” (Mystici Corporis).
     Refiriéndome, pues, a cuanto he dicho más arriba sobre la concordancia de las Encíclicas puesta en cuestión, estoy cierto de que nadie podrá demostrar la menor oscilación, en materia de estos principios, entre la “Summi Pontificatus” de Pío XII, las Encíclicas de Pío XI “Divini Redemptoris” contra el comunismo, “Mit brennender Sorge” contra el nacismo, “Nos abbiamo bisogno” contra el monopolio estatal del fascismo y las precedentes Encíclicas de León XIII “Immortale Dei”, “Libertas”, y “Sapientiae Christianae”.
     “Las últimas y más profundas normas, que son piedra fundamental de la Sociedad –proclama el Augusto Pontífice en el Radio-Mensaje de Navidad de 1942- no pueden ser modificadas por la intervención de ingenio humano alguno; podrán ser negadas, ignoradas, despreciadas, transgredidas, pero nunca abrogadas con eficacia jurídica”.

LOS DERECHOS DE LA VERDAD
Pero aquí es preciso resolver otra cuestión, o mejor, una dificultad, tan especiosa que, a primera vista, parecería insoluble.
     Se objeta: vosotros sostenéis dos criterios o normas de acción diversos según os conviene: en países católicos, sostenéis la idea del Estado confesional, con el deber de protección exclusiva de la religión católica; viceversa, adonde sois una minoría, reclamáis el derecho a la tolerancia, o, francamente, a la paridad de cultos. Por lo tanto, tenéis dos pesos y dos medidas; una verdadera duplicidad embarazosa, de la cual los católicos que toman en cuenta el desarrollo actual de la civilización quieren desembarazarse.
     Pues bien, justamente dos pesos y dos medidas es preciso usar: uno para la verdad, otro para el error.
     Los hombres que se sienten en la posesión segura de la verdad y de la justicia, no se avienen a transacciones. Exigen el pleno respeto de sus derechos. Aquellos, en cambio, que no se sienten seguros de la posesión de la verdad, ¿Cómo pueden exigir el dominio de la situación sin compartirlo con quienes reclaman el respeto de los propios derechos basándose en otros principios?
      El concepto de igualdad de cultos o de tolerancia en un producto del libre examen y de la multiplicidad de confesiones. Es una lógica consecuencia de las opiniones de quienes, en materia de  religión, sostienen que no hay lugar para dogma alguno y que la sola conciencia de cada individuo es criterio y norma para la profesión de fe y el ejercicio de culto. Ahora buen, en aquellos países donde vigen tales teorías ¿es de maravillarse que la Iglesia católica procure tener un lugar para el desarrollo de su divina misión y trate de hacerse reconocer aquellos derechos que, por lógica consecuencia de los principios adoptados en la legislación de dichos países, puede reclamar?
      Ella querría hablar y reclamar en nombre de Dios; pero en estos pueblos no se reconoce la exclusividad de su misión. Entonces, se contenta con reclamar en nombre de aquella tolerancia, de aquella paridad y de aquellas garantías comunes  en que se inspiran las legislaciones de los países en cuestión.
      Cuando, en 1949, se reunió en Amsterdam un Congreso de varias Iglesias heterodoxas para el progreso del movimiento ecuménico, estaban representadas en el mismo unas ciento cuarenta y seis iglesias o confesiones diversas. Los delegados presentes pertenecían a cincuenta naciones; había calvinistas, metodistas, episcopalianos, presbiterianos del rito malabar, adventistas, etc.
      La Iglesia católica, que se siente ya en posesión segura de la verdad y de la unidad, no debía, lógicamente, estar presente, para buscar aquella unión que los otros no tienen
      Pues bien, después de tantas discusiones, los reunidos no se hallaron acordes ni  tan siquiera  para una común celebración final del banquete eucarístico, que debía ser el símbolo de la unión, ya que no en la fe, por lo menos en la caridad; hasta el punto de que en la sesión plenaria del 23 de agosto de 1949, el doctor Kraemer, calvinista holandés y después director del nuevo Instituto Ecuménico de Celigny, en Suiza, hacía observar que habría sido mejor omitir toda cena eucarística, en lugar de manifestar tanta división, haciendo muchas cenas separadas.
      En tal estado de cosas –digo yo- ¿podría una de estas confesiones, si convive con las otras o incluso predomina sobre ellas en un Estado, asumir una postura intransigente, y exigir lo que la Iglesia católica reclama de un Estado de gran mayoría católica?
      ¡No es pues, maravilla que la Iglesia invoque por lo menos los derechos del hombre, cuando se desconocen los derechos de Dios!
      Así  lo hizo en los primeros siglos del cristianismo frente  al imperio y al mundo pagano; así continúa haciéndolo hoy, especialmente donde se niega todo derecho religioso, como en los países sometidos a la dominación soviética.
      El Pontífice reinante, ante la persecución de que son objeto  todos los cristianos –y en primer lugar los católicos- ¿Cómo podría no apelar a los derechos del hombre, a la tolerancia, a la libertad de conciencia, cuando incluso de estos derechos se hace tan deplorable escarnio?
      Tales derechos del hombre, el Papa los reivindicó para todos los campos de la vida individual y social, en su Mensaje de Navidad de 1942, y más recientemente en el Mensaje de Navidad de 1952, a propósito de los sufrimientos de la “Iglesia del silencio”.
      Aparece, pues, claro, en consecuencia, con cuanta sinrazón se quiere hacer creer que el reconocimiento de los derechos de Dios y de la Iglesia que tenía lugar en el pasado es inconciliable con la civilización moderna, como si fuese un retroceso aceptar lo justo y lo verdadero de todos los tiempos.
      A un retorno a la Edad Media alude , por ejemplo, el siguiente texto de un conocido autor:
      “La Iglesia católica insiste  sobre el principio de que la verdad ha de tener preferencia sobre el error, y que la verdadera religión, cuando es conocida, debe ser ayudada en su misión espiritual con preferencia a las religiones cuyo mensaje es más o menos defectuoso, y en las que el error se mezcla con la verdad. Es una simple consecuencia de los deberes del hombre para con la verdad.  Sin embargo, sería muy falso concluir de ello que este principio  no tiene otra posible aplicación  más que reclamando  para la verdadera religión los favores de un poder absolutista, o la asistencia de ‘dragonadas’ o reivindicando la Iglesia católica de las sociedades modernas los privilegios de que disfrutaba en un civilización de tipo sacral, como en la Edad Media”.
      Para cumplir el propio deber, in gobernante católico de un estado católico no tuene necesidad alguna de ser un absolutista, ni un mero policía, ni un sacristán ni retroceder a la civilización de ladead Media.
      Otro autor objeta: “Casi todos aquellos que trataban hasta la fecha de reflexionar y examinar el problema del ‘pluralismo religioso’ chocaban con un peligroso axioma, a saber: que la verdad sólo tiene derechos, mientras que el error no tiene ninguno. De hecho, todos estamos de acuerdo hay en reconocer que este axioma es falaz, no porque queramos reconocer derechos al error, sino, simplemente, nos acogemos a este verdad de Pero Grullo de que ni la verdad ni el error –que no son más que abstracciones- son objeto de derecho, o son capaces de tener derechos, esto es, de crear deberes exigibles de persona a persona”.
      Me parece, en cambio, que la verdad de Pero Grullo consiste más bien en esto, a saber: que los derechos en cuestión tienen un óptimo sujeto en los individuos que se encuentran en posesión de la verdad, y que no pueden exigirlos iguales los individuos amparándose en su error.
      Ahora bien: en la Encíclicas citadas por nosotros resulta que el primer sujeto d tales derechos es el propio Dios; d lo que se sigue que únicamente están en el verdadero derecho quienes obedecen sus mandatos y están en su verdad y en su justicia.
     En conclusión, la síntesis de la doctrina de la Iglesia en esta materia, ha sido, incluso en nuestros días, clarísimamente expuesta en la carta que la Sagrada Congregación de Seminarios y de Universidades de Estudios mandaba a los Obispos de Brasil el 7 de marzo de 1950. Esta carta, que continuamente invoca las enseñanzas de Pío XII, pone en guardia, entre otras cosas, contra los errores del renaciente liberalismo católico el cual “admite y alienta la separación de los dos Poderes. Niega a la Iglesia cualquier poder directo en materia mixta; afirma que el Estado ha de mostrarse indiferente en materia religiosa, y reconocer la misma libertad a la verdad y al error. No competen a la Iglesia privilegios, favores o derechos superiores a los que se reconocen a las demás confesiones religiosas en otros países católicos, uy así sucesivamente.

CONTRASTE  DE  LEGISLACIONES
    Tratada la cuestión desde el aspecto doctrinal y jurídico, ruego se me permita hacer un pequeño “excursus” de carácter práctico.
      Quiero hablar de la diferencia y de la desproporción entre el clamor levantado contra los principios expuestos, aplicados por la Constitución española, y el escaso resentimiento que,  viceversa, ha demostrado  todo el mundo laicista  por el sistema legislativo soviético, opresivo de toda religión. Y sin embargo, son testimonios de las consecuencia de aquel sistema los mártires que languidecen en los campos de concentración, en las estepas de Siberia, en las cárceles, sin contar la multitud de aquellos que han experimentado con la vida y con la sangre, hasta el extremo, la iniquidad de tal sistema. El artículo 124 de la Constitución staliniana, promulgado en  1936, e íntimamente conexo con las leyes sobre Asociaciones religiosas de los años 1929 y 12932, dicen textualmente:
     “Con el fin de asegurar  a los ciudadanos la libertad de conciencia, la Iglesia está separada del Estado y la escuela de la Iglesia. La libertad de religión, así como hacer propaganda antirreligiosa se reconocen a todos los ciudadanos”.
      Aparte de la ofensa hecha a Dios, a toda religión y a la conciencia de los creyentes, garantizando con la Constitución la plena libertad de la propaganda antirreligiosa –propaganda que se ejerce del modo más licencioso-, es preciso puntualizar en qué consiste la famosa libertad de fe garantizada por la ley bolchevique.
      Las normas vigentes que regulan el ejercicio de los cultos, se recogen en la ley del 18 de mayo de 1929, la cual da la interpretación del artículo correspondiente de la Constitución de 1918, y cuyo espíritu informa el artículo 124 de la Constitución actual. Se niega toda posibilidad de propaganda religiosa y se garantiza tan sólo la propaganda antirreligiosa. En lo referente al culto se autoriza tan sólo en el interior de los templos; se prohíbe  toda posibilidad de formación religiosa, sea con discursos, sea con la prensa, con diarios, libros opúsculos, etc.; se impide cualquier iniciativa social y caritativa, y las organizaciones que aspiran a este ideal están privadas de cualquier derecho fundamental de propagarse para el bien del prójimo.
      En prueba de ello, basta leer la exposición sintética que de tal estado de cosas hace un ruso soviético, Orleanskij, en su opúsculo acerca de la “Ley sobre las organizaciones religiosas en la República Socialista Federal Soviética Rusa” (Moscú 1930’, pg. 224).
     “Libertad de profesión religiosa significa que la acción de los creyentes en la profesión de los propios dogmas religiosos se limita al ambiente mismo de los creyentes y que se considera como estrechamente ligada con el culto religioso de una u otra religión tolerada en nuestro Estado. En consecuencia, cualquier actividad propagandística y agitadora de parte de hombres de Iglesia o religiosos –y mucho más de misioneros- no puede considerarse como actividad que les sea permitida por la ley de asociaciones religiosas, antes bien se considera que traspasa los límites de la libertad religiosa tutelada por la ley y viene a ser, por los mismo, objeto de las leyes penales y civiles en cuanto las contradiga”.
      La lucha contra la religión, además, la lleva el Estado incluso al campo de todas aquellas actividades que la práctica del Evangelio trae consigo, sea con respecto a la moral, sea con respecto a las relaciones sociales entre los hombres. Los soviéticos han comprendido muy bien que la religión está íntimamente ligada con la ida de cada uno, así como de la colectividad; de ahí que, para combatir la religión sofocan todas las actividades en el campo educativo, moral y social. He ahí, al respecto, el testimonio de un soviético:”El propagandista antirreligioso (dice el autor del artículo “Constitución staliniana y libertad de conciencia”, en Spurnik Antireligioznika, Moscú, 1939) ha de recordar que la legislación soviética, aún reconociendo a cada ciudadano  la libertad de realizar actos de culto, limita la actividad de la asociaciones religiosas, que no tienen el derecho a inmiscuirse  en la vida político-social de la URSS. La asociaciones religiosas pueden única y exclusivamente ocuparse de los asuntos referentes al ejercicio de su culto, y de nada más. Los presbíteros no pueden dar a luz publicaciones oscurantistas, hacer propaganda en fábricas u oficinas, en el Kolchoz, en el Sovchoz, en los clubs, en las escuelas, etc., de las ideas reaccionarias y anticientíficas. Según la ley del 8 de abril de 1929, se prohíbe a las asociaciones religiosas fundar Cajas de socorros mutuos, Cooperativas, Sociedades de producción y, en general, servirse de los bienes que se encuentran a su disposición para otros propósitos que no caigan en el ámbito de las necesidades religiosas”.
      Antes, pues, de lanzar la piedra contra los gobernantes católicos, que cumplen con su deber con respecto a la religión de sus ciudadanos, los tutores de los “derechos del hombre” deberían preocuparse de una situación tan injuriosa para la dignidad del hombre , sea la que sea la religión a la que pertenezca, por parte de in poder tiránico. ¡Cuyo peso carga sobre una tercera parte de la población mundial!

CULTOS  TOLERADOS
      Ahora bien. La Iglesia reconoce, sin embargo, la necesidad en que pueden encontrarse algunos gobernantes de países católicos de tener que conceder, por razones gravísimas, la tolerancia a otros cultos.
    “En verdad –enseña León XIII- aunque la Iglesia juzga no ser lícito el que las diversas clases y formas del c                  culto divino gocen del mismo derecho que compete a la Religión verdadera, no por eso condena a los encargados  desgobierno de los Estados que, ya sea para conseguir algún bien importante, ya para evitar algún grave mal. toleren en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado (Immortale Dei).
      Pero tolerancia no quiere decir libertad de propaganda, fomentadora de discordias religiosas y perturbadora de la segura y unánime posesión de la verdad y de la práctica religiosa en países como Italia, España y otros.
     Refiriéndose a las leyes italianas sobre “cultos admitidos”, Pío XI escribía:
      “Cultos tolerados, permitidos, admitidos: no seremos Nos quien haga cuestión de palabras. La cuestión viene resuelta, no sin elegancia, distinguiendo entre texto estatutario y texto puramente legislativo; aquel, de por sí, más teórico y doctrinal, parece cuadrar mejor la palabra “tolerados”; en éste, ordenado a la práctica, puede aceptarse “permitidos o admitidos”, con tal que se entienda lealmente; es decir, con tal que quede clara y lealmente entendido que la Religión católica es, y solamente ella, según el Estatuto y los Tratados, la Religión del Estado con las consecuencia lógicas y jurídicas de una tal situación de derechos constitucional, especialmente en orden a la propaganda… No es admisible que se interprete una libertad absoluta de discusión, de tal manera que se comprenda en la misma aquellas formas de discusión que pueden fácilmente engañar la buena fe de los oyentes poco ilustrados, y que fácilmente se convierten en formas disimuladas de una propaganda que daña no menos fácilmente a la Religión del Estado, y por eso mismo, al propio Estado, especialmente en aquello que tiene de más sagrado la tradición del pueblo italiano y su unidad de más esencial” (Carta al Cardenal Gasparri sobre los Tratados de Letrán, 30 de mayo de 1929). 
     Pero los acatólicos que querrían venir a evangelizar los países de donde ha salido y por los que se ha difundido la luz del Evangelio, no se contentan con lo que la ley les concede, antes bien quisieran, contra la ley y sin someterse siquiera a las modalidades prescriptas, tener plena licencia de romper la unidad religiosa de los pueblos católicos. Y se lamentan si los Gobiernos cierra capillas abiertas, en definitiva, sin la debida autorización, o expulsan a los que se dicen “misioneros”, que entraron en el país por fines diversos a los declarado para obtener los permisos.
      Es significativo, además, que en esta campaña cuenten entre sus más fuertes aliados y defensores a los comunistas; los cuales, mientras que en Rusia prohíben toda la propaganda religiosa y lo establecen así en el artículo de la Constitución que hemos citado, son, en cambio, celosísimos en la apología de todas las formas de propaganda protestante en Países católicos. 
      Y hasta en los Estados Unidos de América, donde muchos hermanos disidentes ignoran algunas circunstancias de hecho o de derecho referentes a nuestros países, hay quien imita el celo de los comunistas para protestar con continuo clamoreo contra la llamada intolerancias en daño de los misioneros enviados para ¡”evangelizarnos”!
      Pero –por favor-, ¿Porqué debería negarse a las autoridades italianas hacer en su casa lo mismo que las autoridades americanas hacen en su País, cuando aplican , “in virga ferrea”, leyes tendientes a impedir el ingreso en su territorio o incluso a expulsar del mismo a quienes son considerados como peligrosos con respecto a ciertas  ideologías y nocivos alas libres tradiciones e instituciones de la patria?
      Por otra parte, si los creyentes que, allende el Océano, recogen fondos para los misioneros y para los neófitos conquistados por ellos, supiesen que la mayor parte de tales “conversos” son auténticos comunistas, a los cuales no importa poco ni mucho la religión a no ser cuando se trata de atacar al catolicismo, mientras les importa muy mucho usufructuar los donativos que llegan copiosamente de ultramar, creo que lo pensarían dos veces antes de enviar lo que, en última instancia, acabará por alentar el comunismo.

EN  EL  TEMPLO  Y  FUERA  DEL  MISMO
     Una última cuestión, que frecuentemente recobra actualidad. Trátase de la pretensión de aquellos que querrían ser ellos quienes determinasen, según el propio arbitrio o las propias teorías, la esfera de acción y de competencia de la Iglesia, para poder acusarla, cuando traspasara dicha esfera,  de “meterse en política”.
    Tales la pretensión de cuantos quisieran encerrar a la Iglesia entre las cuatro paredes del templo, separando la religión de la vida, la Iglesia del Mundo.
      Ahora bien. Más que a las pretensiones de los hombres, la Iglesia debe atenerse a los mandatos divinos. “Praedicate Evangelium omni creaturae”, “Predicar el Evangelio a toda creatura”. Y la Buena Nueva se refiere a toda la Revelación, con todas las consecuencias que esto entraña para la conducta moral del hombre, considerado en sí mismo, en la vida familiar, con respecto al bien de la ‘polis’”.
      “Religión y moral –enseña el Augusto Pontífice- constituyen  en su íntima unión un todo indivisible; el orden moral, los mandamientos de la ley de Dios, valen igualmente para todos los campos de la actividad humana, sin excepción; más, hasta donde ellos se extiendan hasta allí se extiende también la misión de la Iglesia y, por lo tanto, la palabra del Sacerdote, su enseñanza, sus amonestaciones, sus consejos a los fieles confiados a su cuidado.
      “La Iglesia católica ¡nunca se dejará encerrar entre las cuatro paredes del templo!
      “ La separación entre la Religión y la vida, entre la Iglesia y el mundo, es contraria a la idea cristiana y católica.
En particular, con apostólica firmeza el Santo Padre prosigue:
     “El ejercicio del derecho del voto es un acto de grave responsabilidad moral, por lo menos cuando se trata de elegir aquellos que están llamados a dar al País su Constitución y sus leyes, en especial las referentes, por ejemplo, a la santificación de las fiestas, al matrimonio,  la familia, la escuela, la regulación equitativa de las múltiples condiciones sociales. Compete por lo mismo a la Iglesia explicar a los fieles los deberes morales que derivan de aquel derecho electoral”
      Y esto, no ya por ambición de ventajas terrenas, no para arrebatar a la autoridad civil un poder que Ella no puede ni debe aspirar- “Non eripit mortalia qui regna dat caelestia”- , sino por el Reino de Cristo, para que sea una realidad la “Pax Christi in Regno Christi”, “la Paz de Cristo en el Reino de Cristo”; por eso la Iglesia no dejará de predicar, enseñar y luchar hasta la victoria.
     Por este mismo fin Ella sufre, llora y derrama su sangre.
      Pero el camino del sacrificio es justamente aquel por el cual la Iglesia suele llegar a sus triunfos. Así nos lo recordaba Pío XII en su Radiomensaje de Navidad de 1941:
      “Nos miramos hoy, amados hijos, al Hombre-Dios nacido en una gruta para elevar de nuevo al hombre a aquella grandeza de la que por su culpa había caído, para colocarle otra vez sobre el trono de libertad, de justicia y de honor, que los siglos de los falsos dioses le negaron. Peana de ese trono será el Calvario; su ornato , no será el oro y la plata, sino la Sangre de Cristo, Sangre divina, que desde hace veinte siglos se está derramando sobre el mundo  y empurpura el rostro de su Esposa, la Iglesia, y purificando, consagrando, santificando, glorificando a sus hijos, se trueca en candor celestial.
      “Oh, Roma cristianas, aquella sangre es tu vida”.+