¡Dios los tenga en su
gloria!
HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL
ESPAÑOLA
Prefacio por
René
Benjamín.
( De la Academia Goncourt )
E
|
s la mentira la gran oportunista del siglo. Triunfa en
todas partes; nos sojuzga, nos ahoga.
Mas ¿Cómo conocer la Verdad ?... –gimen los
pusilánimes.
¡La verdad es
resplandeciente!
La gran
desgracia del hombre moderno, es que ya no adivina nada; ha gastado su
sensibilidad ¡Demasiadas noticias y demasiadas novedades! El pobre siente
vértigo. Entonces comienza por acoger la mentira con respeto, hasta que se le
prueba, mediante documentos mentirosos,,, ¡que no se trata de una mentira!
Tal fue el
drama de la Sociedad
de las Naciones ante la
Revolución de España. Ha creído escuchar imparcialmente y estudiar
con serenidad; luego, en medio de sofismas y frases, se ha decidido estúpidamente.
Daban ganas de decirle a gritos : ¿Y el honor? ¿Y la fe? ¿Y el espíritu?. En estas salas en que el aire ha muerto,
entre tantas necesidades pintadas en las paredes; -segadores tocando la lira,
mujeres que cantan mientras dan el seno, filósofos con túnicas de profetas abrazando
a obreros desnudos-…; hubiera debido entrar
un pastor recién llegado de su montaña, un marino escapando a la tempestad, un
soldado jadeante aún de su victoria. Estos habría sabido comprender a la España Nacional.
Habrían despertado la vergüenza en los diplomáticos, los ministros, los
pedantes, capaces de aplaudir la declaración sacrílega de un Alvarez del Vayo,
el osado que pedía ayuda a la tierra entera, contra unos generales facciosos…
Hay entre
estas gentes extrañas una absurda
concepción de la vida militar. El militar debe disparar el cañón, cuando ve la
guerra declarada por el civil y es el civil quien se lo manda. Pero si de
improviso cae en la cuenta de que la
Patria también le pertenece, y viéndola amenazada,
precisamente por el civil, pretende salvarla, entonces… ¡se convierte en
faccioso! Un Alvarez del Vayo no podría serlo. Es legal… ¡Puesto que fabrica
las leyes!
He aquí lo
que es necesario comprender antes de
leer una sola página de la “Historia de la Revolución Nacional
Española”. Ha empezado por crearse una
impostura desvergonzada, pregonándola, difundiéndola, ante una multitud de
engañados y necios. Fue inútil decirles
y repetirles que los Nacionales se habían visto atacados, robados,
muertos, que en un arranque de cólera sagrada, dijeron: “¡Basta”! y se
aprestaron a la defensa; los necios son los necios y respondían : “¡Oh!… por algo los habrán
asesinado…!” Hay seres con una imaginación húmeda, en la que no prende el fuego
jamás. Viven en la humareda, sin ver.
Procuremos
vivir en la luz. Sabemos los nombres de los demagogos que han querido arruinar
a España. Acabamos de verles huir, llevándose en sus autos a los Cristos que
cuentan revender en más de treinta dineros. ¡Han superado a Judas! Su codicia,
sus placeres, sus necesidades todo les imponía el rebajar a España. Tenían
horror a la fe de España. Bajo el pretexto de la miseria del pueblo no
proponían reformas, sino el gran exterminio; es decir, la miseria para todos.
El materialismo no tolera el espíritu;
no se siente superior hasta que lo ha matado. Un cobarde no soporta al
héroe; no llega a ser alguien hasta que lo suprime. Y he aquí porqué la Religión y el Ejército
fueron, como siempre, los primeros blancos.
No se trata
de saber si en las filas de los rojos hubo héroes ingenuos. Siempre se
encuentran pobres soldados que dan la vida por una ilusión. Esto no cambia en
nada a los criminales que, riendo, decían a los sacerdotes a quienes asesinaban
“¡Cómo! ¿Acaso la Iglesia
no desea el martirio?” ; y a los militares, antes de fusilarlos: “Pero señores,
¡si vais a morir por vuestra Patria!”
Se sabe de
que lado hubo odio contra el espíritu. Y de qué lado se ha caído por él. Los rojos
se han hecho matar por estas palabras: “Libertad, República; Igualdad”. Los
nacionales se han hecho matar por preservar una vida espiritual, en que el
honor, la caridad, el patrimonio nacional, se estimaban como bienes superiores
a los goces de una “República Libre e Igualitaria”.
Los rojos, al
principio, eran dueños de todas las riquezas. Los nacionales, al principio, no
tenían más riquezas que su fe. Van recordando al mundo esta verdad que el mundo
olvida siempre; el vencedor es aquel que cree en la justicia de su victoria. No poseían más que esta creencia. Fue
bastante. Casi todas las grandes ciudades estaban en manos de los rojos. La
mayor parte de los generales habían fracasado. Las tripulaciones de las escuadras
acababan de asesinar a seiscientos de sus oficiales. Sin barcos ¿Cómo
transportaría Franco a sus moros?
La fe lo creó
todo. La fe hizo descender a los navarros de sus montañas. Corrieron a Burgos,
en tropel, para ofrecerse a Mola. No tenían más que su vida, para dar por Dios, el Rey, sus tradiciones.
Se les armó. Fueron soldados formidables.
¡Qué decepción para los intelectuales que sueñan con que se responda a los asesinos
bendiciéndolos o tocando la flauta! Se hablará mucho tiempo del heroísmo
indómito de los requetés de Navarra.
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En una ciudad aparentemente frívola, como San
Sebastián –no es más que una ciudad mundana-
el sólo transito de los heridos y de los ‘pasados’, por las calles,
corría sobre los hombres vulgares un soplo espiritual. En los bares demasiado
iluminados, entre las risas excesivas de
las mujeres demasiado maquilladas, bastaba
un breve relato heroico en que el odio y el amor proyectaran sombra y
luz, para que una hora ligera y una sociedad frívola se ennoblecieran,
crecieran en valor , llegando a ser la
gracia de una civilización que ha costado lo bastante caro para merecer el
placer y lo superfluo. Esto es lo que expresaba un aviador, una noche, hablando de un raid trágico efectuado por la
mañana; “Pago, decía, mis noches, con el riesgo de mis mañanas”.
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Bilbao es una
excepción, fruto horrible de la industria, en una España que vive de la tierra
y donde la pobreza, suprema nobleza, es, ante todo, campesina.
El mayor
crimen de los demagogos fue confundir
intencionalmente la pobreza y la miseria.
La miseria es odiosa; la pobreza
es santa. La miseria tiene hambre; la pobreza es sobria. La miseria es la llaga de las ciudades; la
pobreza presta grandeza a la vida de los campos. No hay nada en la historia de
los hombres más culpable que el hacer creer a los pobres que son miserables
despertando en su corazón sencillo el sentido de la desgracia y de la envidia.
El pobre, en España, tenía el alma en paz. Vivía de un trabajo penoso, y como
tal, santificado, bajo un cielo de fuego, sobre una tierra sin rutas. En grandes
extensiones desérticas, cultivaba un trigo pálido, criaba corderos desmadrados
o toros ardientes; llevaba una vida cálida y magnífica de dignidad. El auto,
ese monstruo que pasa por doquier ha aparecido. Y el auto transportaba demonios
con cabeza de hombres, que recordaban al pobre que aún había ricos. Cristo
hacía lo contrario: recordaba a los ricos que siempre hay pobres.
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Ya que los
cañones se han callado y los hombres no mueren bajo las balas y las bombas, hay
que procurar, en el silencio relativo de la paz, tomar entre manos a los niños,
para hacer de ellos hombres menos vulnerables a las ideas falsas. Para esto
se trata, no de instruirles, sino de
educarles. Se ha visto, durante estos últimos años, el fruto dado a través del
mundo por la fiebre de la instrucción. Se ha saturado a los niños; se imponía
airearlos. El ser humano tiene necesidad que se le lije, se le desbaste; se le
ha sobrecargado. El secreto de los verdaderos estudios humanos estaba ayer en
las Humanidades, es decir, en el ejemplo de los hombres que fueron más humanos.
Es preciso encontrar nuevamente ese secreto y volverlo a la vida.
Don Pedro
Sáins Rodriguez, Ministro de la Educación
Nacional en España, acaba, en este sentido, de edificar un
plan de fina sabiduría que, después de la victoria de las armas, establecerá la
del espíritu. Latín, Griego, religión, ya que es lo mejor que puede estudiarse,
pasan a ser disciplinas obligatorias para todo niño que estudie. ¡Que haga
falta una guerra para una conquista de este tipo es ¡ay! tributo del triste
destino de los hombres!
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HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL
ESPAÑOLA
TOMO II: “Historia militar de la guerra”,
redactada por el Tte. Cnel.
Don
Jorge Vigón y por don José I. Escobar, Marqués de las Marismas
( Editada por la Sociedad Internacional
de Ediciones y de Publicidad, Boulevard Haussmann 76, París)
Capítulo
XII: Nunca se insistirá bastante en la
necesidad de conocer bien las cosas antes de juzgarlas. Y en el peligro de que,
precisamente, cuando se trata de juzgar acontecimientos e instituciones de
países extraños, todos nos creemos autorizados a prescindir del más elemental conocimiento de los hechos. Comprender la verdadera figura del Ejército
Español dentro de la política nacional, constituye uno de los factores
esenciales para interpretar adecuadamente la historia política de nuestra Patria
en los últimos cien años. Pero al mismo tiempo le será muy difícil a un
francés, a un inglés, a un norteamericano, partiendo de la imagen de lo que
representa el Ejército en sus respectivos países, llegar a darse cuenta exacta
de la diferencia de ambiente que justifica la diferencia de misión.
Es preciso no
olvidar, y antes bien grabar como punto fundamental de partida en cualquier
investigación acerca de la española, el arraigo de los principios religiosos y morales en torno a los cuales se
ha forjado la historia de nuestro pueblo. Por esa razón, jamás lograrán hacer mella en él las
instituciones de la
Revolución Francesa. Se aceptaron porque no había más
remedio, como cosa impuesta por la moda que había que soportar para no quedar
mal a los ojos de Europa, pero con la convicción íntima de que se trataba de
cosas artificiales que algún día desaparecerían para retornar al auténtico modo
de vivir. Y el auténtico modo de vivir
no guardaba relación alguna con esas periódicas farsas electorales para
construir un parlamento totalmente
desarraigado del sentir nacional y atento sólo al medro personal de sus
componentes. El Ejército, inspirado en
la idea de servicio a la Patria ,
encarnaba mucho más exactamente las esencias nacionales que las instituciones
traídas por el viento de la revolución.
Por encima de las corrupciones de los tiempos, el español conservaba el
culto por las ideas grandes y generosas. Entre las ruines intrigas para
satisfacer mezquinas ambiciones que
constituían todo el tejido de la vida parlamentaria, y la abnegación con que el
Ejército laboraba en silencio y
acudía a sacrificarse por la Patria , cada vez que la torpe
conducta de los políticos le obligaba al trance de tal sacrificio en holocausto
del honor nacional, el pueblo distinguía con certero instinto de qué lado estaba el auténtico espíritu español. Asimismo la
figura del oficial recatado y honesto, que en medio de la frivolidad ambiente
simbolizaba el último reducto del honor, acertaba mucho mejor a encauzar los
verdaderos latidos nacionales que los histriones del parlamento, los cuales, al
igual que los del teatro representaban cada día un drama diferente, según la
conveniencia de sus empresarios.
Por eso sería
un error enjuiciar la larga serie de pronunciamientos españoles del siglo XIX
considerándolos obra de un impulso o ambición personal de sus promotores. Sería
fácil descubrir en cada caso, la corriente de opinión nacional, que oprimida
por unas instituciones anti nacionales, no encontró otro medio de manifestarse
que la espada de un general. El gesto del Caudillo interpretaba la voluntad del pueblo, como pudo observarse,
por ejemplo, en ocasión del golpe de Estado del Gral. Primo de Rivera en el año
1923, acogido por la opinión pública, por su sola significación contra la farsa
democrática, con aplauso unánime. Nada de particular tiene por tanto, que en
cuanto la República
de 1931 empezó a dibujar su verdadera fisonomía entre los resplandores rojos de
los conventos incendiados, todas las
miradas convergieron sobre el Ejército
viendo en él, una vez más, la única salvación posible contra la turba de
facinerosos ocupantes del poder.
Mientras el
Ejército está ahí, se decía el hombre de la calle, no hay nada perdido y mi
único papel es el de esperar confiado el desarrollo de los acontecimientos.
Sólo el Ejército, además, tiene la fuerza precisa para cortar, cuando sea
oportuno, todos los experimentos de la desintegración nacional.
Para la
conciencia española, aparecía en suma el
Ejército como un organismo perfectamente homogéneo inspirado en los más puros
ideales que tenía hasta cierto punto la obligación de dejar a los hombres
civiles enredar en los asuntos públicos siempre y cuando no comprometieran
excesivamente la existencia de la Patria. En
ese momento, al que dentro del juego de las instituciones legadas por la Revolución se llegaba
infaliblemente con cierta periodicidad, la obligación del Ejército se convertía
en la de apartar de un papirotazo a los enredadores y enderezar el rumbo de los
destinos nacionales.
Claro está
que la realidad de las cosas no coincidía en los últimos tiempos con esa imagen
ingenua. La clase militar, a pesar de su notoria mayor pureza moral que
cualquier otra de la Nación , no era ya ese organismo unido y perfecto que
creía el hombre de la calle. Integrado en definitiva por hombres, habían
ejercido influjo sobre ellos las activas
propagandas desarrolladas al término de la Dictadura del Gral. Primo de Rivera contra todo lo que
constituía la esencia de las virtudes militares. La idea religiosa, tan
consustancial con el alma española, había sido objeto de toda suerte de
ataques. La noción de Patria, integradora de un pasado de glorias y tristezas
comunes y de una misión a realizar en el porvenir, fue sustituida por la soberanía
popular que confería a la generación presente el derecho a disponer a su antojo
de todo el patrimonio material y moral constituido por el esfuerzos común de
las generaciones anteriores haciendo caso omiso de las que vinieran después. Al
mismo tiempo se habían lanzado una serie de tópicos destinados especialmente a
impresionar a la clase militar. “La supremacía del poder civil”. “La necesidad
de cortar las intromisiones militares en la política para acabar con la causa más
grave del malestar nacional”. “España es
un nación conquistada por su Ejército”. “Hay que hacer retornar el Ejército a
los cuarteles”. “Se puede militarizar a un hombre civil, pero es mucho más difícil
civilizar a un militar”. En medio de este ambiente, el militar se sentía
cohibido, avergonzado de su condición y de su conducta en el pasado, y
dispuesto a hacérselas perdonar en el porvenir a fuerza de humildad, resignación
y mansedumbre.
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(Azaña
decreta en el mes de abril de 1931 la opción de retiro de los Oficiales con el
sueldo del grado inmediato superior; quedando el Ejército carente de sus
mejores soldados).
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Más no se
desanimaron por ello los elementos nacionales, y la difícil labor de
restablecimiento de la fe militar a que incansablemente se dedicaron a lo largo
de la República ,
con el fruto primero del 10 de agosto de 1932 y por último del 18 de julio de
1936, quedará en la historia como un expresivo ejemplo de acierto y
clarividencia política en quienes la realizaron, convencidos de la misión
especial e intransferible que ha de ejercer el Ejército en España.
No quiere
decir esto que en una coyuntura tan decisiva para la Patria , sintieran
tentaciones de eludir riesgos y responsabilidades los sectores nacionales no
pertenecientes a la profesión militar. Antes al contrario, como se verá después
más detalladamente, entusiastas organizaciones civiles se hallaban dispuestas
para secundar desde el primer momento la rebelión. Pero sin la acción del Ejército,
la de estas organizaciones civiles hubiera sido completamente ineficaz, como se
demostró palmariamente con el hecho de
que en un solo punto donde un piquete de soldados no precediera previamente a
fijar el bando del Estado de Guerra, lograron aquellas organizaciones hacerse
dueñas de la situación. Había provincias, sin embargo, como Cuenca, donde la
mayoría antirrepublicana era tan acusada que, en las elecciones de febrero de
1936, las candidaturas de Don Antonio Goicochea, José Antonio Primo de Rivera y
un cedista, obtuvieron el triple número de votos que las de izquierda, a pesar de todas las
coacciones. Pero por faltar el Jefe militar que abriera paso a las nutridas
masas de falangistas, monárquicos y gente de derecha, Cuenca no intentó
siquiera secundar el Alzamiento nacional. En cambio Sevilla, ciudad de 50 mil
comunistas y una tímida burguesía cedista, fue salvada para España. –y con ella quizá la propia España- por la
gesta inmortal del Gral. Queipo de Llano. Estos ejemplos se han repetido en innumerables
casos. Solo significan, por supuesto, que un Estado moderno tiene tales medios para su defensa que si
quiere emplearlos –y éste era el caso de la República a diferencia
de la Monarquía-
sólo puede ser derribado por una organización que cuente medios similares y nunca por una masa desarticulada, pese a su
arrojo y decisión, verdad aún más notoria en
España por las razones antes
dichas. Pero donde el Ejército abrió el paso, la avalancha de voluntarios
alcanzó tal ímpetu y volumen, que dejó sobradamente demostrado cómo, una vez más
en la Historia ,
el Ejército había sido el intérprete exacto de la voluntad nacional.
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