DEMOCRACIA Y PERIODISMO
En “Hombres y
Dios”,(pg.78), Pieter van der Meer de Walcheren nos ofrece la fiel descripción de un maquiavélico
político francés, corrupto, mentiroso y desfachatado, prototipo de los
políticos democráticos, (-seguramente masón-), que anduvo medrando hacia
principios del siglo pasado, por lo cual, bien podría ser el ejemplo donde podrían
mamar los políticos argentinos… para integrar la plaga nacional, que nos convirtió en una
factoría del imperialismo. Además, esos demagogos cuentan con la complicidad
del periodismo amarillo y extranjerizante, que se encarga de difundir sus
palabras para envenenar al pueblo.
“¡Digna representación de un pueblo soberano!”
En ocasión de un banquete
ofrecido a los corresponsales de guerra extranjeros, Matías conoció
personalmente a Arístides Briand, que
era el anfitrión.
El famoso político, que conocía a
la perfección las reglas, tejemanejes y tretas del juego parlamentario, daba la
impresión de ser un hombre de buena índole, algo bonachón. No obstante, esta
impresión era equivocada. Tenía una voz cálida, armoniosa. Sus ojos miraban,
desde debajo de sus pesados e indolentes párpados, sin recelo alguno, y el
espeso bigote ponía en su sonrisa algo de benignidad. Pero todo aquello era una
máscara. De vez en cuando su mirada se endurecía y afilaba. Detrás de su bigote
bonachón se cerraba la boca apretadamente.
La influencia de Briand era
grande. Tenía una facilidad de palabras extraordinarias. Era famoso por su
sutil oratoria, pronto en el ataque y en la réplica. Como jefe socialista se había mostrado dominador
de las muchedumbres, ya desde que en 1900 fue elegido diputado. Poseía en alto
grado las calidades de un político democrático. Era oportunista, increíblemente
hábil, flexible y ambicioso. Sin mostrar la más mínima impaciencia e incluso
sin un asomo de mal humor, podía esperar el momento preciso para asestar su
golpe. Poseía un dominio de sí mismo inquebrantable, que no traicionaba nunca
lo que realmente pensaba o sentía. Sus antiguos correligionarios políticos, los
socialistas, a los que un buen día dejó en la estacada con la mayor
desfachatez, se vengaban de él insultándole y escarneciéndole sistemáticamente
y citando con viperina obstinación sus opiniones y declaraciones anteriores,
que le echaban en cara en todos los debates de la Cámara. No por ello se
arredraba Briand lo más mínimo. Eran las pequeñas molestias o los acicates del
juego parlamentario. Ya cuando era un joven abogado con bufete establecido en
Saint-Lazaire llamaba la atención de sus contemporáneos y colegas más viejos
por su elocuencia, sutil y al mismo tiempo cortante. Sus enemigos decían en
tono de mofa que su voz tenía el sonido cautivante de un violoncelo. El angosto
ambiente provincial le oprimía; allí no podía desplegar sus singulares dotes de
ambicioso hechicero político. Tenía necesidad de mayor espacio y de un círculo
más amplio para dar rienda suelta a todas sus energías vitales y para dar
satisfacción a la tenaz ambición que le poseía. Se fue a Paris. La política se venía utilizando como
trampolín para alcanzar el poder y la consideración social. Eran millares los
que lo intentaban. Se hizo socialista. Primero como miembro del partido,
poco después como uno de los jefes del mismo, en breve espacio de tiempo atrajo
la atención y eran muchos los que admiraban al político sin conciencia y sin
escrúpulos para nada ni para nadie. Adquirió ascendencia sobre sus
correligionarios políticos. Era el tipo
del demagogo que con sus palabras y con su voz sabía azuzar a las muchedumbres
ingenuas. “Cuando estáis formados
unos al lado de otros en cerradas filas, constituyendo una densa e
inquebrantable masa, sois entonces, ¡oh proletarios!, mucho más poderosos que
todos los demás partidos juntos. Además tenéis a vuestra disposición un arma,
un arma temible, el arma de la huelga general”. Estas palabras se la recordaron muy a menudo
con amargura e impotente cólera sus antiguos compañeros de partido. Pero al
principio los obreros le llevaban en palmitas, sin sospechar que el mismo jefe
que les incitaba a la más audaz resistencia se había de convertir un día en su
más violento adversario. Poco después de
1900 ingresó Briand en la Cámara precedido de una gran reputación de orador y
de hábil táctico. Inmediatamente se le
encargó la redacción del informe sobre la famosa ley relativa a la separación
de la Iglesia y del Estado. Puso así dar cumplida satisfacción a su inquina
anticlerical.
Y sin embargo, flexible y
taimado, sabía contentar a casi todo el mundo. Aplicaba magistralmente el
sistema de toma y daca, pero no por eso perdía nunca de vista su objetivo. Los
mediocres le admiraban por su habilidad e incluso los católicos no ocultaban la
simpatía que sentían por él. Sus intenciones no eran malas, después de rodo.
Sucesivamente fue ministro de educación nacional, de justicia, y por fin, por
primera vez, presidente del consejo de ministros. A partir de entonces quedó
incorporado al grupo de políticos profesionales, que se relevaban entre sí,
como en un juego, en los ministerios hasta el fin de sus días. […].
Matías recordó los incidentes de
aquella carrera, que salvo pequeñas variantes era la misma de casi todos los
políticos republicanos, cuando vió a Briand en persona le oyó hablar, y observó
como comía y reía y se movía. Y se estaba en guerra, Francia vivía en la
sobrecogedora gravedad de la guerra. En tiempos de paz un hombre así y el
comportamiento del mismo se podía considerare, con sonrisa de diletante y
cierta fruición maliciosa y burlona, como a una de los actores del teatrillo de
polichinelas político; al fin y al cabo, no importaba demasiado que fueran
payasos los que representaban a una sociedad moribunda. Eran legión aquellos políticos hábiles, sin conciencia, que como piojos
parásitos destruían las últimas fuerzas vitales de una sociedad en trance de
agonía.
Briand era el arquetipo de tales políticos; poseía en su
totalidad los defectos y vicios de los políticos democráticos franceses: la
jovialidad fácil, el interés aparente, la superficialidad sin límites, el
prurito de hablar, hablar, hablar, eso sí, con pasmosa desenvoltura y brillantez;
una ignorancia piramidal en todo, excepto en combinaciones de partido y en taimadas intrigas políticas; una
falta consternadora, mejor dicho: una ausencia absoluta de toda fuerza
imaginativa de carácter constructivo; energía
para la acción solamente cuando se trataba de conservar la cartera
ministerial, ya que entonces se resistía apasionadamente, la espalda oprimida
contra el elevado respaldo de la tribuna, y luchaba, a vida o muerte, contra la
banda de lobos lloricones; y era toda una sesión de circo, ya que poco después
los comediantes se sentaban, juntos en el restaurante del Parlamento, y bebían,
charlaban y reían. Briand hacía gala
además de un idealismo realmente criminal, en nombre del cual fantaseaba
sueltas en el aire vacío de su elocuencia, toda suerte de falsas quimeras sobre
el porvenir, acerca del cual nunca se cansaba de hablar; con una vida amoral
mantenida oculta vinculaba en un conjunto efectivamente armónico todos los
defectos y los vicios.
Y esa clase de gente representaba y gobernaba Francia.
En el discurso que dirigió a los corresponsales de guerra extranjeros,
que por lo visto eran aún más necio que el propio Briand, ya que exultaban de júbilo
con tempestuoso entusiasmo y aplaudían frenéticamente ante cada uno de los solemnes
tópicos que se anunciaban sonoramente
desde debajo del espeso bigote como si fueran profundas sentencias, en su
discurso, digo, habló el ministro con desenvoltura y sin pizca de sentido común
sobre lo que estaba ocurriendo en el mundo y lo que había de ocurrir
posteriormente. Matías no comprendió porque el orador ceso al fin de hablar;
igual podía haber seguido hablando por toda la eternidad.
Matías sintió vergüenza de oír
todas aquellas frases y de tener que llamar colegas a toda aquella gente entre
los que se hallaba. Y aquellos colegas, con Briand a la cabeza, que en el fondo
no era más que un periodista muy mediocre, que, debido a un favorable concurso
de circunstancias y a sus dotes de orador, había alcanzado un éxito tan
brillante en la política parlamentaria, aquellos
guerrilleros huérfanos de espíritu eran los que constituían la opinión pública
de los países que representaban. De
tal manera se corrompían y embrutecían sistemáticamente a centenares de miles
de lectores de periódicos de todas las partes del mundo. Ni una sola idea
original brotaba en aquellas cabezas.
[…] Amargamente decepcionado por
haber caído en la candidez de esperar que se oiría algo importante, siquiera la
chispa de un pensamiento claro, Matías huyó y se lanzó a la calle, donde la
presencia de un soldado que venía del frente le hizo recobrar algún aliento
para seguir viviendo.
*
[…] Matías estaba sentado en un
banco de la estación del Norte esperando la llegada del tren procedente de Holanda;
para abreviar el tiempo compró un par de diarios de la tarde y les echó una ojeada;
no había en ello más que insensateces, lugares comunes y escándalos. Y aquella
era la lectura de que se nutrían diariamente millones de personas. En que vacío
se estaba pudriendo la vida de la gran urbe, si la imagen del interés diario se
reflejaba en aquella colección de nauseabundas tonterías, carreras de caballos,
cines, boxeo, ciclismo, lucha libre, crímenes en torno a mujeres y dinero, chanchullos
políticos, pornografía y reajustes ministeriales. Y lo más terrible del caso
era que “el diario” interpretaba, e influía efectivamente, el nivel espiritual
de la masa –la ausencia de todo espíritu. (pg. 398)
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