jueves, 7 de marzo de 2019


Eugenio Montes.
“El Viajero y su Sombra”.
Un aire de Cuaresma
“Estas crónicas de caminos fueron escritas en las posadas, sin vocación de eternidad, en 1931, 32, 33 y 34. Hace seis y siete años. Es decir, dada la andadura de la vida y la muerte en España hace seis y siete siglos. Pero no pido disculpas, pues las ideas y las pasiones que anticipan han contribuido a mover la gloria de nuestra guerra. Profecía de huesos ha sido siempre la Historia” .- E.M.

El republicanismo liberal, izquierdista y marxista, desde añares, fue sumergiendo a los españoles en el mundo de las cosas y del dinero, objetos de lujo, placer y ostentación, generalmente superfluas. Esas cosas, deslumbrantes a los sentidos domesticados que difunde el “americanismo”, para achanchar y amortiguar la resistencia patriótica de los pueblos; y para que, al fin, acepten como palabra sagrada los principios de la política rastrera y materialista de la democracia liberal y burguesa. Pues el liberalismo necesita difundir el libertinaje moral para imponerse.
Pero la juventud española, inspirada en la gran Tradición, se sobrepuso heroicamente y arrebatadas de amor patrio se lanzó con espíritu enjuto de cruzados a restaurar la Patria, cuando ya inexorablemente hubiera caído rusificada.
Considerando que los argentinos estamos actualmente enviciados por semejantes costumbres y agobiados por la misma política absolutista, ante el ejemplo expuesto por Eugenio Montes en su libro, ¿Conservará actualmente nuestra juventud, agraviada, engañada y enviciada, las fuerzas suficientes para restaurar el honor, la dignidad y la soberanía patria? ¿Resurgirá en la juventud argentina el amor a Dios y a la Patria, para instaurar el Reinado de Cristo?  
         
Cuaresma.
M
ientras las cosas ocuparon, indebidamente, el rango supremo en la escala de la estimación y el anhelo, los españoles no teníamos nada que hacer, porque nuestra civilización se funda en la reverencia a los valores personales por encima de los valores de las cosas u objetos mercantiles. La persona se distingue de la cosa en eso: en que la persona no se vende ni se puede adquirir en un mercado. Y ¿qué fue hasta hace unos años el mundo sino un enorme bazar, emporio de riqueza material y de espiritual miseria?

En un tiempo de abundancia mercantil y de miseria metafísica cuando todos se disputaban la posesión de las cosas, el español, por hombría, se dedicó a matar el tiempo, a matar o ver morir un mundo dejado de la mano de Dios. Sentado a la puerta de su casa, mudo, ensimismado y triste, espera el paso del cadáver de su enemigo. Así estuvo el español durante siglos, inmóvil, sin despegar los labios, metido en la caverna del sentido y en lo profundo de su soledad sonora. De vez en vez, un ¡ay!, y luego vuelta a callar. De vez en vez, un ¡ay! y una copla muy ronca por lo bajo, un cante triste y hondo. Y es que el español. Si lo es, es profundo. Lo epidérmico, lo frívolo nos es extraño, extranjero. Pero por eso mismo los extranjerizantes se dedicaron a frivolizar nuestro pobre pueblo, exaltando la hermosura de las sensaciones lujosas. El político de modales europeos, con la barbita en punta y la legión de honor en la solapa, da una vuelta por el boulevard o por el Strand londinense y retorna, preguntándose en medio del silencio sagrado de Castilla: ¿A qué se debe la superioridad de los anglosajones? Y tanto y tanto oyó el español esta pregunta que, al fin, concluyó de dudar de sí, por inquietarse. Estaba en lo firme desde hacía siglos, resistiendo en su Tebaida ascética el asalto de las sensaciones, pero políticos y escritorzuelos se empeñaron en sacarle de quicio, sacándolo de la puerta de la casa donde esperaba, inmóvil, el paso del cadáver del enemigo. Y concluyeron en estos años por conseguirlo, por sacarle de sí y enfurecerle, justamente cuando asomaba por la frontera el cadáver del enemigo, el ataúd de Europa. Frontera de España es Biarritz. A Biarritz iba entonces, y quizá sigan yendo, los cronistas de periódicos amigos de Sánchez Román, de la civilización y del progreso. Y había que ver sus crónicas civilizadas poniéndole a las mujeres españolas, tan dignas y elegantes bajo sus mantos raídos, los modelos de las casas de modas, con sus escotes impúdicos y sus piernas al aire. Y había que ver su estupor de papanatas ante los maridos distraídos, las ruletas en libertad y Stavinsky en automóvil. Había que ver lo que no vieron, la agonía de todo eso, la muerte de una civilización industrial y burguesa, ausente de valores humanos, civilización de los derechos del hombre, o sea el derecho del hombre a dejar de ser hombre, a perder hombría, y los derechos de la mujer, o sea el derecho a dejar de ser madre o virgen.

España virgen. Pura e intacta de los pecados europeos, la Antigüedad española sintió siempre en el fondo un aristocrático desdén por ese mundo burgués y desalmado, mundo sin alma, bazar de tonterías, con frigoríficos, aspiradores, masajes y masajistas. En 1914, cuando una disputa de feria hizo reñir a Europa, nosotros no fuimos a la riña porque no habíamos ido a la feria. De un modo más o menos oscuro sintió entonces el corazón español que allí no se disputaban más que mercados, ni reñían más que mercaderes.

A un emigrante vasco, perdido –o encontrado- en la ancha soledad de la pampa argentina, le hablaron una vez del Marne y de Verdún. Le preguntaron entonces que pensaba de esas batallas y a cuál de los ejércitos beligerantes otorgaba su simpatía. Y el vasco, liando su cigarrillo, con la hopa del Rey de España en la mano, yesca, lumbre y pedernal, en alto los hombros displicentes, respondió: Bah, cosas de maquetos. Cosas de gente sin estirpe. Cosas, mercaderías, competencia y trifulca de mostrador y mercaderes.

La guerra de 1914-1918 y su triste engendro, el Contrato de Versalles, no son sino los últimos y acongojantes episodios de esa competencia de egoísmos y hedonismos a que se entregó el mundo tras la rota española de Rocroy y el contrato de Westfalia ¡Locura de Europa!, dijo entonces nuestro D. Diego Saavedra Fajardo. Esa locura europea –burguesa y marxista-  de concebir la existencia como una puja de apetitos lujosos, ha contagiado en los últimos tiempos nuestro país. Hace falta que España se haya vuelto loca para que las gentes se peleen por gozar un mundo que, en el fondo, no le interesa al español; el mundo de las cosas, de los bienes epicúreos, de los objetos cómodos, del dinero a todo trance. El mundo de lo que se llama la buena vida, que es el único a que aspiran las mujeres de mala vida. Un mundo sin moral, sin ethos, sin honor y sin grandeza.

Lo más trágico de ese contagio póstumo es su anacronismo. El obrero reclama en España jornales crecientes, cuando en Inglaterra y Alemania comienza a persuadirse de que sólo con jornales sobrios podrá tener trabajo. El hidalgo antiguo de nuestras viejas ciudades se siente burgués, cuando en Europa la burguesía se dispone a vivir con la alta y enjuta dignidad de un castellano viejo. La mujer española corre desalada de piscina en piscina, cuando las mujeres europeas ya se avergüenzan de su impudor inelegante.

Anda por toda Europa un aire de cuaresma. Y es que han venido, tras siglos de frivolidad, tiempos serios y duros. A ellos sólo sobrevivirá el país que sepa resistir, soportando rigores. El mundo se dispone a aprender un arte en el que hemos sido siempre maestros: el del aguante.
¡Si España hubiese aguantado un poco más! ¡Todavía hoy, si volviese a su ser! Lo primero, el temor de Dios: lo segundo, la gravedad, solía decir un jesuita hispano a un príncipe que adoctrinaba en Nápoles. Cuando nadie le temía a Dios, ni a la muerte, ni quería ser grave, nosotros renunciamos a intervenir en el mundo ¡A coger, a coger los bienes de la vida, que es corta!, cantaba el epicureísmo de corto vuelo. No. Don Francisco de Quevedo, con polvo y asco en los labios replica bien:

Y pues la humana vida es larga, y nada.
24/6/1934.

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