sábado, 5 de noviembre de 2016

Dostoiewsky
Ante el Problema de la libertad Existencial.
Por el Padre Fernando Boasso , S.J.

L
a historia de la primera mitad de nuestro siglo ha dado un relieve trágico de verdad a la tesis del desamparo del hombre  en el mundo. Y si contemplamos al mundo como un horizonte cerrado, cuyo círculo no de acceso a la acción providencial de Dios, esa tesis cobra más y más vigor.

Según la corriente de la filosofía de hoy, el hombre se encuentra “tirado” en el mundo. Se descubre a sí mismo como existiendo, y eso es todo. Él no ha intervenido para nada en el surgir de su existencia, ni nadie lo ha consultado acerca de una opción de la misma. No sabe de donde viene ni a donde va. No está, pues, determinado a nada; lo que indica que no posee una esencia previa, o que preceda a la existencia. Si la tuviera, su existir marcharía por un camino ya definido, conocido.

Entendamos bien que no se trata de la definición del hombre como ser integrado de un cuerpo y de un psiquismo superior, sino de la trayectoria que ese ser, en su constante devenir, trazará en el tiempo.

Existe y nada más. Pero ese existir esencialmente postula una actividad en el hombre: la elección. A cada instante debe irremisiblemente optar por algo: el mismo no querer elegir es ya una opción.

El hecho de que esté así tirado en el mundo sin camino, sin esencia, demuestra horriblemente su libertad: si no tuviera libertad, ya tendría por eso mismo  una determinación. Es pues, libre. Y por ello puede y debe organizar su vida. Tiene que construirse, darse una esencia, “crearse”.



La libertad da al hombre infinitas posibilidades, objeto de sus opciones.

Para darse una esencia, hay que empezar por “comprometerse” con una decisión. Decidirse por algo. Hacer una cosa, excluyendo así las demás posibles. Al hacer pasar al acto una de las posibilidades, ese acto con su individuación es él y deja de ser todos los demás. De allí la angustia de la existencia: por la libertad estaba abierto al infinito (infinitas eran las posibilidades), pero al elegir y comprometerse, tuvo que limitarse a una sola cosa.

El elegir cosas momentáneas no importa tanta angustia; lo bravo es elegir cosas decisivas. Cuando se eligen cosas de las cuales depende toda la vida, entonces hay que tener alma de varón y no de ameba. El musculoide no puede sentir gran angustia, porque la gelatina no es sujeto apto para ello.

El  hombre es pues  un proyecto que se va realizando y que llega a su culmen en la hora de la muerte.  La facultad de construirse es la libertad que elige o deja de elegir, que elige esto con preferencia a aquello.

Pero entonce urge el serio problema: elegir supone una selección. Y ¿por qué elegir esto en vez de aquello? ¿Será sólo un instinto mío o habrá alguna razón? Más aún: ¿existe alguna razón o norma general para  mis elecciones? Este es el problema frente a la libertad.

En la filosofía esencialista estas normas de conducta residían en las esencias de las que los existentes deberían ser participación.

Platón, una vez descubierto su mundo inteligible “en alguna región supraceleste”, pudo fácilmente dar una orientación  teórica a la actividad humana: el hombre debía elegir todo  cuanto lo conformase más a la Idea de hombre. En el platonismo de San Agustín, esta norma tomaba una fuerza incomparable, por ser las ideas encarnadas en Cristo.

En el sistema aristotélico tomista, una vez admitidos los conceptos universales, resulta fácil establecer una norma de acción.

Más para el filósofo de la existencia que rechaza toda construcción ideal, el problema llega a revestir una angustia trágica: debe elegir sin ningún patrón de acuerdo con el cual se pueda discernir si la elección e buena o mala.

Frente al problema hay varias posiciones. Vivir sin norma queriendo el sólo uso de la libertad, es lo que pone en práctica Calígula de Camus. Pero su deseo de construirse infinitamente libre lo ha hecho desembocar en la nada. Es la paradoja de la posición anómica: proponerse como meta la infinitud, y retroceder sin embargo hasta evaporarse en el no-ser.

Otro intento de solución es la autónoma: vivir con regla pero elegida e impuesta por sí mismo.

Dostoiewski, para enseñanza nuestra cargó con la paternidad de Reskolnikov, el héroe de “Crimen y Castigo” que quiso vivir con regla propia. Como punto de partida, Raskolnikov lanzó su rebelión contra Dios, virando egocéntricamente. El punto de llegada: construirse y erigirse en superhombre, en Dios.

Raskolnikov, estudiante sumido en la miseria, en su cuartucho de San Petesburgo ha concebido una “idea capital”, objeto de un artículo que conoceremos sólo después de su crimen. Según él, los hombres se dividen en dos categorías: “inferiores” y “superiores”. Los primeros son “los hombres vulgares que existen en tantos cuerpos materiales, contribuyendo a la procreación  de seres semejantes a ellos: la otra categoría, la de los hombres que han recibido el don de proferir en su medio una palabra nueva”. Para los primeros todo es sencillo, no tienen más que un deber; obedecer; a esto lo conduce su propia  inclinación. Los segundos deben transgredir la ley, pues los anima un impulso que exige romper los límites que oprimen al hombre vulgar, a fin de construirse superhombres.

Este es la teoría. Fatalmente dará paso a la práctica, puesto que Raskolnikov se cree desde luego un predestinado, un “superior”.

Su pobreza y su orgullo van parejos. Empeña lo poco que le resta a una vieja usurera. Ella es repugnante. Y ¿acaso vale algo la existencia de ese ser perjudicial? Si la mata y roba podrá ayudar a su madre y hermana: pagar sus propios estudios, crearse una posición, y hacer el bien en torno suyo. “Por una sola vida, miles de vidas salvadas del estancamiento y la disolución… Y ¿qué importancia tiene  en la balanza de la vida esta mala bruja?.. El plan no se resiente por falta de lógica. Los acontecimientos lo favorecen, lo arrastra algo terrible, “como si un extremo de su abrigo se hubiera enganchado en el engranaje de una máquina y hubiese sido arrastrado por completo”.

Ya no resiste. Roba y mata.

Entonces empieza el drama de la conciencia, el testigo del crimen. La tortura, la enfermedad, el delirio, danzan trágicamente en su interior. Ni siquiera ha abierto el portamonedas sustraído a su víctima. Y, de pregunta en pregunta va  descubriendo el verdadero móvil de su crimen:

“No he matado para ayudar a mi madre, no –confiesa a Sonia-   ni tampoco para erigirme en bienhechor de la humanidad, después de haber adquirido los medios. No, he matado sencillamente, he matado para mi sólo… necesitaba menos el dinero que otras cosas… otra cosa empujaba mi brazo; quería saber lo más pronto posible si era un parásito como los demás, o un hombre. ¿Sabré o no sabré vencer el obstáculo? ¿Me atreveré a agacharme y tomar el poder o no me atreveré? ¿Soy una criatura temblorosa o tengo derecho?”

Raskolnikov se siente de la segunda categoría y la aventura de la completa  liberación espiritual lo arrastra. Un crimen para el hombre superior, no es un crimen: es franquear el umbral de la moral oficial, hecha para el hombre inferior. Y aquí la persona de Napoleón acude en su auxilio: a Napoleón ningún obstáculo lo detuvo: “un verdadero amo a quien todo le está permitido –se dice Raskolnikov-; cañonea Tolón, organiza una matanza en París, olvida a su ejército en Egipto, gasta medio millón de hombres en la campaña de Rusia y sale de apuros en Vilna con un juego de palabras. Y es a este hombre a quien después de muerto erigen estatuas. Por lo tanto todo está permitido…”

La vieja usurera es para él  la barrera que hay que echar al suelo, Luego olvidará todo y sus pasos enfilarán por la huella de la libertad… “¡No he asesinado a un ser humano sino a un principio!”…

Con el crimen inaugurará si vocación de superhombre; por su libertad será Dios.

Pero desde que vio el color rojo de la sangre humana y sintió si tibieza más urente que el fuego, comenzó en él una tortura insoportable. Su conciencia profunda ya no cesa; es su más implacable juez. Ninguna idea elevada, ni siquiera una religión podría autorizar el crimen. La persona es imagen de Dios y levantar la mano contra ella es levantar la mano contra Dios.  La vida de cualquier persona vale más que la idea abstracta de cualquier sabio.

Raskolnikov quiso huir de la condición humana, en busca de una libertad total; y se anuló a sí mismo, siendo  cien veces menos libre que antes. Optó la divinidad, y las cadenas de la esclavitud oprimieron sus muñecas. 

Notemos que Dostoyevski no obtiene sólo un juego de afectos psicológicos en su héroe, sino que su drama se presenta en el escenario de la metafísica.

Raskolnikov quiso ser superhombre  y no hace más que temblar en la oscuridad de su cuarto.

Se denuncia a sí mismo. Trabajos forzados en la Siberia.

Es un extranjero. Hasta para sí mismo. Lo creen loco ¡Indudablemente, su autonomía no fue buena norma de acción! Pero Raskolnikov no se ha arrepentido. Sólo comprueba con amargura  que no supo seguir la libertad total. “Así pues, lo que él consideraba como culpa suya, era el no haber podido mantenerse firme y el haber ido a denunciarse!”.

Dostoyevski se ha compadecido de él y envió a Siberia a la humilde y pequeña Sonia, quien con abnegación, diariamente aguanta con amor su oquedad.

Pero al fin Raskolnikov cede. Gracias a Sonia –al amor-  conoce la verdadera libertad, la libertad humana. El hombre totalmente libre sería Dios. Y al hombre no le conviene dejar de ser hombre. La soberbia aventura de querer ser Dios es tan vieja como la historia del hombre, y se inaugura en el paraíso terrenal con Adán.

”Querer llegar a ser Dios –dice Troyat-, es querer morir en cuanto hombre, es querer fundirse en el cosmos, es querer ser y no ser a la vez”

La magnífica lección de Dostoyevski está dada. Por el dolor y el amor. Raskolnikov halla el arrepentimiento, la humildad y se halla a sí mismo en su condición humana y se comprende; y acepta y comprende a Dios.

La conclusión de Dostoyevski es la sentencia del Evangelio: “El que conserva su vida la perderá, y el que pierde su vida por Mi, la hallará”.

Lástima que Nietzsche no aprendió la lección de Raskolnikov hasta el final. Quizá creyó que su predecesor ruso no llegó a superhombre por pertenecer a la categoría de inferior. Nietzsche creyó que “el crimen es necesario para la grandeza humana”. Sin embargo, también su historia es aleccionadora para nosotros. Cuando moría loco, abrazando caballos en las plazas, no había llegado precisamente a la libertad toral.

Fatal desenlace del ser autónomo que ha rechazado al Ser, y ha pretendido ocupar su sitio.+

Fernando J. Boasso, S.J.














.