sábado, 29 de diciembre de 2018


La democracia virtuosa
Alberto Falcionelli
Del libro: “El camino de la Revolución”; ed. Nuevo Orden, pg. 205 sgs., copio el primer capítulo del estudio: “Liberalismo y Marxismo en la sociedad industrial”, donde el profesor Alberto Falcionelli ridiculiza acertadamente las palabras de Montesquieu: “la virtud es el resorte y la fuerza de la democracia”. La democracia liberal ha fracasado en el mundo, aunque los liberales, que la usufructúan, la pinten dorada.  Es el gobierno de una secta que no representa realmente ni a pueblos ni a naciones; sino a sus mismos dirigentes y a los intereses de las fuerzas ocultas poseedoras del oro del mundo. Porque la “virtud”, tanto personal como política, solo se vive y se mantiene mediante la ayuda de la gracia sacramental, mal que les pese a los Rousseau y a los Montesquieu. Pero como ni estos sofistas ni sus descendientes invocan la Gracia sacramental, la virtud no está en la base del sistema democrático; antes bien, están la corrupción de sus dirigentes y la masificación del pueblo deliberadamente estafado y corrompido; o sea el libertinaje generalizado. Afirmando, por lo tanto, que la democracia es filosófica e históricamente, un régimen corrupto y corruptor.                
A continuación expresó el profesor Falcionelli: (los subrayados son del blog).

P
ese a su constante disposición para insultar a quienquiera se atreviese a atribuir a otros que a él el descubrimiento de una idea nueva, Rousseau tuvo que reconocer a Montesquieu –que lo despreciaba- el mérito de haber sido el primero en sostener que la virtud es el resorte y la fuerza de la democracia, aun cuando, contrariamente al ginebrino, el autor del Espíritu de las Leyes se sintiera muy poco inclinado al gobierno popular por nutrir una fe más que escasa en la virtud de los 
hombres.

Como se sabe, Rousseau creía en el hombre y en las virtudes ciudadanas. Lo de Montesquieu le parecía, pues, un regalo del cielo, que el Presidente no había sabido apreciar, pero del que él sacaría incontables frutos.

Es tan cierto, en efecto, que, sólo para ejercerse “correctamente”, el sistema democrático de gobierno exige una suma tal de virtudes –que la fórmula dinástica y la aristocrática no hacen necesarias- que puede pretender que existe únicamente cuando claudica cínicamente ante sí mismo. Pues esto de establecer en axioma que “en el Estado popular es necesario el resorte de la virtud” constituye, en verdad, la condena más cruel que jamás se haya expresado contra una fórmula política y las distintas apariencias de su representación.

 La historia de estos dos últimos siglos, que es la de esta fórmula bajo todas sus formas imaginables, revela, sin la mínima excepción en los hechos, que toda democracia tiende a la degradación de los ciudadanos y al desmembramiento de la sociedad, a través dela corrupción de sus dirigentes visibles, por obra de los dueños, casi siempre invisibles, del dinero, en cuyas manos el sistema acaba siempre por caer. Este sistema es el que Juan Jacobo había dictaminado que, por tener que ampararse necesariamente en la virtud, es el único que permite “encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, por la totalidad de la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la que, al unirse con todos los demás, cada individuo obedezca solamente a sí mismo, quedando tan libre como antes de asociarse”.

Para el padre común de todas las democracias existentes en este mundo –de la plutocrática norteamericana y francesa, a la popular soviética y china, pasando por las mencheviques de América latina- todo el problema consiste en hacer del individuo un ciudadano, que sea a la vez sujeto y soberano.
(Nota del profesor: En marzo de 1963, el Correo de la Unesco, consagraba su entrega al ginebrino para celebrar el doscientosquincuagésimo aniversario de su nacimiento. Lo único que faltó en esa publicación fue la colaboración del “pensador” soviético de turno que hubiera podido oficializare la filiación del sistema democrático popular con el pensamiento de Rousseau. De todos modos, esta laguna fue colmada porque, en la misma oportunidad, Mao Tsë-Tung hizo leer por radio Peiping, una larga oda escrita por él a la gloria del “padre de su espíritu”, inmediatamente imitado por el presidente Liu Shao-chi).

Ello se logra cuando este individuo remite sus derechos a la entidad colectiva llamada “cuerpo político”, sometiéndose de este modo a la “voluntad general”, de la que es elemento insustituible. Así, sujeto y soberano a un tiempo, el ciudadano obedece, pero sólo a sí mismo. Más siempre puede sucederé que, en una sociedad, por organizada que esté en los marcos de la voluntad general, surjan elementos asociales que, a la par que aceptan ser soberanos se nieguen a ser sujetos, esto es, hablando en términos más corrientes, individuos que no piensan como  el mayor número y que, al agruparse, podrían constituir una minoría suficientemente extensa como para poner en tela de juicio las normas básicas del contrato en que se funda la asociación. A estos individuos, dictamina el filósofo, hay que condicionarlos de modo que “quienquiera se niegue a obedecer a la voluntad general sea constreñido a acatarla por todo el cuerpo, lo que no significa otra cosa sino que se le forzará a ser libre”. De inmediato, empero, Rousseau intenta eliminar las aristas singularmente antidemocráticas de esta sentencia, apuntando que, mediante la educación proporcionada por la “religión civil” –codificación dogmática de la voluntad general- todos los ciudadanos, unidos en la práctica de la virtud ciudadana, acatarán las normas del contrato social cuando comprueben que dicha voluntad general es infalible. Porque, “para entender correctamente qué es lo que significa voluntad general, importa que no exista sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine únicamente conforme al enunciado de dicha voluntad”.


Esto que, de por sí, rechaza la existencia de los partidos políticos a la vez que de cualquier asociación de tipo profesional o religioso, abre la puerta, pura y simplemente, a la dictadura de las mayorías. Tanto más cuanto que Juan Jacobo establece que, por ser infalible, la voluntad general no ha de expresarse sino a través de una constitución, porque su esencia debe radicar en la facultad de modificarse constantemente, por única referencia a la ley del número. Razón por la cual, allí donde impera el sistema democrático –que, para ser “democrático” conforme a las normas trazadas por Rousseau, debería fundarse en la suma de las virtudes de los ciudadanos-, tiene que arrancar del compromiso, esto es- renunciar a ser “democrático”, simplemente porque el resultado de esta suma, la virtud colectiva, no existe, ni puede existir. De tal suerte, o bien se recurre a constituciones suficientemente vagas como para autorizar todas las manipulaciones del poder sobre el cuerpo político, o bien a “leyes fundamentales” muy complicadas, cuyo articulado legitima todas las violaciones; sin olvidar a aquellos países que, con una carta orgánica a la que todos veneran vocingleramente, siempre se dan gobiernos que nunca la tienen en cuenta, aun cuando invoquen enfáticamente su majestad cada vez que los opositores ponen en cuestión su modo de interpretar la voluntad general. El primero es el caso de los Estados Unidos; el segundo, plenamente, el de la Unión Soviética y el de las Quinta República Francesa, en una medida considerable; el tercero describe con exactitud aquello que sucede desde hace más de un siglo en todas las repúblicas de América latina.

Para Rousseau, por consiguiente, el medio más conforme a la “ley natural” por el que pueda ejercerse la voluntad general no ha de ser una democracia pluralista –que sería una bastardización de la fórmula- ni siquiera una democracia monolítica en la que todos los ciudadanos, hincados ante los altares de la religión civil, se encontrarían tácitamente de acuerdo para que jamás nadie pusiese en tela de juicio una ley fundamental registrada de una vez por todas como basamento jurídico de la voluntad general, puesto que ésta, para resultar eficaz, vale decir, conforme a las reglas del contrato, debe estar en condiciones de variar, cada vez que el cuerpo político lo estime conveniente hasta el extremo de poder abrogar por la mañana aquello que estableció en la noche anterior. El medio más natural, pues, es la consulta permanente del cuerpo político en su conjunto, por el referéndum y el plebiscito. “Por lo demás, cuando se propone una ley en la asamblea del pueblo, y aquello que se pide a los ciudadanos no es precisamente que aprueben la propuesta o que la rechacen, sino si es conforme o no a la voluntad general. Así, cuando el parecer contrario al mío es el que triunfa, ello no puede significar otra cosa sino que me había equivocado y aquello que yo consideraba ser la voluntad general no lo era. Si mi opinión particular hubiese triunfado, yo hubiera hecho otra cosa que la que había querido hacer y entonces es cuando no hubiera sido libre”. Esta sumisión, casi diría, cadavérica, del individuo a una voluntad general tan a menudo reñida con la voluntad particular o con lo que, fuera de todo interés personal, considera como un bien para su familia, su grupo social o su patria, es aquello que Rousseau llama virtud y sitúa en la base del sistema democrático. Desde ya se puede intuir qué cúmulo de excesos habían de originarse en el ejercicio de semejante doctrina política, a qué resultados había de llegar allí donde se ha impuesto como sistema de gobierno, con todas las variaciones que las circunstancias –y sus intereses- han inspirado a sus beneficiarios.

La primera república francesa, tan virtuosamente democrática no necesito más que muy breves meses para resbalar en la sangre de aquellos a quienes pretendía transformar, de esclavos de la tiranía monárquica, en ciudadanos aunados libremente en el culto de la Virtud y de la Razón. Ni siquiera hablemos de la segunda, que entre marzo y junio de 1848, logró transformarse en el reinado de la locura y de la delincuencia, antes de abrir la puerta a un imbécil coronado que, plebiscito tras plebiscito, llevó a Francia a la derrota y la mutilación, pero tuvo mientras tanto suficiente virtud para lograr asentar sobre bases inconmovibles ya el poder de la plutocracia “liberada” por su augusto tío. Tampoco hablemos demasiado de la tercera que, del escándalo de las condecoraciones al asunto Stawisky, pasando por el de Panamá y las estafas en cuya colaboración, y provecho, Mne. Humbert, Albert Oustric, Mme. Hanau, etc., consiguieron el apoyo de centenares de diputados y senadores y de no pocos ministros virtuosamente republicanos, ofrece una crónica crapulosa de tres cuartos de siglo, inaugurada por la compra de los votos de la Asamblea Constituyente y coronada con la huida precipitada de los delegados  de la voluntad general hacia los pirineos; y así también la cuarta que, en el breve lapso de doce años, consiguió acumular en su activo, siempre por obra de sus virtuosos legisladores, un sinfín de escándalos, que el de los vinos, el de la piastra indochina, el de la venta de los planos del estado mayor para la campaña del Tonkín, no son sino expresiones aisladas. En lo que hace a la quinta –la quinta del Sr. De Gaulle- la integridad personal de sus dirigentes, a pesar del misterio con que rodean sus actos, no ha podido zafarse de la controversia, aun cuando, para cumplir sus propósitos conforme a los precedentes establecidos por Napoleón III a partir de la religión civil puesta en dogmas por Rousseau, funde en el plebiscito su referencia constante a la voluntad general y en la entrega del país al Banco Rothschid su voluntad de perdurar, método muy singular  de celebrar los ritos de la religión civil cimentada en la virtud ciudadana. Y ¿Qué decir de los demás países regidos por la fórmula de marras?

Pocas palabras bastan para calificar a la República de Weimar, con su serie ininterrumpida de escándalos financieros en quince años, que hubieran sobrado para proporcionar a Hitler toda la justificación moral que buscaba invocaba para hacerse entregar el poder y destruir ese edificio podrido, aun cuando no hubiese tenido otros motivos –igualmente consistentes- para ello. ¿Y la misma democracia inglesa, cuya virtud, al término de un siglo de puritanismo victoriano, recibió aclaraciones suficientes con el escándalo Marconi, del que sacó su gloria –y su fortuna- el recientemente fallecido sir Herbert Samuel; con los negociados ininterrumpidos que, después de la última guerra, enriquecieron a los virtuosos sindicalistas del British Labouur Party, sublimados a ministros de Su Graciosa Majestad por un cuerpo electoral embargado por sueños de dolce vita; con el asunto Keeler-Ward que, con su telón de fondo de prostitución, de espionaje y de homosexualidad, alcanzó indeleblemente al hasta entonces inatacable partido conservador a través de las hazañas amatorias del Ministro  de Defensa y Consejero privado de la reina, el inefable John Profumo; con su partido laborista, cuyo jefe, en el momento de su retorno al poder en octubre de 1964, proclamó ante las Comunas: “Nosotros, verdaderamente, somos quienes podemos dar el buen ejemplo”; ese mismo Harold Wilson que, nuevo David, para poder instalar en Downing Street a su dilecta secretaria Marcia Williams inauguró su reforma moral de la nación británica enviando al marido al Extremo Oriente, y violó de entrada las leyes de seguridad asumiendo como asesores personales, con remuneraciones fastuosas, a los húngaros T. Balogh y Nicholas Kaldor, apodados Buda y Pest respectivamente, economistas tan estrafalarios que, deflacionista y proteccionista el primero, inflacionista y librecambista el segundo, lograron llevar a la quiebra total la economía de Ghana y de la Ginea británica, antes de hacerse cargo dela responsabilidad de destrozar definitivamente la libra esterlina; ese mismo Wilson que, entre sus ciento dos ministros y subsecretarios –cifra fabulosa y única en los anales históricos de la Gran Bretaña- puede contar con el virtuoso  “hijo de miserables proletarios”, como le complace definirse a sí mismo, quiero decir, aquel Harold Laver que, al despertarse ministro, se compró, en el muy snob Belgravia Square, un modesto departamento de veintidós habitaciones, desembolsando cuarenta mil libras esterlinas.

¿Será necesario hablar de la democracia norteamericana, en la que no pocos presidentes, siendo L.B.Johnson el último de la lista, debieron su fortuna política a sus “dedos de oro” o a la de su esposa, esto es, a su habilidad para enriquecerse con una rapidez que allá, ha vuelto moneda corriente la acusación de cohecho? Esa misma democracia norteamericana que se revela impotente para que las asociaciones de delincuentes, organizadas como sociedades anónimas del crimen y de la violencia, ejerzan su presión sobre la comunidad por el cauce de las más peligrosas y delictivas uniones sindicales, forma tecnocratizada de las que fueron los gangs de los “años sin ley”.

Finalmente, ¿qué decir de la nuestra, con sus negociados en cadena sobre el trigo, la carne, el petróleo, los ferrocarriles, las aduanas, la moneda, y qué decir también de las demás democracias latinoamericanas? ¿Cuándo, por ventura, sacaron su resorte y su fuerza de la práctica de la virtud?
Nunca jamás, en ningún país, en ningún lugar del mundo, donde la fórmula democrática se haya asentado, la corrupción de arriba dejó incólume a sector alguno de la sociedad. Si es cierto aquello que decían los primeros teóricos del liberalismo acerca del “poder que corrompe”, sólo puede serlo en cuanto y tanto quienes logran ejercerlo, después de haber pagado la cuota exigida para obtenerlo, esto es, corrompiéndose antes de alcanzarlo lo utilizan luego para rebajar el cuerpo político a su propia medida. El poder no corrompe, sirve para corromper corrompiéndose. Y, en ningún régimen como en el democrático esta metodología de la corrupción descendente logra explayarse con tanta facilidad.

No existen, nunca existieron, hombres virtuosos por gracia de nacimiento. El hombre nace débil y dispuesto a todas las acciones, las malas como las buenas, y cuando el ejemplo no le viene de aquellos a quienes cabe la misión de orientarlo, esto es, cuando leyes justas y severas ecuánimemente aplicadas no lo constriñen, cuando los de arriba son los primeros en violarlas, la virtud no es más que una palabra vacía, y la sociedad se despedaza. El espectáculo de descomposición general que ofrece la sociedad contemporánea, en la que las virtudes privadas han caído tan bajo como las costumbres cívicas, no es sino la consecuencia de la corrupción de los gobernantes desatada por la fórmula democrática. Y nadie osaría sostener sin provocar conmiseración que esta descomposición podría remediarse volviendo a las “verdaderas prácticas de la democracia”, por honestos que fueren quienes lograsen encabezarla algún día. Y ellos justamente porque esas prácticas no podrían ser verdaderas más que fundándose en una petición de principios, dada por descontada la presencia del hombre virtuoso por gracia de nacimiento.

Así como el fisiólogo únicamente debe satisfacerse con describir, al término de sus experimentos, las condiciones en las que tales órganos pueden vivir y otros no, pero no puede crear “coleópteros sanos”, “monos sanos” o “perros sanos”, ninguna ley política sería capaz de engendrar “ciudadanos virtuosos” o “dirigentes virtuosos”. La razón fundada en la observación solamente puede intentar descubrir las normas, por lo demás muy flexibles, que, correctamente elaboradas y obedecidas han de concurrir a un mejor funcionamiento político de la sociedad. Pero nunca las descubrirá mientras se empeñe en partir del supuesto del “hombre virtuoso”, por cuanto el hombre puede llegar a ser virtuoso, como persona, mediante su propio esfuerzo, no como ciudadano, a través de una moral colectiva creada a estos efectos. Por consiguiente, es un absurdo pensar que un sistema político pueda fundarse en la virtud innata.

Este es un dato concreto, confirmado por milenios de historia explorada, y al que tenían en cuenta con sumo cuidado el sistema dinástico y todo otro modo de gobierno que no fuera democrático, esto es, en línea general, todos aquellos regímenes políticos que tuvieron vigencia en Occidente desde la fundación de la primera ciudad griega hasta el estallido de las Luces. Desde hace dos siglos, es decir, a partir del momento en que los aficionados lograron adueñarse del poder político, el sistema democrático, lejos de promover el florecimiento de las virtudes ciudadanas, solamente ha difundido la corrupción hasta los órganos antaño mejor protegidos contra ella, por la eliminación de los obstáculos que el instinto de supervivencia de las sociedades podía oponerle con la presencia vigilante de los cuerpos intermedios. Si es cierto que el ejercicio de la democracia exige la práctica de la virtud más celosa, la historia de esos doscientos años no nos ofrece un solo ejemplo de democracia que haya actuado conforme a su esencia. Por el contrario, nos muestra que, una vez sumadas todas las experiencias que se han registrado en este ya demasiado largo período histórico, dicha forma de gobierno es la que, más sistemáticamente, ha violado el interés general de las naciones, el de los grupos naturales y profesionales, de las familias y de los individuos.

Lo dicho hasta ahora solamente significa que, reducida a la impotencia por la petición de principios inicial que acabamos de analizar, la fórmula democrática ha acabado ejerciéndose por doquiera por encima de un vacío político casi absoluto que, poco a poco, a dado paso al imperio incontrolado de oligarquías financieras y de asociaciones de camorristas que se han visto inducidas a considerar los partidos políticos como simples vehículos de sus operaciones. Ésta es la única fuerza, el único resorte de las democracias contemporáneas, fuerza y resorte que se expresan a través de la asociación entre plutocracia y subversión.

Pues bien, esta asociación se ha dado a partir del momento en que los dueños del dinero cayeron en la cuenta de que sus contrincantes del partido de la revolución perseguían el mismo objetivo que ellos. De donde, naturalmente, tenían que considerar el tema de la coexistencia pacífica como aquel que, en las circunstancias en que habían ido creándose a través de la guerra fría, mejor podía favorecer sus intereses. Así es como, una vez más, han coincidido con todos los movimientos progresistas que habían ido afirmándose a partir de 1956 en sentido ideológico y que, a su vez, han encontrado en la internacional financiera, sobre todo merced a la victoria de la Nueva Frontera, la colaboración que les había faltado hasta entonces para que sus maniobras tendientes a la captación del poder surtieran por fin resultados positivos.

Comentario final del blog:  La  ”virtuosa” democracia anglosajona, adoptada e  impuesta por los liberales argentinos, sobre un país que la rechazaba, pues  repudiaba nuestras características nacionales, explica el fracaso humillante de la escandalosa  y taimada política nacional, instaurada por el Régimen,  ininterrumpidamente desde Caseros, hasta la actual política de Makri, nuevo Kerenski, que finalizará, si Dios no lo impide,  en el diabólico  gobierno universal de la plutocracia atea judeo-calvinista.                                                                                                                                                                                                  La “democracia” liberal no está integrada por personajes netamente virtuosos, “por gracia de nacimiento”, como ellos mismos  se consideran, sino tocados por el Pecado original, como todo ser humano, por lo que, al cortar los límites morales, establecen un Régimen corrupto y corruptor,  tanto del poder político como del sindical. Corrupción que contamina a la Nación y al pueblo entero; como innumerables ejemplos lo confirman. Al fin, en el paroxismo de la perversión, abona el crecimiento y el avance desmesurado e implacable del imperialismo, sea capitalista o marxista.


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