domingo, 17 de marzo de 2019


Textos de doctrinA POLITICA                                                                                                 
  El individuo atomizado agobiado por el absolutismo democrático.

LA SOBERANÍA.

Es falso el punto de vista que coloca al individuo en oposición al Estado, y que concibe como antagónicas las soberanías de ambos. Este concepto “soberanía” ha costado mucha sangre al mundo y le seguirá costando. Porque esa “soberanía” es el principio que legitima cualquier acción nada más de ser de quien es. Naturalmente, frente al derecho del soberano a hacer lo que quiere se alzará el del individuo a hacer lo que quiere. El pleito es así irresoluble.

En este principio descansa el absolutismo. Este sistema apareció en el Renacimiento y tuvo mejores políticos que filósofos. Éstos acudieron al Derecho romano, y, confirmando sobre el “dominio” privado el poder político dieron a éste un carácter “patrimonial”. El príncipe viene a ser “dueño“ de su trono, y así lo que a él le parezca  tiene fuerza de ley, nada más que por emanar de él. “Quod principi placuit leges habet vigorem”. Digamos entre paréntesis que esta tesis del príncipe, este derecho divino de los reyes, nunca ha sido doctrina de la Iglesia, como sus enemigos han pretendido afirmar.

Pero es natural que frente al derecho divino de los reyes se proclamase el derecho divino del pueblo. El que dio forma expresiva a esta tesis básica de la democracia fue Rousseau en el “Contrato Social”. Según él, todo poder procedía del pueblo, y sus decisiones de voluntad se consideraban justificadas, por injustas que fuesen. Al “Quod principi placuit leges habet vigorem”, sucede la afirmación de Jurieu: “El pueblo no necesita tener razón para validar sus actos”. Y el individuo sale de la tiranía de un gobernante para caer bajo la tiranía de las asambleas”.

SOBERANÍA Y DESTINO.

El Estado se encasilla en su soberanía, el individuo en la suya; los dos luchan por sus derechos a hacer lo que les venga en gana. El pleito no tiene solución. Pero hay una salida justa y fecunda para esta pugna si se plantea sobre bases diferentes. Desaparece este antagonismo detractor en cuanto se concibe el problema del individuo frente al Estado no como una competencia de poderes y derechos, sino como un cumplimiento de fines de destinos. La Patria es una unidad de destino en lo universal, y el individuo, el portador de una misión peculiar en la armonía del Estado. No caben así disputas de ningún género: el Estado no puede ser traidor a su tarea ni el individuo puede dejar de colaborar con la suya en el orden perfecto de la vida de su nación.

El anarquismo es indefendible, porque, siendo la afirmación absoluta de individuo, al postular su bondad o conveniencia ya se hace referencia a cierto orden de cosas, el que establece la noción de lo bueno, de lo conveniente, que es lo que se negaba. El anarquismo es como el silencio: en cuanto se habla de él se le niega

La idea del destino, justificador de la existencia de una construcción (Estado o sistema), llenó la época más alta que ha gozado Europa: el siglo XIII, el siglo de Santo Tomás. Y nació en mentes de frailes. Los frailes se encararon con el poder de los reyes y le depararon ese poder en tanto no estuviera justificado por el cumplimiento de un gran fin: el bien de los súbditos.
Aceptada esta definición del ser –portador de una misión, unidad cumplidora de su destino-, florece la noble, grande y robusta concepción del “servicio”. Si nadie existe sino como ejecutor de una tarea, se alcanza precisamente la personalidad, la unidad y la libertad propias “sirviendo” en la armonía total. ¡Se abre una era de infinita fecundidad al lograr la armonía y la unidad de los seres! Nadie se siente doble, disperso, contradictorio entre lo que es en realidad y lo que en la vida pública representa. Interviene, pues, el individuo en el Estado como cumplidor de una función, y no por medio de los partidos políticos, no como representante de una falsa soberanía, sino por tener un oficio, una familia, por pertenecer a un Municipio. Se es así, a la vez que laborioso operario, depositario del poder.

Los sindicatos son cofradías profesionales, hermandades de trabajadores, pero, a la vez, órganos verticales de la integridad del Estado. Y al cumplir el humilde quehacer cotidiano y particular se tiene la seguridad de que se es órgano vivo e imprescindible en el cuerpo de la Patria. Se descarga así el Estado de mil menesteres que ahora innecesariamente desempeña.  Sólo se reserva los de su misión ante el mundo, ante la Historia. Ya el Estado, síntesis de tantas actividades fecundas, cuida de su destino universal. Y como el jefe es el que tiene encomendada la tarea más alta, es él el que más sirve. Coordinador de los múltiples destinos particulares, rector del rumbo de la gran nave de la Patria, es el primer servidor: es, como quien encarna la más alta magistratura de la tierra, “siervo de los siervos de Dios”.+

Artículo tomado de “JUANPÉREZ”, Madrid-Barcelona, junio 1964.



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