, La “virtuosa”
democracia anglosajona, adoptada e
impuesta por los liberales argentinos, sobre un país que la rechazaba,
pues repudiaba nuestras características
nacionales, y nuestra auténtica razón de ser, explica el fracaso humillante de
la escandalosa y taimada política
liberal, desde Caseros hasta la actual política de Makri, nuevo Kerenski, que
finalizará, si Dios no lo impide, en el
diabólico gobierno universal de la plutocracia atea judeo-calvinista.. La democracia liberal y fraccionadora abona el
crecimiento desmesurado del imperialismo, sea capitalista o marxista.
Alberto Falcionelli
En su libro: “El camino de la
revolución”, del que extraemos alguno párrafos, ridiculiza acertadamente las
palabras de Montesquieu; “LA
VIRTUD ES EL RESORTE Y LA FUERZA DE LA DEMOCRACIA” diciendo, pg. 205:
“La historia de
estos dos últimos siglos, que es la de esta fórmula bajo todas sus formas
imaginables, revela, sin la mínima excepción en los hechos, que toda democracia
tiende a la degradación de los ciudadanos y al desmembramiento de la sociedad,
a través dela corrupción de sus dirigentes visibles, por obra de los dueños,
casi siempre invisibles, del dinero, en cuyas manos el sistema acaba siempre
por caer”.
Conceptos que
exponen plenamente la política argentina desde hace muchas décadas. La democracia ha fracasado en el mundo, aunque
los liberales que la usufructúan la pinten dorada. Es el gobierno de una secta que no representa realmente
ni al pueblo ni a la Nación; sino a los intereses de las fuerzas ocultas
poseedoras del oro del mundo. Porque la “virtud”, mal que les pese a Rousseau y
a Montesquieu, no está en la base del sistema democrático; ni de persona
alguna. Luego de exponer algunos datos, que muestran la corrupción democrática
en Inglaterra y en USA, afirma que la democracia es filosófica e
históricamente, un régimen corrupto y corruptor. Tanto es así, que la
democracia liberal (que de la cual tratamos), se caracteriza históricamente por
estar integrada por una clase dirigente corrupta, o complaciente con el delito,
que somete corrompiendo a un pueblo tan manipulado, que siempre recae en confiar
en los mismos políticos demagogos que lo engañan permanentemente.
A continuación Falcionelli
explaya su argumento:
[…] ¿Y la misma democracia inglesa,
cuya virtud, al término de un siglo de puritanismo victoriano, recibió
aclaraciones suficientes con el escándalo Marconi, del que sacó su gloria –y su
fortuna- el recientemente fallecido sir Herbert Samuel; con los negociados ininterrumpidos
que, después de la última guerra, enriquecieron a los virtuosos sindicalistas
del British Labouur Party, sublimados
a ministros de Su Graciosa Majestad por un cuerpo electoral embargado por
sueños de dolce vita; con el asunto
Keeler-Ward que, con su telón de fondo de prostitución, de espionaje y de homosexualidad,
alcanzó indeleblemente al hasta entonces inatacable partido conservador a través
de las hazañas amatorias del Ministro de
Defensa y Consejero privado de la reina, el inefable John Profumo; con su partido
laborista, cuyo jefe, en el momento de su retorno al poder en octubre de 1964,
proclamó ante las Comunas: “Nosotros, verdaderamente, somos quienes podemos dar
el buen ejemplo”; ese mismo Harold Wilson que4, nuevo David, para poder
instalar en Downing Street a su
dilecta secretaria Marcia Williams inauguró su reforma moral de la nación
británica enviando al marido al Extremo Oriente, y violó de entrada las leyes
de seguridad asumiendo como asesores personales, con remuneraciones fastuosas,
a los húngaros T. Balogh y Nicholas Kaldor, apodados Buda y Pest
respectivamente, economistas tan estrafalarios que, deflacionista y
proteccionista el primero, inflacionista y librecambista el segundo, lograron
llevar a la quiebra total la e4conomía de Ghana y de la Ginea británica, antes
de hacerse cargo dela responsabilidad de destrozar definitivamente la libra
esterlina; ese mismo Wilson que, entre sus ciento dos ministros y
subsecretarios –cifra fabulosa y única en los anales históricos de la Gran
Bretaña- puede contar con el virtuosos “hijo de miserables proletarios”, como
le complace definirse a sí mismo, quiero decir, aquel Harold Laver que, al
despertarse ministro, se compró, en el muy snob Belgravia Square, un modesto departamento de veintidós habitaciones,
desembolsando cuarenta mil libras esterlinas.
¿Será necesario hablar de la democracia norteamericana, en la que no pocos
presidentes, siendo L.B.Johnson el último de la lista, debieron su fortuna
política a sus “dedos de oro” o a la de su esposa, esto es, a su habilidad para
enriquecerse con una rapidez que allá, ha vuelto moneda corriente la acusación
de cohecho? Esa misma democracia norteamericana que se revela impotente para
que las asociaciones de delincuentes, organizadas como sociedades anónimas del
crimen y de la violencia, ejerzan su presión sobre la comunidad por el cauce de
las más peligrosas y delictivas uniones sindicales, forma tecnocratizada de las
que fueron los gangs de los “años sin
ley”.
Finalmente, ¿qué decir de la
nuestra, con sus negociados en cadena sobre el trigo, la carne, el petróleo,
los ferrocarriles, las aduanas, la moneda, y qué decir también de las demás democracias
latinoamericanas? ¿Cuándo, por ventura, sacaron su resorte y su fuerza de la
práctica de la virtud?
Nunca jamás, en ningún país, en ningún lugar del mundo, donde la fórmula
democrática se haya asentado, la corrupción de arriba dejó incólume a sector
alguno de la sociedad. Si es cierto aquello que decían los primeros teóricos
del liberalismo acerca del “poder que corrompe”, sólo puede serlo en cuanto y
tanto quienes logran ejercerlo, después de haber pagado la cuota exigida para
obtenerlo, esto es, corrompiéndose antes de alcanzarlo lo utilizan luego para
rebajar el cuerpo político a su propia medida. El poder no corrompe, sirve para
corromper corrompiéndose. Y, en ningún régimen como en el democrático esta metodología
de la corrupción descendente logra explayarse con tanta facilidad.
No existen, nunca existieron, hombres virtuosos por gracia de nacimiento.
El hombre nace débil y dispuesto a todas las acciones, las malas como las
buenas. Y cuando el ejemplo no le viene de aquellos a quienes cabe la misión de
orientarlo, esto es, cuando leyes justas y severas ecuánimemente aplicadas no
lo constriñen, cuando los de arriba son los primeros en violarlas, la virtud no
es más que una palabra vacía, y la sociedad se despedaza. El espectáculo de
descomposición general que ofrece la sociedad contemporánea, en la que las
costumbres privadas han caído tan bajo como las costumbres cívicas, no es sino
la consecuencia de la corrupción de los gobernantes desatada por la fórmula
democrática. Y nadie osaría sostener sin provocar conmiseración que esta
descomposición podría remediarse volviendo a las “verdaderas prácticas de la
democracia”, por honestos que fuesen quienes lograsen encabezarla algún día. Y
ello justamente porque estas prácticas no podrían ser verdaderas más que
fundándose en una petición de principios, dada por descontada la presencia del
hombre virtuoso por gracia de nacimiento.
Así como el fisiólogo únicamente debe satisfacerse con describir, al
término de sus experimentos, las condiciones en que tales órganos pueden vivir y otros no, pero no puede crear
“coleópteros sanos”, “monos sanos” o “perros sanos”, ninguna ley política sería capaz de engendrar “ciudadanos
virtuosos” o “dirigentes virtuosos”. La razón fundada en la observación
solamente puede intentar descubrir las normas, por demás muy flexibles, que,
correctamente elaboradas y obedecidas, han de concurrir a un mejor
funcionamiento político de la sociedad. Pero nunca las descubrirá partiendo del
supuesto del “hombre virtuoso”, por cuanto el hombre puede llegar a ser
virtuoso, como persona, mediante su propio esfuerzo, no como ciudadano, a
través de una moral colectiva creada a estos efectos. Por consiguiente es un
absurdo pensar que un sistema político pueda fundarse en la virtud innata.
Esto e un dato concreto, confirmado por milenios de historia explorada, y
al que tenían en cuenta con sumo cuidado el sistema dinástico y todo otro modo
de gobierno que no fuera democrático, esto es, en línea general todos aquellos regímenes
políticos que tuvieron vigencia en Occidente desde la fundación de la primera ciudad griega
hasta el estallido de las Luces. Desde hace dos siglos, esto es, a partir del
momento en que los aficionados lograron adueñarse del poder político, el
sistema democrático, lejos de promover el florecimiento de las virtudes
ciudadanas, solamente a difundido la corrupción hasta los órganos antaño mejor
protegidos contra ella, por la eliminación de los obstáculos que el instinto de
supervivencia de las sociedades podía oponerle con la presencia vigilante de
los cuerpos intermedios. Si es cierto que el ejercicio de la democracia exige
la práctica de la virtud más celosa, la historia de estos doscientos años no
nos ofrece un solo ejemplo de democracia que haya actuado conforme a su esencia.
Por el contrario, nos muestra que, una vez sumadas todas las experiencias que
se han registrado en este ya demasiado largo período histórico, dicha forma de
gobierno es la que, más sistemáticamente, ha violado el interés general de las
naciones, el de los grupos naturales y profesionales, de las familias y de los
individuos.
Lo dicho hasta ahora solamente significa que, reducida a la impotencia por
la petición de principios inicial que acabamos de analizar, la fórmula
democrática ha acabado ejerciéndose por doquiera por encima de un vacío
político casi absoluto que, poco a poco, ha dado paso al imperio incontrolado de oligarquías financieras y de
asociaciones de camorristas que se han visto inducidas a considerar los partidos políticos como
simples vehículos de sus operaciones. Ésta es la única fuerza, el único resorte
de las democracias contemporáneas, fuerza y resorte que se expresan a través de
la asociación entre plutocracia y subversión.
Pues bien, esta asociación se ha dado a partir del momento en que los
dueños del dinero cayeron en la cuenta de que sus contrincantes del partido de la
revolución perseguían el mismo objetivo que ellos. De donde, naturalmente,
tenían que considerar el tema de la coexistencia pacífica como aquel que, en
las circunstancias que habían ido creándose a través de la guerra fría, mejor
podía favorecer sus intereses. Así es como, una vez más, han coincidido con
todos los movimientos progresistas que habían ido afirmándose a partir de 1956
en sentido ideológico y que, a su vez, han encontrado en la internacional
financiera, sobre todo merced a la victoria de la Nueva Frontera, la
colaboración que les había faltado hasta entonces para que sus maniobras
tendientes a la captación del poder surtieran por fin resultados positivos.
2.- Para aliarse con los agentes más activos de aquello que llaman
“capitalismo podrido”, los comunistas, por lo demás, no tuvieron que forzar su
naturaleza, ni se vieron obligados a ninguna maniobra táctica reñida con el
decálogo dela dialéctica de la acción. Porque necesario es entender que su
actitud desprejuiciada ante los ofrecimientos de la plutocracia proviene de su
naturaleza misma, que es fruto de una relación directa del marxismo con el
liberalismo, y que, sin éste, aquel resultaría inexplicable, tanto en la praxis
como en la doctrina. Siempre es conveniente tener presente este tipo de
relaciones si se quiere explorar sin correr el riesgo de equivocarse la
historia política de nuestro tiempo…
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