jueves, 11 de enero de 2018

¡Para llorar por mi Patria perdida!
“es la servidumbre militante quien crea y conserva la grandeza de los países”.
Sola esta verdad basta para admirar, añorar y hacer justicia histórica al heroico gobierno nacionalista y soberano de
 DON JUAN MANUEL DE ROSAS.
¡España, aunque sólo hubiera buscaba Eldorado fantasma, como mienten los liberales y protestantes, nos legó un legado invalorable: fe en nuestro destino histórico de nación soberana, que resplandeció  hasta que  el liberalismo, “dispersión y separatismo”,  repudió y castró!!

Eugenio Montes
Grandeza y Servidumbre Militar

(El día de los antiguos combatientes)
U
na mañana de 1525 y un ventanal abierto al aire claro de Medina. De codos en el ventanal, un gentilhombre. Enfrente, pilar y símbolo de España, el castillo de la Mora, por cuyos muros, altos y profundos suben, apretadas en haz, las flechas falangistas de Isabel, que en ese tiempo -el año de Pavía- grandes capitanes andan echando a volar por el cielo de Italia y el cielo de Indias.

Como es por el mes de Santiago Apóstol y en tierras de Campos, da gloria ver como se doran y granan las espigas. Granada y dorada está, con su cosecha de héroes, la gloria de las armas españolas. “¡Dios se ha hecho español!”, dicen las gentes en Milán, y en el Franco Condado, y en Flandes, cuando cruzan el crepúsculo, cubiertos de sol y polvo, unos soldaditos morenos bajo católicas banderas. Todos es entonces esplendor y júbilo. Y, no obstante, el gentilhombre de Medina está acodado y pensativo mirando a lo lejos. Sus ojos, con don de vaticinio, creen ver una sombra triste en la llanura. Su mente, dedicada a la meditación sobre la grandeza y carácter del servicio, ha descubierto, dentro del poderío, la posibilidad de la ruina. Entonces, para memoria de patriotas, el hidalgo escribe un libro, “Envolviendo la arte militar con la philosophía moral, y la philosophía moral con la arte militar”. Un libro –qué vale el de Vigny- en el cual se enuncia esta verdad inconmovible: que los Imperios duran mientras dura la disciplina propia de los hombres de armas, y los países subsisten mientras resplandecen las virtudes bélicas y el orden pervive en tanto el mundo civil vive a imagen y semejanza del Ejército. Pero cuando dejan de ser ejemplares las virtudes de campamento, cuando el temple sufre mella o el vejamen empaña el resplandor de los aceros, entonces se hunden y desmoronan los países.  No se le oculta al hidalgo que la suerte de las batallas depende de multitud de azares y circunstancias. En la mochila del triunfo va el revés. Sí, a la espalda de las tropas invictas de Pavía, iba la rota de Rocroy. Pero esto no hubiera sido decisivo, pues tras el fracaso puede venir la victoria si la bravura y la disciplina castrense se conservan intactas. Lo decisivo es no perder la fe, y España la perdió, por desgracia. Poco a poco cunde la idea de que todo desquite es indigno. Se enseña, y esto es cierto, que al caballero se le reconoce en la manera de saber perder. No se enseña, en cambio, y esto también es cierto y además es fecundo, que asimismo el temple de la caballería se reconoce en el modo de saber ganar. Pero ganancia y pérdida son cosas relativas y contingentes. Puede ser la victoria resplandor de hermosura, y también, como don Quijote nos enseña, puede ser la derrota trofeo de las almas bien nacidas. Y el bien nacer se reconoce en el bien morir, en estar siempre dispuestos a la muerte por algo noble, lo cual exige estar siempre dispuestos al combate. La decadencia de España no hay que buscarla, pues, frívola, maquiavélicamente, en la idea tan cristiana y tan nuestra de que ni el éxito ni el fracaso en este mundo son valores en sí teleológicos. Sino en la descreencia y en la indiferencia total, en el quietismo que al reducir a nada el cosmos renuncia a la vez al otro mundo y a éste: a todo, anulando la unidad y la variedad axiológica, y con ella el sentido del esfuerzo. Durante doscientos años ni una sola voz se alza entre nosotros para exaltar la belleza del sacrificio. Cuando nuestros quintos van a partirse el pecho y a dar la sangre en Nador, en Camagüey, en Manila, todas las plumas se aplican a destinar venenos que corroan su denuedo y los desmoralicen. Maceo y Rizal, Abd-El-Krim y el conseller Casanova son nobles y simpáticos porque luchan por la libertad y la independencia, por la libertad y la independencia de Cuba y Filipinas, del Rif y de Cataluña. Pero Weyler, Primo de Rivera y Sanjurjo ya no lo son tanto porque luchan por la libertad y la independencia de España.

Día a día los peores vahos van oscureciendo el brillo de las espadas. Primero es el contentarse con lo que tenemos, con lo que nos queda. Después es el preferir la casaca enciclopedista, el chaqué burgués, la chaqueta mesocrática y el traje de Mahón, al uniforme. Por último es el rencor a los generales del Directorio, porque son generales; el halago a la roña separatista, el entierro de nuestra bandera y nuestros viejos estandartes, el estimar más la rebeldía que la disciplina, y la cobardía que el coraje. Por último es el 14 de abril, la “República de las envidias”, la renuncia a la guerra, el hormigueo de Estatutos y el encabezar nuestra Constitución con las palabras de Mr. Kellog, es decir, de un norteamericano que allá en su mocedad se ejercitó, según creo, en el bonito deporte de agujerear a balazos la bandera española en Santiago de Cuba. A eso, en Madrid se llamaba  hace unos años  civilización y pacifismo.

El eclipse de las virtudes militares, o mejor la perversa y resentida mentalidad que transforma esos valores auténticos en antivalores, es obra, en España, del siglo XVIII. Por ese mismo tiempo se crea la monarquía  prusiana. “El hombre y la disciplina han hecho a Prusia”, dijo un mariscal de Federico el Grande. Es verdad. A Prusia la han hecho los soldados en época de guerra, y el espíritu del soldado, las Asociaciones de antiguos combatientes en época de paz. El secreto del triunfo de los Imperios lo aprendió Federico en un libro español, el del Marqués de Santa Cruz de Marcenado. Allí aprendió que es la servidumbre militante quien crea y conserva la grandeza de los países. Al viento de las banderas militares va creciendo la marca de Brandemburgo. Una serie de batallas con fortuna le otorga prestigio y poderío. Los soldados ganan territorio para la Patria, en las horas de pelea contra el enemigo exterior, y luego lo defienden, con su temple, y si es  preciso con las armas, contra el enemigo interior, contra las tendencias anárquicas de dispersión y separatismo. Porque persiste ese espíritu, porque el antiguo combatiente se sigue sintiendo combatiente, persiste Prusia y existe Alemania.  Fueron los hombres de las trincheras, los capitanes y los quintos licenciados, por fuerza, tras la derrota, quienes esforzadamente, salvaron al país en los días de revolución, que son aquellos en que el enemigo combate desde dentro. Corazones calientes, reunidos en torno al “Kyffhäuser”, le piden fe y denuedo a los númenes para salvar la unidad y la dignidad de la Patria, amenazada, a la vez, por los mismos que la han deshecho en España: el rencor separatista y el marxismo. Nadie ha descrito aún la epopeya oscura de esos años difíciles. Nadie ha cantado aún como se merece el arrebato casi divino de aquella sangre, su divina locura y su divina impaciencia. 

Paciencia y cordura le pedían a los patriotas, los políticos parlamentarios, preocupados tan sólo  de  organizar una falsa y tibia oposición de ruegos y preguntas, polémica convenida y mentirosa, llena de pactos, acomodos y entrevistas. Escéptico y sociólogo el Centro Católico propalaba el sofisma de que la inteligencia debe avenirse a ir por partes en vez de ir por el todo, jugándoselo a cara y cruz, jugándose la vida, que si no sirve para eso –para perderla por algo grande-, no sirve para nada. No os apresuréis, le decían. Hay que ir de apoco. ¿Adónde y a qué? ¿Al Parlamento a sostener al adversario? ¿Para cometer aquel pecado, que ya San Agustín denunciaba con ira, el pecado de perpetuar el desorden esencial bajo las apariencias de un orden burgués y episódico?  Ese pecado que les pedían, ellos no quieren cometerlo - ¿Quiénes?  Estos que yo vi ayer en la fiesta de los antiguos combatientes desfilar con los estandartes gloriosos de los regimientos de Prusia, ante el viejo Mariscal de la paz y de la guerra, bajo el cielo en júbilo de un himno de Beethoven
Die Himmel rühmen des Ebre.

Porque es posible condensar el paraíso en una gota de sangre.  Se gana el cielo con la espada, dice en una capilla de Amberes el epitafio de un soldado español que murió en Rocroy.  Tumba y cruz, santo y seña de España entre el lodo de Flandes.+                                                                      


1933/34.

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