CARTA DEL SEÑOR
MARIO INTAGLIETTA AL DIRECTOR DE LA REVISTA “DINÁMICA SOCIAL” (DÉCADA DEL ’50).
ACOMETIDA CONTRA LA
MÁQUINA
Querido Scorza:
En el último número de tu revista te diriges a los lectores informándoles
que “Dinámica Social”, al empezar la segunda etapa de su existencia, considera
oportuno abrir sus páginas a los aspectos políticos del arte y de la técnica de
nuestro tiempo. No puedo expresarte con
cuanto estupor he visto esas palabras y con cuanta congoja he leído el primer
artículo de la nueva sección “Otra revolución industrial”. He llegado al final
del escrito sin aliento y con el corazón estremecido. Y si me lo permites te explicaré el motivo.
En el artículo de marras se enaltece el hecho de que la técnica haya
logrado dictar órdenes a una máquina en vez de a una persona y que un llamado
tubo electrónico esté regulado directamente por una máquina y no por un ser
humano. El día en que las comunicaciones entre máquina y máquina sean posibles
sin la intervención del hombre y la máquina pueda cumplir tanto un trabajo
directivo como uno pesado, ese día el hombre habrá matado definitivamente la
poesía y la fantasía, y junto con ellas a la moral. Y la máquina transformada
en hombre, acabará por reducir al hombre a una esclavitud más bruta y violenta
que todas las formas de servidumbre que en el curso del tiempo el se dio para
desahogar sus bajos instintos.
¿Qué es la máquina sino el aspecto real y concreto de los instintos más
deletéreos y miserables del hombre? El hombre la inventó y realizó precisamente para dar mayor desahogo y más prepotente
capacidad a sus bajos instintos. Por cierto que no se propuso la perfección del
alma o el desarrollo de su espíritu de bondad, de altruismo y de abnegación
cuando inventó la máquina. Todo lo contrario. La máquina le sirve para gozar
más. Y para satisfacer cada vez más su egoísmo. Ahorrarse un esfuerzo, sin
duda; pero al mismo tiempo rechazar las
responsabilidades y desahogar al máximo, hasta la exasperación, el espasmo
voluptuoso.
Antaño, cuando el hombre consideraba el trabajo como una alta forma de
oración, era “el amor quien movía al sol y a las otras estrellas”; y este amor, aunque contaminado de sangre y de concupiscencia, aunque manchado
de violencia y de pecado, aunque arrojado por el deseo más allá de los límites
de la moral y de la decencia, estaba sin embargo embebido en ese encanto y ese
candor que, con la piedad y el arrepentimiento, constituían los ejes sobre los
cuales se movían las pasiones, los intereses y las esperanzas de la humanidad.
Hoy es el sexo que “mueve el sol y la otras estrellas”. Y la máquina está
siempre y solamente al servicio del sexo. ¿Sabes decirme para qué sirven la
refrigeración, la radio, la televisión, el avión, el aire acondicionado, el
cine, el coche, los tubos electrónicos, las fotocélulas y todas las demás
diablerías? Nada más que para hacer cómoda la existencia material. Y con ésta,
la vida, las vicisitudes, los apetitos, los frenesíes, las intemperancias, los
hartazgos, y las desilusiones del sexo. Lo dijo Carrel, lo repitió Marañón, lo
había intuido San Agustín; lo ha reafirmado Gide, por más que su sexo no era el
nuestro, pese a ser, hoy en día, el de muchos.
Hoy el corazón es “a dos tiempos”, como el del cucciolo ruidoso pero no
combativo, fácil de trabarse al primer contratiempo, expeditivo y sin recuerdo.
Es el corazón mecánico que la “revolución industrial” de la técnica y de la
física, de que te has hecho eco en tu revista, está preparando para los hombres
del porvenir, esclavos de la máquina, siervos de la técnica, plebe del progreso
científico. Y a mí este corazón ya me duele en el pecho y me apena; prefiero el
corazón traspasado inciso en la corteza del árbol, como acostumbrábamos los de
nuestra generación, antes de la nueva época de
la máquina.
Si el hombre está hecho a imagen de Dios, debe ser una imagen pueril como la
de los grabados populares, sumaria, ingenua en el dibujo y en los colores. No
puede ser la imagen de un “robot”, como
quisiera imponer, --estoy seguro de ello—la nueva generación de la técnica.
El hombre es hombre en cuanto es poesía. Que lo sepa o no es algo sin importancia. La única realidad
es que el hombre, como tal, es poesía: resultado de las místicas nupcias entre
la conciencia y la inconciencia, entre la fantasía y la realidad, entre el
sueño y la desesperanza. El hombre es algo que tiembla en el aire al menor
soplo, y sin embargo, es más sólido que el bronce.
No se si me he explicado bien. Lo dudo, pero es muy difícil decirlo. El
hombre es poesía, dispensa que lo repita, pero prisionero de sus mismas
dimensiones. Es poesía encarcelada. Y esto porque está limitado en todas sus
posibilidades, aún en la fantasía, aún en la última evasión que es la muerte,
la cual lo encierra luego en otra cárcel que él no conoce ni conocerá jamás.
Todo es, por tanto cárcel. Y el hombre es también él una cárcel, de la que es incapaz de salir, como no sea mediante obras
que presumen de escapar a esa cárcel que
somos nosotros.
Hemos llegado, así, al punto culminante de mi razonamiento. La máquina,
cuyos diabólicos prodigios te aprontas a enaltecer, nos encierra cada vez más
en la cárcel que ya somos; no nos libera, como creen los volterianos, no nos
ensalza, como imaginan los románticos. Nos encarcela siempre más estrechamente,
hasta el embrutecimiento completo, hasta la estulticia definitiva. Ya no se permitirá
al hombre la poesía que, sin embargo constituyó en el tiempo de la creación la
raíz de nuestra alma; ya no podremos ilusionarnos con la fantasía, que en los
momentos de extravío fue la soga que nos
puso en salvo; ya no nos será concedido el arte que desde las cavernas a los
museos han representado la forma más elevada de consuelo. Nada de todo esto.
Sino tan sólo la comodidad, el placer, la pereza, la indiferencia. Y el goce:
el azúcar envenenado con el cual el progreso hace placentero el nepente del
lento, estúpido fin.
La máquina tiene los ojos del acridio: ojos múltiples congelados,
inmóviles, fríos y duros como piedras sin resplandor. Los ojos que en su época
impresionaron, por su despiadada frialdad, al poeta Menando: ojo de asesino. Y
la máquina se apronta, precisamente, asesinar a
la humanidad, con la promesa de hacerla, en cambio, vivir en la molicie
y en los ocios. Yo estoy contento de haber nacido en tiempos como para poder morir
todavía como un hombre y no como un robot. Y tú, querido Scorza, deberías
esforzarte por denunciar este crimen de la máquina, en vez de aceptarlo como
una conquista en favor de la humanidad. Y es para infundir aliento a esta necesaria,
indispensable y santa cruzada que te escribe tu
Mario Intaglietta.
Nota del blog: esta
advertencia fue escrita cuando aún la televisión no determinaba con su
intensidad coercitiva; y los celulares, ese absceso electrónico que brotó en
los cuerpos humanos, eliminando los restos
de sentido común, es el único contacto del nuevo hombre con la realidad
circundante .
Es posible que Gates ya esté
programando instalar el celular,-- que hora anda pegado en las orejas de los televidentes--, dentro de esos
vetustos y resecos cerebros, sin
criterio propio, y sin Pecado original, convirtiéndolos
en celulares/humanos; que se olvidarán
de lo que les sobra en la nueva vida: la religión, el arte, la cultura, la
amistad, el sacrificio, el amor.
Y el último paso sería que
los bebes nazcan –si se les permitiera seguir naciendo—ya con el celular integrado
en sus pequeño cerebros, para que desconozcan para siempre los valores mencionados
que constituyen un mundo humano.
Ya llegan más aparatos
para controlar, menguando la libertad y aumentando la imbecilidad. Ya estamos
cerca del fin… los robots avanzan y nos
rodean para hacernos felices… ¡ aDios celulares/ humanos ! ¡o más bien al demonio ! con salchichas y cocacola , sometidos por la TV. +
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