lunes, 22 de abril de 2019


Extraje de la revista “La Hostería Volante” (Nº 5, sin firma, 1968), estos párrafos dedicados a exponer la mala pasión calvinista por el trabajo, “supervalorado” por su “teología” subversiva, En ésta encuentra su motivación, pues creen que  el  trabajo es fuente de santidad. El calvinista se santifica detrás del mostrador, decía Tawney en “La religión en el origen del capitalismo”. Y consiguientemente repudia el ocio pensante, creador, liberador, exaltador de la personalidad, despreciando las circunstancias materiales que lo pueden tentar y someter. Desde hace años las fuerzas del mal han tratado que la gente no piense, que se integre en el rebaño…¡Haciendo, trabajando, no pensando! ¡y lo han logrado!                                                       
Una muestra casi insignificante, pero veraz, es el abuso generalizado de los celulares y de la radio. Y los degradados diálogos con ideas copiadas, de mediocridad y chatura aplastante, que no admiten por incomprensibles u ofensivas ideas distintas a las que imponen los “medios”.

EL ocio.

      El Dr. Frei, presidente democristiano de Chile, ha suprimido las fiestas religiosas con el declarado propósito de aumentar la producción. Dejando de lado la oculta intención de deslumbrar al burgués, colocándose a la vanguardia de la abstención religiosa, y prescindiendo también de que Frei no hizo más que radicalizar la postura de su partido, advertimos que la puridad al proceder así actuó en un sentido muy profundo y entrañablemente moderno.
     
      La deformación con que la inteligencia moderna interpreta el concepto de “ocio”, se relaciona directamente con uno de los más radicales males que afectan al  hombre de hoy. Es el de la supervaloración del trabajo. Es una deformación ésta que importa no tanto por sí como por el desorden que deja entrever por detrás y por delante.
     
      El valor “trabajo” tal como se lo vive contemporáneamente, es un triunfo del estilo manchesteriano y de su correlato doctrinario, el marxismo.
     
      Este mal es tanto más peligroso cuanto que, como consecuencia del abandono de la cultura tradicional  se ha extendido por todo el ámbito social  y se ha hecho carne en el hombre común. Esto no fue casual ni súbito, sino que exigió la paulatina  destrucción de todo un sistema de vida y de todo un pensamiento subyacente. Fundamentalmente se produjo una sustitución  en los fines y en las ambiciones de los hombres. Concretamente al retirar su mirada del cielo y dirigirla sobre este mundo, el hombre quedó atrapado en sus cosas, las deseó, las amó, las dominó,  las gozó y terminó por confundirse son ellas.
     
      Este volcarse sobre las cosas para hacerlas suyas no era, el término de la Edad Media y comienzo de la contemporánea, la espontánea y saludable actitud del hijo de Dios, sino el fruto de una nueva rebeldía. Esta rebeldía fue acuñada por el humanismo renacentista, solidificada en el calvinismo y culminada por el marxismo, porque el hombre vuelto sobre sí y desconectado de su Creador, necesariamente se extingue en el materialismo. El dominio del cristiano sobre los bienes es un verdadero señorío, pleno de libertad, mientras que el del hombre moderno es una factoría, cargada de trapacerías.
     
      El hombre colocado por debajo de las cosas, desconectado del reino de lo absoluto, era ya por eso víctima y esclavo de sus instintos. El apetito de vivir cada vez mejor creó la civilización del confort, en el que el trabajo es la primera virtud y la producción la primera preocupación.
     
      Un paso más y el trabajo se convierte en valor autónomo y en base de la nueva moral privada y social, y la producción en la base, el motor y la meta de la inteligencia. Proceso más intenso y vivo en países como el nuestro, een que se incorporan sin ordenarse avalanchas de inmigrantes, que llegan a ser propietarios sin dejar de ser proletarios y que todo lo subordinan al absoluto de “hacer la América”.
     
      Para los ojos de la sociedad moderna, todo aquel que reste su colaboración  a la producción es un demente. Ya Hillaire Belloc denunció cómo en el Estado Servil el hombre carece de libertad para trabajar o no. Debe trabajar, y concretamente en la elaboración de bienes materiales.
     
      Bajo este ritmo, el hombre no tarda en perder contacto consigo, con sus semejantes y con su grupo. La vuelta al hogar es, cada día, especialmente triste. La vida se torna triste. El hastío lo invade todo, porque nada hay más triste y más hastiante que el trabajo sin finalidad que lo trascienda. En estas condiciones el  hombre percibe que  el tiempo de la vida, que “su” tiempo, se le va gratuitamente, que el gozo no es suficiente, que el dolor no tiene sentido y que no redime, que su ser no permanece en el cauce del río y que todo carece de un porque sí.
     
      La civilización del trabajo y de la producción le provee al hombre , su víctima, una tosca restitución de la alegría, el entretenimiento; la televisión, el cine, los diarios y revistas casi exclusivamente gráficas, con poco texto (leer es en cierto modo pensar, y pensar no es agradable, como observare Aristóteles). Curiosa civilización ésta, en que la muerte de la alegría se produce en medio de un monstruoso esfuerzo por alcanzar el gozo.
     
      La suspensión del trabajo es llenado por el aburrimiento, finalmente el mismo trabajo se torna aburrido y aún angustioso.
Al hombre moderno no le está permitido el ocio; él mismo no se lo permite. El ocio se le aparece como un alejamiento de la vida. La acción y lo inmediato, he ahí la vida. Todo lo que no es eso, es muerte. Y también aburre.
     
      Sin embargo, el principio de toda superación está en la reflexión. Y no hay reflexión sin ocio. Cuando el hombre se aleja del curso de la historia y del contacto con las cosas, vuelve sobre su ser y sus principios. Entonces está en condiciones de mirar por sobre la historia y las cosas, de comprender, de definir y de trascender.
     
      El ocio no es inactividad.  Es una postura espiritual que posibilita el retorno del hombre hacia si y hacia la verdad. Porque “el ocio es contemplación”.
     
      El ocio es de por  sí, una afirmación del espíritu, de su reino y de sus valores, así como la actividad desaforada es una afirmación  del triunfo de la materia. En realidad la única vía concreta y sensata para escapar al imperio de la materia es el ocio, porque por el ocio podremos pensar en Dios, adorarlo y relacionarlo. Y definirnos y definir nuestras cosas y ser, verdaderamente hombres, distinguiéndonos de la naturaleza cósmica. Como afirmó Pieper, el ocio es la base de la cultura. El ocio habla de un orden superior.
     
      Por otra parte, así como el ocio es camino a la verdad es reducto de la libertad, porque permite al hombre  ser plena y concientemente él, cuando la sociedad y el estado, como sucede hoy, le niegan o le desconocen esa posibilidad y ese derecho.

      En China el régimen laboral es poco menos un régimen de trabajos forzados. Todas las horas del individuo están ocupadas por el trabajo, (material o intelectual), para impedir el encuentro consigo mismo. Y en las sociedades industriales ocurre más o menos lo mismo, porque el “descanso” está ocupado por el entretenimiento y el entretenimiento está signado por el aburrimiento. Sólo las minorías dominantes se dedican al ocio, para tener en sus manos las palancas del poder.
     
      Así como el hombre moderno confunde alegría con entretenimiento, confunde ocio con pereza. El ocio está vibrantemente adentrándose en su espíritu, mientras que el perezoso está desesperadamente escapando al trabajo. El ocio está trabajando en la tarea de ser hombre y el perezoso está en la tarea de no hacer nada. El ocioso está por encima de los aconteceres, y el perezoso está por debajo, si bien procura que en ese momento le resbalen. El ocioso aspira a ser y el perezoso a no ser. Verdaderamente, casi nada hay tan distante entre sí como un ocioso y un perezoso.
     
      Poco a poco, el trabajo se ha ido convirtiendo en una fiesta del hastío y el placer en una trinchera contra el trabajo.
     
      El ocio no es descanso, aunque la Carta de las Naciones Unidas, que fue redactada por activos hombres modernos, lo crea así. El ocio es creación y como tal está por encima del trabajo. El ocio es el triunfo del hombre sobre sus necesidades, el trabajo es simplemente su satisfacción.
     
      El ocio es vida del espíritu y en cualquier condición y en cualquier época, la historia progresa por el ocio, que es alimentado por aquellos capaces de volver sobre sí, de remontarse hacia las causas, de llegar a los principios, de liberarse de las circunstancias y de triunfar sobre las cosas.*


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