SEMPRONIO escribió esta interesantísima reseña de la gran
Historia italiana, que ilumina descubriendo la verdad de un acontecimiento
trascendental: la solución definitiva de las relaciones entre Iglesia y Estado,
resuelta por el genio de Benito
Mussolini. Hay
algo más para destacar: Sempronio, ya en 1954, comprobó que la desgraciada
situación de la Iglesia en Italia en 1919, superada por el fascismo, comenzó a
repetirse políticamente desde 1945. Pero en esta ocasión, sin el Duce, la
Iglesia claudicó conviviendo insidiosamente, pacíficamente, seguramente de
común acuerdo, con el progresismo y el marxismo. Fue una claudicación por
tomar la Religión a la ligera, tan bien representada por el alborotado don
Camilo; un comunismo a la italiana por Pepone, el buen y simpático burgués; y
un Cristo crucificado que reprendía al cura fomentando la tolerancia y la
famosa coexistencia pacífica, que llegó a su apogeo con el Vaticano II. (Publicada, como la anterior de Enrique Stieben, en Dinámica Social, año 1954).
PARA LOS QUE QUIEREN OLVIDAR
El 11 de febrero de 1929 fueron firmados en Roma—entre la Santa Sede e Italia los Pactos de Letrán—un Tratado y un Concordato .
Han pasado veinticinco años.
Esta nota está dedicada en particular a los muy jóvenes
que ignoran y no se preocupan de enterarse y a los que, animados de espíritu
sectario, quieren olvidar y hacer olvidar. Los insignes autores del histórico
acontecimiento hace tiempo que duermen en paz ; paz lograda por algunos de
ellos a través de tragedias y tempestades de odio.
Muchos de los errores cometidos por aquellos que se
erigen en críticos y jueces frente a los hechos de su época, no siempre se
deben a mala fe o ignorancia. Según nosotros, dependen en gran parte de una
natural miopía que impide colocar ideas, acontecimientos y personas en la
indispensable perspectiva histórica.
Esta es la indudablemente razón por la cual inclusive
muchos de los que pertenecen a la generación de la “Conciliación” siguen sin
medir plenamente su extraordinaria trascendencia.
Los Pactos de Letrán resuelven dos serias cuestiones que
por ser paralelas desde cierto punto de vista, no dejan de coincidir en un solo
hecho: las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Lo que significa la
armoniosa coexistencia en el hombre y en las naciones, de dos autoridades y de
dos libertades confluyendo en una sola unidad: la del individuo como espíritu y
materia, la de la nación como entidad religiosa y entidad política.
Con el paganismo, el problema no existía, porque los
poderes estatal y religioso se identificaban no solamente en las instituciones,
sino también en las personas. Tampoco existió durante los tres primeros siglos
del Cristianismo.
Era preciso llegar a Constantino y al Edicto de Milán
para que el problema se impusiera en todo su dramatismo. Al injertarse la
religión católica en la vida pública, se enfrentan autoridad religiosa y
autoridad laica, Papa y Emperador, Iglesia y Estado.
Y junto a este problema de orden teológico, filosófico,
jurídico, el otro: el político, del poder temporal. Es imposible establecer una
línea de demarcación entre los dos, aun cuando el primeo irá resolviéndose en
las etapas del pensamiento humano, mientras que el segundo deberá esperar mil
seiscientos años para su solución definitiva.
Esta separación no se advierte en Constantino, y menos
aún en Pipino y en Carlomagno. Las relaciones de estos soberanos con la Iglesia
representan un conjunto indivisible de vínculos religiosos, políticos y
territoriales. Sin la amenaza de los longobardos, la Iglesia no habría acudido
a los francos; no hubiera tenido lugar esa famosa donación de Pipino,
confirmada veinte años después por su hijo Carlomagno.
El Emperador, --que ya había asumido el título de rey por
“gracia de Dios”—encabeza sus actas con la fórmula “En nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, Carlos coronado por Dios, grande y pacífico
Emperador…” Independencia y Soberanía frente a la Iglesia. El Imperio de
Occidente había surgido. El de la Iglesia tendría que esperar unos siglos más.
Con Carlomagno, la jerarquía eclesiástica se fundió con la jerarquía estatal.
Cambiaron los tiempos. Desapreció el imperio carolingio;
naciones surgieron y se afirmaron. La Iglesia, ampliado y consolidado su
poderío universal, tuvo la suerte de ser dirigida por Pontífices comparables por
su talento político con los más grandes emperadores. Gregorio VI, al obligar a
Enrique IV a doblar sus rodillas fuera de las murallas de Canosa, recordaba
quizá la humillación sufrida por León III al jurar de hinojos su inocencia
frente a Carlomagno.
Papa y Emperador, Iglesia y Estado ¿ Quién manda a quién ? El Emperador lo hace por la
gracia de Dios; el Papa nace soberano por la misma gracia. Los jerarcas de la
Iglesia –obispos y abates—son tan poderosos como los del Imperio. ¿ A quién
corresponde elegirlos y otorgarles autoridad ? .Lucha por las investiduras.
Esta lucha dura siglos. Concluye en Worms, con el
Concordato de 1122: el emperador renuncia al derecho de la investidura
espiritual , dejando a la Iglesia la libertad de proceder a la
elección de sus rectores mayores y
menores.
Pero nunca se pronuncia la palabra “fin”. En cada etapa
importante de la historia, el dualismo estalla en forma de alta tragedia. Federico
Barbarroja y Alejandro III; Federico II e Inocencio III; la Reforma y el
Concilio de Trento. Desafío de gigantes en torno a principios universales.
Finalmente la Revolución francesa que pretende negarlo y
bórralo todo. Luego Napoleón, el cauce en el cual la creciente se disciplina y
organiza; la síntesis del Estado después de la pulverización de todos los
sistemas. Otra vez el Imperio, pero con distinto empuje interior, puesto que
sobre las herencias de Carlomagno, Otón, Carlos V, habían pasado Francisco de
Asís, los Comunes y el descubrimiento de las Américas, cismas y herejías, la
invención de la imprenta, Humanismo y Renacimiento, la formación de los grandes
Estados nacionales, el triunfo de las ciencias; Bacon, Descartes, Galileo, la
Enciclopedia, Kant; otra vez el choque de colosos. Napoleón –que en Trentino
rompe el principio de la inalienabilidad del Estado Pontificio—no se atreve a
entrar en Roma. Pero un pero más, y ordena que el milenario Estado sea
incorporado a su Imperio. Talleyrand afirmará que la “destrucción del poder
temporal del Papa era, políticamente hablando un error gravísimo”. Pero el
hecho estaba y cumplido y comprobaba que aun sin el poder temporal, la Iglesia
católica podía continuar desarrollando su divina misión. El Concordato de 1801
ponía fin a la lucha desencadenada por la revolución, llevando un dato muy
peligroso; renunciando al nombramiento de los obispos en favor del Primer
Cónsul, la Iglesia retrocedía a aquellas posiciones de las cuales fuera liberada por el gran
Gregorio VI.
El imperio napoleónico pasó más rápidamente aún que el de
los carolingios. La Santa Alianza restableció el poder temporal. Una
interesante observación: ese poder le era otorgado y garantizado al Pontífice
Católico por el emperador ortodoxo; por los herederos del gran Otón –el primero
en rechazar como falso el documento que atestiguaba la donación de
Constantino—y por Talleyrand, autorizado miembro de la revolución, quien quiso,
junto con el rey destronar y decapitar al Papa.
La Santa Alianza restablecida; el poder temporal
confirmado. Las revoluciones nacionales marchando.
En Italia, revolución del 21, del 31, del 48. En el 49,
la República Romana. Desde lo alto del Capitolio se proclama: “El Papa ha decaído,
de derecho y de fecho, en el gobierno temporal del Estado romano”. Francia,
España, Austria y Nápoles acuden y sofocan la república. El Estado Pontificio
está reconstituído una vez más: en el Tirreno, custodiado por las armas francesas,
y en el Adriático, por las armas austríacas.
Y la revolución
sigue marchando. Francia aliada de Piamonte se arroja contra Austria, la otra
defensora del poder temporal. Garibaldi ocupa el reino de los Borbones, que
constituía su defensa meridional ; los plebiscitos de 1860 le quitan a la Santa
Sede las provincias de Emilia y de Romaña. Queda Roma.
Cavour el 10 de octubre de 1860 dice: “Nuestra estrella
polar es la que os permite hacer que la Ciudad Eterna se convierta en la
espléndida capital del reino itálico”. El problema es así planteado
definitivamente frente a la conciencia
católica de Italia y del mundo.
Para el conde de Cavour, Roma capital de Italia
representaba la realización de su ideal ético-religioso, mientras que desde el
punto de vista más estrictamente histórico, constituía el fin de las
rivalidades regionales.
Para los más altos exponentes y la solución definitiva
del pensamiento y de la política italiana del siglo XIX , Roma , capital y la
solución definitiva de las relaciones entre la Santa Sede e Italia ,
representaban la conclusión del ciclo del Resurgimiento.
Entre tanto, clamorosas manifestaciones de Napoleón III,
solemnes declaraciones de cardenales y obispos, intransigencias de partidos,
llamados de poetas y de escritores. Insurrección de Garibaldi, herido y
derrotado en Aspromonte por las tropas nacionales. Humillación del “Convenio”
de 1864 entre Francia e Italia mediante
el cual, ésta se compromete no ocupar el territorio pontificio y
consentir la formación de ejército de extranjeros para la defensa de aquel Estado.
El grito de “Roma o muerte”, repetido por Garibaldi en Mentana, ahogado esta vez
por las tropas francesas. Insurrecciones, represiones, lutos, intrigas.
Roma ocupada finalmente por el ejército italiano,
presenta esta absurda situación: el Papa prisionero en su Palacio; el Rey de
Italia y su gobierno considerados como ilegítimos y usurpadores.
Frente a la intransigencia de la Iglesia el gobierno
italiano careció de prudencia y
sagacidad. Derrotadas las derechas, el poder quedó en manos de las izquierdas,
las cuales quisieron ver en Roma capital el medio más adecuado para llevar
adelante su radicalismo ideológico y político : el aniquilamiento de la Iglesia y el
triunfo de la “razón”.
Y esto durante sesenta años. En este lapso pasaron sobre
Italia las tempestades de las guerras de África; de los movimientos
revolucionarios de Sicilia, Lombardía y Lunigiana; los extremismos políticos
religiosos del primer decenio del siglo; la guerra de Libia . Pasó la primera
guerra mundial, con la desaparición de los herederos de la tradición occidental
–los imperios austríaco y germánico—mientras que en Oriente se derrumbaba el
imperio ortodoxo . Lenin recogía el testamento de Robespierre y de Marx
proyectándolo hacia los polos del absolutismo dialéctico.
Y el problema seguía más vivo y actual que nunca.
La subversión se adueñaba prácticamente de media Europa
católica, en tanto que minaba la otra mitad. En Italia –ya caído el prestigio y
la autoridad estatal—el marxismo dominaba con sus promesas y violencias
arrolladoras. En vano se le oponían una burguesía desorganizada y sin fe y una
formación política que afirmaba ser católica por afirmarse en los principios de
la “Rerum Novarum”.
El clero debía permanecer encerrado en los templos que
iban vaciándose de fieles. En alguna región muchas Iglesias se clausuraban.
Crecía el porcentaje de matrimonios solamente civiles, de uniones libres, de
niños sin bautizar. La cultura acometía directamente al dogma desde cátedras,
diarios, libros, asambleas públicas.
Y el problema de las relaciones entre Italia y la Santa
Sede seguía como en los antiguos tiempos.
Llegó el fascismo. Antes aun de adueñarse del poder,
impuso el respeto por las Iglesias, defendió a los fieles en la práctica del
culto, permitió con su presencia el desarrollo de las grandes festividades religiosas
. Al mismo tiempo iba
restableciendo los principios morales del individuo, de las familias, y de la
sociedad.
En el año 1921 –cuando nadie creía en el triunfo del
fascismo--, se oyó en la Cámara de Diputados una palabra clara y solemne :
“Afirmo aquí que la tradición latina e imperial de Roma está representada en la
actualidad por el Catolicismo. Si, como lo afirmara Momsen no se puede
permanecer en Roma sin una idea universal, yo pienso y declaro que la única
idea universal que hoy existe en Roma es la que irradia el Vaticano”.
Y tres años después –en pleno triunfo de la revolución
fascista—la misma voz proclamaba: “ La unidad religiosa es una de las más
grandes fuerzas de un pueblo . Ponerla
en peligro o sólo rajarla es un crimen de lesa nación”.
Sobre la base de estos principios religiosos e
históricos, las dos altas potestades se encontraron, reconocieron y
conciliaron. Y fueron sellados los Pactos de Letrán .
En el Tratado : Artículo primero : “Italia reconoce que
la religión católica, apostólica, romana es la única del Estado”. Artículo
vigésimo: “Italia considera como fundamento y coronamiento de la instrucción
pública, la enseñanza de la doctrina cristiana según la forma legada por la
tradición católica”.
El gran Papa Pío XI –heredero y custodio de dos mil años de gloriosa tradición—daba pleno crédito a la lealtad y la firmeza de un régimen revolucionario de apenas diez años. Benito Mussolini cumplía el ciclo del Resurgimiento y restablecía la unidad religiosa de la nación .
La exaltación de los católicos italianos fue total y conmovedora.
Y esta es la gran Historia.
Diez años más tarde… pero esto ya es otra historia. +
Sempronio.
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