sábado, 22 de febrero de 2020


Doctrina Nacionalista.
Jordán Bruno Genta
Excelente artículo del mártir argentino, asesinado por una de las bandas masónicas/marxista, que hace unas pocas décadas agredieron la Soberanía nacional, a los patriotas que la defendían, y al pueblo indiscriminadamente. En el expone que el liberalismo, arma ideológica inglesa, asumida por el Régimen cipayo, después de Caseros, es una droga venenosa que adormece, subvierte, y corrompe, empleada por los infames imperialista para colonizar países. En definitiva, el liberalismo es un pecado mortal contra la Fe y la Patria.
“Cuando nosotros introdujimos en el organismo estatal el veneno del Liberalismo, la totalidad de su complexión política sufrió un cambio; los Estados han sido cogidos con una enfermedad mortal, una que envenena la sangre…”  (Protocolos de Sión).                                                                         
A continuación el texto del apéndice al libro de su autoría: “La idea y las Ideologías”; titulado:

“LA IDEA DE PATRIA Y LAS IDEOLOGÍAS INTERNACIONALES”.
“DE LA LIBERTAD Y DE LA JERARQUIA EN EL ORDEN HUMANO”

Nada es más indigno en un hombre; nada lo humilla y rebaja tanto como la adulación de otro hombre o de la multitud; por el contrario, nada es más digno de un hombre ni tan propio de su dignidad y decoro de ser, como el elogio de la jerarquía, como la reverencia de la autoridad.

Ha llegado a ser un prejuicio popular la creencia de que toda forma de autoridad y que todo sentido de distinción y de rango, atenta contra  la libertad y contra el espíritu democrático de la época, al punto que quienes ejercen alguna autoridad o pertenecen a una institución jerárquica se esfuerzan por aclarar en todo momento que son hombres de la calle, hijos del pueblo, ciudadanos comunes, etc., a fin de que no se interprete su investidura como la amenaza de una nueva tiranía o de un privilegio de casta.

Y de este modo, con conciencia o sin ella, se fomenta el desprecio de la autoridad y el manoseo de la jerarquía, al mismo tiempo que crecen pavorosamente la soberbia y el servilismo, la vanidad y la adulación, tanto en el individuo como en la multitud.

El gran humanista español Juan Luis Vives, nos recuerda en su opúsculo acerca “De la Comunidad de los Bienes”, escrito en 1535, inmediatamente del estallido comunista-anabaptista en Münster; nos recuerda, repito, esta profunda y decisiva verdad: “A los que habían suscitado la guerra en el fementido nombre de la libertad e injustísima  igualdad de los inferiores con los superiores, sucedieron los que decretaron, pudieron y exigieron, no ya aquella igualdad, sino la comunidad de todos los bienes”.

Quiere decir que el comunismo no es más que el liberalismo en su extremo desarrollo, en sus últimas consecuencias. Podrán los intereses creados, las poderosas situaciones de privilegio existentes en el régimen burgués, contener por más o menos tiempo la corriente de los hechos; pero la lógica inexorable de un movimiento, de una revolución espiritual y política por ellos mismos desencadenada, se cumplirá hasta el fin necesario, hasta la destrucción de todo el orden existente. No edificará nada, porque todo lo que se pretende o intenta contra la naturaleza de las cosas está condenado al fracaso irremediable, pero llevará la negación, la desmoralización y el aniquilamiento a todo lo que constituye un orden, una jerarquía, una dignidad en nuestro viejo mundo occidental.

Es oportuno resaltar la ironía de un proceso cuyos colaboradores más eficaces son los mismos poderes, ahora como siempre, de la plutocracia internacional y del liberalismo político, que serán finalmente sepultados y anonadados por su propia obra.

Conviene meditar el texto de Vives para saber a qué atenernos acerca de los tiempos que llegan  vertiginosamente, para saber a dónde conduce el desmoronamiento de las fuerzas de resistencia, la desmoralización de las instituciones tradicionales, todo lo que reblandece los cimientos de la vida espiritual y del orden político de las naciones. Conviene no olvidar que el liberalismo conduce inexorablemente al triunfo de la política comunista en el mundo, máxime si la potencia que sostiene e irradia la propaganda comunista resurge como un imperio encuadrado en los moldes del antiguo nacionalismo paneslavista.


El primer deber de un educador de vocación es el testimonio de la verdad, la profesión de la verdad. Por esto es que me propongo hacer el elogio de la jerarquía en esta hora del crepúsculo de todas las jerarquías existentes; en esta hora de programas igualitarios y de universal aplanamiento, que sólo parece consentir el espectáculo de hombres y de pueblos mínimos, por grande que sea el poder de su riqueza, exasperados por una ficticia conciencia materialista de clase y arrojados a una lucha materialista de clases ciega e implacable, en que las masas se conducen como si fueran protagonistas de la Historia Universal, engañadas y seducidas por sus aduladores de oficio: esos predicadores incurablemente marxistas, aunque hablen en nombre de las clases económicamente privilegiadas y de cuyos labios no cae jamás la promesa de una felicidad de “potrero verde” para la multitud: seguridad, comodidad, facilidad para el mayor número  al precio exclusivo de la libertad responsable, de la dignidad de personas.

Me propongo hacer el elogio de las jerarquías en este día de hoy que nos aturde y nos abruma con voces innumerables que dicen así: “A la necesidad de gloria ha sucedido la necesidad de provecho y de comodidad, y el heroísmo guerrero ya no es el órgano competente de las necesidades prosaicas del comercio y de la industria que constituyen la vida actual de estos países… Ha pasado la época de los héroes; entramos en la edad del buen sentido”. (Alberdi, ‘Bases’).

El héroe es una suprema jerarquía humana, y el espíritu igualitario, horizontal, demagógico, no soporta la presencia viva, real, fulgurante de los grandes ejemplos allá en las cumbres más altas, inmóviles, impasibles, obstinados en no cambiar siquiera un poco, a no ceder siquiera algo, exigiendo siempre lo mismo a las generaciones  que van llegando; exigiendo que sean capaces de querer lo mismo que ellos quisieron para mantener arriba, como señores de su destino propio e intransferible, orgullosos de llevar una presada responsabilidad sobre los hombros y de merecer un linaje divino y heroico.

La voz de orden parece ser: hay que segar las espigas demasiado altas. Hay que debilitar a los fuertes hasta aniquilarlos si fuera posible; hay que exaltar a los mediocre, a los inferiores, a los hombres comunes. Nada más que hombres comunes, adaptados, acomodados, que sólo aspiren a vivir sin responsabilidad, sin normad fijas e inmutables, al hilo de las circunstancias infinitamente variables.

Una propaganda arrolladora, imponente, incontratable, envenena las almas en el resentimiento contra todo lo superior, contra toda excelencia; difunde el horror contra todo lo que se presenta como absoluto, permanente, definitivo; la Verdad absoluta, el Bien supremo, la Justicia primera y trascendente.

De ahí que uno se expone a todos los peligros, a todas las violencias, a las más torpes calumnias si habla de leyes eternas, de normas fijas o de compromisos definitivos porque obligan a una observancia perpetua, a una fidelidad continuada, a una solidaridad de generaciones con el pasado y con el futuro.

Hay dos modos principales de examinar y de decidir acerca de todas las cosas: 1º. Considerarlas desde el punto de vista del ser, de la constancia, de la identidad; 2º. Considerarlas desde el punto de vista del no ser, del devenir, de la contradicción.

En una época, como la presente, que ha perdido el sentido del ser y el gusto de las formas, que no tiene en vista la eternidad para resolver ningún problema de conducta, las palabras ya no son las cosas mismas y en han degradado en mera expresión de las necesidades y de los apetitos materiales de los hombres y de los grupos.

Las palabras se han corrompido hasta el punto de no ser más que recursos prácticos, expedientes ideológicos para la acción en el sentido marxista. De ahí el criterio de que no hay significaciones esenciales, inmutables, idénticos; y de que los conceptos evolucionan y cambian con las circunstancias, aun aquellas que dicen la razón de la vida y de la muerte.

Y son las palabras más elevadas, justamente aquellas que más importan para el destino del hombre y de los pueblos, las más expuestas al equívoco, las que más se confunden en la contradicción infinita; las más manoseadas por el uso innoble.

Tal, por ejemplo, la palabra libertad, en la intención de los modernos sofistas y demagogos.
Es notorio que la afirmación de algo tiene un significado único y exclusivo: el sentido de su definición; pero la negación multiplica al infinito sus versiones.

                                                                                                La libertad de los modernos liberales se manifiesta en todas las formas de la negación; consiste siempre en la abstención o en el rechazo de un principio determinado, de un orden jerárquico, de una autoridad verdadera, de un compromiso inquebrantable. Hasta cuando elige y ata algún nudo lo hace con la reserva de poder desatarlo ulteriormente.

La libertad liberal se complace en las abstracciones, en la divagación y en todo lo que es provisorio; es antijerárquica, antitradicional y tiene el horror de la responsabilidad personal. No reconoce deberes anteriores y superiores al derecho de elección; esto es, a la arbitrariedad absoluta del individuo.

Se trata siempre de la sustitución de la autoridad verdadera por las falsas libertades que tiranizan al hombre, humillándolo a todos los servilismos de la pasión y del arbitrio sin medida. El individualismo liberal supone la autoridad de cualquiera indistintamente: el acceso a las más altas funciones abierto por igual a todos; una opinión cualquiera debe ser reconocida y respetada como verdadera con el mismo derecho que cualquiera otra en materia religiosa, filosófica, moral y política. Es la supresión de todas las jerarquías, de todas las distancias; cada individuo reivindica para sí el derecho de poner la mano en todo, de encarar y resolver cualquier problema esencial.

La dialéctica inmanente del igualitarismo individualista conduce, tal como se observa en el texto de Vives ya citado, al colectivismo o comunismo, al aniquilamiento de la responsabilidad personal en todos los órdenes de la vida.

Si el programa comunista fuera realizable, asistiríamos al máximo empequeñecimiento del hombre; a su nimiedad en la masa gregaria, maquinal, rutinaria.

La libertad positiva, la libertad que afirma, por el contrario, es una y exclusiva para cada orden de la conducta como lo definición de lo que es.

La libertad afirmativa es indivisible de la jerarquía; está necesariamente referida a la autoridad; está reflexivamente encuadrada en el cumplimiento de deberes que son anteriores y superiores al individuo: deberes hacia Dios, hacia la Patria, hacia la Familia.

Y estos deberes son compromisos definitivos; tan sólo elevándose hasta la altura de sus exigencias invariables y manteniéndose habitualmente en esa altura, el hombre se manifiesta como una libertad, como una persona. Si, por el contrario, abusa de su poder de albedrío para desertar, para traicionar sus obligaciones esenciales, se corrompe y degrada hasta ser la peor de las bestias. Tal es el fin necesario de la libertad liberal.

La libertad real y verdadera es jerárquica, tradicional, responsable y se ordena en lo que es justo. Por eso es que Aristóteles define el acto libre “como una preferencia reflexiva de lo mejor”, o como dice Claudel “la complacencia razonable en lo mejor”.

La Patria tiene una existencia cumplida, acabada, perfecta, en su soberanía, es decir, en el ejercicio de su libertad real y verdadera.

La Patria reposa en la soberanía política, porque es su plenitud de ser, su acto y su fin. Cuando vive en soberanía, la Patria no evoluciona más puesto que ha llegado a ser todo lo que debe ser.

La evolución, el aumento y el progreso conciernen a las cosas de la Patria, a lo que ella materialmente contiene: población, riqueza, bienestar, cultura, poderío; pero la Patria misma no cambia, permanece inmóvil, inmutable idéntica a lo que fue el primer día de su ingreso en la existencia soberana. Sólo puede cambiar para dejar de ser, para anonadarse definitivamente; sigue inmóvil mientras sus hijos son capaces de mantenerla arriba, de sostenerla en la altura de su libertad y permanecen fieles al “todo por la Patria”.

Fuera de la soberanía, por incapacidad de conquistarla o de seguirla mereciendo, la Patria no es más que una sombra humillada, una imagen contrahecha, una impotencia y una angustia de no ser.

La naturaleza moral de la Patria exige la forma concreta del Estado, de la República perfecta. El insigne teólogo y jurista de la España Imperial, P. Francisco Vitoria, retomando el hilo de la tradición aristotélico-tomista, la define:

“República es propiamente la comunidad perfecta… es una comunidad perfecta aquella que tiene sobre sí todo y que no es parte ni depende de ninguna otra República, y que, por lo tanto, posee leyes propias, consejos propios y propias autoridades.

“De todo lo cual resulta y se sigue que los gobernadores y los príncipes que no mandan a Repúblicas perfectas, sino a Repúblicas que son partes de otra, no pueden declarar ni hacer la guerra”. (“Relección sobre la guerra”).

La Patria soberana e intransferible es la libertad primera y la más elevada jerarquía en el orden humano. Es la analogía próxima y la imagen viva de la soberanía absoluta y trascendente de Dios. El individuo no es soberano; sólo un necio puede decir que no le debe nada a nadie y que se basta a sí mismo. Tampoco es soberana la masa, la multitud de los nivelados, marginales y serviles; sólo un siglo estúpido podía hacerse eco del Materialismo Histórico y llegar a la convicción de que las masas constituyen el sujeto de la Historia Universal.

“Cada persona individual –enseña Santo Tomás- es a la comunidad como la parte al todo”; pero el individuo no pertenece a la Sociedad política con todo su ser ni con todas las potencias de su alma. El individuo, por lo mismo que es parte de un todo, sólo alcanza la suficiencia de la vida en la comunidad política que se basta a sí misma y es dueña de sus actos; que integra y completa su ser encuadrándolo en el pudor y en la justicia; y lo prepara para una vida decorosa y una muerte buena y bella.

El individuo sólo es soberano en la Patria soberana. El Bien Común es la soberanía, la Patria que se manda a sí misma y que vela por la identidad de su alma a través del tiempo mudable, a través de las generaciones innumerables, solidarias y fieles en el cumplimiento de la misma responsabilidad.

La Patria de cada uno de nosotros argentinos es la misma, absolutamente la misma que fundó San Martín. Es esta tierra exclusiva de la libertad argentina, que por haberla querido igual que la quiso el Libertador, por haber sabido guardar intacta su soberanía, Juan Manuel de Rosas mereció el legado supremo de su sable.

Ningún argentino ha sido ni podrá ser tan honrado como lo fue Rosas, porque el sable del héroe fundador de la Patria es, antes que el gorro frigio, el símbolo de nuestra libertad.

La Patria no cambia; el concepto de soberanía que dice su esencia y el fin de su existencia no evoluciona. No hay un concepto medieval y un concepto moderno de soberanía; no hay más que un concepto verdadero que dice lo que es la soberanía es y luego muchos pseudos conceptos que dicen lo que no es.

La Patria es siempre lo mismo para sus hijos bien nacidos. Así como no pueden tenerse sino los padres que se tienen, la Patria es única, exclusiva e intransferible; no la hemos elegido ni hemos nacido en ella impunemente.

No hay más que un concepto de Patria; se podrá definir su contenido clara y distintamente, o apenas describirlo de un modo oscuro y confuso, pero es la misma cosa lo que se dice toda vez que se la nombra con fidelidad.

Hace 25 siglos Platón definió, por boca de Sócrates, a la Patria soberana. Voy a leer su texto y cada uno de vosotros dirá si no es eso mismo lo que siente, lo que piensa y lo que quiere que sea:

La Patria soberana es “a los  ojos de Dios y de los hombres sensatos, un objeto más precioso, más respetable, más augusto y más sagrado que una madre, que un padre y que todos los antepasados; y es necesario tener para la  Patria irritada más respeto, más sumisión y más cuidado que hacia un padre; es necesario persuadirla de sus errores o cumplir sus órdenes y sufrir sin murmurar todo lo que ella manda sufrir, sea que nos haga castigar y encadenar; sea que nos envíe a la guerra para ser heridos o para morir; nuestro deber es obedecer y no nos está permitido retroceder, ni desviarnos ni dejar el puesto” (Platón: “Critón”).

El concepto de Patria es idéntico en todas las edades, desde aquella edad de bronce hasta esta edad atómica.

Por esta razón, si un argentino dice que su Patria es el mundo o que su Patria es América o que su Patria está donde trabaja y se le paga, no dice lo que la Patria es; declara solamente sus apetitos, sus tentaciones o sus resentimientos contra lo que es.

La Patria es inmóvil, como el héroe fundador de su soberanía. Es lo que debe ser o no es nada.
¡Quiera Dios que no se pueda decir nunca con verdad, que en esta tierra nuestra, en esta Argentina nuestra, ha pasado para siempre la época de los héroes!...

Jordán Bruno Genta






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