martes, 2 de enero de 2024

 

CARTA DEL SEÑOR MARIO INTAGLIETTA AL DIRECTOR DE LA REVISTA “DINÁMICA SOCIAL” (DÉCADA DEL ’50).

ACOMETIDA CONTRA LA MÁQUINA

Querido Scorza:

En el último número de tu revista te diriges a los lectores informándoles que “Dinámica Social”, al empezar la segunda etapa de su existencia, considera oportuno abrir sus páginas a los aspectos políticos del arte y de la técnica de nuestro tiempo.  No puedo expresarte con cuanto estupor he visto esas palabras y con cuanta congoja he leído el primer artículo de la nueva sección “Otra revolución industrial”. He llegado al final del escrito sin aliento y con el corazón estremecido.  Y si me lo permites te explicaré el motivo.

En el artículo de marras se enaltece el hecho de que la técnica haya logrado dictar órdenes a una máquina en vez de a una persona y que un llamado tubo electrónico esté regulado directamente por una máquina y no por un ser humano. El día en que las comunicaciones entre máquina y máquina sean posibles sin la intervención del hombre y la máquina pueda cumplir tanto un trabajo directivo como uno pesado, ese día el hombre habrá matado definitivamente la poesía y la fantasía, y junto con ellas a la moral. Y la máquina transformada en hombre, acabará por reducir al hombre a una esclavitud más bruta y violenta que todas las formas de servidumbre que en el curso del tiempo el se dio para desahogar sus bajos instintos.

¿Qué es la máquina sino el aspecto real y concreto de los instintos más deletéreos y miserables del hombre? El hombre la inventó y realizó precisamente  para dar mayor desahogo y más prepotente capacidad a sus bajos instintos. Por cierto que no se propuso la perfección del alma o el desarrollo de su espíritu de bondad, de altruismo y de abnegación cuando inventó la máquina. Todo lo contrario. La máquina le sirve para gozar más. Y para satisfacer cada vez más su egoísmo. Ahorrarse un esfuerzo, sin duda; pero  al mismo tiempo rechazar las responsabilidades y desahogar al máximo, hasta la exasperación, el espasmo voluptuoso.

Antaño, cuando el hombre consideraba el trabajo como una alta forma de oración, era “el amor quien movía al sol y a las otras estrellas”; y este amor, aunque contaminado de sangre y de concupiscencia, aunque manchado de violencia y de pecado, aunque arrojado por el deseo más allá de los límites de la moral y de la decencia, estaba sin embargo embebido en ese encanto y ese candor que, con la piedad y el arrepentimiento, constituían los ejes sobre los cuales se movían las pasiones, los intereses y las esperanzas de la humanidad. Hoy es el sexo que “mueve el sol y la otras estrellas”. Y la máquina está siempre y solamente al servicio del sexo. ¿Sabes decirme para qué sirven la refrigeración, la radio, la televisión, el avión, el aire acondicionado, el cine, el coche, los tubos electrónicos, las fotocélulas y todas las demás diablerías? Nada más que para hacer cómoda la existencia material. Y con ésta, la vida, las vicisitudes, los apetitos, los frenesíes, las intemperancias, los hartazgos, y las desilusiones del sexo. Lo dijo Carrel, lo repitió Marañón, lo había intuido San Agustín; lo ha reafirmado Gide, por más que su sexo no era el nuestro, pese a ser, hoy en día, el de muchos.

Hoy el corazón es “a dos tiempos”, como el del cucciolo ruidoso pero no combativo, fácil de trabarse al primer contratiempo, expeditivo y sin recuerdo. Es el corazón mecánico que la “revolución industrial” de la técnica y de la física, de que te has hecho eco en tu revista, está preparando para los hombres del porvenir, esclavos de la máquina, siervos de la técnica, plebe del progreso científico. Y a mí este corazón ya me duele en el pecho y me apena; prefiero el corazón traspasado inciso en la corteza del árbol, como acostumbrábamos los de nuestra generación, antes de la nueva época de  la máquina.

 

Si el hombre está hecho a imagen de Dios, debe ser una imagen pueril como la de los grabados populares, sumaria, ingenua en el dibujo y en los colores. No puede ser la imagen de un  “robot”, como quisiera imponer, --estoy seguro de ello—la nueva generación de la técnica.

El hombre es hombre en cuanto es poesía. Que lo sepa o  no es algo sin importancia. La única realidad es que el hombre, como tal, es poesía: resultado de las místicas nupcias entre la conciencia y la inconciencia, entre la fantasía y la realidad, entre el sueño y la desesperanza. El hombre es algo que tiembla en el aire al menor soplo, y sin embargo, es más sólido que el bronce.

No se si me he explicado bien. Lo dudo, pero es muy difícil decirlo. El hombre es poesía, dispensa que lo repita, pero prisionero de sus mismas dimensiones. Es poesía encarcelada. Y esto porque está limitado en todas sus posibilidades, aún en la fantasía, aún en la última evasión que es la muerte, la cual lo encierra luego en otra cárcel que él no conoce ni conocerá jamás. Todo es, por tanto cárcel. Y el hombre es también él una cárcel, de la que  es incapaz de salir, como no sea mediante obras que presumen de escapar a  esa cárcel que somos nosotros.

Hemos llegado, así, al punto culminante de mi razonamiento. La máquina, cuyos diabólicos prodigios te aprontas a enaltecer, nos encierra cada vez más en la cárcel que ya somos; no nos libera, como creen los volterianos, no nos ensalza, como imaginan los románticos. Nos encarcela siempre más estrechamente, hasta el embrutecimiento completo, hasta la estulticia definitiva. Ya no se permitirá al hombre la poesía que, sin embargo constituyó en el tiempo de la creación la raíz de nuestra alma; ya no podremos ilusionarnos con la fantasía, que en los momentos de extravío fue la  soga que nos puso en salvo; ya no nos será concedido el arte que desde las cavernas a los museos han representado la forma más elevada de consuelo. Nada de todo esto. Sino tan sólo la comodidad, el placer, la pereza, la indiferencia. Y el goce: el azúcar envenenado con el cual el progreso hace placentero el nepente del lento, estúpido fin.

La máquina tiene los ojos del acridio: ojos múltiples congelados, inmóviles, fríos y duros como piedras sin resplandor. Los ojos que en su época impresionaron, por su despiadada frialdad, al poeta Menando: ojo de asesino. Y la máquina se apronta, precisamente, asesinar a  la humanidad, con la promesa de hacerla, en cambio, vivir en la molicie y en los ocios. Yo estoy contento de haber nacido en tiempos como para poder morir todavía como un hombre y no como un robot. Y tú, querido Scorza, deberías esforzarte por denunciar este crimen de la máquina, en vez de aceptarlo como una conquista en favor de la humanidad. Y es para infundir aliento a esta necesaria, indispensable y santa cruzada que te escribe tu

Mario Intaglietta.

 

Nota del blog: esta advertencia fue escrita cuando aún la televisión no determinaba con su intensidad coercitiva; y los celulares, ese absceso electrónico que brotó en los cuerpos  humanos, eliminando los restos de sentido común, es el único contacto del nuevo hombre con la realidad circundante .

Es posible que Gates ya esté programando instalar el celular,-- que hora anda pegado en  las orejas de los televidentes--, dentro de esos vetustos y resecos cerebros,  sin criterio propio,  y sin Pecado original, convirtiéndolos en  celulares/humanos; que se olvidarán de lo que les sobra en la nueva vida: la religión, el arte, la cultura, la amistad, el sacrificio, el amor.

Y el último paso sería que los bebes nazcan –si se les permitiera seguir naciendo—ya con el celular integrado en sus pequeño cerebros, para que desconozcan para siempre los valores mencionados que constituyen un mundo humano.

Ya llegan más aparatos para controlar, menguando la libertad y aumentando la imbecilidad. Ya estamos cerca del fin…  los robots avanzan y nos rodean para hacernos felices… ¡ aDios celulares/ humanos !  ¡o más bien al demonio ! con salchichas  y  cocacola , sometidos por la TV. +

No hay comentarios:

Publicar un comentario