Lecciones de
Filosofía dictadas en la
Cátedra privada del
Profesor Jordán Bruno Genta.
(Publicadas por
Ediciones del Restaurador, 1949)
Clase Nº 27: liberalismo, autoridad, sofística, demagogia…(Protágoras
es un ferviente KK).
Sócrates insiste en agotar todos los argumentos
posibles, hasta aquellos prácticamente más fuertes e impresionantes que Protágoras
puede esgrimir en defensa de su doctrina, a fin de que la refutación sea
completa y definitiva. Corresponde
anticipar que no obstante el carácter definitivo de la refutación socrática, la
sofística reaparece siempre de nuevo y goza de una popularidad
indiscutible, porque es el método para los fáciles triunfos en los negocios
humanos, habida cuenta de la eficacia práctica de la simulación, del engaño, de
las seductoras apariencias, de la economía del esfuerzo y de los acomodos
oportunistas.
¿Acaso los prudentes que se usan y los numerosos
partidarios del mal menor tienen otro maestro que Protágoras?
Una notoria falta de visión académica ampliamente
difundida en los medios escolares de nuestro mundo occidental, impide o hace
difícil por lo menos, el justo reconocimiento de Protágoras como padre
del liberalismo en todos los órdenes teóricos y prácticos. El liberalismo
moderno procede del gran Sofista, tanto como el liberalismo de sus
contemporáneos de la antigua Grecia.
Liberalismo quiere decir siempre lo mismo: odio
incurable a toda autoridad legítima, así en el pensamiento como en la conducta.
Una autoridad ilegítima, falsa, aparente, es, en cambio, tolerable y hasta
digna de los mejores auspicios liberales; nada más lógico puesto que una falsa
autoridad es una real falta de autoridad y, además, un escarnio del principio
de autoridad.
La supresión de la autoridad, esto es, de toda
superioridad teórica y práctica, se consigue real y verdaderamente hasta donde
es posible violentar el régimen natural de las cosas, por medio de una
apariencia de autoridad y de ordenación jerárquica: y así se llega a un estado
de anarquía y confusión extremos dentro de una aparente organización constitucional
y de una codificación artificiosa de códigos y reglamentos que parecen contemplar
hasta el mínimo detalle.
Todo está mezclado y confundido con todo: creencias,
filosofías, arte, costumbres y usos, razas, sexos, edades, en un cosmopolitismo
de feria de vanidades divinas y humanas donde todo vale igual y es igualmente
respetable porque nada vale nada ni se respeta nada. He aquí propicio el
ambiente para la sagrada Libertad que preconiza el liberalismo; en esa Babel del espíritu de siente, por
fin, libre y se acomoda sin trabas ni escrúpulos de ninguna clase.
Liberalismo quiere decir, pues, una inteligencia
liberada de las odiosas definiciones
y una voluntad libre de tener que
decidirse y comprometerse en nada.
Pretender que la inteligencia defina, diga lo que es, el
ser uno y el mismo de las cosas, es un propósito dogmático, totalitario y agresivo que repugna a la libertad ¿Porqué
una opinión ha de valer más que otra cualquiera? ¿Qué significa declarar que un
juicio es verdadero y que otros son falsos? O ¿Qué es eso de declarar que hay
una Religión verdadera y que las otras son falsas?
Tan sólo un espíritu sectario, fanático, regresivo y
oscurantista puede hablar de la
Verdad , del Bien, de la Belleza y de la Justicia con carácter
absoluto: no hay ni debe haber esencia de nada y, por lo tanto, no hay ni puede
haber definición.
Esto quiere
decir que la inteligencia humana no
tiene su objeto propio en definir, en
declarar lo que es, puesto que no hay ser
y “que todo está en movimiento, y que
todas las cosas son para los particulares y para los Estado tales como ellas le parecen”: tal como
repite incansablemente Protágoras.
Es tarea fácil distinguir la voz del maestro en sus
discípulos: así, por ejemplo, cuando Descartes dice que “el buen sentido es la cosa mejor
repartida del mundo”; Comelio, aquello de “enseñarlo todo a todos”; Rousseau al
afirmar que “ningún hombre tiene por naturaleza autoridad sobre su semejante, y
puesto que la fuerza no constituye
derecho alguno, quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad
legítima entre los hombres”; Marx o Engels al insistir que “si en nuestras
investigaciones nos colocamos siempre en
este punto de vista, terminaremos con el postulado de las soluciones
definitivas y de las verdades eternas; tendremos en todo momento conciencia de
que los resultados que obtengamos serán forzosamente limitados y se hallará
condicionados por las circunstancias en las cuales los obtenemos; pero ya no
nos infundirán respeto esas antítesis irreductibles para la vieja metafísica
todavía en boga, de los verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo, de
lo idéntico y de lo diverso, de lo necesario y de lo contingente”; Cousin en su
difundido eclecticismo, al acomodar el sensualismo y la moral del interés con
el espíritu filantrópico de la
Enciclopedia y los principios del Evangelio, en una amalgama
de incompatibilidades correctamente liberal; Durkheim en su reiterada
conclusión de que “el hombre real evoluciona como el medio que lo rodea”; Dewey
con su constante diatriba en contra de “la verdad absoluta que requiere
absoluta obediencia”; a la cual
opone “el reconocimiento de una
relación de las ideas filosóficas con las condiciones establecidas por la
experiencia que promueve, por el contrario, la intercomunicación, el cambio y
la interacción. Mediante estos procesos
se modifican las diferencias de opinión en el sentido del consentimiento. Son negociables.” Y entre
los epígonos de la doctrina protagónica que han alcanzado valor representativo
dentro de la inteligencia nacional, nos bastará citar al recomendado maestro de
la juventud. José Ingenieros, quien no vacila en sostener que “la existencia de
la especie humana y su repartición en nacionalidades es un accidente en la
evolución biológica y carece de
finalidad”. Al mismo autor le pertenece este alarde de vanguardista que le habría envidiado el
mismo Protágoras: “Ningún pensador argentino tuvo los ojos en la espalda ni pronunció la palabra “ayer”. Todos miraron
al frente y repitieron sin descanso “mañana” ¿Qué raza posee una tradición más
propia para su engrandecimiento?”
No puede negarse que el colmo de la movilidad de todas
las cosas se alcanza con esta idea de una tradición que consiste en negarse
indefinidamente a sí misma, en devorarse implacablemente a sí misma como una
serpiente que no cesa de morder su
propia cola. Hasta cierto punto debemos
reconocer que Ingenieros anota un hecho cierto en nuestra historia ideológica y
política, puesto que hemos ido jalonando una modernísima “traición” a base de
una obstinada negación de la tradición, como si la consigna fuera querer no ser, cambiar el alma
por otra alma siguiendo la ruta del Progreso que tiene sus ojos siempre fijos
en el futuro indefinido.
Hasta un pensador español de tiempo gentil, discípulo
de Sócrates, como fue Lucio Anneo Séneca, sabía del pasado que no pasa, del
pasado memorable que se constituye en nuestra secreta esperanza, en nuestra
única certidumbre del futuro: “En tres tiempos se divide la vida, en presente,
pasado y futuro. De éstos, el presente es brevísimo; el futuro dudoso, y el
pasado incierto. “Esta parte del tiempo es una cosa sagrada y delicada, libre
ya de todos los humanos acontecimientos y exenta del imperio de la fortuna, sin
que le aflijan la pobreza o el miedo, ni el concurso de varias enfermedades”.
(“De la Brevedad
de la Vida ”).
Pero Séneca nos resulta un “pasatista” aburrido,
enfermo de piedad y de una pretendida sabiduría que distingue en todo lo que
existe, lo que es eterno y lo que es transitorio, lo que es y lo que no es, la
verdad y el amor, la justicia y la injusticia, la belleza y la fealdad; y que ,
por lo tanto, no tolera que la sabiduría se confunda con la habilidad y que la
verdad no sea otra cosa que la respuesta más conveniente y oportuna a las exigencias de la vida en cada momento y
circunstancia.
Es que para Protágoras, guía supremo del juicio y de
la conducta en toda época ordinaria,
plebeya, multitudinaria, igualitaria y progresista, la sabiduría no es más que
la habilidad para existir a gusto y para
tener éxito en los negocios de la vida, sean públicos o privados: “En efecto,
lo que parece bueno y justo a cada
ciudad es tal para ella mientras forme este juicio; y el sabio hace que el bien
y el mal, sea y parezca tal a cada ciudadano. Por la misma razón, el sofista,
capaz de formar de esta modo a sus discípulos, es sabio, y merece que ellos le
den un gran salario”.
He aquí las razones eminentemente prácticas que
justifican el magisterio de Protágoras y la superioridad de unos sobre otros,
el que haya sabios e ignorantes, a pesar de que no tiene sentido hablar de
opiniones verdaderas y de opiniones falsas, puesto que todas son iguales e
igualmente válidas. Lograr que un individuo cambie sus opiniones perjudiciales por otras benéficas y hacer que
le parezcan de otro modo las cosas, a fin de ponerlo en condiciones de servir,
o de usar convenientemente, es el privilegio del maestro y su título de sabio.
Nada existe en la tierra y en el Cielo que sea
respetable ni venerable de suyo; tan sólo hay ideas y cosas útiles o
perjudiciales para las circunstancias presentes, sea en lo personal o en lo
público: “con respecto a lo justo y lo injusto, a lo santo y lo impío; nada de
todo esto tiene por su naturaleza una
esencia que le sea propia, y la opinión que toda una ciudad se forma, se hace
verdadera por este sólo hecho y sólo por el tiempo que dure”.
Considerando que el hombre necesita de la sociedad
para satisfacer sus necesidades, se comprende que su orientación en materia de
opiniones y preferencias debe resultar de su feliz adaptación a los criterios
dominantes, a lo que hoy llamamos con verdadera unción opinión pública. De ahí que un movimiento
de opinión sea el requisito previo para instituir como verdadera, justa o
bella una cosa; la profusa y ruidosa propaganda de una mercancía nos da la pauta
de los fundamentos de la opinión pública, lo mismo se trate de la nueva
lapicera o de una ideología novedosa.
Claro está que en tiempos como los actuales, cuando prevalece la habilidad sobre la
sabiduría hasta el punto de sustituirla en todos los terrenos, “los que se han
pasado mucho tiempo en el estudio de la filosofía parecen oradores ridículos,
cuando se presentan ante los tribunales”.
Es que se pierde el sentido de la medida y ya no queda
otra medida que el número, el
dictamen de las mayorías; esto es, la arbitrariedad absoluta, porque no tiene
más apoyo que las sensaciones y las
pasiones más inferiores. La “Ciencia”
llega a ser aquí lo mismo que la sensación, y toda la habilidad reside en
los estímulos que obren sobre el gran animal
de que nos habla Platón en La República ”.
La esencia ha dejado de ser el principio de la
realidad que ya no es más que la pura apariencia, en un mundo de sombras y de
fantasmas sin ninguna consistencia; un mundo para ilusionistas y para brujos
que revisten la apariencia de cualquier investidura sagrada o profana y que
crean cualesquiera apariencia en las cosas. Entonces se oye en todas partes,
hablar de la necesidad de las ilusiones para vivir, de las mentiras
piadosas, de la mística que pone de pie
a un pueblo y le hace obrar increíbles hazañas; y, por consiguiente, el remedio
contra la depresión moral está en suministrarle una “mística” al paciente, a fin
de arrancarlo del complejo de inferioridad.
La verdad es lo
único que no cuenta; pero ella, solamente ella, nos hace libres. Tiene razón
Sócrates cuando les observa a los discípulos de Protágoras que: “Me parece que
los hombres, educados desde la juventud en el foro y en los negocios, comparados
con las personas consagradas a la filosofía y a estudios de esta naturaleza,
son como esclavos frente a hombres “libres”… porque aquellos suelen “tener el
alma pequeña, sin rectitud, porque la servidumbre a que está sujeta desde la
juventud, le ha impedido elevarse, y lo ha despojado de su nobleza, obligándolo
a obrar por caminos torcidos y exponiéndola, cuando aún era tierna, a grandes
peligros y grandes temores. Como no tienen bastante fuerza para arrastrarlos
tomando el camino de la justicia y de la verdad, se ejercitan desde luego en la
mentira y en el arte de dañarse los unos a los otros, se doblegan y ligan de
mil maneras, de suerte que pasan de la
adolescencia a la edad madura con un espíritu enteramente corrompido,
imaginándose con esto haber adquirido mucha habilidad y sabiduría”.
Todo el poder de persuasión de estos hombres serviles,
sofistas y demagogos, reside en la adulación y en el temor. Su seudociencia no
es más que sensación.+