domingo, 19 de agosto de 2018


DEMOCRACIA Y PERIODISMO
En  “Hombres y Dios”,(pg.78), Pieter van der Meer de Walcheren nos ofrece la fiel descripción de un maquiavélico político francés, corrupto, mentiroso y desfachatado, prototipo de los políticos democráticos, (-seguramente masón-), que anduvo medrando hacia principios del siglo pasado, por lo cual, bien podría ser el ejemplo donde podrían mamar los políticos argentinos… para integrar  la plaga nacional, que nos convirtió en una factoría del imperialismo. Además, esos demagogos cuentan con la complicidad del periodismo amarillo y extranjerizante, que se encarga de difundir sus palabras para envenenar al pueblo.                                                                                                                                                 
“¡Digna representación de un pueblo soberano!”

En ocasión de un banquete ofrecido a los corresponsales de guerra extranjeros, Matías conoció personalmente a  Arístides Briand, que era el anfitrión.
El famoso político, que conocía a la perfección las reglas, tejemanejes y tretas del juego parlamentario, daba la impresión de ser un hombre de buena índole, algo bonachón. No obstante, esta impresión era equivocada. Tenía una voz cálida, armoniosa. Sus ojos miraban, desde debajo de sus pesados e indolentes párpados, sin recelo alguno, y el espeso bigote ponía en su sonrisa algo de benignidad. Pero todo aquello era una máscara. De vez en cuando su mirada se endurecía y afilaba. Detrás de su bigote bonachón se cerraba la boca apretadamente.
La influencia de Briand era grande. Tenía una facilidad de palabras extraordinarias. Era famoso por su sutil oratoria, pronto en el ataque y en la réplica.  Como jefe socialista se había mostrado dominador de las muchedumbres, ya desde que en 1900 fue elegido diputado. Poseía en alto grado las calidades de un político democrático. Era oportunista, increíblemente hábil, flexible y ambicioso. Sin mostrar la más mínima impaciencia e incluso sin un asomo de mal humor, podía esperar el momento preciso para asestar su golpe. Poseía un dominio de sí mismo inquebrantable, que no traicionaba nunca lo que realmente pensaba o sentía. Sus antiguos correligionarios políticos, los socialistas, a los que un buen día dejó en la estacada con la mayor desfachatez, se vengaban de él insultándole y escarneciéndole sistemáticamente y citando con viperina obstinación sus opiniones y declaraciones anteriores, que le echaban en cara en todos los debates de la Cámara. No por ello se arredraba Briand lo más mínimo. Eran las pequeñas molestias o los acicates del juego parlamentario. Ya cuando era un joven abogado con bufete establecido en Saint-Lazaire llamaba la atención de sus contemporáneos y colegas más viejos por su elocuencia, sutil y al mismo tiempo cortante. Sus enemigos decían en tono de mofa que su voz tenía el sonido cautivante de un violoncelo. El angosto ambiente provincial le oprimía; allí no podía desplegar sus singulares dotes de ambicioso hechicero político. Tenía necesidad de mayor espacio y de un círculo más amplio para dar rienda suelta a todas sus energías vitales y para dar satisfacción a la tenaz ambición que le poseía. Se fue a Paris. La política se venía utilizando como trampolín para alcanzar el poder y la consideración social. Eran millares los que lo intentaban. Se hizo socialista. Primero como miembro del partido, poco después como uno de los jefes del mismo, en breve espacio de tiempo atrajo la atención y eran muchos los que admiraban al político sin conciencia y sin escrúpulos para nada ni para nadie. Adquirió ascendencia sobre sus correligionarios políticos. Era el tipo del demagogo que con sus palabras y con su voz sabía azuzar a las muchedumbres ingenuas. “Cuando estáis formados unos al lado de otros en cerradas filas, constituyendo una densa e inquebrantable masa, sois entonces, ¡oh proletarios!, mucho más poderosos que todos los demás partidos juntos. Además tenéis a vuestra disposición un arma, un arma temible, el arma de la huelga general”.  Estas palabras se la recordaron muy a menudo con amargura e impotente cólera sus antiguos compañeros de partido. Pero al principio los obreros le llevaban en palmitas, sin sospechar que el mismo jefe que les incitaba a la más audaz resistencia se había de convertir un día en su más violento adversario.  Poco después de 1900 ingresó Briand en la Cámara precedido de una gran reputación de orador y de hábil táctico.  Inmediatamente se le encargó la redacción del informe sobre la famosa ley relativa a la separación de la Iglesia y del Estado. Puso así dar cumplida satisfacción a su inquina anticlerical.
Y sin embargo, flexible y taimado, sabía contentar a casi todo el mundo. Aplicaba magistralmente el sistema de toma y daca, pero no por eso perdía nunca de vista su objetivo. Los mediocres le admiraban por su habilidad e incluso los católicos no ocultaban la simpatía que sentían por él. Sus intenciones no eran malas, después de rodo. Sucesivamente fue ministro de educación nacional, de justicia, y por fin, por primera vez, presidente del consejo de ministros. A partir de entonces quedó incorporado al grupo de políticos profesionales, que se relevaban entre sí, como en un juego, en los ministerios hasta el fin de sus días. […].
Matías recordó los incidentes de aquella carrera, que salvo pequeñas variantes era la misma de casi todos los políticos republicanos, cuando vió a Briand en persona le oyó hablar, y observó como comía y reía y se movía. Y se estaba en guerra, Francia vivía en la sobrecogedora gravedad de la guerra. En tiempos de paz un hombre así y el comportamiento del mismo se podía considerare, con sonrisa de diletante y cierta fruición maliciosa y burlona, como a una de los actores del teatrillo de polichinelas político; al fin y al cabo, no importaba demasiado que fueran payasos los que representaban a una sociedad moribunda. Eran legión aquellos políticos hábiles, sin conciencia, que como piojos parásitos destruían las últimas fuerzas vitales de una sociedad en trance de agonía.
Briand era el arquetipo de tales políticos; poseía en su totalidad los defectos y vicios de los políticos democráticos franceses: la jovialidad fácil, el interés aparente, la superficialidad sin límites, el prurito de hablar, hablar, hablar, eso sí, con pasmosa desenvoltura y brillantez; una ignorancia piramidal en todo, excepto en combinaciones de partido y en taimadas intrigas políticas; una falta consternadora, mejor dicho: una ausencia absoluta de toda fuerza imaginativa de carácter constructivo; energía  para la acción solamente cuando se trataba de conservar la cartera ministerial, ya que entonces se resistía apasionadamente, la espalda oprimida contra el elevado respaldo de la tribuna, y luchaba, a vida o muerte, contra la banda de lobos lloricones; y era toda una sesión de circo, ya que poco después los comediantes se sentaban, juntos en el restaurante del Parlamento, y bebían, charlaban y reían. Briand hacía gala además de un idealismo realmente criminal, en nombre del cual fantaseaba sueltas en el aire vacío de su elocuencia, toda suerte de falsas quimeras sobre el porvenir, acerca del cual nunca se cansaba de hablar; con una vida amoral mantenida oculta vinculaba en un conjunto efectivamente armónico todos los defectos y los vicios.
Y esa clase de gente representaba y gobernaba Francia.
En el discurso  que dirigió a los corresponsales de guerra extranjeros, que por lo visto eran aún más necio que el propio Briand, ya que exultaban de júbilo con tempestuoso entusiasmo y aplaudían frenéticamente ante cada uno de los solemnes tópicos  que se anunciaban sonoramente desde debajo del espeso bigote como si fueran profundas sentencias, en su discurso, digo, habló el ministro con desenvoltura y sin pizca de sentido común sobre lo que estaba ocurriendo en el mundo y lo que había de ocurrir posteriormente. Matías no comprendió porque el orador ceso al fin de hablar; igual podía haber seguido hablando por toda la eternidad.
Matías sintió vergüenza de oír todas aquellas frases y de tener que llamar colegas a toda aquella gente entre los que se hallaba. Y aquellos colegas, con Briand a la cabeza, que en el fondo no era más que un periodista muy mediocre, que, debido a un favorable concurso de circunstancias y a sus dotes de orador, había alcanzado un éxito tan brillante en la política parlamentaria, aquellos guerrilleros huérfanos de espíritu eran los que constituían la opinión pública de los países que representaban. De tal manera se corrompían y embrutecían sistemáticamente a centenares de miles de lectores de periódicos de todas las partes del mundo. Ni una sola idea original brotaba en aquellas cabezas.
[…] Amargamente decepcionado por haber caído en la candidez de esperar que se oiría algo importante, siquiera la chispa de un pensamiento claro, Matías huyó y se lanzó a la calle, donde la presencia de un soldado que venía del frente le hizo recobrar algún aliento para seguir viviendo.
*
[…] Matías estaba sentado en un banco de la estación del Norte esperando la llegada del tren procedente de Holanda; para abreviar el tiempo compró un par de diarios de la tarde y les echó una ojeada; no había en ello más que insensateces, lugares comunes y escándalos. Y aquella era la lectura de que se nutrían diariamente millones de personas. En que vacío se estaba pudriendo la vida de la gran urbe, si la imagen del interés diario se reflejaba en aquella colección de nauseabundas tonterías, carreras de caballos, cines, boxeo, ciclismo, lucha libre, crímenes en torno a mujeres y dinero, chanchullos políticos, pornografía y reajustes ministeriales. Y lo más terrible del caso era que “el diario” interpretaba, e influía efectivamente, el nivel espiritual de la masa –la ausencia de todo espíritu. (pg. 398)

No hay comentarios:

Publicar un comentario