El Capitalismo (Makri) y el marxismo (KK) aplican
políticas que, aunque de aparente diverso signo, confluyen en el mismo fin, atacar
exhaustivamente a la familia y la propiedad privada; para abandonar al hombre
indefenso, proletarizado, desarraigado, televidente, inmoral, apátrida, ante el
Estado o los monopolios extranjeros.
Propiedad y Arraigo
María Teresa Morán
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Arraigar significa echar raíces o crear raíces. Nos vamos
a referir, pues, en este foro, al arraigo del hombre en el mundo, con las cosas
que le rodean, y su relación con la propiedad.
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Si observamos la naturaleza humana, la necesidad de este
echar raíces es patente. El hombre es un ser inteligente. No puede tomar las
cosas que le rodean igual que un animal o cualquier otro ser que se mueve sólo
por instinto. Necesita encontrar el sentido de las cosas, trascender más allá
de su mera apariencia; necesita también dar un sentido a su vida. De tal modo
que el hombre no puede desarrollarse plenamente en una sociedad con la que no
está identificado, con la que no tenga ningún lazo y que al mismo tiempo le
imposibilite el crear lazos permanentes con las cosas que forman su entorno.
Así como hace notar Rafael Gambra, “el hombre viene a ser entrega en
intercambio con la sociedad que le rodea”, así crea sus raíces. Raíces
familiares, ideológicas, patrimoniales, son como el tejido que forma la vida de
un hombre y que permanece una vez que él ha desaparecido. El hombre cuando nace
no lo hace aislado. Nace en un entorno determinado, de unos padres determinados,
y hereda un bagaje de costumbres, ideas, caracteres, etcétera… Esto forma sus
raíces, a las que no puede renunciar so pena de perder su propia identidad.
Contra ellas clamaba Rousseau en su famosa frase “El hombre nace libre y por
todas partes se encuentra encadenado”. Sucedió que, al tratare de librar al
hombre de esas “cadenas”, la Revolución consiguió convertirle en un ser solo y
angustiado, sin raíces, que vive según sus impulsos y se presta por ello más fácilmente
a ser manejado: el hombre del liberalismo. Al lado de estas raíces que se
heredan necesariamente en el mismo momento del nacimiento, existen otras que se
van creando a lo largo de la vida y que enriquecerán a las generaciones
futuras. Estas son esos lazos de que hablábamos antes con el mundo circundante,
ese intercambio con la realidad. El hombre se identifica con las cosas
concretas que le rodean, de tal modo que no las puede sustituir por ninguna
otra, por muy parecida que sea. Es aquello que tan admirablemente expresa
Saint-Exupèry en la conversación del zorro con el principito, en la aquél
concluye diciendo: “No se ve bien más que con el corazón, lo esencial es
invisible a los ojos. Es el tiempo que has perdido con tu rosa la que le hace
importante. Te haces responsable de aquello que has domesticado”.
Es por ello que el hombre puede llegar a morir por estas
cosas que le rodean, porque la pérdida de ellas, una vez que se han convertido
en raíces, significan para él más que la vida misma. El ideal, pues, para un
pleno desarrollo del hombre sería una sociedad que fomentase la creación de
esos vínculos. Y sin embargo, vemos que en todas la teorías políticas modernas
pasa exactamente todo lo contrario.
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Tanto el liberalismo como el socialismo conciben la
sociedad como algo extrínseco al hombre. El liberalismo niega expresamente
cualquier arraigo del hombre a su medio; y en su afán de liberarlo, lo deja solo
frente a un estado mucho más fuerte que él. El socialismo y el comunismo, a
través de su idea fundamental de “desalienación” del hombre, persigue los
mismos resultados. La teoría liberal, aquí como siempre lleva directamente a la
socialista. El liberalismo, al dejar al hombre solo, aislado, favorece la
aparición de una clase, el proletariado, sin la cual el socialismo no sería
posible. El proletariado es una clase que se caracteriza fundamentalmente por
su falta de raíces, en absoluto por su pobreza. Juan Vallet, citando a un autor
francés, hace notar en “Algo sobre temas de hoy” que “el obrero de las antiguas
corporaciones, ha podido en ciertas épocas ser muy pobre, pero tenía en su
corporación un estado de vida reconocido, estaba por ello arraigado en el orden
social… No era un proletario”. Por eso, precisamente el proletario fue la clase
revolucionaria por excelencia y la Revolución, que encontró grandes
dificultades para triunfar en el campo, donde el campesino estaba identificado
con su medio, triunfó rápidamente en las ciudades.
El marxismo va, por lo tanto, para conseguir sus fines,
contra todo aquello que proporciona estabilidad, porque en un mundo al que el
hombre estuviera profundamente vinculado, nunca sería posible el ideal
socialista. En frase de Simone Weil, “el desarraigo es, con mucho, la
enfermedad más maligna de las sociedades humanas”. Y podríamos añadir, es la
enfermedad característica de la sociedad contemporánea y la fuente de todos sus
males.
Dentro de la estructura social, hay dos instituciones
fundamentales que favorecen y estimulan el arraigo personal. Una es la familia,
la otra la propiedad. La familia introduce al hombre en la vida social, le
acostumbra a las cosas y le enseña su sentido. Su función fundamental es trasladar
ese bagaje cultural, esas raíces de una generación a otra, de manera que
siempre se esté perfeccionando la sociedad, porque “no embelleceré el templo
sino lo recomienzo a cada instante”.
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La propiedad, sin embargo, es un medio de que se vale el
hombre para identificarse con las cosas, para intercambiarse con ellas. “La
naturaleza del hombre le lleva a establecer nexos más directo con algunas cosas
y relaciones más próximas con algunas personas. Ser propietario, tener familia,
son cosas que le dan una justa sensación de plenitud, de personalidad. Vivir
como átomo aislado, sin familia ni bienes entre una multitud de personas extrañas,
le da una sensación de vacío, de anonimato y de aislamiento, que es para él
profundamente antinatural”.
La familia tiene que tener
independencia para cumplir sus fines. La propiedad familiar garantiza, en
cierto modo, esta independencia. El patrimonio familiar representa mucho más
que un trozo de tierra o unos cuantos enseres. Representa el espíritu de varias
generaciones que han ido esforzándose por adquirirlo y conservado, y que han
dedicado su vida a ello. En el cuidado de este patrimonio, se venera al padre y
al abuelo, al continuar su obra. Esto ocurre solamente si tenemos algo que
consideramos enteramente como nuestro, no sujeto a las decisiones, más o menos
arbitrarias, que pueda tomar el Estado. Es un hecho muy sencillo de comprobar
en la vida normal. ¿Quién no siente un
cariño especial por su casa, donde ha pasado sus primeros años? Aún después de
abandonarla, para formar una familia, se sigue sintiendo como propia, y cada
vez que se vuelve a ellas se siente una sensación especial de amor. Porque esa
casa significa una parte muy importante de nuestras raíces, nos sentimos
arraigados en ella. Puede decirse que forma parte de nuestra pequeña historia
personal, como si fuera algo vivo. Y ¡qué sentimiento de tristeza se
experimenta si, por cualquier motivo esa casa debe pasar a otras manos y
perderse para siempre! ¡Cómo se lucha para salvarla hasta el final! Quizá haya
ciertas personas, y sobre todo actualmente, para quienes esto no significa
nada. No sienten amor por su casa y lo mismo les da estar en un sitio que en
otro. Esto no es sino una prueba más del desarraigo que produce la vida actual,
sobre todo en las grandes ciudades. La vida en ellas es absolutamente uniforme.
Las casas son iguales con muebles iguales; las personas tienen un trabajo que
se caracteriza por su falta de creatividad y de aportación personal: son un
eslabón más en grandes empresas. Se
limita a obedecer órdenes. Resulta dificilísimo encontrar algún rastro que
evidencie que una casa es de una familia y no de otra. Estas cosas que no
parecen importantes, lo son, sin embargo, y mucho. La vida en las grandes ciudades favorece el
desarraigo de una manera monstruosa. Hace hombres iguales, en casas iguales, y
creándoles problemas casi iguales. Pensemos que las aspiraciones de una gran
parte de los ciudadanos se limitan a comprar el televisor en color, o el
automóvil… que tan insistentemente les ofrece la propaganda. Realmente es
difícil resistirse a esa ofensiva, y de hecho hay muy pocos que logran
vencerla. El resultado son hombres masa, átomos solitarios que se guían por
instintos e impulsos y que por lo tanto son manejados por quien mejor sepa
atraer estos instintos e impulsos. La vida de la mayoría de los habitantes de
estas grandes ciudades tiene de muy poco de humana, y los hombres cada vez son
menos hombres, porque cada vez hacen menos uso de su inteligencia y de su
libertad. Y esto tiene una explicación muy sencilla. Son seres completamente
desarraigados y, por lo tanto, no tienen personalidad.
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Si observamos lo que es la vida en el campo, o en ciudades
que no han alcanzado las dimensiones monstruos por las cuales nadie conoce a
nadie, vemos un panorama completamente distinto. No se trata tampoco de poner
el campo como la perfección donde está todo lo bueno y en la ciudad es la
perversión total. En una concepción ideal de la sociedad, donde las ciudades
cumplieran su función de centro cultural, económico y social organizado, se
haría realidad la descripción de Spengler, “lo que para el labriego significa
su casa, eso mismo significa la ciudad para el hombre culto. Lo que para la
casa son los espíritus buenos, eso mismo es para toda la ciudad el dios
protector o el santo patrón. También la ciudad es un vegetal. Los elementos
nómadas, los elementos macrocósmicos, le son tan ajenos como a la clase
labradora”. Sin embargo, en una trasmutación de valores, la ciudad se ha
convertido en aglutinante de todos los “nómadas intelectuales”. Por ello, es
mucho más fácil que se desenvuelva plenamente el hombre en un medio rural que
en el urbano. En el campo, por lo general, toda familia tiene una tierra en que
trabaja. Esta tierra puede ser suya en propiedad privada, en muchos casos, y en
otros, aunque no lo es, por el hecho de que ha sido trabajada y poseída por
generaciones, el sentimiento hacia ella es el mismo. Existe, pues, la tierra
familiar. Existe la casa, que no es una casa en serie sino adecuada a las
necesidades de cada uno. El campesino se siente vinculado espiritualmente a una
casa y a una tierra y no tiene el espíritu nómada de quien no tiene raíces en
ninguna parte. Como observaba Helion de Beaulieu, “la unión y la continuidad de
la familia campesina no está ligada solamente a la transmisión del patrimonio
material constituido por la tierra y la casa, sino también el patrimonio moral
que constituye la experiencia adquirida por sucesión de generaciones”. Y
comprueba el mismo autor que hay casi una imposibilidad de que pueda llegar a
ser campesino quien no lo es, porque existe un lazo orgánico entre el campesino
y la tierra.
La propiedad, pues, es un medio de arraigo importantísimo.
Esto explica las constantes luchas que contra la propiedad se sostienen y que
el socialismo se base fundamentalmente en la abolición de la propiedad privada
y en la lucha de clases. Además, si se entiende la propiedad de esta manera,
como arraigo, como intercambio con las cosas y como trabajo de varias
generaciones no se puede caer nunca en la tan criticada propiedad absoluta del
capitalismo. Porque para el liberalismo la propiedad es un derecho sin ningún
límite; el propietario en lo suyo puede hacer, deshacer, incluso destruirlo,
sin que nadie pueda exigirle ninguna responsabilidad. Los abusos ocasionados
por estas concepciones han llevado a muchos a decir que es preferible que no
exista el derecho de propiedad y a defender las teorías socialistas. Sin
embargo, si atendemos al sentido real de la propiedad, vemos que esto no es más
que una degeneración de lo que en realidad debería ser. Porque entender la
propiedad como un trabajo materializado que viene de nuestros antepasados y
luego va a aprovechar a nuestros hijos, hace que, por eso mismo, no sea un
derecho absoluto. El depositario de este bien tiene una responsabilidad
especial. Esto lo expresa Spengler diciendo que
“la noción de propiedad se ennoblece… Se transforma como un depósito. El
titular no se considera con todos los derechos sobre esta tierra, sobre esta
casa. Un contrato tácito le vincula a sus predecesores y a sus sucesores”. Por
eso mismo, en el propio desarrollo del hombre contribuye la propiedad
fomentando su responsabilidad. Haciéndole responsable del depósito que le ha sido
confiado y que tiene la obligación moral de transmitir. Y al mismo tiempo, le
impulsa a entregarse a las cosas, transformarse en ellas, dejando una parte de
su vida, de sus sueños en cada nueva obra que sabe que luego disfrutarán sus
hijos. Hay un ligamen especial entre el propietario y su propiedad, porque “lo
que importa es que cada uno transforma tales cosas en un mundo personal, que
las penetra con su personalidad. La propiedad auténtica es alma, y sólo en
cuanto que tal, cultura auténtica. Estimarla por su valor en dinero es un error
o una profanación. Dividirla a la muerte de su propietario es una especie de
asesinato”. Y añade Vallet: “Hay que conservarla como algo propio de su
familia, a través de la sucesión de generaciones”.
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Hemos de concluir diciendo que este sentido de la
propiedad se va perdiendo. Existen personas para quienes significa una sola
inversión de dinero, por lo cual le han quitado todo su valor y su sentido.
Pero, tomando la propiedad en un sentido estricto, es evidente que el saldo es
más positivo que negativo. Pues, frente a los abusos de las personas que lo
usan sólo como un medio de lucro, está el amor y el trabajo que la gran mayoría
pone en ella. Está la estabilidad y el arraigo personal y familiar que
proporciona y el significado que tiene para los propietarios. Además, a través
del amor a la propiedad, se llega al amor a la Patria, porque este no es una
cosa abstracta que surge de la nada, sino que se alimenta de cosas concretas.
El amor a la propia familia, a la tierra donde nacimos, a la casa donde
vivimos… fomentan un amor más elevado, como es el amor a la Patria. Y este
arraigo a una tierra, a unas cosas concretas que proporciona la propiedad, es
la base del arraigo mucho mayor que existe en la propia Patria y nos hace
defenderla como lo más importante, después de Dios.
Hace ya algunos años, un famoso poeta contemporáneo
describió la sociedad actual con la siguiente frase: “Un mundo como un árbol
desgajado, una generación desarraigada, unos hombres sin más destino que
apuntalar ruinas”… A nosotros corresponde luchar para que, con la ayuda de
Dios, se convierta en el ideal que describe Saint-Exupèry en su Ciudadela:
“Comunidad de lazos, de recuerdos, de esperanzas, donde cada paso y cada tiempo
tiene su sentido”.+
“VERBO” ,
OCTUBRE 1980.-
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