lunes, 15 de junio de 2015

La Cruzada Española de 1936 contra las fuerzas antinacionales y anticatólicas: comunismo, anarquismo, masonería, ¡con todo el mundo liberal y ‘democrático’ en su contra!, es un ejemplo crucial y actualísimo, porque la lucha continúa, siempre renovada, siempre la misma:  la realidad y la Verdad  contra las ideologías bárbaras. Publico algunos pocos párrafos, pero elocuentes, como testimonio de admiración al Ejército español y  a  los heroicos  ‘nacionalistas’ españoles.
¡Dios los tenga en su gloria!
HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL ESPAÑOLA
Prefacio  por
René Benjamín.
( De la Academia Goncourt)

E
s la mentira la gran oportunista del siglo. Triunfa en todas partes; nos sojuzga, nos ahoga.
      Mas  ¿Cómo conocer la Verdad?... –gimen los pusilánimes.
      ¡La verdad es resplandeciente!
      La gran desgracia del hombre moderno, es que ya no adivina nada; ha gastado su sensibilidad ¡Demasiadas noticias y demasiadas novedades! El pobre siente vértigo. Entonces comienza por acoger la mentira con respeto, hasta que se le prueba, mediante documentos mentirosos,,, ¡que no se trata de una mentira!
      Tal fue el drama de la Sociedad de las Naciones ante la Revolución de España. Ha creído escuchar imparcialmente y estudiar con serenidad; luego, en medio de sofismas y frases, se ha decidido estúpidamente. Daban ganas de decirle a gritos : ¿Y el honor? ¿Y la fe? ¿Y el espíritu?.  En estas salas en que el aire ha muerto, entre tantas necesidades pintadas en las paredes; -segadores tocando la lira, mujeres que cantan mientras dan el seno, filósofos con túnicas de profetas abrazando a obreros desnudos-…;  hubiera debido entrar un pastor recién llegado de su montaña, un marino escapando a la tempestad, un soldado jadeante aún de su victoria. Estos habría sabido comprender a la España Nacional. Habrían despertado la vergüenza en los diplomáticos, los ministros, los pedantes, capaces de aplaudir la declaración sacrílega de un Alvarez del Vayo, el osado que pedía ayuda a la tierra entera, contra unos generales facciosos…


      Hay entre estas gentes extrañas  una absurda concepción de la vida militar. El militar debe disparar el cañón, cuando ve la guerra declarada por el civil y es el civil quien se lo manda. Pero si de improviso cae en la cuenta de que la Patria también le pertenece, y viéndola amenazada, precisamente por el civil, pretende salvarla, entonces… ¡se convierte en faccioso! Un Alvarez del Vayo no podría serlo. Es legal… ¡Puesto que fabrica las leyes!
      He aquí lo que es necesario comprender  antes de leer una sola página  de la “Historia de la Revolución Nacional Española”.  Ha empezado por crearse una impostura desvergonzada, pregonándola, difundiéndola, ante una multitud de engañados y necios. Fue inútil decirles  y repetirles que los Nacionales se habían visto atacados, robados, muertos, que en un arranque de cólera sagrada, dijeron: “¡Basta”! y se aprestaron a la defensa; los necios son los necios  y respondían : “¡Oh!… por algo los habrán asesinado…!” Hay seres con una imaginación húmeda, en la que no prende el fuego jamás. Viven en la humareda, sin ver.
      Procuremos vivir en la luz. Sabemos los nombres de los demagogos que han querido arruinar a España. Acabamos de verles huir, llevándose en sus autos a los Cristos que cuentan revender en más de treinta dineros. ¡Han superado a Judas! Su codicia, sus placeres, sus necesidades todo les imponía el rebajar a España. Tenían horror a la fe de España. Bajo el pretexto de la miseria del pueblo no proponían reformas, sino el gran exterminio; es decir, la miseria para todos. El materialismo no tolera el espíritu;  no se siente superior hasta que lo ha matado. Un cobarde no soporta al héroe; no llega a ser alguien hasta que lo suprime. Y he aquí porqué la Religión y el Ejército fueron, como siempre, los primeros blancos.
      No se trata de saber si en las filas de los rojos hubo héroes ingenuos. Siempre se encuentran pobres soldados que dan la vida por una ilusión. Esto no cambia en nada a los criminales que, riendo, decían a los sacerdotes a quienes asesinaban “¡Cómo! ¿Acaso la Iglesia no desea el martirio?” ; y a los militares, antes de fusilarlos: “Pero señores, ¡si vais a morir por vuestra Patria!”
      Se sabe de que lado hubo odio contra el espíritu. Y de qué lado se ha caído por él. Los rojos se han hecho matar por estas palabras: “Libertad, República; Igualdad”. Los nacionales se han hecho matar por preservar una vida espiritual, en que el honor, la caridad, el patrimonio nacional, se estimaban como bienes superiores a los goces de una “República Libre e Igualitaria”.
      Los rojos, al principio, eran dueños de todas las riquezas. Los nacionales, al principio, no tenían más riquezas que su fe. Van recordando al mundo esta verdad que el mundo olvida siempre; el vencedor es aquel que cree en la justicia de su victoria.  No poseían más que esta creencia. Fue bastante. Casi todas las grandes ciudades estaban en manos de los rojos. La mayor parte de los generales habían fracasado. Las tripulaciones de las escuadras acababan de asesinar a seiscientos de sus oficiales. Sin barcos ¿Cómo transportaría Franco a sus moros?
      La fe lo creó todo. La fe hizo descender a los navarros de sus montañas. Corrieron a Burgos, en tropel, para ofrecerse a Mola. No tenían más que su vida,   para dar por Dios, el Rey, sus tradiciones. Se les armó. Fueron soldados formidables.  ¡Qué decepción para los intelectuales que sueñan  con que se responda a los asesinos bendiciéndolos o tocando la flauta! Se hablará mucho tiempo del heroísmo indómito de los requetés de Navarra.
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      En una  ciudad aparentemente frívola, como San Sebastián –no es más que una ciudad mundana-  el sólo transito de los heridos y de los ‘pasados’, por las calles, corría sobre los hombres vulgares un soplo espiritual. En los bares demasiado iluminados, entre las  risas excesivas de las mujeres demasiado maquilladas, bastaba  un breve relato heroico en que el odio y el amor proyectaran sombra y luz, para que una hora ligera y una sociedad frívola se ennoblecieran, crecieran en valor , llegando a ser  la gracia de una civilización que ha costado lo bastante caro para merecer el placer y lo superfluo. Esto es lo que expresaba un aviador, una noche,  hablando de un raid trágico efectuado por la mañana; “Pago, decía, mis noches, con el riesgo de mis mañanas”.
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      Bilbao es una excepción, fruto horrible de la industria, en una España que vive de la tierra y donde la pobreza, suprema nobleza, es, ante todo, campesina.
      El mayor crimen de los demagogos fue  confundir intencionalmente la pobreza y la miseria.    La miseria es odiosa; la pobreza es santa. La miseria tiene hambre; la pobreza es sobria.  La miseria es la llaga de las ciudades; la pobreza presta grandeza a la vida de los campos. No hay nada en la historia de los hombres más culpable que el hacer creer a los pobres que son miserables despertando en su corazón sencillo el sentido de la desgracia y de la envidia. El pobre, en España, tenía el alma en paz. Vivía de un trabajo penoso, y como tal, santificado, bajo un cielo de fuego, sobre una tierra sin rutas. En grandes extensiones desérticas, cultivaba un trigo pálido, criaba corderos desmadrados o toros ardientes; llevaba una vida cálida y magnífica de dignidad. El auto, ese monstruo que pasa por doquier ha aparecido. Y el auto transportaba demonios con cabeza de hombres, que recordaban al pobre que aún había ricos. Cristo hacía lo contrario: recordaba a los ricos que siempre hay pobres.
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      Ya que los cañones se han callado y los hombres no mueren bajo las balas y las bombas, hay que procurar, en el silencio relativo de la paz, tomar entre manos a los niños, para hacer de ellos hombres menos vulnerables a las ideas falsas. Para esto se  trata, no de instruirles, sino de educarles. Se ha visto, durante estos últimos años, el fruto dado a través del mundo por la fiebre de la instrucción. Se ha saturado a los niños; se imponía airearlos. El ser humano tiene necesidad que se le lije, se le desbaste; se le ha sobrecargado. El secreto de los verdaderos estudios humanos estaba ayer en las Humanidades, es decir, en el ejemplo de los hombres que fueron más humanos. Es preciso encontrar nuevamente ese secreto y volverlo a la vida.
      Don Pedro Sáins Rodriguez, Ministro de la Educación Nacional en España, acaba, en este sentido, de edificar un plan de fina sabiduría que, después de la victoria de las armas, establecerá la del espíritu. Latín, Griego, religión, ya que es lo mejor que puede estudiarse, pasan a ser disciplinas obligatorias para todo niño que estudie. ¡Que haga falta una guerra para una conquista de este tipo es ¡ay! tributo del triste destino de los hombres!

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HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN NACIONAL ESPAÑOLA
TOMO  II: “Historia militar de la guerra”, redactada por el Tte. Cnel.
Don Jorge Vigón y por don José I. Escobar, Marqués de las Marismas
( Editada por la Sociedad Internacional de Ediciones y de Publicidad, Boulevard Haussmann 76, París)

      Capítulo XII:  Nunca se insistirá bastante en la necesidad de conocer bien las cosas antes de juzgarlas. Y en el peligro de que, precisamente, cuando se trata de juzgar acontecimientos e instituciones de países extraños, todos nos creemos autorizados a prescindir  del más elemental conocimiento de los hechos.  Comprender la verdadera figura del Ejército Español dentro de la política nacional, constituye uno de los factores esenciales para interpretar adecuadamente la historia política de nuestra Patria en los últimos cien años. Pero al mismo tiempo le será muy difícil a un francés, a un inglés, a un norteamericano, partiendo de la imagen de lo que representa el Ejército en sus respectivos países, llegar a darse cuenta exacta de la diferencia de ambiente que justifica la diferencia de misión.
      Es preciso no olvidar, y antes bien grabar como punto fundamental de partida en cualquier investigación acerca de la española, el arraigo de los principios  religiosos y morales en torno a los cuales se ha forjado la historia de nuestro pueblo. Por esa razón,  jamás lograrán hacer mella en él las instituciones de la Revolución Francesa. Se aceptaron porque no había más remedio, como cosa impuesta por la moda que había que soportar para no quedar mal a los ojos de Europa, pero con la convicción íntima de que se trataba de cosas artificiales que algún día desaparecerían para retornar al auténtico modo de vivir.  Y el auténtico modo de vivir no guardaba relación alguna con esas periódicas farsas electorales para construir un parlamento  totalmente desarraigado del sentir nacional y atento sólo al medro personal de sus componentes.  El Ejército, inspirado en la idea de servicio a la Patria, encarnaba mucho más exactamente las esencias nacionales que las instituciones traídas por el viento de la revolución.  Por encima de las corrupciones de los tiempos, el español conservaba el culto por las ideas grandes y generosas. Entre las ruines intrigas para satisfacer mezquinas ambiciones  que constituían todo el tejido de la vida parlamentaria, y la abnegación con que el Ejército laboraba   en silencio y acudía  a sacrificarse por la Patria, cada vez que la torpe conducta de los políticos le obligaba al trance de tal sacrificio en holocausto del honor nacional, el pueblo distinguía con certero  instinto de qué lado estaba  el auténtico espíritu español. Asimismo la figura del oficial recatado y honesto, que en medio de la frivolidad ambiente simbolizaba el último reducto del honor, acertaba mucho mejor a encauzar los verdaderos latidos nacionales que los histriones del parlamento, los cuales, al igual que los del teatro representaban cada día un drama diferente, según la conveniencia de sus empresarios.
      Por eso sería un error enjuiciar la larga serie de pronunciamientos españoles del siglo XIX considerándolos obra de un impulso o ambición personal de sus promotores. Sería fácil descubrir en cada caso, la corriente de opinión nacional, que oprimida por unas instituciones anti nacionales, no encontró otro medio de manifestarse que la espada de un general. El gesto del Caudillo interpretaba  la voluntad del pueblo, como pudo observarse, por ejemplo, en ocasión del golpe de Estado del Gral. Primo de Rivera en el año 1923, acogido por la opinión pública, por su sola significación contra la farsa democrática, con aplauso unánime. Nada de particular tiene por tanto, que en cuanto la República de 1931 empezó a dibujar su verdadera fisonomía entre los resplandores rojos de los  conventos incendiados, todas las miradas convergieron  sobre el Ejército viendo en él, una vez más, la única salvación posible contra la turba de facinerosos ocupantes del poder.
      Mientras el Ejército está ahí, se decía el hombre de la calle, no hay nada perdido y mi único papel es el de esperar confiado el desarrollo de los acontecimientos. Sólo el Ejército, además, tiene la fuerza precisa para cortar, cuando sea oportuno, todos los experimentos de la desintegración nacional.
      Para la conciencia española, aparecía  en suma el Ejército como un organismo perfectamente homogéneo inspirado en los más puros ideales que tenía hasta cierto punto la obligación de dejar a los hombres civiles enredar en los asuntos públicos siempre y cuando no comprometieran excesivamente la existencia de la Patria. En ese momento, al que dentro del juego de las instituciones legadas por la Revolución se llegaba infaliblemente con cierta periodicidad, la obligación del Ejército se convertía en la de apartar de un papirotazo a los enredadores y enderezar el rumbo de los destinos nacionales.
      Claro está que la realidad de las cosas no coincidía en los últimos tiempos con esa imagen ingenua. La clase militar, a pesar de su notoria mayor pureza moral que cualquier otra de la Nación,  no era ya ese organismo unido y perfecto que creía el hombre de la calle. Integrado en definitiva por hombres, habían ejercido influjo sobre ellos  las activas propagandas  desarrolladas al término de la Dictadura  del Gral. Primo de Rivera contra todo lo que constituía la esencia de las virtudes militares. La idea religiosa, tan consustancial con el alma española, había sido objeto de toda suerte de ataques. La noción de Patria, integradora de un pasado de glorias y tristezas comunes y de una misión a realizar en el porvenir, fue sustituida por la soberanía popular que confería a la generación presente el derecho a disponer a su antojo de todo el patrimonio material y moral constituido por el esfuerzos común de las generaciones anteriores haciendo caso omiso de las que vinieran después. Al mismo tiempo se habían lanzado una serie de tópicos destinados especialmente a impresionar a la clase militar. “La supremacía del poder civil”. “La necesidad de cortar las intromisiones militares en la política para acabar con la causa más grave  del malestar nacional”. “España es un nación conquistada por su Ejército”. “Hay que hacer retornar el Ejército a los cuarteles”. “Se puede militarizar a un hombre civil, pero es mucho más difícil civilizar a un militar”. En medio de este ambiente, el militar se sentía cohibido, avergonzado de su condición y de su conducta en el pasado, y dispuesto a hacérselas perdonar en el porvenir a fuerza de humildad, resignación y mansedumbre.
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      (Azaña decreta en el mes de abril de 1931 la opción de retiro de los Oficiales con el sueldo del grado inmediato superior; quedando el Ejército carente de sus mejores soldados).
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      Más no se desanimaron por ello los elementos nacionales, y la difícil labor de restablecimiento de la fe militar a que incansablemente se dedicaron a lo largo de la República, con el fruto primero del 10 de agosto de 1932 y por último del 18 de julio de 1936, quedará en la historia como un expresivo ejemplo de acierto y clarividencia política en quienes la realizaron, convencidos de la misión especial e intransferible que ha de ejercer el Ejército en España.
      No quiere decir esto que en una coyuntura tan decisiva para la Patria, sintieran tentaciones de eludir riesgos y responsabilidades los sectores nacionales no pertenecientes a la profesión militar. Antes al contrario, como se verá después más detalladamente, entusiastas organizaciones civiles se hallaban dispuestas para secundar desde el primer momento la rebelión. Pero sin la acción del Ejército, la de estas organizaciones civiles hubiera sido completamente ineficaz, como se demostró palmariamente con el hecho  de que en un solo punto donde un piquete de soldados no precediera previamente a fijar el bando del Estado de Guerra, lograron aquellas organizaciones hacerse dueñas de la situación. Había provincias, sin embargo, como Cuenca, donde la mayoría antirrepublicana era tan acusada que, en las elecciones de febrero de 1936, las candidaturas de Don Antonio Goicochea, José Antonio Primo de Rivera y un cedista, obtuvieron el triple número de votos  que las de izquierda, a pesar de todas las coacciones. Pero por faltar el Jefe militar que abriera paso a las nutridas masas de falangistas, monárquicos y gente de derecha, Cuenca no intentó siquiera secundar el Alzamiento nacional. En cambio Sevilla, ciudad de 50 mil comunistas y una tímida burguesía cedista, fue salvada para España.  –y con ella quizá la propia España- por la gesta inmortal del Gral. Queipo de Llano. Estos ejemplos se han repetido en innumerables casos. Solo significan, por supuesto, que  un Estado moderno  tiene tales medios para su defensa que si quiere emplearlos –y éste era el caso de la República a diferencia de la Monarquía- sólo puede ser derribado por una organización que cuente  medios similares  y nunca por una masa desarticulada, pese a su arrojo y decisión, verdad aún más notoria en  España  por las razones antes dichas. Pero donde el Ejército abrió el paso, la avalancha de voluntarios alcanzó tal ímpetu y volumen, que dejó sobradamente demostrado cómo, una vez más en la Historia, el Ejército había sido el intérprete exacto de la voluntad nacional.
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