Padre Leonardo Castellani
De su libro
REFORMA DE LA
ENSEÑANZA.
(ACERCA DE SI SABER LEER ES UN BIEN ABSOLUTO).
(Ed. Difusión, 1939), copio su artículo “LECTORES
ANALFABETOS”, donde explica que vivimos
en el Reino de la Opinión, donde todo es opinable, menos los dogmas
inconmovibles, sensibleros, demagógicos, irreflexivos, que impone el Régimen,
expresados con palabras falsificadas; empleadas en su
propaganda encubierta tras el mito de la “libertad de prensa”, unificada
y absolutista; “cultura masticada” para que la gente no piense, leyendo y viendo y asimilando y
creyendo un alud de informaciones y noticias intrascendentes que velan la realidad,
impidiendo que la descubra la inteligencia; y que ya afectó el sentido común.
La soberbia
moderna, tan jactancioso de sus adelantos técnicos; se escandalizará por la
acusación de “analfabetismo”, pero es
notorio que el Padre Castellani se refiere a la carencia de los valores
esenciales para la humanidad,
espirituales y religiosos, culturales y políticos, fundados en la filosofía del
ser y en el sentido común crítico; que
eran el orgullo de la humanidad. La
técnica, en sí, no mejora ni la vida moral ni la personal.
Desde que fue escrito
este artículo, 1933, hasta hoy día, principalmente con la televisión, el
manipuleo periodístico se acrecentó de tal manera que resulta insoportable,
insufrible, mediocre, vergonzoso, apropiado para esclavizar al ser humano, aniquilando su
sentido común crítico, abandonándolo indefenso ante el Régimen monstruoso
globalizador.
La vera Universidad de hoy es la Biblioteca” ¿Quién dijo
esto? Carlyle. Es macana en parte y en parte cierto. Es macana de derecho porque nada puede sustituir la
enseñanza directa y viva; es cierto de hecho,
por desgracia, y de eso es una muestra el mismo Carlyle, formidable
autodidacta. Pero lo que es aún más exacto, de hecho, es que la vera escuela
de hoy es el diario.
El diario es un invento moderno,
es una cosa buena o por lo menos necesaria o digamos inevitable. Sus más
formidables enemigos (si los hubiera) tendrían que leerlo. Hasta los mismos
cartujos creo que tienen permiso para leer el diario, l menos algunos. ¿Cómo
sabríamos sin eso la hora del tren, el cambio del peso, cuándo se abren los
cursos y cuándo son los exámenes? ¿Cómo sabría el colono en el último rincón de
Misiones o Río Negro la caída del Ministerio Herriot, y eso a los dos o tres
días, y lo que es más admirable, todos los retratos de los nuevos Ministros,
empezando por Boncour y acabando por Cherón? Nuestros abuelos, si les hubiesen
prenunciado esto, hubiesen gritado a la brujería. Y con razón. Pues eso es hoy
un hecho gracias a “La Nación”.
Pero hay que confesar no
más que este progreso tiene su tara. La tara consiste en que el periódico,
aumentando la radio de nuestra información, disminuyó el de nuestro
conocimiento. Llamo conocer, el saber una cosa con certidumbre. La certidumbre es el acto supremo de la inteligencia,
es su fin, su dicha y su descanso, es la CIENCIA (con todas mayúsculas) por la
que estuvo chiflado Platón. Todos los otros actos anteriores a éste
(aprehensión, comprensión y opinión) no son sino camino para éste y tienen
precio sólo en función de él. Llamo aprehensión al entender los términos (por
ejemplo “alma) y, comprensión el entender las cuestiones (“¿tengo alma?”) y opinión el asentir inclinándose (“creo que tengo
alma”) a los cuales corona el triunfo de la certidumbre, que se formula así: “Veo que tengo alma”, o lo que es más
alto y maravilloso aún “Veo mi alma”. Ahora
bien, esta noticia, visión o agarre, o llamémosle con un nombre que empleó mal
Rubén Darío, este “supremo contacto”, es un tesoro sin precio y no hay palabras
en la lengua para ponderarlo. Ahora mal, este tesoro me parece que es quien se
va haciendo más inaccesible, culpa que el periódico dispersas nuestras energías
en los tres actos anteriores.
Tengo miedo que mi diario
aumentándome las noticias me disminuya las verdades, llenándome de ideas,
cuestiones y opiniones no me deje lugar para convicciones. Esta es la noción
que me voy formando desde una famosa experiencia que tuve hace tres meses, me
refiero al hallazgo increíble y monstruoso del lector analfabeto. ¡Qué megaterio ni qué ictiosaurio, estas sí que
son cosas antidiluvianas y tremendas, los lectores analfabetos! Cómo lo
encontré, fue una suerte.
Tuve ocasión de pasar
quince días en un asilo gratuito de viejos en Amiens, departamento de la Somme;
y para matar el tiempo sobrante, me entretuve en hacer una encuesta, que están de moda, acerca del nivel intelectual de los
ochenta paisanos picardos que después de una vida de rudo trabajo, arriban allí
para vegetar plácidamente a los cuidados sororales de esa especie de ángeles
vivos, que son las Hermanitas de los Pobres. Estudiante de psicología, la cosa
era interesante y no muy difícil; ninguna necesidad de “test” ni de
psicocronometría, puesto que bastaba conversar familiarmente con ellos (eso sí,
hablaban dialecto los tipos) hacerles preguntas y observar sus discusiones y
ocupaciones. Esta nación es la más culta del mundo o cerca, la Francia; y esta
región picarda es famosa en el mundo por su sentido común, que por eso la deben
llamar Picardía; y este pueblo es el primero que implantó en el mundo la
soberanía del pueblo; y en el siglo en que estamos, de las luces, este Estado
Moderno cuya capital se llama Cuidad Luz, ha hecho del desarrollo de la luz
inteligencia una especie de manía por decirlo así y una especie de industria.
¿Qué mejor material para experimento verdaderamente serio?
Pues bien, cuando
publique mi encuesta, si lo hago, los comentarios serán un poco desoladores.
Dan la impresión estas inteligencias-pueblo, como si su nutrimento diario, el
diario, las hubieras simplemente embrutecido. Hasta el sentido común y atávico,
que es una cosa en ellos casi animal y hereditaria como el instinto, ha sido
atacado y mellado en partes por el torrente de nuevas venidas de las treinta y
dos puntas de la rosa de los vientos absorbidas diariamente en el diario, para
apagar la sed insufrible de conocer que, según Aristóteles, es en el hombre la
madre de la Filosofía. Y conste que los diarios franceses son menos
“informados” y menos diletantes que los nuestros.
El plato del día era el
arreglo de la cuestión diplomática de las deudas y las reparaciones. Estos
decrépitos, estos a-un-paso-de-la-tumba, nulos de estudio pelados de plata y
casi tonsos de vida, discurrían apasionadamente todo el día acerca de las
cuestiones financieras y diplomáticas más enredadas, acerca de cosas
lejanísimas, de cosas que estaban a cien leguas de ellos, o mejor dicho en otro
mundo. Yo tomaba tímidamente la parte de los Estados Unidos para hacerles
hablar. Ahora bien, los tipos tenían una superioridad enorme y manifiesta sobre
mí del lado de la información, que es
lo que da municiones en una discusión, y habiendo devorado con pasión día a día
su diario calentito, disponen materialmente de una suma enorme de hechos, que los convertía veramente en
mis maestros, y no me dejaba a mí, universitario y hombre de estudios, más que
la pequeña superioridad inconfesable de comprender que todo lo que decían era perfectamente exacto y perfectamente
imbécil. Sacando un 20%, los demás hacían surgir en mi alma la visión
monstruosa y desolada, el retrato trágico y ridículo del peor y más abandonado
de los analfabetos: el analfabeto que
sabe leer (ojo cajista, no me meta aquí un “no”). El analfabeto a fuerza de leer.
Esto es injusto. Es
injusto lo que la sociedad ha hecho o dejado hacer con estos hombres. Es
injusto que al fin de una vida larga y dura de trabajo y de honradez, el hombre
nacido para pensar o al menos para entender, tenga la inteligencia, que es todo
su ser (porque no es el ser del hombre estas piltrafas lamentables que se deshacen
aquí enfundadas en bombachas caídas) tenga la de pensar convertida en esta
especie de mazacote o papilla absurda. Hay algo que falla monstruosamente en la
organización de esta sociedad, para que pueda darse esta teratología desolante.
¿Y las ideas morales y
religiosas, que son el refugio de la inteligencia pobre? Porque el pobre no
puede saber la fórmula de la dimetilamina de calcio y magnesio (ni tampoco
comprarlo cuando está enfermo) pero podría al menos saber si hay Dios, si o no.
Y bien, estos viejos obreros son católicos los más, y saben de religión la
mayoría… lo necesario para recibir los sacramentos válidamente a la hora de la
muerte. Tradúzcales usted una de las admirables homilías al pueblo de Winfrido,
San Bonifacio o de Paulo Diácono, de allá los tiempos barbáricos de Carlomagno,
lo que llamaban el siglo de hierro: es un chiste ruso ¡Qué van a entender! De
Wulf, el docto historiógrafo de la filosofía medieval, ha hecho notar el
poderoso instrumento de educación popular que fue en otrora la instrucción
religiosa. Porque partiendo de cosas concretas y vividas, de la realidad moral
y psicológica y social que cada cual lleva en la panza, y entrando por todos
los sentidos con la liturgia, el culto y la práctica de la vida, puede llevarse
por la enseñanza oral (que es la genuina enseñanza) recibida constantemente
años y años, rumiada y vivida, hasta el alcance de las más altas verdades
psicológicas y ontológicas. Y esto sin decirle al así educado que él es un tipo
profundo, sin ponderarle: “Esto es psicología, esto es ontología, esto es
lógica y ciencia pura”. La viejecita de San Buenaventura, si le hubiesen dicho
que ella al lado de muchos cultos de hoy, era una sabiaza, hubiera exclamado:
“¿Yo? Yo no sé nada de nada. El que sabe es el Obispo, las homilías de San
Buenaventura. Hoy hemos sustituido las Homilías por el diario. Los resultados
son inferiores.
Y que conste que todo
esto lo hablo yo del diario bueno,
del diario serio, del diario
imparcial y ponderado.
¿Qué diríamos, pues, del
diario logrero y aprovechador, del pasquín, fenómeno no desconocido en
Argentina? (Yo creo que el día que en Europa se conozca Crítica, van a ir por
allá los doctos en comisiones a estudiar ese fenómeno de patología social: en
Europa no he visto cosa igual). Del pasquinismo diremos que psicológicamente y
socialmente, es una pura y simple peste. Como acaba de definirla Chesterton, la
libertad desenfrenada de prensa, no es más en puridad que la “patente del
sofista”, el autorizar a los fuertes (intelectualmente) que abusen de los
débiles. Un obrero puede pagar un níquel por un pasquín, pero ni de lejos los
largos estudios precisos para inmunizarse de sus mistificaciones. ¿Qué rectitud
y que justicia es permitir que el bachiller fracasado que lo escribe, abuse
talmente de la poca instrucción del pobre? Es literalmente el abuso del más
fuerte, la trompeadura del muchachote al pibe, el “aprovecharse”, el
“sobrarse”, la cosa que nuestros maestros castigaban y llamaban la más vil del
mundo y la menos argentina, el despotismo cobarde.
La función del diario no
es la cátedra. No es función periodística el definir. No es del periodista el
solventar los problemas políticos, morales o filosóficos de la sociedad, ni
gobernar, ni desgobernar, ni controlar los gobiernos; para lo cual no es competente. La función del diario, la esencial,
sería informar lo más fielmente posible sobre los hechos que valgan ser
conocidos.
Suma sumarum, el diario
no es (no debería ser) ni para averiguar, ni para enseñar, ni para discutir, ni
para dirigir. No sirve para eso. El diario es para noticiar. (Yo soy periodista, hijo de periodista). Su objeto son
los hechos averiguados.
París, día de Reyes de 1933.
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