miércoles, 22 de agosto de 2018


, La  “virtuosa” democracia anglosajona, adoptada e  impuesta por los liberales argentinos, sobre un país que la rechazaba, pues  repudiaba nuestras características nacionales, y nuestra auténtica razón de ser, explica el fracaso humillante de la escandalosa  y taimada política liberal, desde Caseros hasta la actual política de Makri, nuevo Kerenski, que finalizará, si Dios no lo impide,   en el diabólico gobierno universal de la plutocracia atea judeo-calvinista..  La democracia liberal y fraccionadora abona el crecimiento desmesurado del imperialismo, sea capitalista o marxista.

Alberto Falcionelli

En su libro: “El camino de la revolución”, del que extraemos alguno párrafos, ridiculiza acertadamente las palabras de Montesquieu; “LA VIRTUD ES EL RESORTE Y LA FUERZA DE LA DEMOCRACIA” diciendo, pg. 205: 

“La historia de estos dos últimos siglos, que es la de esta fórmula bajo todas sus formas imaginables, revela, sin la mínima excepción en los hechos, que toda democracia tiende a la degradación de los ciudadanos y al desmembramiento de la sociedad, a través dela corrupción de sus dirigentes visibles, por obra de los dueños, casi siempre invisibles, del dinero, en cuyas manos el sistema acaba siempre por caer”.  

Conceptos que exponen plenamente la política argentina desde hace muchas décadas. La democracia ha fracasado en el mundo, aunque los liberales que la usufructúan la pinten dorada.  Es el gobierno de una secta que no representa realmente ni al pueblo ni a la Nación; sino a los intereses de las fuerzas ocultas poseedoras del oro del mundo. Porque la “virtud”, mal que les pese a Rousseau y a Montesquieu, no está en la base del sistema democrático; ni de persona alguna. Luego de exponer algunos datos, que muestran la corrupción democrática en Inglaterra y en USA, afirma que la democracia es filosófica e históricamente, un régimen corrupto y corruptor. Tanto es así, que la democracia liberal (que de la cual tratamos), se caracteriza históricamente por estar integrada por una clase dirigente corrupta, o complaciente con el delito, que somete corrompiendo a un pueblo tan manipulado, que siempre recae en confiar en los mismos políticos demagogos que lo engañan permanentemente.                                                                

A continuación Falcionelli explaya su argumento:

[…] ¿Y la misma democracia inglesa, cuya virtud, al término de un siglo de puritanismo victoriano, recibió aclaraciones suficientes con el escándalo Marconi, del que sacó su gloria –y su fortuna- el recientemente fallecido sir Herbert Samuel; con los negociados ininterrumpidos que, después de la última guerra, enriquecieron a los virtuosos sindicalistas del British Labouur Party, sublimados a ministros de Su Graciosa Majestad por un cuerpo electoral embargado por sueños de dolce vita; con el asunto Keeler-Ward que, con su telón de fondo de prostitución, de espionaje y de homosexualidad, alcanzó indeleblemente al hasta entonces inatacable partido conservador a través de las hazañas amatorias del Ministro  de Defensa y Consejero privado de la reina, el inefable John Profumo; con su partido laborista, cuyo jefe, en el momento de su retorno al poder en octubre de 1964, proclamó ante las Comunas: “Nosotros, verdaderamente, somos quienes podemos dar el buen ejemplo”; ese mismo Harold Wilson que4, nuevo David, para poder instalar en Downing Street a su dilecta secretaria Marcia Williams inauguró su reforma moral de la nación británica enviando al marido al Extremo Oriente, y violó de entrada las leyes de seguridad asumiendo como asesores personales, con remuneraciones fastuosas, a los húngaros T. Balogh y Nicholas Kaldor, apodados Buda y Pest respectivamente, economistas tan estrafalarios que, deflacionista y proteccionista el primero, inflacionista y librecambista el segundo, lograron llevar a la quiebra total la e4conomía de Ghana y de la Ginea británica, antes de hacerse cargo dela responsabilidad de destrozar definitivamente la libra esterlina; ese mismo Wilson que, entre sus ciento dos ministros y subsecretarios –cifra fabulosa y única en los anales históricos de la Gran Bretaña- puede contar con el virtuosos “hijo de miserables proletarios”, como le complace definirse a sí mismo, quiero decir, aquel Harold Laver que, al despertarse ministro, se compró, en el muy snob Belgravia Square, un modesto departamento de veintidós habitaciones, desembolsando cuarenta mil libras esterlinas.
¿Será necesario hablar de la democracia norteamericana, en la que no pocos presidentes, siendo L.B.Johnson el último de la lista, debieron su fortuna política a sus “dedos de oro” o a la de su esposa, esto es, a su habilidad para enriquecerse con una rapidez que allá, ha vuelto moneda corriente la acusación de cohecho? Esa misma democracia norteamericana que se revela impotente para que las asociaciones de delincuentes, organizadas como sociedades anónimas del crimen y de la violencia, ejerzan su presión sobre la comunidad por el cauce de las más peligrosas y delictivas uniones sindicales, forma tecnocratizada de las que fueron los gangs de los “años sin ley”.
Finalmente, ¿qué decir de la nuestra, con sus negociados en cadena sobre el trigo, la carne, el petróleo, los ferrocarriles, las aduanas, la moneda, y qué decir también de las demás democracias latinoamericanas? ¿Cuándo, por ventura, sacaron su resorte y su fuerza de la práctica de la virtud?
Nunca jamás, en ningún país, en ningún lugar del mundo, donde la fórmula democrática se haya asentado, la corrupción de arriba dejó incólume a sector alguno de la sociedad. Si es cierto aquello que decían los primeros teóricos del liberalismo acerca del “poder que corrompe”, sólo puede serlo en cuanto y tanto quienes logran ejercerlo, después de haber pagado la cuota exigida para obtenerlo, esto es, corrompiéndose antes de alcanzarlo lo utilizan luego para rebajar el cuerpo político a su propia medida. El poder no corrompe, sirve para corromper corrompiéndose. Y, en ningún régimen como en el democrático esta metodología de la corrupción descendente logra explayarse con tanta facilidad.
No existen, nunca existieron, hombres virtuosos por gracia de nacimiento. El hombre nace débil y dispuesto a todas las acciones, las malas como las buenas. Y cuando el ejemplo no le viene de aquellos a quienes cabe la misión de orientarlo, esto es, cuando leyes justas y severas ecuánimemente aplicadas no lo constriñen, cuando los de arriba son los primeros en violarlas, la virtud no es más que una palabra vacía, y la sociedad se despedaza. El espectáculo de descomposición general que ofrece la sociedad contemporánea, en la que las costumbres privadas han caído tan bajo como las costumbres cívicas, no es sino la consecuencia de la corrupción de los gobernantes desatada por la fórmula democrática. Y nadie osaría sostener sin provocar conmiseración que esta descomposición podría remediarse volviendo a las “verdaderas prácticas de la democracia”, por honestos que fuesen quienes lograsen encabezarla algún día. Y ello justamente porque estas prácticas no podrían ser verdaderas más que fundándose en una petición de principios, dada por descontada la presencia del hombre virtuoso por gracia de nacimiento.
Así como el fisiólogo únicamente debe satisfacerse con describir, al término de sus experimentos, las condiciones en que tales órganos  pueden vivir y otros no, pero no puede crear “coleópteros sanos”, “monos sanos” o “perros sanos”, ninguna ley política  sería capaz de engendrar “ciudadanos virtuosos” o “dirigentes virtuosos”. La razón fundada en la observación solamente puede intentar descubrir las normas, por demás muy flexibles, que, correctamente elaboradas y obedecidas, han de concurrir a un mejor funcionamiento político de la sociedad. Pero nunca las descubrirá partiendo del supuesto del “hombre virtuoso”, por cuanto el hombre puede llegar a ser virtuoso, como persona, mediante su propio esfuerzo, no como ciudadano, a través de una moral colectiva creada a estos efectos. Por consiguiente es un absurdo pensar que un sistema político pueda fundarse en la virtud innata.
Esto e un dato concreto, confirmado por milenios de historia explorada, y al que tenían en cuenta con sumo cuidado el sistema dinástico y todo otro modo de gobierno que no fuera democrático, esto es, en línea general todos aquellos regímenes políticos que tuvieron vigencia en Occidente  desde la fundación de la primera ciudad griega hasta el estallido de las Luces. Desde hace dos siglos, esto es, a partir del momento en que los aficionados lograron adueñarse del poder político, el sistema democrático, lejos de promover el florecimiento de las virtudes ciudadanas, solamente a difundido la corrupción hasta los órganos antaño mejor protegidos contra ella, por la eliminación de los obstáculos que el instinto de supervivencia de las sociedades podía oponerle con la presencia vigilante de los cuerpos intermedios. Si es cierto que el ejercicio de la democracia exige la práctica de la virtud más celosa, la historia de estos doscientos años no nos ofrece un solo ejemplo de democracia que haya actuado conforme a su esencia. Por el contrario, nos muestra que, una vez sumadas todas las experiencias que se han registrado en este ya demasiado largo período histórico, dicha forma de gobierno es la que, más sistemáticamente, ha violado el interés general de las naciones, el de los grupos naturales y profesionales, de las familias y de los individuos.
Lo dicho hasta ahora solamente significa que, reducida a la impotencia por la petición de principios inicial que acabamos de analizar, la fórmula democrática ha acabado ejerciéndose por doquiera por encima de un vacío político casi absoluto que, poco a poco, ha dado paso al imperio  incontrolado de oligarquías financieras y de asociaciones de camorristas que se han visto inducidas  a considerar los partidos políticos como simples vehículos de sus operaciones. Ésta es la única fuerza, el único resorte de las democracias contemporáneas, fuerza y resorte que se expresan a través de la asociación entre plutocracia y subversión.
Pues bien, esta asociación se ha dado a partir del momento en que los dueños del dinero cayeron en la cuenta de que sus contrincantes del partido de la revolución perseguían el mismo objetivo que ellos. De donde, naturalmente, tenían que considerar el tema de la coexistencia pacífica como aquel que, en las circunstancias que habían ido creándose a través de la guerra fría, mejor podía favorecer sus intereses. Así es como, una vez más, han coincidido con todos los movimientos progresistas que habían ido afirmándose a partir de 1956 en sentido ideológico y que, a su vez, han encontrado en la internacional financiera, sobre todo merced a la victoria de la Nueva Frontera, la colaboración que les había faltado hasta entonces para que sus maniobras tendientes a la captación del poder surtieran por fin resultados positivos.
2.- Para aliarse con los agentes más activos de aquello que llaman “capitalismo podrido”, los comunistas, por lo demás, no tuvieron que forzar su naturaleza, ni se vieron obligados a ninguna maniobra táctica reñida con el decálogo dela dialéctica de la acción. Porque necesario es entender que su actitud desprejuiciada ante los ofrecimientos de la plutocracia proviene de su naturaleza misma, que es fruto de una relación directa del marxismo con el liberalismo, y que, sin éste, aquel resultaría inexplicable, tanto en la praxis como en la doctrina. Siempre es conveniente tener presente este tipo de relaciones si se quiere explorar sin correr el riesgo de equivocarse la historia política de nuestro tiempo…




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